No es falta de cariño |
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Ayer penaba por verte y hoy peno porque te vi... Alfredo Zitarrosa |
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El
arquitecto Jaime Sainz de Gerona observó por la ventana la lluvia madrileña
que golpeteaba y caía, deslizándose perezosamente por el cristal del
amplio ventanal de su estudio, que daba a la calle Agustín de Foxá.
Desde su privilegiado mirador podía ver la Plaza Castilla y la salida del
túnel lateral de la Castellana.
--
¡Coño, qué mala suerte!-- exclamó en voz baja. Era
una típica mañana fría y gris de diciembre en Madrid. El arquitecto
contempló el mal tiempo y maldijo a los cielos cubiertos
por su inoportunidad. Por arruinarle el tan ansiado paseo a la
sierra. Desde hacía una semana tenía programado disfrutar de esa tarde
en compañía de Susana, su joven amante. Habían planeado irse juntos a
merendar café a la Posada Real, en camino al puerto de Navacerrada. Allí
gozarían del paisaje serrano, de la tranquilidad, del silencio y la
discreción del entorno. Luego descenderían hacia Colmenar Viejo, donde
él alquilaba un apartamento que había convertido en su discreto nido de
amor. Sin embargo, debido a la climatología adversa, tendrían que
planear otra cosa, de prisa y a último momento. Obrar así le disgustaba
mucho, quizá por deformación profesional. A Sainz de Gerona le gustaban
las cosas bien ordenadas y organizadas, tanto en su trabajo como en su
vida particular. Ya
había dejado un recado en su casa con Fátima, la asistenta de origen
marroquí (como era costumbre entre su círculo de amistades, aunque había
algunos que las preferían dominicanas o filipinas). Fátima debía
informar a su esposa, doña María de las Mercedes López-Iriondo de Sainz
de Gerona, que el señor no iría a
almorzar y que además, por
la noche tenía una importante cena de negocios con unos clientes
franceses. Por ese motivo, seguramente volvería muy tarde. María
de las Mercedes recibió el mensaje sin mayor sorpresa. Estaba
acostumbrada a sus largos horarios y a sus múltiples ocupaciones
profesionales. Eran parte del precio que debía pagar por estar casada con
un arquitecto célebre. Sin embargo, ésta tarde no deseaba estar sola.
Almorzó una tortilla a la francesa, acompañada por un par de tostadas y
dos lonchas de jamón de Jabugo
que preparó la siempre servicial Fátima. Mientras tanto ella, sentada en
un mullido sillón del amplio salón de estar, cubría sus largas y
esbeltas piernas con una cálida manta escocesa que había comprado en su
último viaje a Londres. Observó sin demasiado interés las noticias de
las tres en la Primera Cadena de televisión. Según ella, la más seria y
formal. Mercedes se sentía cómoda rodeada de las tradiciones cristianas
con las que había sido criada. Le gustaba la religiosidad en la familia,
el respeto absoluto de los hijos hacia los padres y abuelos, los buenos
modales y el saber conservar la distancia debida con el personal de
servicio. Ella opinaba que cada uno debe ocupar el sitio que le
corresponde en la sociedad. A Mercedes le habían enseñado a ser una dama
de rango y posición, y ella se esforzaba cada día por parecerlo. Muy
preocupada por lo qué podía decir la gente, deseaba predicar con el
ejemplo, aunque en realidad, pocas veces ponía en práctica lo que sostenía
con tanto énfasis. Sobretodo en lo referente a la educación de sus
hijos. Le interesaba proyectar hacia el exterior una imagen de mujer
decidida, de fuertes convicciones y talante luchador, pero la verdad era
bastante diferente. A Mercedes los problemas le agobiaban con facilidad y
muy a menudo se refugiaba en la penumbra y soledad de su dormitorio, donde
permanecía acostada todo el día. Eludiendo enfrentarse con los eventos
que le aturdían y acorralaban. Atrapada en sus propias redes mentales
como un simple animalito del bosque.
Aguardando la llegada de Jaime para que le mimase y rescatase de su
intrincado laberinto emocional. Sus
dos hijos adolescentes estaban aún en el colegio. Mercedes era agente de
seguros free lance, y trabajaba
desde un pequeño pero coqueto despacho ubicado en la buhardilla de su
chalet familiar. Hogar diseñado y construido por su marido, en la
prestigiosa urbanización de La Moraleja. Sus clientes ya habían sido
debidamente atendidos durante las horas de la mañana y ahora ella podía
gozar de toda la tarde libre. Aquel
día lunes, lluvioso y frío, Mercedes observó con desinterés a través
del gran ventanal de salón, los troncos grises y pelados de los chopos en
el jardín y las hojas secas cayendo sobre el agua verdosa de la piscina.
