Arte y artificio en las novelas de

Graham Greene

por Mario Benedetti

Hoy en día resulta tan difícil eludir una opinión sobre Graham Greene como sobreponerse a la tentación de escribir contra él. Por supuesto que no aparece todos los días un escritor de primera fila con tantos defectos visibles, tantas concesiones elementales, tanta morbidez a primera lectura. De ahí que resulte en cierto modo disculpable si a algún crítico se le hace agua la boca en las anotaciones previas, cuando empieza a convencerse de que la obra greeniana es melodramática, convencional y a menudo increíble. Por lo general, el lector interesado se dedica a hacer cálculos en el aire sobre el mecanismo de una escena débilmente construida, la futilidad de una angustia mayor, el lenguaje inverosímil de cierto personaje. Recién cuando ha leído de un tirón doce o quince libros sin necesidad de compadecerse a sí mismo ni de rozar siquiera el aburrimiento, sino, por el contrario, comprometiéndose progresivamente en la trama como cualquier adolescente, recién entonces le asalta la sospecha de que le han hecho trampa, de que su atención ha sido absorbida precisamente gracias a las situaciones melodramáticas, los personajes convencionales, las peripecias increíbles y, lo más afrentoso, que el novelista ha usado premeditadamente esos defectos tradicionales como una especie de arma poderosa y secreta.

Es el momento desagradable en que el crítico descubre —si no lo había descubierto ya a propósito de Henry James, de Proust o de Faulkner— que la prematura y maliciosa complacencia es notoriamente un pobre indicio y la crítica que provoca resulta de todos modos una mala crítica, aun cuando esté expresada tan brillantemente como en la chispeante e injusta caricatura bibliográfica que acerca de The Heart of the Matter escribiera Orwell en 1948[1].

Es probable que haya existido siempre en Greene (parecen abonar esta impresión las confesiones de The Lost Childhood) la firme convicción de que los nexos vulgares son los más seguros para asombrar y conquistar un público; pero representaría una buena y novedosa coartada el intento de dignificar tales nexos, de convertirlos en resortes estrictamente literarios, destinados a aumentar la eficacia y agilitar el ritmo del relato. No es imposible que el novelista deba buena parte de esa actitud a su admiración por Conrad, que evidentemente supo aprovechar el nexo vulgar de lo aventurero; no obstante, el mejor Greene aparece siempre dominado por su doble conversión a James y al catolicismo.

La Iglesia, especialmente, le ha brindado una lección de engañosa síntesis (tanto más sorprendente para un convertido, que siempre contemplará la nueva fe con asombro e interés de turista): la reducción de la inalcanzable teología a los escuetos términos del catecismo, el reemplazo del dogma por el slogan religioso. Slogan y catecismo son los nexos vulgares que sostienen una estructura —no la estructura— tan superficial como imprescindible de la Iglesia y le permiten extenderse de los concilios a las multitudes.

En la actualidad representa un lugar común asegurar que James ha legado a Greene su inclinación al melodrama. Pero además le ha aleccionado negativamente, es decir, que Greene ha visto con lucidez las cualidades que no debía absorber de la obra de James. Con admiración no exenta de piedad, Greene reconoce que James is as solitary in the history of the novel as Shakespeare in the history of poetry [2]. Le preocupa, casi tanto como el talento de James, la incomprensión que éste padece de su público. James no pudo evitar su renuncia a la popularidad; su honestidad consigo mismo es, vista desde ahora, una cualidad tan ejemplar como su estilo, como el impecable revés de su trama. La única posibilidad de entenderse con su creación es la del refinamiento, la ironía deletérea, el proceso integral e imperceptible. El autor de The Ambassadors aspira a no muchos lectores, pero sí a que éstos sean tan inteligentes, tan refinados y tan cultos, como sus personajes y los puntos de vista que sostienen.

En la misma medida que sus criaturas, y pese a su confesado deseo de pasar inadvertido, Greene padece un cierto horror a la soledad, al aislamiento, pero, más que nada, a la incomprensión de sus semejantes.

Su rótulo católico le identifica, por lo menos en apariencia, con un público aquiescente y respetuoso; pero, a la vez, su actitud peculiar frente a la Iglesia y sus dogmas, le asegura también el interés de los otros, los no-católicos, que ven en su obra, junto a su versión ansiosa de la divinidad, una recurrente predilección por el infierno.

Pese a esa búsqueda del apoyo popular, pese a su habilidad para lograrlo, Greene no aparece como un traficante de las letras, como un inescrupuloso buscador del éxito y el contrato editorial, al estilo de los Sommerset Maugham, los Lin Yutang, los Bromfield o los Malaparte. En éstos y otros menos afortunados, no sólo el nexo resulta vulgar, sino también y principalmente su actitud frente a lo literario. La obra de Greene establece una especie de promedio entre el interés estrictamente humano y el apoyo amplio y popular. Su artesanía cabría tal vez en el mismo estrato que el de Faulkner o el primer Huxley, pero no está limitada a esa minoría estudiosa y paciente que posee un alto grado de entrenamiento para descubrir y frecuentar la obra de arte menos accesible. Es bastante sorprendente que obras como It’s a Battlefield o England Made Me, que soportan una clara influencia del monólogo interior joyceano, agraden al lector de mediana paciencia, el mismo que huye espantado ante los usos y abusos de Céline o Dos Passos y aun frente a ciertas intrincadas secuencias de James o de Sterne.

En lo melodramático, en lo convencional, en lo increíble, existe una frontera indecisa que separa lo falso de lo legítimo. Hay un punto flotante en que la vida se vuelve melodrama y hay otro, que no tiene por qué coincidir necesariamente con aquél, en que el melodrama se vuelve vital. No siempre puede explicarse por qué los contundentes mosqueteros de Dumas nos divierten y el ridículo hidalgo de Cervantes nos llega a lo profundo. No alcanza con decir que aquéllos son monigotes y éste una criatura verdadera, porque a veces el Quijote es tan monigote como Porthos o Aramis y sin embargo nos sigue conmoviendo.

Greene ha visto nítidamente la vitalidad que encerraban esos nexos vulgares y ha llevado el melodrama hasta el límite preciso en que se puede confundir con la vida y hasta constituirse en uno de sus síntomas. La morbidez de imaginación que corrientemente se le reprocha a Greene, no es el caso más frecuente en sus novelas, y, en todo caso, la credibilidad que se desprende de las trayectorias de Scobie o del whisky-priest revela quizá que el hombre contemporáneo se ha transformado —o ha sido transformado por las circunstancias— en un ser de imaginación harto más enfermiza que el manejado por Dickens, Flaubert o Hardy.

