Claves esotéricas de las grandes obras literarias
Hermógenes Bastarrica

Para establecer un punto de partida, lo más indicado es comenzar el estudio de la simbología profunda —esotérica— de las grandes obras por la epopeya homérica.

Los estudios realizados datan su creación entre los años 750 y 700 A.C., aunque las historias míticas a que hace referencia son mucho más antiguas y se remontan al siglo XII A.C., a los tiempos micénicos. En el siglo XIX, en épocas de exacerbado gusto por la erudición surgió la llamada Cuestión Homérica; a partir de estudios filológicos y de datos históricos y antropológicos —entre los que se ubicaba de manera preferencial el descubrimiento de las verdaderas ruinas de Troya por Schliemann—, hubo quienes llegaron a considerar que La Ilíada y La Odisea constituían la obra no de uno sino de varios autores. En el presente, habiéndose sutilizado las herramientas de análisis (mediante los aportes de la ciencia psicológica, de la crítica estructural, de la lingüística comparada), no se pone en duda que detrás de estas dos obras monumentales hay un inspirado y formidable artista: Homero.

En el caso de La Ilíada fue el compilador de lo que venían cantando secularmente los aedas, valiéndose de tradiciones muy antiguas, pero su genio estuvo en otorgarle una estructura dramática y una forma literaria a las peripecias de los nueve años de asedio a la ciudad de Troya por parte de los aqueos. La Odisea tiene con la anterior diferencias sustanciales: fue escrita por Homero en su madurez, luego de un largo viaje al oriente cercano que lo puso en contacto con añejas culturas; además, considerándola desde una perspectiva estrictamente literaria, encontramos que es una “novela”, la primera novela conocida por la riqueza sicológica de los personajes, el manejo del suspenso y de la intriga, la capacidad de inventiva, el gusto de contar una historia que encierra muchas otras.

 

Una “lectura” simbólica de La Odisea

 

Desde el punto de vista esotérico podemos interpretar que la obra en su conjunto —el largo y complicado viaje de retorno a Itaca que lleva a cabo Ulises— es nada menos que el “viaje” que realiza toda alma que se aventura en el sendero iniciático. Itaca es el hogar, el remoto origen hacia el cual lo mejor que hay en nosotros, lo más genuino y profundo, tiende. Allí espera la reina Penélope, que teje y desteje los hilos del destino —parangonable a la reina Ginebra de la leyenda artúrica— para llegar a la cual primero hay que  matar, uno a uno, a los “pretendientes” que instalados en el palacio de Ulises gastan y dilapidan una riqueza que no les pertenece. Estos pretendientes usurpadores e invasores, no son otra cosa que los defectos del buscador, esos elementos negativos que lo esclavizan impidiéndole el logro de una real identidad unificada (los “yoes” de la psiquis plural del hombre a que hicieron referencia Gurdjieff y Ouspensky).

Ulises se enfrenta en su largo camino a muchos contratiempos, a verdaderas “pruebas” y asechanzas que nos recuerdan las ordalías a que eran sometidos los antiguos aspirantes a la iniciación en diversas culturas. Debe desafiar por ejemplo al bestial cíclope Polifemo, que lo mantiene preso junto a sus compañeros a los que va comiendo de a uno. Esta criatura monstruosa es un símbolo claro de lo animalesco que se esconde en los laberintos de nuestra sicología, lo primero que debe eliminarse y superarse para comenzar un genuino camino esotérico. Ulises utiliza la astucia para vencer a Polifemo, pero también la fuerza, pues luego de embriagarlo con engaños lo ciega mediante el certero golpe de una enorme estaca encendida en el único ojo. “Astucia” y “fuerza” son dos cualidades fundamentales en la lucha con uno mismo procurando el cambio de fondo.

Ulises se ve enfrentado a Circe, quien transforma en cerdos a sus hombres. Circe simboliza la magia negra con la cual se encuentra en su camino de modo inevitable el iniciado. Y Ulises la vence con astucia, salvando a los suyos de ese “encantamiento”, pero el precio es tener que cohabitar con Circe dejando por un tiempo sus objetivos y su meta. Esta es una aleccionante metáfora: el buscador, creyendo vencer a la magia negra, puede resultar sutilmente subyugado por ella de otro modo, y necesita que sus compañeros —ciertos buenos y nobles aspectos que todos tenemos en nuestro interior— le avisen y le rueguen, como lo hacen efectivamente con Ulises, para hacerlo volver al correcto camino.