De repente, se sintió profundamente sola e infeliz. Antes, en días así,
a menudo salían de compras con su marido, él le regalaba un ramo de
rosas y se escapaban de paseo a la sierra. Cuando Jaime se alejaba del
despacho, era otra persona. Afable, cariñoso, paciente y tierno. Tanto
trabajo y tantas preocupaciones le han convertido en un ser bastante
irascible, pensó Mercedes. Años
atrás, juntos subían hasta algún puerto de montaña, caminaban por el
bosque húmedo, contemplaban las maravillosas vistas de las sierras y casi
siempre, a la vuelta de la excursión, se detenían en alguna posada a
merendar o cenar. Hubo una época en que Jaime se escapaba con ella en
horas de trabajo. Parecía como si súbitamente le entrasen unos deseos
irrefrenables de fugarse y juntos partían a la hora de la siesta, como
dos cómplices enamorados. Esas salidas intempestivas habían sido siempre
eventos inolvidables y habían hecho mucho bien a ambos, reforzando su
relación de pareja. Por lo general, aquellas escapadas, una vez
concluidas y ya de vuelta al calor del hogar, traían consigo hermosas
noches de amor, que ella ahora añoraba y recordaba con resignada
nostalgia. Se
conocieron cuando ambos asistían a clase en la Facultad de Arquitectura.
Jaime había sido su primer y único novio formal. Desde los diecinueve años.
A los veinticuatro, siendo ella aún virgen, contrajeron matrimonio y
pronto formaron familia. Debido a las obligaciones inherentes a la
maternidad, Mercedes debió abandonar sus estudios pero poco pareció
importarle entonces. Ahora se arrepentía de ello. Como también lamentaba
no salir más a menudo con su marido los viernes por la noche, a bailar
sevillanas a un tablao flamenco o simplemente sentarse en las terrazas de la
Castellana, para escuchar buena música y beber juntos unas copas de
burbujeante cava. La
tarde transcurrió monótona y lluviosa. Las telenovelas y los programas
de la prensa rosa ya no le interesaban como antes. Pensó en llamar a
Fernando, su psicólogo y amigo de la infancia, que le ayudaba bastante
cuando le asaltaban estos estados de depresión existencial. Pero hoy no
era uno de esos días. Prefería otra salida más audaz a su problema
actual. Sus hijos llegaron, saludaron, se cambiaron de ropa, merendaron y
se marcharon a sus respectivas clases de judo y ballet. Llegadas
las siete y media, Mercedes tomó una decisión que para ella era casi
trascendental. Subió a su dormitorio, cepilló cuidadosamente su cabello
largo, sedoso y cobrizo, resaltó meticulosamente con el lápiz perfilador
sus hermosos ojos verdes, se maquilló el rostro con esmero, escogió su
mejor traje (comprado en una boutique
de la calle Serrano ese otoño, para lucir en alguna ocasión especial que
nunca se había materializado) y subiendo a su Audi
A4 azul metalizado, partió
rumbo a los multicines ubicados en un cercano centro comercial. Por
primera vez en su vida, asistiría al cine sola. No sabía qué película
iba a ver. Le daba igual, lo importante era salir de casa y mezclarse con
otra gente. Escogió
“El Jaguar”, con Jean Reno. No sabía de qué trataba pero daba lo
mismo. Parecía un tema ecológico. Confiaba en que al ser francesa, no le
ofenderían con una orgía de sexo explícito, como ocurría en muchas películas
españolas. Ni le bombardearían con violencia y avalanchas de explosiones
y efectos especiales, al mejor estilo de Hollywood. Ansiaba ver algo
ameno, sano y divertido. Se sentía aburrida y deprimida. Compró su
localidad y entró en la Sala 3, que estaba prácticamente vacía. En la
penumbra, contó siete u ocho parejas y dos amigas que no paraban de
charlar, mientras comían ruidosamente sus palomitas de maíz. Casi
delante suyo pero tres filas más cerca de la pantalla, se sentó un
hombre de unos cincuenta años, alto, delgado, rubio y elegante. “No
soy la única solitaria”, pensó Mercedes aliviada. Al
oscurecerse la sala y dar comienzo la función, de repente asaltó su
memoria el recuerdo de una tarde lejana en San Sebastián,
durante un veraneo familiar, cuando con quince años recién
cumplidos, por primera vez consiguió permiso de sus padres (siempre tan
estrictos) para asistir al cine en compañía de un escolta masculino. Sus
queridos progenitores, años más tarde le habían provocado a Mercedes un
gran disgusto, al decidir divorciarse a pesar de ser bastante mayores.