Claro que esto sólo se sostiene en las mejores novelas de Greene, que, por su orden de aparición, me parecen It’s a Battlefield, The Power and the Glory y The Heart of the Matter. Greene no ha evolucionado directamente, como él mismo descubre en Henry James, de la simbolización de la verdad hacia la verdad misma, pero en cambio se alternan en su producción las novelas y los entretenimientos excesivamente simbólicos (A Gun for Sale, The Ministry of Fear, Brighton Rock, The End of the Affair) con obras, como las nombradas más arriba, en que el símbolo se esconde detrás de la verdad y es ésta la que acaba imponiéndose al lector; el símbolo cumple entonces su obra solapada, en definitiva la más eficaz desde el punto de vista literario y, sobre todo, desde el punto de vista tendencioso del autor.

Greene ha usado nexos vulgares prácticamente en todas sus novelas, pero el crítico no debe olvidar que sus objeciones a ese respecto, aunque teóricamente irreprochables, sólo tienen estricta validez en aquellos casos en que el novelista no pudo o no quiso sobreponerse a la vulgaridad, cuando lo cursi o lo convencional o lo groseramente simbólico, tiene más fuerza que lo vital, o sea cuando el oficio y sus habilidades, la complicada estructura y los trucos formales, resultan tan evidentes o reclaman tanta atención del lector, que éste se pierde lo mejor del mensaje.

El desarrollo totalmente increíble de The Man Within (obra tan esmeradamente simbólica que se queda prácticamente sin ambiente y sin época) no impide sin embargo que Andrews se constituya en un verdadero personaje (anticipo del constante perseguido de Greene) y toda la ficción en una especie de poema destinado a brindar un carácter a ese personaje. La debilidad anecdótica que perjudica la parodia de idilio que viven Rose y Pinkie, los inverosímiles adolescentes de Brighton Rock, está compensada por el impacto final, para el cual parece haber sido escrita toda la novela. La infausta aparición del milagro en la última parte de The End of the Affair no alcanza a borrar la sencilla apoteosis del sexo que había representado la primera mitad del diario de Sarah.

De todos modos, Greene posee una notable destreza narrativa que salva siempre el interés del lector, aun en The Man Within, donde resulta demasiado visible que el autor hace allí sus primeras armas, o A Gun for Sale, un entretenimiento de endeble estructura y trama convencional, del que sólo es posible rescatar la figura de Raven, una especie de borrador o, mejor aún, de caricatura, del permanente hombre greeniano.

-II-

Así como en las novelas de Thomas Mann cabe un solo conflicto (lo apolíneo frente a la dionisíaco), así como en Faulkner existe una mitología general que justifica un único fatalismo, así también en las ficciones de Graham Greene existe un solo personaje[3]. No es preciso forzar la perspicacia para notar que Andrews, Conrad, Raven, Pinkie, el whisky-priest, Rowe, Scobie, son sólo seudónimos del mismo ente greeniano.

No importa que el novelista adhiera a menudo a sus personajes una circunstancia artificial que facilite su identificación y exagere sus mutuas diferencias; que Pinkie Brown sea un gángster adolescente y sexualmente puro, que de los dos sacerdotes enfrentados en The Power and the Glory uno esté casado y el otro sea un borracho, que Rowe resulte un asesino amnésico y Scobie un católico perjuro. Siempre hay una cualidad que en forma más o menos oblicua está negando el carácter oficial, generalmente admitido, del personaje. Esto parecería indicar una comodidad, pues de este modo el conflicto se plantea desde el comienzo. La verdadera lucha interna de Brighton Rock no es precisamente la del protagonista con Colleoni, sino la del Pinkie adulto, implacable, pesimista, con el Pinkie adolescente, tímido con las mujeres, temeroso de Dios. La segunda parte de The Ministry of Fear debe su notoria eficacia, —antes que a la trama de espionaje o al andamiaje policial—, al siempre posible encuentro del Rowe actual y sin memoria con el Rowe del pasado que ha envenenado a su mujer. Aun el suicidio de Scobie posee un dramatismo inusual, debido a la blasfemia que esa solución representa para los admitidos postulados de su fe. O sea que el conflicto, antes de que se produzca en la peripecia, está en la raíz del personaje. Éste y no la anécdota constituye el fuerte de la novela, la novela misma.

Pero, ¿cuáles son los rasgos primordiales de ese personaje general, especie de común denominador de todos los relatos de Greene? Kenneth Allott y Miriam Farris, autores del mejor estudio que se haya publicado hasta ahora sobre este novelista, sin duda el más destacado de su generación[4], han agrupado cronológicamente su obra en cuatro zonas, cada una de las cuales comprende un tríptico y proporciona el síntoma respectivo. (Como rasgo general, estos críticos reconocen en el hombre greeniano un terror of life que el autor de The Man Within confirma no sólo con su actitud—ver las innumerables tentativas de suicidio relatadas en The revolver in the comer cupboard— y la de sus criaturas, sino citando aprobatoriamente una sentencia de Gauguin: “Siendo la vida como es, uno piensa en vengarse.” A terror of life, dicen Allott y Farris, a terror of what experience can do to the individual, a terror at a predetermined corruption, is the motive force that drives Greene as a novelist.) La primera zona (The Divided Man) comprende: The Man Within, The Name of Action y Rumour at Nightfall. La segunda y tercera (The fallen world, I y II) incluye: Stamboul Train, It’s a Battlefield, England Made Me; A Gun for Sale, Brighton Rock y The Confidential Agent. La cuarta (The universe of pity) reúne: The Power and the Glory, The Ministry of Fear y The Heart of the Matter[5]. Adviértase que este agrupamiento, sin llegar a ser arbitrario, no brinda una idea cabal del proceso experimentado por Greene. El hombre dual, el mundo en ruinas, la noción de piedad, no rozan una particular zona de su obra, sino que la contaminan desde el primero hasta el último de sus libros. Es cierto que en las primeras novelas es más visible la división del hombre greeniano, que en las últimas el conflicto rodea insistentemente el tema de la piedad. Pero, ¿qué padece Scobie sino una desesperada división dentro de sí mismo?, ¿qué única fuerza puede arrancar a Andrews de su cobardía sino su incipiente piedad por Elizabeth y por Carlyon? En realidad Greene no se ha transformado ni ha transformado a su personaje; ha evolucionado sostenidamente en su oficio de novelista (mídase la distancia increíble que va de The Man Within a The Heart of the Matter), se ha apropiado de los mejores efectos, ha conquistado definitivamente a sus lectores, mientras que su actitud ante Dios, ante el mundo y ante sí mismo, sigue siendo la de la primera de sus obras.