El héroe, antes de partir de su estancia con Circe, deberá abocarse a la ardua empresa de bajar al Hades, a los Infiernos, para conocer su destino y reencontrarse con algunas sombras conocidas del pasado. Este “bajar” a los infiernos es una constante, tanto en Oriente como en Occidente, en lo que tiene que ver con un camino iniciático. Las sombras pueden ser partes de nosotros mismos que debemos recoger allí (esto guarda un misterio fundamental en esoterismo). Al retornar del Hades, Circe les dice a él y a sus compañeros: “Oh desdichados, que viviendo aún, bajasteis a la morada de Hades, y habréis muerto dos veces cuando los demás mueren una sola...”

Vale la pena prestarle atención a eso de “morir dos veces”, estableciendo el paralelismo con la “muerte segunda”  planteada en el texto evangélico. Se puede tener, entonces, toda una rica gama de nuevos significados.

El episodio de las sirenas es muy sugerente. El canto cautivante de las mismas atrae con fuerza a los navegantes, dominando su voluntad y llevándolos a la perdición. Circe había aconsejado a Ulises la artimaña de tapar los oídos de sus hombres con cera, y si él quería oír el bello canto hacerse antes atar al palo mayor para no arriesgarse a sucumbir. Ulises sigue estos consejos, y así puede escuchar a las sirenas sin peligro. La sabiduría de Ulises, una vez más, le permite extraer de algo negativo y siniestro elementos de sabiduría, siempre valiéndose de su proverbial astucia que mucho se parece a la prudencia.

El siguiente obstáculo que encuentra en su viaje es el estrecho de Escila y Caribdis, dos monstruos que acechan a los navegantes, uno devorando a los hombres después de atraparlos con sus múltiples brazos, el otro sorbiendo y vomitando el agua del mar. Se trata de una imagen perfecta de esa “estrecha senda”, de  ese camino entre dos abismos que todas las enseñanzas realmente tradicionales plantean como paso inevitable. Luego de zafar tal peligro con el alto costo de la pérdida de varios de los suyos, los tripulantes que le quedan osan comer nada menos que las “vacas del sol”; eso se puede interpretar como pretender usurpar las jerarquías y adelantos espirituales sin quemar las etapas correspondientes, sin un verdadero “trabajo” paulatino. Por este sacrilegio se pierden los hombres de Ulises en medio del naufragio causado por la furia de los elementos desatados.

Después de haber sorteado todas estas pruebas, y no sin pagar un altísimo precio, le queda todavía a nuestro héroe el encuentro con la Ninfa Calypso, quien lo mantiene secuestrado en su caverna y lo vuelve su amante, impidiéndole proseguir el viaje hasta que son los mismos dioses quienes le ordenan desistir de ese empeño. Calypso representa, ni más ni menos, todo aquello que nos perturba en el camino de la búsqueda espiritual, estancándonos a veces por mucho tiempo; tiene que ver con el destino, y también con ese factor de “fascinación” que nos esclaviza y  aleja de la senda.

 

Claves de La Eneida

 

Virgilio es uno de los grandes poetas latinos, autor de las Églogas y Geórgicas, y recordado sobre todo por La Eneida que es su obra mayor. Se lo ubica en la época del reinado de Augusto, en tiempos en que también descollaban en la lírica Horacio y Ovidio, período que los críticos consideran como el mejor y más esplendoroso de la literatura latina. Virgilio, siendo de humilde origen, llegó a ser amigo del emperador Augusto. Pero quien lo promovió y protegió, lo mismo que a los otros dos grandes poetas recién nombrados, fue el famoso Mecenas, cuyo nombre —siglos más tarde— iba a ser aplicado a todos aquellos que poseedores de una gran fortuna disponen parte de ella para fomento de las artes y las letras.

Una de las preocupaciones literarias de Virgilio se relaciona con la búsqueda y realce de las raíces legendarias de Roma. Fue muy valorada y comentada durante siglos su Égloga IV —considerándola profética, pues aludía a la venida de Jesucristo al mundo cuarenta años antes que el hecho aconteciera— la que comienza así: “Ya llega la última edad anunciada en los versos de la Sibila de Cumas...” , y más adelante: “Ya vuelven la virgen Astrea y los tiempos en que reinó Saturno...” 