Para Mercedes, ese fue un golpe tremendo. Ella sufrió mucho por ello, más
que sus tres hermanos varones (quizá por ser ella la hija menor, la más
mimada) y se juró a sí misma que nunca haría algo semejante a sus
hijos. ¡Jamás se divorciaría! Pero
esta noche decidió que era mejor enterrar esas reminiscencias dolorosas y
evocar en cambio algo más agradable. Volver a los recuerdos de aquella
velada en la capital donostiarra, cuando le acompañaba como escolta
su primo Borja y también su prima Luján con su noviecito,
Pepo Urruticoechea (“un chico muy majo y de buena familia”,
como decía la tía Concha). Pepo cortejaba a su prima por aquel entonces,
para luego convertirse en su
primer marido y también en un ser alcohólico, violento y desagradable. Habían
ido a ver “Dr. Zhivago,”
no sin antes obtener el visto bueno de su confesor, el padre Anselmo,
debido a que el argumento incluía escenas de amor y triángulos amorosos.
Y Mercedes recordó como aquella fue la primera vez que notó que se le
humedecían las braguitas, al sentir sobre su falda el suave tacto de las
manos juveniles, pequeñas e inquietas de su primo Borja. Esa
súbita evocación le hizo revivir nuevamente un agradable cosquilleo
entre las piernas que no le disgustó en absoluto. Es más, esbozó una
leve sonrisa traviesa, porque se sentía segura en la oscuridad protectora
de aquella sala de cine. Aunque todos los domingos, incluso durante el
verano, cuando la familia descansaba en Marbella, ella acostumbraba a
confesar puntualmente, antes de la misa, todos sus actos o pensamientos
pecaminosos. Y siempre cumplía a rajatabla los castigos impuestos por el
párroco. Costumbre recibida de su señora madre y que Mercedes transmitió,
sin demasiado éxito, a su única hija, Leticia. Buenos hábitos morales,
decía ella, como por ejemplo, la necesidad de dormir con ropa interior
bajo el camisón, para evitar la tentación de impúdicos tocamientos
nocturnos. Durante
el transcurso de la película, Mercedes notó como aquel hombre solitario
se giraba un par de veces y le observaba en la penumbra. Incluso creyó
(pese a la negrura reinante en la sala) que
éste le sonreía. Pero ella estaba mucho más interesada en la historia
del jaguar que en iniciar una conquista fugaz. Mercedes era muy consciente
de su posición social, producto de la estricta educación recibida y
temerosa ante la terrible posibilidad de que alguien le reconociese. Una
vez acabada la proyección, se levantó presurosa de su butaca y pasando
delante del hombre, notó como éste se acomodaba con elegancia su
gabardina sobre los hombros. Ella salió con paso ligero de la sala. Él
le siguió a una distancia prudencial hasta que hubieron pasado las
taquillas y entonces, una vez fuera del recinto, se
acercó y le preguntó en voz baja, como al pasar, de
forma muy casual: --¿Qué
te pareció la película? Mercedes
sintió como sus piernas dejaban de obedecerle y automáticamente
acortaban el paso. Se giró y fingiendo sorpresa, contestó que le había
resultado entretenida, bastante original. Una sonrisa temerosa escapó de
sus labios y se dibujó de forma indiscreta en su bello rostro de mujer
madura. Él agregó algunos comentarios bastante triviales e
intrascendentes y finalmente se presentó: --Me
llamo Diego. --Yo
Mercedes. --¿Te
gustaría tomar una copa o un café conmigo? Ella
se detuvo, le miró con gesto interrogante y sorprendiéndose a sí misma,
respondió: --Bueno...--
y se le iluminaron sus ojazos verdes con un brillo de juvenil picardía. Los
dos sonrieron al mismo tiempo y juntos dirigieron sus pasos hacia la única
cafetería que permanecía abierta a esa hora. Sin embargo, se sentaron
cautamente detrás de una columna, que les ofrecía un sutil escudo visual
del resto de los escasos paseantes que todavía deambulaban por el centro
comercial. Ella pidió un té y él solicitó un descafeinado con leche.
Entonces Mercedes, ya más relajada, disfrutó observando el buen gusto de
Diego al vestir. Para ella eso era muy
importante en un hombre. Su circunstancial compañero vestía
camisa celeste con puños y cuello blancos, inmaculados. Corbata de seda
color granate, traje gris claro, gabardina Burburry´s y zapatos
mocasines, seguramente marca Yanko o
Lottuse. Todo impecable.