Para Greene, como para Mauriac, Dios es la buena tentación. Pero el hombre greeniano se resiste a sucumbir ante Dios. Cuando Greene descubre el aforismo de Sir Thomas Browne: “There’s another man within me that’s angry with me”, no sólo obtiene un título para su primera novela, sino también una dirección, casi un dogma, para su obra futura. Por cierto que Greene ha sido lo bastante hábil como para no caer en la torpe generalización en que fatalmente se desliza el tipo insoportable de escritor católico. De ahí que su mundo no se divida elementalmente en pecadores y virtuosos. La única escisión está en el hombre mismo, en la tentación que significa el pecado frente a la tentación que significa Dios (o el bien o la virtud). Es el conflicto entre el whisky y Coral Fellows para el cura de The Power and the Glory; entre el pasado y Anna Hilfe para el amnésico de The Ministry of Fear; entre la antigua pureza y la realidad para “el inocente”.

Es probablemente ese invariable dualismo el que mantiene la soledad del hombre greeniano. Todos los personajes-claves de Greene están dominados por la soledad, la reciben unos de otros como una tara patrimonial, y sus reacciones o su acatamiento, su felicidad o su desdicha, acontecen a partir de esa carencia congénita. La comunicación con el prójimo será siempre algo fascinante e irrealizable, una constante e inocua provocación a salir de sí mismo. En realidad, el prójimo vale en Greene según el lugar que ocupe en el conflicto interno del protagonista. Para Andrews, Elizabeth no es la mujer ni Carlyon el amigo. Detrás del posible amor y la frustrada amistad se oculta el conflicto de siempre: el carácter dividido del protagonista. En It’s a Battlefield, Conrad Drover está aún más visiblemente solo, pues ni encaja en la hermética felicidad de Alilly y Jim, ni, menos aún, en el ambiente de su oficina, pese a que allí no se pone en duda su eficiencia. Como bien señalan Allott y Farris, en el caso de Conrad el factor aislante es la inteligencia; es la inteligencia la que le impide contemporizar con patrones y subordinados, la que le mantiene equidistante de los seres que aparentemente ama, y de su ardua, indefinible conciencia. Milly y Jim, éste especialmente, son como sombras, como argumentos en la discusión intelectual de Conrad, pero no viven sino a través de la mirada subjetiva que éste les dedica. En England Made Me el primer plano de la narración está ocupado por Anthony Farrant. Sin embargo, aunque en esta novela el acento personal del autor se halla repartido como nunca, la figura de Krogh parece la más fiel a la consigna greeniana. Anthony y Kate, unidos en una especie de tímido incesto, pueden ayudarse recíprocamente, pueden por lo menos intentarlo y, aunque no lo consigan, siempre les queda ese principio de ayuda. Kate y Anthony se comprenden pero Krogh se halla en cambio irremediablemente solo. Todas las uniones que parecen amenazarle, fracasan en definitiva; Krogh es y será siempre el más fuerte y su soledad contaminará a los otros. Al final de la novela, Anthony ha sido asesinado por Hall; Kate se aleja definitivamente de Krogh; Minty permanece grotesco y desengañado. En A Gun for Sale el labio leporino preserva eficazmente el aislamiento de Raven. En Brighton Rock, Pinkie Brown se parapeta detrás de su edad; la inexperiencia exacerba sus reacciones, provoca en él una especie de ostentación pecaminosa, como si este indefenso criminal quisiera ganarle de mano a la censura ambiente, mediante alguna pose intempestiva. Pinkie es, claro, un resentido social y religioso, pero nótese que es su inexperiencia la que le aparta de sus compañeros, todos mayores que él; temen su irresponsabilidad pero le siguen considerando un muchacho. En The Poiver and the Glory el cura se halla tan desamparado como el teniente, y si éste llega finalmente a respetarlo es porque comprende y acata su soledad; en apariencia, el teniente queda con la última palabra, pero lo cierto es que no ha podido vencer su propio desamparo. Brigitta, Coral, el dentista, el padre José, los hermanos Lehr, el gángster moribundo, sólo intervienen como sucesivas provocaciones a la ambigua fe de este mal sacerdote que hubiera podido convertirse en un santo. En The Ministry of Fear la soledad de Rowe es casi chocante. En la primera parte, sabemos que la sociedad lo ha desalojado mediante la malinterpretación de su piedad. En la segunda, su ignorancia del pasado le convierte en un ser intocable y feliz. Finalmente, la crueldad de Hilfe, al negociar la revelación de su temps perdu, le convierte de nuevo en un hombre completo, que estará unido y —¿cuándo no?— separado de Anna, en una vida —indefinidamente expuesta— de amor y de mentiras; tan separado, que ella se fuerza a amar a Digby, el amnésico, antes que al hombre completo que sólo a medias soporta su pasado. Greene explota un desencuentro más o menos fatal de la pareja humana, complicándolo a menudo con la religión, cuando, en realidad, ese desencuentro existe también al margen de lo religioso.

Pero la más solitaria, por lo mismo que la más notable de las figuras greenianas, es sin duda Scobie, el vacilante perjuro de The Heart of the Matter. Al igual que el protagonista de Under Western Eyes[6], Scobie tiene la mala suerte de inspirar confianza; como Razumov, demuestra a los demás y se demuestra a sí mismo que no es merecedor de esa confianza, pero luego se tortura hasta lo indecible por no haberla merecido. Helen, Louise, Ali, el comisario, Yusef, hasta el mismo Wilson, encargado de espiarle, todos confían en él, saben que es un hombre cabal. Cuando Yusef, después de apremiarle desatentadamente, consigue al fin involucrarle en sus maniobras, sufre una inesperada decepción; aun contrariando sus intereses, el sirio hubiera preferido que Scobie, “el nuevo Daniel de la Policía Colonial”, continuara ejerciendo la anacrónica decencia que desbarataba sus negocios.