Su obra mayor, La Eneida, cuenta la historia de Eneas desde la destrucción de Troya hasta su llegada y establecimiento en Italia;  Eneas y los suyos se ubican para Virgilio en la génesis de la estirpe latina y por tanto del origen de Roma.

Esotéricamente hablando, podemos afirmar que esta obra culminante plantea entre otras cosas el misterio del destino  individual y colectivo, a partir de la desgracia de la destrucción de la ciudad. Eneas, al igual que los bíblicos Noe y Lot, es un elegido que deberá conducir a los pocos que resultaron dignos a Hesperia, la nueva tierra donde iniciar un mundo nuevo. El tema del fin del mundo, o de “un mundo”, y la salvación de un pequeño grupo de selectos conducido por un guía elegido de los dioses, está presente en todos los textos sagrados y en todas las culturas; tiene que ver —quizá— con la reminiscencia de legendarias catástrofes que se ocultan en la bruma de épocas lejanas.

Vamos a tomar unos pocos ejemplos concretos del esoterismo de La Eneida.

 Laocoonte, sacerdote troyano, haciéndole ofrendas a Neptuno es alcanzado por dos serpientes que llegan del mar y se enroscan en su cuerpo; en este episodio se encierra —como en tantos antiguos monumentos y textos— el “misterio de la serpiente”, el mismo que simbolizan el Caduceo de Mercurio y la Vara de Moisés en el desierto.

A pesar de las claras profecías de Casandra, hija del rey Príamo, los troyanos son “cegados” sicológicamente y colaboran incluso —al meter en la ciudad el funesto caballo hueco de madera— con el aciago destino que les marcaron los dioses. Hasta Eneas, el elegido, padece esa peculiar “ceguera” en los primeros momentos de la masacre que llevan adelante los aqueos al sorprender durmiendo a sus enemigos, y quiere salir a pelear y morir por su pueblo. Solamente el prodigio que opera cuando el “fuego sagrado” salta desde el altar a la cabellera de su hijo, al tiempo que una estrella fugaz les indica el camino; sólo eso le convence.

Un poco antes incluso, al despertar y darse cuenta que la ciudad estaba incendiándose y era saqueada, tuvo un sueño revelador: Néstor, el fallecido héroe troyano se le apareció arrastrado en el polvo por su propio carro, cubierto de sangre y de tierra; Néstor le dice en el sueño que huya de las llamas, que Troya se desmorona, y que le son encomendados los objetos sagrados y los Dioses Penates... Aquí tenemos un ejemplo de cómo los sueños pueden ser, en muchos casos, alertas premonitorios de lo que va a suceder; cómo desde el extraño universo onírico podemos extraer conocimiento si sabemos interpretar sus simbolismos.

Antes de abandonar Troya Eneas pierde a su esposa Creusa. Cuando sale a buscarla, se le aparece en forma de espectro anticipándole el destino que tiene marcado junto a su comitiva. Esto guarda relación con el tópico de las “apariciones” inmediatamente después de la muerte, acerca de las cuales escribiera un libro que ya es un clásico  el obispo Leadbeater.

Hay todavía un significativo episodio que ocurre horas antes de la huída: cuando Eneas, que ha entrado por un pasadizo secreto al palacio de Príamo que está siendo tomado, se encuentra con Helena, la princesa aquea de la cual se enamoró el troyano Paris causando la cruenta guerra. Al verla, enloquecido de dolor e indignación piensa por un momento en vengar a su pueblo matándola, pero entonces se le aparece su Diosa Madre, quien le quita por un momento el “velo” de los ojos y le permite conocer la auténtica “realidad”. Entonces Eneas comprende que los hombres son meros títeres de fuerzas superiores, y que la lucha decisiva se procesa en otra zona; que el destino está predeterminado por los dioses (su madre divinal le quitó nada menos que el “velo de maya” a que alude el esoterismo hindú).

Cuando ya han iniciado el viaje, al ir a realizar un sacrificio en una playa, el árbol al que pretenden cortar las ramas sangra y se queja diciéndoles que cuando vivía se llamaba Polidoro. Aquí se ilustra un aspecto misterioso y hondo de la psiquis: la “pluralidad de identidades” que cohabitan en los hombres, lo que permitiría que al morir pueda quedar adherido a algún animal o planta parte de lo que fuimos (es famoso al respecto el caso de aquel amigo de Pitágoras, a quien éste percibe —luego de fallecido— en el ladrido lastimoso de un perro).