Mercedes suspiró bajito y notó que el leve cosquilleo de la entrepierna
volvía para producirle más placer. Mientras
tanto, Diego anotaba mentalmente la belleza de aquella dama solitaria,
alta y esbelta. De ojos verdes y hermosos. Cuerpo bien conservado por la
gimnasia diaria y rostro sensual. Calculó que rondaría los cuarenta y
cinco años de edad. Reparó en su espectacular Rolex de oro y abundante
joyería fina, y supuso que podría haber sido azafata en sus años mozos,
hasta que pescó a su comandante favorito. También se aventuró a pensar
que quizá ahora su marido compartía el tiempo libre con otra azafata más
joven, mientras ella competía sin demasiado éxito con alguna hija
adolescente. Rivalizando tontamente, en un vano afán por atraer la atención
y las miradas masculinas, en los refinados lugares públicos donde concurrían
juntas. Charlaron
de la película, de la cinematografía actual y hablaron de esa extraña
casualidad que les había traído de forma totalmente inesperada a la
misma sala de cine aquella noche de lluvia. Ninguno de los dos confesó
que se sentía un poco deprimido y avergonzado de su soledad. En cambio,
ambos reafirmaron enfáticamente que ésta era, sin lugar a dudas, la
primera vez que conocían a alguien de ésta forma. Él
habló más que ella. Mercedes escuchó
entretenida el relato de Diego sobre su reciente visita a las
cataratas del Iguazú y la profunda e imborrable impresión que le habían
causado. Finalmente, mencionó que ésta era su primera estancia
prolongada en España, provocada por motivos laborales. Diego era
argentino, nacido en la ciudad de Rosario. Luego, habló de su trabajo
como ingeniero informático. Ella se relajó un poco más y relató algo
de su vida como agente de seguros, pero cuando comenzaron a bajar las
persianas de la cafetería, Mercedes se negó a facilitarle a Diego ni
siquiera el número de su teléfono celular. Él le ofreció el suyo pero
ella tampoco quiso saberlo. Diego quedó perplejo y confesó abiertamente
que deseaba volver a verla. Entonces Mercedes sugirió otra cita
cinematográfica, extraña e intrigante, como si fuese el guión de un film
de Cary Grant y Grace Kelly. Sería para el lunes siguiente. El punto
de encuentro podía ser la puerta del cine Benlliure, ubicado en la calle
de Alcalá, en pleno centro de Madrid. --Podríamos
ir a ver “Sol de Otoño”. Dicen que está muy bien y además es de tu
tierra. --Me
parece buena idea. ¿Cómo quedamos? --Creo
que empieza a las siete y cuarto. ¿Nos vemos en la puerta a las siete? --¿El
lunes que viene? --Exacto. --Allí
estaré-- dijo él. Los
dos se observaron detenidamente a los ojos, intentando descubrir algún
signo de felicidad encubierta o mala intención, pero en el fondo ambos
deseaban creer en la sinceridad del otro. Durante
esa semana, Mercedes notó cómo renacía y florecía en ella el interés
por su aspecto personal. Su rostro no podía evitar que la ansiedad y
creciente expectativa se escapasen por todos sus poros. Y sonreía mucho más
a menudo que de costumbre. Por las noches, no podía dejar de soñar e
imaginar complejas historias eróticas. Desde su interior brotaban con
renovados bríos deseos carnales largamente postergados y reprimidos. Sus
fantasías juveniles, la excitación ante la conquista por venir, todo ese
juego amoroso y mágico que desde tiempo inmemorial atrapa al hombre y a
la mujer, retornaba para enredarle una vez más entre sus redes
invisibles. Diego, ese apuesto argentino, le había perturbado más de la
cuenta. Era curioso, porque ella a los argentinos les tenía bastante manía,
por considerarles vanidosos y egocéntricos. Pero él argumentó que era
rosarino y que los fanfarrones insoportables eran algunos bonaerenses, los
llamados “porteños”. Mercedes
se arrepintió varias veces de no haber anotado el número de teléfono de
Diego y atribuyó el error a su falta de experiencia en estas aventuras. --¿Qué
haré si surge algún contratiempo imprevisto y no puedo asistir a la
cita?-- se preguntó angustiada. ¿Y qué hará él? ¿Cuáles serían los
pasos lógicos a seguir? ¿Volver al cine de La Moraleja, a la misma función
pero del lunes siguiente a la cita frustrada? ¿O por lo contrario, acudir
al Benlliure durante varios lunes y esperar? Mercedes se decidió por la
primera opción, la que le pareció más razonable en un caso de
emergencia. Sin
embargo, llegado el tan esperado día lunes, ni ella ni él faltaron a la
cita. Se sentaron juntos en medio de la sala semivacía y aprovechando la
complicidad de la oscuridad, Diego muy formalmente le tomó de la mano y
la acarició con dulzura. Ella se dejó tocar y vieron la película sin más.
