Recordando a Edgardo Ribeiro |
Nos conocimos en Palma de Mallorca hace
ya 30 años, comiendo caracoles con alioli
en el mesón Can Pedro de Génova. Recuerdo que me lo presentó Atahualpa
Yupanqui y lo hizo diciendo: “Aquí un amigo mío, compatriota suyo, que
bien vale la pena conocer…” Sabias y certeras palabras aquellas de don
Ata. Congeniamos de inmediato y allí, en
aquel típico comedor mallorquín, comenzó una amistad sincera e intensa
entre ambos matrimonios que duró hasta nuestros días. El paso de los años
fue cimentando nuestra relación,
tanto con Edgardo como con su gentil esposa, compañera y amiga, Paquita
Colom. Mi esposa Anamaría se hizo alumna de
Edgardo e incluso yo jugué con los lápices y pinceles durante un corto
tiempo en su taller palmesano. Pero lo nuestro iba más por la literatura,
basado en una admiración compartida por la obra de García Márquez y un
respeto por la naturaleza impoluta de nuestros campos y su gente. En
aquellos tiempos de residencia europea, esa era una visión y un recuerdo
constante, lejano pero siempre añorado por ambos. Así, en largas y amenas charlas, Edgardo
me fue deshojando su vida y sus vivencias, permitiéndome convivir con sus
recuerdos del pasado y sus anécdotas, sus alegrías y sus tristezas. Los
años juveniles en los campos de Artigas, la personalidad original del
Negro Jacinto (inspirador de su novela publicada en enero de 1986, que
repasamos y corregimos juntos infinitas veces en los veranos de Sa
Cabaneta), su primer viaje de iniciación artística a Montevideo (acompañado
de su hermano Alceu), los años de pobreza, privaciones y enfermedad, la
inagotable fuente de sabiduría e inspiración que fue para él su maestro
Torres García, los premios obtenidos, su amor por la bicicleta y la
ecología, sus años de docente en el liceo de Minas y en la Escuela
Nacional de Bellas Artes, y por supuesto la influencia que tuvieron en su
arte los primeros viajes por Europa y América. Este gigante de las artes plásticas
nacionales, humanista, demócrata cabal y pacifista convencido, rechazaba
toda forma de violencia y sufría hondamente con las injusticias y
tragedias del mundo, llegando, a causa de ellas,
a hundirse en profundas depresiones. Consecuente con sus ideales, durante
los años que duró en nuestro país el gobierno de facto, firmaba sus óleos
con el agregado de una cruz, como forma de protesta y compromiso
individual, la cual sólo eliminó de sus obras cuando retornó la
democracia. A mediados de los años 80, vuelve a
radicarse en Uruguay, con la aparente intención de quedarse
definitivamente, pero la intensidad de luz y la claridad de los cielos
mallorquines, que tantas veces había captado y plasmado con insuperable
maestría en sus lienzos, ejerció de imán y allí comenzó su vaivén.
Un reparto de residencias veraniegas que duró casi hasta el final. De estos años 80 y 90 guardo sus cartas,
como un tesoro de valor incalculable, siempre tan llenas de amistad y
descripciones plenas de color y vida, hablándome de la fauna y la flora
nativa de nuestro país, que él veía brotar diariamente a través de la
ventana de su estudio, en el jardín de su casa en Las Delicias. Quizá
como un intento fraterno para darme ánimo y convencerme que emprendiese
el tan postergado retorno. Y cito, a modo de ejemplo: “…Ahora vivo en
una soleada casita, rodeada de chingolos, cardenales, calandrias,
tijeretas…” o “… Lo único que no ha cambiado son los gritos de
los teros, las carreras de los ñandúes, las calandrias que cantan como
siempre, posadas en la punta de una rama seca, o las ratoneras con su
trinito tembloroso… El campo, ¡nuestro campo! permanece hermoso. Sus
cuchillas se alargan en el horizonte y se cubren, a la salida del sol, de
aquellos misterios, compañeros de un silencio especial y único, repleto
de grises y azules, que supongo tú muy bien conoces. Esto y los reflejos
en los arroyos de platinadas aguas, es lo que no ha cambiado, es lo que
permanece tal como era hace 40 o 50 años, cargado de una melancolía
lejana y solitaria que forma parte del paisaje. Y claro, esto es realmente
reconfortante…” Ahora ya no oiré más su voz de paisano
bueno y sabio, tomándome el pelo o rezongando por alguna falta mía. Y
eso me duele, casi tanto como saber que Edgardo no escuchará más el
canto de las calandrias, el trinar de las ratoneras ni el murmurar de las
tórtolas en el fondo de su jardín del chalet “Gondomar”. O quizá,
quién sabe, este maestro de maestros sí las pueda oír para siempre… Descanse en paz, viejo y querido amigo. |
Roberto Bennett
La
República, marzo 2006.
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