Más ahincadamente que hacia Dios, Scobie tiende hacia la paz. “You haven’t any conception —acusa a Louise— of what peace means.” It was as if she had spoken slightingly of a toornan he loved. For he dreamed of peace by day and night[7]. Pero los demás esperan de Scobie lo que él no es ni puede ser, colaboran inconscientemente para que esa paz se vuelva irrealizable. Louise exige de él más ambición, el padre Rank le reclama más fe, Helen quiere su pasión y no su compasión, Yusef espera sin mayor entusiasmo que acepte sus sobornos, Wilson busca motivos para poder odiarle sin violentar sus escrúpulos. Todos le dejan solo; en realidad, apuntan a otro Scobie, al que forjan en su imaginación y que él no puede llegar a ser. En el fondo se trata de un egoísmo similar al de Anna Hilfe, aferrada a la imagen imposible de Digby.

Pero Scobie arrastra consigo otro tremendo motivo de soledad. Uno de sus críticos católicos, Jacques Madaule, ha observado que Graham Greene ha tenido el arte de hacernos sensible el silencio de Dios[8] . Ese silencio desespera a Scobie. Él también (como Sarah en The End of the Affair, como Greene mismo) es un recién llegado a la religión y espera, con curiosidad y novelería, no sabe bien qué suerte de milagros. Pero Dios hace mucho que no habla, hace mucho que desconfía de los hombres y se ha encerrado en un mutismo cruel y depresivo. Es indudable que Scobie no ha sido totalmente conquistado por Dios; por lo pronto el dolor del prójimo le afecta, le conmueve y en cambio ve con sospechosa indiferencia el dolor inasible de Dios. Scobie advierte que si hasta el presente ha tratado con palabras, desde ahora tendrá que enfrentarse a los hechos, y éstos son escuetos, descarnados, absurdos, pero llevan consigo una fuerza vital arrolladora. I’ve preferred to give you pain, le explica a Dios en un estilo coloquial de blasfemia menor, rather than give pain to Helen or my wife because I can’t observe your suffering. I can only imagine it [9]. El silencio de Dios provoca en Scobie una especie de recelo: I love you, but l’ve ne-ver trusted you[10]. El hombre sin Dios está definitivamente solo, confiado a sus solas fuerzas, a su solo presente. Pero Scobie, precisamente porque tiene Dios, no se halla meramente solo, sino abandonado. Este convertido no puede entender que Dios le haya otorgado una conciencia insobornable, que esta conciencia a su vez segregue una piedad y que, después de todo, la voz de Dios, que se supone pueda expresarse a través del padre Rank, le exija una solución que contraría los términos de esa misma piedad.

El elemento que denomina Madaule el punto de ternura se da en Scobie con respecto a sus semejantes, nunca con respecto a Dios. Scobie resulta al fin, como Andrews, uno de esos hombres who can’t rid themselves of a conscience[11]; de ahí que al oscilar entre una conciencia religiosa, universal, que exige el amor a Dios, y su insignificante conciencia particular, superficial y efímera, a la que sólo mueve la compasión, sea precisamente la piedad por sus hermanos de existencia, la que prevalezca en Scobie sobre el amor a Dios. Sin embargo, ello no parece indicar una conformidad consigo mismo, sino más bien la imposibilidad temperamental de arribar a otra solución[12]. Sin llegar a los términos del fatalismo faulkneriano, hay cierta inevitabilidad que preside las decisiones de Scobie y viene a justificar ese blando empecinamiento que le hace aparecer tan débil como invulnerable.

Aparentemente la piedad vendría a ser la salvación del hombre greeniano[13]. Por piedad el whisky-priest regresa a la cárcel y a su conciencia; por piedad Arthur Rowe se libera del dolor ajeno; por piedad, Scobie afronta el suicidio y con ello escapa de Dios y otros sabuesos. La piedad es para Greene that morbid growth of religión[14] pero para sus criaturas representa la mayoría de las veces una pasión ingobernable y acaso el único lenguaje puro de la conciencia. Las novelas de Greene afectan al lector en su significación moral casi tanto como en su peripecia. El lector siempre se sentirá aludido. Los ritos morales de la sociedad, los aceptados escrúpulos de la religión, no conmueven demasiado al personaje de Greene. Su moralidad depende de otras esencias en las que a menudo los valores corrientes se hallan subvertidos. Para la dudosa conciencia de Pinkie el acto sexual que realiza con Rose es más aborrecible que el asesinato de Spicer. Para el casi increíble católico que resulta Scobie, es más difícil de soportar el dolor mediocre pero efectivo de su mujer egoísta e insustancial, que el sólo probable sufrimiento de Dios. Cada criatura lleva consigo una agobiante responsabilidad y no puede evitar el sentirla más intensamente ante sí mismo que ante el pasivo silencio de Dios. Scobie tiene enormes dificultades para amar abiertamente, elementalmente, porque el amor es también celos y egoísmo, y él en cambio asume demasiada responsabilidad frente al destino de los otros como para no ser altruista hasta límites sobrehumanos. Entre el amor y la piedad hay sobre todo una diferencia de temperatura; es la frialdad inherente al piadoso la que confunde a Orwell y le hace reclamar primariamente que si Scobie siente el adulterio como un pecado mortal, no debiera seguirlo cometiendo. If he persisted in it, his sense of sin would wealcen, agrega. Sin embargo, Scobie persiste en el pecado y su sentido del mismo aumenta hasta agobiarle. En ningún instante pierde la noción de su culpa; ya que no puede engañarse como un creyente vulgar, debe admitir desde el primer momento que está condenado a condenarse. El sentido del pecado no se debilita por el mero hecho de persistir en él; tampoco la celda parecerá menos horrible porque la condena sea a perpetuidad.

Acaso el reproche más certero que la crítica ha dirigido a Greene se refiera a la crueldad con que agobia a sus personajes. Las calamidades que soporta Czinner en Stamboul Train o Rose en Brighlon Rock (el de esta novela es probablemente el final más cruel que ha producido la novela contemporánea) o el cura o Rowe o Scobie, serían quizá soportables si pudiéramos despojarlas de la sensación de fracaso que las acompaña[15]. Por más que Scobie se esfuerce en creer lo contrario, sabe que su suicidio (como lo sabe también el lector) no beneficia a nadie. Es el callejón sin salida de una conciencia que le fuerza a renegar tácitamente de Dios y le impide admitir que su blasfemia sirva para algo. Diríjase adonde se dirija, el hombre estará siempre derrotado, porque ¿qué ventaja le hubiera reportado a Scobie atender a su propia salvación si luego le hubiera resultado insoportable la náusea de su conciencia? El único acicate sostenible (la ridicula exclamación de Luisa: “Life is so happy, Ticki!”[16] es tan monstruosa como la ingenua conformidad de Rose: “Life’s not so bad”[17] es aspirar a una derrota digna. Queda otra esperanza, claro, pero no pertenece a Scobie sino al padre Rank y se basa sospechosamente en la ignorancia. For goodness’ salce, Mrs. Scobie —dice el padre Rank— don’t imagine you —or I know a thing about God’s mercy[18]. Acaso el sacerdote haya aprendido algo del pobre Scobie y piense que si Dios no practica la compasión es probable que tampoco practique el rencor.