Casi en los comienzos de su peregrinar, Eneas y los suyos visitan el santuario de Apolo en Delfos, donde el héroe recibe un oráculo que no interpreta adecuadamente. Más adelante, a través del lenguaje de los sueños, le llega un mensaje directo de los dioses que lo incita a rectificar el rumbo e ir hacia Hesperia, Italia (otra vez el sueño como fuente inagotable de información, guía y conocimiento). Más adelante la comitiva se topará con las Arpías comandadas por Celeno, monstruos con cabeza de mujer y cuerpo de ave que los atacan, quitándoles la comida recién preparada y contaminándolo todo con sus bocas nauseabundas; son criaturas no físicas, que anidan en otras dimensiones de la “gran realidad”.

Estos son apenas algunos  de los pasajes que en esta obra se pueden interpretar desde una perspectiva esotérica y simbólica. Hay muchos otros —el principal de ellos: la bajada al averno a encontrarse con su amante suicida, Dido— que el lector podrá, incursionando en La Eneida por sí mismo, develar.

 

La cumbre dantesca

 

Dante Alighieri nació en Florencia en 1265, en un contradictorio período del medioevo. Fue un asumido “hijo de su tiempo”, tomando parte activa —durante toda su vida— en las luchas de partidos y facciones de su ciudad, y luego, ya en el destierro, en diferendos en los que estaban implicados varios de los estados itálicos. Aunque resulte estimable su Vita Nuova, Dante ha pasado a la posteridad y es uno de los colosos de la literatura de Occidente por su Divina Comedia. La misma se divide en tres partes: Infierno, Purgatorio y Cielo; las que a su vez están subdivididas en 33 cantos cada una, con uno introductorio. Los versos son tercetos endecasílabos.

Y con esto entramos de lleno en el esoterismo en Dante. El número 33, presente de la manera apuntada, posee un sentido hondo y peculiar: 33 son los grados masónicos, 33 los años de vida de Jesucristo, y 33 las vértebras de la columna espinal humana. Y el 3, la tríada, que significa el equilibrio creativo por excelencia, está nada menos que en la misma estructura estrófica de la obra. Los versos endecasílabos, o sea de once sílabas, también tienen un sentido pitagórico.

La Divina Comedia sintetiza por un lado el conocimiento de su época, y en otro sentido es una alegoría monumental y sublime del camino iniciático, el que pasa siempre —como ya vimos en relación con las obras anteriormente analizadas — por un bajar a los Infiernos. René Guénon, uno de los autores más serios en este campo, señala la importancia de la influencia árabe en Dante; ésta provenía —indirectamente— de los contactos del poeta con los continuadores de la orden templaria. Guénon afirma que Dante pertenecía a una cofradía esotérica, lo que está evidenciado en las “claves” que aparecen en su obra.

A lo largo del libro, 3 son los guías sucesivos del personaje en su peripecia: Virgilio, Beatriz y San Bernardo (éste, nada menos que el inspirador de la Orden del Temple). Hay 3 bóvedas celestes, y 3 veces tres peldaños se encuentran en el “monte de la purificación”. Lucifer en su trono abismal se aparece con 3 pavorosos rostros (contrapartida clara de la Santísima Trinidad). Además Dante se encuentra, al comienzo —al intentar salir de la “selva oscura”— con 3 animales simbólicos: la pantera representando la lujuria, el león como alegoría del orgullo, y la loba como emblema de la avaricia.

Los círculos infernales son 9, número cargado de simbolismos que refiere entre otras cosas a la “fragua encendida de Vulcano” donde Marte baja a templar su espada y Perseo a cortarle la cabeza a la medusa. En cada uno de ellos el poeta ha colocado —con plena sabiduría— a condenados cuya característica está marcada por un pecado fundamental; por ejemplo: en el Segundo Círculo se encuentran Paolo y Francesca, los que se “perdieron” por un amor adúltero, fruto de la Lujuria.

Hay un misterio sugestivo encerrado en la circunstancia que obliga a Dante y Virgilio “personajes” a utilizar, para ascender desde el Infierno al Purgatorio, la cola de Lucifer a modo de escalera. Un poco antes se había dado en encuentro con los 3 traidores: Pilatos el símbolo de la “mente”, Caifás encarnación de la “mala voluntad”, y Judas arquetipo del “deseo”.

