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La tropa de
poetas, periodistas, fotógrafos,
bajó del bus, a las 5 de la tarde, y rápidamente,
estirando las piernas (y cada uno según su condición
física), enderezó hacia aquellas columnas rojizas,
aquellos edificios marrones, con su musgo
dorado o gris; hacia las celdas conventuales
descarnadas; trepanados sus muros
de arenisca por higuerones o yerbas del pajarito;
hacia los templos (el viejo y el más nuevo),
hacia el campanario, recio como un templete maya;
hacia la sacristía o el depósito de agua.
Mientras alguien informaba, historiando la labor
de los jesuitas, fotógrafos
ajusticiaban cada piedra, cada columna.
Ángeles con rostros indios y alas florentinas,
altorrelieves de músicos, de santos,
y Dios sobrevolando sus fábricas derruidas;
los grandes reflectores y la comparsa de micrófonos,
amplificadores y consolas.
Y cuando el sol pujaba todavía en el cielo,
y el Coro de los Niños en la Misa de Zípoli
filtraba por las piedras llegando hasta los huesos
centenarios;
penetraba en lo hondo de los viajeros,
calibraba nostalgias,
un mirlo paraguayo (no el mirlo de Wallace Stevens),
a los saltitos, coronó las ruinas de la nave mayor,
entre paredes sostenidas por el aire,
y, ajustando en el tono de Doménico,
cantó la gloria de la vida in excelsis deo.
Alzábanse las voces infantiles cruzadas de murciélagos,
y el mirlo, el "javiá", el sinsonte, el espíritu santo
ordenaba el canon de la Tierra
con el Cielo.
Precisaba que todo era necesario, que nada era desdeñable.
Si la justicia estaba en todas las acciones,
presidiéndolas,
no hacían a la cosa de este o el otro mundo;
no habrían condenados por desconfiados
ni perdones tan sólo por haber vivido
"a la buena de Dios" o "como Dios manda".
La nochecita era llegada en una brisa
que humedecía pastos y corazones.
Nido de luz blanquidorada
desde el Altar mayor el Coro sostenía
la nota final. Ite missa est.
Miradas humildísimas escapaban de hombres
altaneros
piedades despuntaban en orgullosos
y soberbios,
fraternidades en bastardos,
amores
en estériles,
almas en desalmados,
ánimos
en contritos;
mientras el pajarito de plumas negras
declaraba
fidelis
su confianza
en los perecederos músculos de su garganta
en sus huesitos efímeros
en sus plumas intocadas por indios o turistas.
Un testigo de todo aquello
se derrumbó entre piedras con inscripciones latinas
que denunciaban a sus creadores indios
(johannes guará me fecit
&
petrus guazú requiescat
annus 1743)
y sólo pudo pensar en su mujer lejana
en sus hijos lejanos y sus cercanísimas
nietas.
El mirlo trabajaba, mucho más importante
que el torbellino de las estrellas
zodiacales.
II
El testigo de la Misa de Zípoli
y el canto del mirlo
en la nave central del templo
de la Misión S.J. de La Trinidad
no solamente pensó en su familia lejana
porque una parte grande de su ser
estaba entregada a recoger las palabras
correctas que edificaran su testimonio
con una entrega igual a la de los pequeños
hombres oscuros que dejaron sus uñas
y sus dedos
rompiendo piedras y quemando adobes
para alzar las paredes de dormitorios y almacenes
sacristías y naves
de la Misión Jesuita de La Trinidad.
Y movido (tal vez) por el mismo secreto
perturbador
llamado. |