Pero si aplicamos aquí también la famosa morbidez de Greene e imaginamos que su personaje pudiera salvarse en definitiva merced a esa falta de rencor, a esa aterradora neutralidad de Dios, también sería posible conjeturar que el sereno pesimismo de Scobie no iba a escapar entonces a la desesperación.

-III-

El arte de Graham Greene tiene contraídas notorias deudas con Henry James, la novela policial, la Iglesia Católica y el cine moderno[19]. Pero nótese que estas influencias tienen que ver más directamente con la artesanía y la síntesis del relato que con la moralidad de su mensaje. La habilidad desplegada por Jacques Madaule para convencernos de la ortodoxia de Greene, no alcanza a demostrar que éste sea tan buen católico como novelista. Los méritos de Graham Greene no residen precisamente en su ortodoxia sino en el interés humano de sus criaturas. Acaso el sacerdote de Journal d’un curé de campagne, de Bernanos, sea católicamente más verosímil que su cofrade de The Power and the Glory, pero éste último es un personaje mucho más rico y vital, tal vez no demasiado creíble desde un punto de vista católico, pero muy convincente como ser humano. Greene rebaja los términos de la santidad a los hechos actuales, posibles, ordinarios, y su posición religiosa es, exceptuando acaso su última novela, tan independiente, que en algunos pasajes de su obra parece sugerir que si el aspirante a santo acumula méritos ante su conciencia no debe preocuparse de acumularlos ante Dios. La conciencia es lo importante, lo trascendental, lo ineludible; Dios resulta, en cambio, una posibilidad contradictoria. (You can’t have a merciful God and this despair escribe Sarah en su diario). Puede vivirse en perpetua blasfemia y no por eso habrá de perderse la última esperanza (“And do you thinlc God’s likely to be more bitter than a woman?”[21], dice a Louise el padre Rank). Pero si se vive en contradicción con la conciencia, si no se atiende a la piedad que ésta segrega como una defensa orgánica, entonces sí se está perdido para siempre. La divinidad reserva perdones incluso para los que actúan antidogmáticamente, pero para quienes desoyen su propia conciencia, Dios deja de representar una posible redención.

Para Greene ni el pecado ni la virtud son absolutamente puros; siempre existe una recíproca contaminación. Cada ser reduce la moral a sus propios términos, es decir, a los términos de su conciencia. Es fácil, sin embargo, que esa moral del individuo no se amolde al código de la sociedad en que se halla inscripto ni se compadezca con el estatuto de su religión. The Church knows all the rules. But it cloesn’t know what goes on in a single human heart.[22] El choque entre los seres greenianos se produce cuando se arriesgan a juzgarse recíprocamente, puesto que a menudo se equivocan. Milly se equivoca al juzgar a Conrad, Anthony al despreciar a Krogh, Anne al traicionar a Raven, Rose al venerar la memoria de Pinkie, Louise al desamar el recuerdo de Scobie. Uno de los recursos corrientemente empleados por Greene y que derivan claramente de la novela policial, es la ignorancia parcial en que vive cada personaje con respecto a los otros; la consecuencia más lamentable de esa ignorancia, es la emisión de juicios a veces dramáticamente erróneos.

Literature has nothing to do with edification[23], anota Greene en Why do I write?, y agrega: It is a conlradiction in terms to attempt a sinless literature of sinful man[24]. Evidentemente el gran tema de Greene es el pecado y no la virtud, la concupiscencia y no la castidad. One began to believe in heaven because one believed in hell [25], confiesa en The Lawless Roads. Los santos de Greene parecen extraídos del infierno y no se ocupan con demasiada vehemencia en ingresar a su predio de gloria. Son expresamente santos de este mundo. Y así como el único personaje de Greene es un pecador al que Dios tienta con una problemática salvación, así también su santo es un pecador que ha sido derrotado por Dios e ingresa en la bienaventuranza casi a regañadientes, sin haberse resignado a repudiar el último sobrante de pecado, venerándolo como a una antireliquia.

Esto en cuanto al tema, el mensaje, el hombre greenianos. En cuanto a la estructura, los medios formales, el estilo, es evidente que la artesanía de Greene ha alcanzado una notable madurez. Es curioso observar como los grandes descubrimientos, las más eficaces adopciones de la novela contemporánea (el monólogo interior, el ritmo cinematográfico, la simultaneidad de acciones, el calado psicológico) que en la obra de otros autores representan una suerte de hermetismo, de complejidad, se resumen en Greene en una inesperada sencillez y pierden su rigidez experimental. Cuanto se refiera a la contextura, al plan orgánico de la obra, sucede detrás de la anécdota y, por ende, no impide disfrutarla. (En Joyce, en Faulkner, en Virginia Woolf, se subestima la anécdota a fin de permitirnos apreciar la estructura.) Greene parece entender que no le está vedado ningún recurso de lo novelesco, ningún truco literario, por grotesco que pueda parecer, por desprestigiado que se encuentre y por más que exaspere a la legión de críticos. En este sentido Greene no es un irreprochable como Proust o James, y a pesar de su admiración por éste último, se conforma deliberadamente con la mitad de su pudor literario, con los más gruesos de sus muchos escrúpulos.

No sé en qué medida puede fustigarse a Greene por estos artificios. Pese a que el oficio crítico obligue a señalarlos, el oficio menos comprometido de lector no puede dejar de reconocer su indudable eficacia, su poder de atracción. Tengo la semi creencia de que el descubrimiento de esos trucos representa una tarea tan provocativa como la lectura de sus novelas.

Si admitimos que la unicidad del sujeto a lo largo de la obra de Greene, es la primera y más importante de sus convenciones, no podemos dejar de anotar que la diversidad de los caracteres femeninos es su necesaria contrapartida. Aunque el personaje sea único, las mujeres que enfrenta y en las que debe reflejarse, nunca se repiten.