Salvo alguna risita contenida o explicación breve y en voz baja por parte
de Diego, ante un giro del argumento o alguna espectacular vista de la
ciudad de Buenos Aires. Después del cine, aprovechando la excusa de la
pertinaz llovizna invernal, él la invitó a una copita para matar el frío.
Ella aceptó y gozó de su compañía y también del anonimato que le
proporcionaba aquel discreto “pub,” ubicado en una parte de la ciudad por donde su familia
apenas frecuentaba. Mercedes bebió un Bailey´s
y Diego un whisky Chivas Regal con tres cubitos de hielo. Al ir entrando en calor,
también comenzaron a aflorar las confidencias. En un principio temerosas
y recatadas, más tarde a corazón abierto y descarnadas. Una cosa llevó
a la otra y Diego finalmente se atrevió a sugerir una última copa en su
piso del apart-hotel Clarión, que quedaba relativamente cerca de allí. Mercedes
aceptó casi sin dudar y esa noche, por primera vez en su vida, se encontró
tumbada de espaldas, completamente desnuda,
sobre una cama de matrimonio que no era la suya, enredada entre los
brazos y las piernas de otro hombre que no era su marido. Gimiendo,
suspirando, gozando mientras él le untaba todo el cuerpo con aceite
tropical. Danzando en un remolino pasional desenfrenado. Sus finas prendas
de ropa interior esparcidas por el suelo del dormitorio. Ellos dos
haciendo el amor sobre una mesa, en la cama, entre una maraña de sábanas
y almohadas, rodando por la alfombra y hasta bajo la ducha. Con pasión y
desespero. Como si fuese la última noche de amor en sus vidas. Él también
gemía, mientras la penetraba con suavidad y ternura o con fiereza, según
las circunstancias. Y Mercedes se dejaba querer, en una dulce y total entrega. Finalmente,
exhaustos pero delirantes de felicidad, la nueva pareja de amantes se duchó.
Entre besos y abrazos se peinaron mutuamente, se vistieron y sonrientes se
despidieron en el portal. Fijando una nueva cita cinematográfica para la
próxima semana. Pero esta vez sí quedó claramente establecido el lugar
y la hora. Y con sus respectivos números de teléfonos cuidadosamente
anotados en sus agendas personales, para
poder mantenerse en contacto. Todo
pasó casi en un santiamén pero esta cita en realidad había sido una
triste farsa. Mientras conducía velozmente su Audi
por la M-30, rumbo a la seguridad de su hogar en La Moraleja, Mercedes
sonreía y tarareaba una canción romántica, inundada de íntima
satisfacción. Pero su sonrisa reflejaba una imaginaria y tragicómica
felicidad. Porque todo aquello había sido una cruel y calenturienta
maquinación suya. Un súbito desvarío. Un acto cobarde de reafirmación
e inmadurez emocional. Un perverso e infantil auto-masaje de su maltrecho
y reprimido ego. Aquella noche, ella
no había estado con Diego. Mercedes
respiraba tranquila, porque podría seguir mirando a su marido y a sus
hijos a los ojos, sin sentir un ápice de culpa ni remordimiento.
Simplemente debía confesar este mínimo incidente al padre Cosme y asumir
su castigo con cristiana humildad. Diego
sí había acudido puntualmente a la cita, como estaba pre-establecido.
Sin embargo, ella se había quedado oculta, refugiándose temerosa entre
las sombras del zaguán de una farmacia situada casi frente al cine.
Imaginando todos los detalles que naturalmente hubiesen sucedido de haber
tenido el coraje necesario para cruzar la calle. Le había observado
mientras él se paseaba ansioso y expectante, caminando bajo el arco que
forman las columnas de entrada al Benlliure,
protegiéndose de las frías gotas de lluvia que caían de forma
persistente. Más de media hora estuvo Diego allí. Comprobando repetidas
veces, con fugaces ojeadas a su reloj de pulsera, la extensión de la
demora de su misteriosa y tan deseada dama. Hasta que finalmente,
resignado, quizá algo molesto, seguramente muy decepcionado, se abotonó
la gabardina, abrió su paraguas y se perdió para siempre en la oscuridad
de la noche madrileña y su llovizna. |
Roberto Bennett
Cuento publicado
por Editorial Nuevo Ser, de la Rep. Argentina, 2004.
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