Es posible hallar algún forzado parentesco entre la liviana Lucy de The Man Within y la jocunda Ida Arnold de Brighion Rock (ambas, figuras secundarias), pero basta enumerar las principales mujeres que rodean al “hombre acosado”, desde Elizabeth a Louise (Sarah no debe figurar, pues, como veremos más adelante, en The End of the Affair el “personaje único” pasa a ser una mujer) para comprobar la pluralidad que representan.

Por otra parte, ya hemos visto que el hombre de Greene soporta en sí mismo un conflicto, una división interior. En cambio, la mujer, cada mujer, no sólo es una en particular sino una introspectivamente y corresponde además a una sola tendencia del protagonista. Andrews oscila entre Elizabeth y Lucy; Anthony, entre Lucy y Kate; “D”, el agente confidencial, entre Rose y Else; el cura, entre Briggita y Coral; Scobie, entre Louise y Helen. (Sarah, en quien reencarna el “hombre acosado”, vacila entre Bendrix y Dios.)

En la mayor parte de las novelas de Greene existe un artificio (un objeto, una cualidad, una circunstancia) que es introducido forzada y convencionalmente en la trama, pero que es en cierto modo el resorte visible de su desenlace. El cuchillo en The Man Within, el revólver en It’s a Battlefield, el vitriolo en Brighton Rock, el rosario en The Heart of the Matter, violentan la peripecia, la subordinan. Esos artificios figuran, naturalmente, en la categoría menos sutil de los símbolos greenianos. Otros símbolos, acaso los más trascendentales, se repliegan en detalles y efectos casi imperceptibles y son cuidadosamente cubiertos de verosimilitud. El papel con el encargo apócrifo del gángster que el cura recibe de manos del mendigo, lleva al dorso una frase de Coral que alude tangencialmente a su conflicto de mal sacerdote. Not that, father —aclara el mestizo, con involuntaria crueldad— on the other side. That’s nothing[26]. Allott y Farris señalan asimismo la importancia de los símbolos dantescos en las secciones A, B y C, que existen paralelamente en la cárcel de Jim y en la fábrica de Kay.

Hay también personajes que ofician de símbolos. Minty, en England Made Me, y Coral, en The Power and the Glory, son para Anthony y el cura los respectivos sucedáneos de la conciencia. En The Heart of the Matter Yusef cumple también un papel simbólico: las sucesivas entrevistas que mantiene con Scobie marcan como en una gráfica la decadencia de éste último.

La crítica católica ha visto con acierto que el mundo de Greene se mueve en dos planos: uno visible, de la naturaleza, y otro invisible, de lo sobrenatural. Algún lector y más de un crítico suelen desorientarse frente a este tipo de ambiguo realismo que, además de cuanto expresa en la superficie, intenta sugerir algo más hondo y sustancial. La circunstancia de que el modo preferido de Greene sea casi siempre el de un realismo simbólico, no significa que los hechos, los personajes y sus actitudes, eludan las exigencias de la realidad. Unos y otros tienen vigencia en ambas zonas: Wilson, en The Heart of the Matter, cumple simbólicamente su papel de Judas, pero también existe como cortejante de Louise. El cuchillo, en The Man Within, representa una forma de adhesión y de amor, pero es además un instrumento de muerte. El imponente Sir Marcus de A Gun for Sale es una obvia representación policíaco-teológica del Mal, pero además posee una siniestra eficacia como villano de entretenimiento. No obstante, es cierto que el realismo de Greene tiene siempre un tufillo a cosa increíble. Después de todo, soporta excesivos sobreentendidos, demasiados acuerdos tácitos con la inteligencia del lector.

Se observará también que hay circunstancias sorprendentes, actitudes no siempre verosímiles, que inyectan nuevo interés a la narración. Tal, por ejemplo, la insólita capacidad teológica de Rose en Brighton Rock, la repentina comprensión que demuestra el teniente hacia el final de The Power and the Glory, la esporádica y peligrosa lucidez de Stone en The Ministry of Fear, la antidogmática esperanza que sostiene los argumentos del padre Rank después del suicidio de Scobie. Otras veces Greene explota abusivamente la casualidad. Los encuentros accidentales y significativos que soporta A Gun for Sale resultan tan chocantes como la adivinación del peso de la torta al comienzo de The Ministry of Fear o las circunstancias que rodean la muerte de Conrad Drover en It’s a Battlefield.

La novela policial, que tolera como ningún otro género, las situaciones convencionales, los desenlaces menos creíbles, ha sugerido evidentemente a Greene temas y esquemas para buena parte de sus ficciones. Si, por un lado, Stamboul Train, A Gun for Sale, The Ministry of Fear[27], y The Fallen Idol pueden ser incluidos dentro de una no muy rigurosa estructura policial, otras novelas de Greene emplean con gran habilidad recursos aislados del género policial. La investigación de Ida Arnold en Brighton Rock, la fuga y el apresamiento del cura en The Power and the Glory, las persecuciones que soportan D. en The Confidential Agent y Harry Lime en The Third Man, tienen el ritmo —no siempre el enigma— de la anécdota policial. Hasta el suicidio de Scobie es preparado con el solemne cuidado de un crimen perfecto y, como todo crimen perfecto, adolece de importantes fisuras. Por otra parte, obsérvese que los personajes greenianos no llegan a confiar absolutamente en Dios y su poder divino, pero tampoco se fían de la policía y su poder terrenal. Ida Arnold, Rowe, Raven, descifran sus enigmas particulares y efectúan persecuciones por su exclusiva cuenta. Carlyon, el mismo Raven, Conrad, Pinkie, se toman o intentan tomarse justicia por sus manos. Los delincuentes son casi siempre más simpáticos que los detectives y cuando uno de éstos irradia algún perceptible calor humano, como el Parkis de The End of the Affair, se trata de un detective privado, un investigador de vocación.

En realidad, Greene ha sido siempre, desde The Man Within hasta The Heart of the Matter, un admirable tramposo. Nos ha presentado una galería de personajes, que en definitiva eran distintas poses de uno solo; ha hecho proselitismo religioso poniendo sus argumentos en boca de adúlteros y criminales, de borrachos y ateos; nos ha infundido el respeto hacia Dios a fuerza de ponerlo en cuarentena[28]. Con todo, uno se siente dispuesto a aceptar, o por lo menos a disculpar esos artificios, esas concesiones, cuando representan eficaces esfuerzos para interrumpir la mecanicidad de la trama, para evitar la ostentación de proselitismo. En realidad, no importan demasiado los trucos ni los artificios cuando se consigue dar forma a un personaje del sentido humano y la intensidad que poseen Conrad Drover o Scobie. Su peso negativo recién comenzará a hacerse sentir en The End of the Affair, que si no llega a un malogro total (en el aspecto técnico, la novela es tan eficaz como las anteriores), significa un sorprendente descenso en la inteligente trayectoria de Greene.

-IV-

The End of the Affair tiene, como la mayoría de las novelas greenianas, el ritmo y la estructura de un buen cuento policial. Greene ha tenido siempre la habilidad de lanzar procedimientos clásicos, ya tradicionales, en la más insólita de las direcciones. Ya hemos visto que en The Heart of the Matter Scobie prepara un crimen perfecto contra sí mismo. En The End of the Affair se lleva a cabo una minuciosa persecución —en la que colabora un conmovedor detective de pacotilla— sobre un tercero en discordia, sobre un extraño culpable que resulta nada menos que Dios. The End of the Affair es una novela-trampa, en más de un sentido verdaderamente ejemplar.

Pueden enumerarse así los principales trucos que usa el novelista: 1) La circunstancia de que Maurice Bendrix sea escritor, y además el narrador de la novela, permite que el lector confunda sus intenciones y opiniones con las del autor, cuando, en realidad, éstas se hallan involucradas en el diario de Sarah. De este modo, la derrota de Bendrix por el Dios de Sarah tiene más efecto, parece una derrota a pesar de sí mismo. 2) El triángulo Henry-Sarah-Maurice es sólo aparente. El verdadero resulta el de Maurice-Sarah-Dios. Siempre es excitante que el amante ocupe el puesto del marido y usufructúe las angustias y los celos que la literatura universal ha reservado a la castigada área de éste último. 3) La mayor parte de la novela cifra su atractivo en la incruenta lucha que libran en Sarah el deseo carnal y la presencia —primero negada, luego admitida, finalmente amada— de Dios. Sólo al final venimos a enterarnos de que el conflicto es un infundio, una especie de tongo, como el de esas carreras en que de antemano se arregla el resultado: cuando era una niña, Sarah había sido bautizada, y ese mero hecho, ese antiguo negocio sacramental, aseguraba —a espaldas del lector— el triunfo de Dios. 4) El lector de Greene está habituado a que sea un hombre (Andrews, Conrad, Pinkie, Rowe, Scobie) el protagonista de la novela, el alma dividida. Ya hemos visto que las mujeres no vacilan, pisan firme en la felicidad o en la desgracia, son siempre de una pieza. Pero en The End of the Affair Sarah ocupa la vacante del hombre acosado y dudoso. Bendrix y Dios, en cambio, son fieles a sí mismos, saben lo que quieren. 5) En otras novelas Greene nos ha enseñado que sus criaturas esperan el milagro, no que lo presencien. Aquí en cambio asisten a él sin mayor apremio ni dificultad. El primero y menos chocante de esos milagros (la salvación de Bendrix cuando su falsa muerte en el bombardeo) explota la ambigüedad de una situación y soporta una explicación racional. El segundo y realmente decisivo en esta novela infortunadamente apologética (literature has nothing to do with edification[29]), es la curación de Smythe. Es ésta la primera concesión al mal gusto que hace Greene en homenaje a su fe. 6) Maurice Bendrix termina su relato con palabras de ateo (I hate you, God, I hate you as though you existed[30], negando obstinadamente a Dios. Pero Greene se las ha arreglado para que, a esa altura, el lector ya esté maduro y comprenda que esa negación es sólo una forma solapada de afirmar la existencia de Dios. No puede odiarse aquello que no existe, de modo que el novelista cambia allí una mirada de inteligencia con su lector, dando por seguro que Bendrix escribe su última blasfemia de puro porfiado.

Como se ve, estas trampas no son las de siempre, sino que tocan el fondo de la cuestión. Aunque Greene, en uno de los más interesantes planteos del tema en Why do I write? haya defendido con plausibles argumentos la deslealtad del escritor, ello no le autoriza a violar uno de los postulados elementales del género novelesco y, en particular, del género policial al que ha sido siempre tan afecto: al lector no debe escamoteársele ningún dato esencial. Hasta ahora Greene se las había arreglado para eludir el empleo del deux ex machina; por eso resulta más chocante su acceso al milagro y la especial fruición que pone en ello. Es admisible y hasta aconsejable que el escritor practique un modo de deslealtad para con la sociedad, la religión, el Estado, etc., pero aun así sigue pareciendo obvio que debe permanecer leal al hecho literario si no quiere abominar de su condición de escritor.

En realidad, esta última novela parecería el comienzo de una aventura. Cuesta creer que la ágil sensibilidad de Greene le consienta embarcarse en ella definitivamente. Aun desde su posición de buen católico, Greene debería admitir que una novela como The End of the Affair sólo puede convencer a feligreses incondicionales que no se espanten ante el adulterio (con lo cual, el palmario proselitismo pierde gran parte de su eficacia) mientras que novelas como The Power and the Glory y muy especialmente The Heart of the Matter impregnaban al lector no católico de una problemática cristiana, en rigor más intensa, convincente y provocativa que toda admisión forzosa de Dios y sus enigmas.

De la propia obra de Greene puede el lector extraer su reclamo: por más que la existencia de Dios no precise salir de su arduo y gran silencio, por más que no precise justificación, el Dios que interesa a nuestra mirada inevitablemente egoísta y subjetiva, es el que está hecho a nuestra semejanza (¿no es ésta la base del poder y la gloria de Cristo?). Desde el punto de vista de su arte, es prescindible que Greene insista en justificar la presencia de Dios; aun dejando de lado otras trampas menores, su gasto abusivo del milagro no es seriamente válido. Desde el punto de vista de nuestro interés, cabe esperar que, reasumiendo su antigua actitud, colme nuevamente su hábil y humanitaria literatura con la provocación de una contingente divinidad.

Notas:

[1] En The New Yorker, 17 de Julio do 1948.

[2] “está tan solitario en la historia de la novela como Shakespeare en la historia de la poesía.”

[3] A este respecto, cabe anotar una verificación no del todo arbitraria: las novelas de los clásicos, románticos y naturalistas, hasta el siglo XIX inclusive, tienen en mayor parte validez por sí mismas (pensemos un instante en Pickwick Papera, Madame Bovary, Voina i mir, Fortunata y Jacinta), mientras que si consideramos aisladamente una sola obra de algún novelista contemporáneo, corremos el riesgo de equivocar la perspectiva. La unidad de Dickens, Flaubert, Tolstoy o Galdós, aparecerá al final de su obra literaria como algo espontáneo, como una consecuencia natural de desbordante riqueza del autor, que, sin proponérselo especialmente, le ha impuesto carácter. La unidad de los contemporáneos (léase Joyce, Woolf, Lawrence, Mann, Faulkner, Greene, Sartre; el caso de Proust es extremo), depende en cambio de un riguroso; el novelista descubre una temática y la hace suya y de sus personajes, así que el significado más hondo de Absalom, Absalom! pasará inadvertido para quien no posea el antecedente de The Sound and the Fury, a pesar de que en la imaginaria cronología del mundo faulkneriano la anécdota de Absalom, Absalom! sea anterior a la de The Sound and the Fury. El merodeo por las regiones más insólitas de existencia, en Les chemins de la liberté, ocultará sus más ricos significados al lector no familiarizado con La nausee. El suicidio de Scobie en The Heart of the Matter amoldaría totalmente al envase realista de la obra, si Greene no nos hubiera preparado para este desenlace a través de diez o doce libros sin salida racional.

[4] The Art of Graham Greene, Londres, Hamish Hamilton, 1951.

[5] Es preciso advertir que en la fecha de redacción del estudio de Allott y Farris aún no se habían publicado Tite Third Man y The End of the Affair.

[6] No sólo The Heart of the Matter recibo una indirecta influencia de Conrad. También The Man Within deriva, acaso más ostensiblemente, de Lord Jim.

[7] “Tú no tienes la menor idea de lo que quiere decir la paz". Era como si hubieran hablado con ligereza de una mujer que amaba. Porque día y noche soñaba con la paz.

[8] Jacques Madaule, Graham Greene, París, Ed. du Temps Present, 1949.

[9] «He preferido hacerte sufrir antes que hacer sufrir a Helen o a mi mujer, porque no estoy en condiciones de observar tu sufrimiento. Sólo puedo imaginarlo."

[10] "Te amo, pero nunca he confiado en ti."

[11]. "que no pueden desembarazarse de su conciencia."

[12] Emir Rodríguez Monegal ha señalado (en Sur, Nº 183, pág. 59), otra interpretación de esta dualidad. Después de señalar que Dios es en The Heart of the Matter un personaje más, agrega: "En realidad y para decirlo de una vez por todas, el verdadero problema no consiste en que Scobie sólo pueda sentir compasión por los hombres; consiste en que sólo puede sentir amor por Dios. Y este amor, celoso y casi sacrílego, lo conduce a la propia destrucción -el suicidio, la condenación eterna- alimentado por la irracional esperanza (apenas formulable) de que Dios viole por él sus propias normas, obre un milagro y lo salve."

[13] Aunque situado en los antípodas de Greene, también Guido Piovene ha elaborado una extenuante versión de la piedad. "La pietà ai propaga da esso e, crescendo con noí, infetta tutti i nostri impulsi -dice en una de sus últimas novelas-, si corrompe in violenza, in odio, in crudeltá, in omicidio. Tutto é legato, fin del primo respiro, da una pietà che è soltante un amore verso noí steasi. En realidad, Piovene corre detrás de un justificativo moral y así como en La gazzetta nera sostenía que una virtud es siempre un vicio transformado, en Pietà contro pietà busca obstinadamente el linaje egoísta de la piedad. De modo que en Piovene la piedad lleva un signo negativo, ya que en definitiva hace peor al hombre; en Greene, en cambio, lleva siempre un signo positivo y actúa como un detector de la conciencia.

[14] "esa excrescencia mórbida de la religión."

[15] En Jude tite Obscure,  otro perseguido célebre de la literatura, la sensación de fracaso viene al final de las calamidades, no con ellas.

[16] "¡La vida es tan buena, Ticki!"

[17] "La vida no es tan mala".

[18]  "Por el amor de Dios, señora, no se imagino que usted o yo, sabemos algo de la merced de Dios."

[19] "To this presentation of the contemporary scene -anota Walter Allen- he (Graham Greene) has brought a swift, nervous, almost kaleidoscopic style and a technique of montage which owes much to the film. He has been criticized because his novels to have the same formula, that of the hunted man. This docs not seem to to be serious: the hunted man is one of the oldest symbolic figure, and even in entertainments one is never far from symbolism.  Morcover, the working out of formula has been varied with each book and has enabled him always -and this is not too common in modern fiction- to tell a story that is exciting in its own right a story." (Graham Greene, incluido en Writersa of Today, vol. l, Londres, Sidgwick Jackson, 1946).

[20] "No es posible que coexistan esta desesperación y un Dios misericordioso."

[21]  "Y usted cree que Dios será más rencoroso que una mujer?"

[22] "La Iglesia conoce todas las reglas. Pero no conoce lo que ocurre en el corazón de una persona."

[23] "La literatura nada tiene que ver con la apologética".

[24] "Representaría una contradicción en los términos intentar extraer una literatura sin pecado del hombre que es un pecador."

[25] "Uno empezó a creer en el cielo porque creía en el infierno."

[26] "Eso no, padre; del otro lado. Eso no tiene nada que ver."

[27] Esta novela, una de las primeras de Greene en traducirse al español, causó verdadera conmoción en el ambiente rioplatense. Loe críticos ingleses, sin embargo, no la comentan muy entusiasmados. La verdad es que, considerada junto al resto de la obra greeniana, The Ministry of Fear padece las desventajas de no ser cabalmente un entertainment ni tampoco una de sus novelas mayores. La anécdota participa a la vez del ritmo de la novela policial y del conflicto metafísico del ente greeniano, pero esa doblo estructura le quita consistencia y llega a amenazar bu difícil equilibrio.

[28] Otra fuente de recursos, no siempre vista, en Greene, es su humorismo. Greene no se detiene demasiado en el lado satírico de los seres, pero cuando lo hace marca para siempre al personaje. El pasaje de It’s a Battíefield en que Mr. Surrogate acaba por odiar al ratón que frecuenta su obra maestra, o el de The Heart of the Matter en que Wilson y Harria juegan su campeonato de cucarachas, demuestran un evidente buen humor y además una certera vivacidad crítica.”

[29]  “La literatura nada tiene que ver con la apologética*'.

[30] “Te odio, Dios, te odio como si existieras.”

Informe semanal - El británico impasible, Graham Greene (1991)
06 abr 1991

Reportaje que nos recuerda al escritor inglés con motivo de su fallecimiento el 3 de abril de 1991.

 

por Mario Benedetti
Revista "Número" Año IV Nº 21

Montevideo, octubre / diciembre1952

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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