 

 

Esoterismo en Shakespeare

 

Si nos acercamos ahora al exponente máximo del arte dramático, a William Shakespeare, comprobamos que también su obra destila elementos esotéricos. Este autor es uno de los puntales del teatro tal como lo entendemos hoy día; su obra se ubica en la época isabelina, es decir en tiempos de la reina Isabel I de Inglaterra. Fue actor y hombre de teatro por sobre todo, lo que le permitió dar vida a personajes que son de los más vitales e intensos en ese arte. Escribió comedias, dramas históricos, tragedias, logrando plantear en sus 33 obras (otra vez este número sugestivo) todos los ángulos posibles de la condición humana, constituyéndose las mismas en la mejor “escuela” para el conocimiento de cómo somos nosotros los seres humanos.

Cada una de ellas tiene como tópico una pasión esclavizante: en Otelo los Celos; en Macbeth la Ambición y el apetito de poder; la ingratitud filial es el rasgo de las hijas del Rey Lear; los prejuicios que dividen a los hombres marcan la peripecia de Romeo y Julieta.

Pero hay en Shakespeare un aspecto especialmente interesante desde punto de vista esotérico: la presencia de las criaturas leves, de los espíritus de la naturaleza. Es algo que está claro tanto en Sueño de una noche de verano como en La Tempestad; en la primera nos encontramos con Titania, la reina de las hadas con todo su séquito, pero además con el alegre Puck y con Oberón, rey de las criaturas sutiles de los bosques. En la segunda aparece nada menos que el “genio del aire”, Ariel, así como Iris la diosa de los pinos, y también las Ninfas, que están al servicio del gran mago Próspero.

 

Lectura hermética de El Quijote

 

A partir de una sátira a las novelas de caballería —los best-sellers de su tiempo— Miguel de Cervantes estructuró su obra mayor,  que está considerada por la crítica como el auténtico origen de la novela moderna en general y en particular de la narrativa en nuestra lengua. Y esta obra cumbre también es pasible de una lectura “hermética”.

Por ejemplo: ¿qué otra cosa son Don Quijote y Sancho que símbolos de dos aspectos que llevamos todos en nuestra psiquis: el pragmatismo y el apego a lo material por un lado, y por otro el idealismo que linda con la locura? Los seres humanos a menudo fluctuamos entre esos dos “desequilibrios” sin encontrar un verdadero “centro de gravedad”. Lo que plantea la novela cervantina es el proceso mediante el cual se van armonizando ambos aspectos a partir de la experiencia, los errores cometidos, las innumerables pruebas. Se trata, ni más ni menos, que del proceso “iniciático”, que lleva a que nuestro pragmatismo se torne algo idealista y noble, y que nuestro idealismo —casi siempre despegado de la realidad— tome algo de las estrategias y astucias de su acompañante.

Por otra parte, los sucesos vividos por el dúo en sus andanzas, van pautando aquí y allá elementos que puede captar una conciencia alerta. En el episodio del enfrentamiento a los molinos de viento, tenemos claramente expuesto el problema de la “ilusión” y el “sueño” en que vivimos, donde nuestras fantasías se confunden con la realidad.

 

La “sabiduría” de Goethe

 

Fausto es una obra de gran sabiduría esotérica, tal como lo ha probado un estudioso de Goethe e iniciado como Rudolf Steiner. Fue el trabajo de toda la vida del gran escritor alemán, y constituye un punto de inflexión en el surgimiento de la literatura moderna en ese idioma. El asunto que trata fue tomado de una vieja historia tradicional germano-sajona, imprimiéndole Goethe el sello de su potente estilo poético y de su rigor conceptual y filosófico. La primera parte está considerada por sus críticos como la más decantada y lograda.

El personaje principal, Fausto, es un sabio conocedor de los arcanos de la naturaleza —un mago, que puede invocar al “espíritu de la tierra”—, pero le falta experiencia de la vida, y en particular el complemento del amor de una mujer. Su drama es en realidad lo no vivido, y siente que toda su sapiencia encarnada en la inmensa biblioteca no es nada más que “papeles viejos”. En la invocación aludida, Fausto se vale nada menos que del Pentagrama, la Pentalfa, la estrella flamígera, uno de los símbolos más poderosos en materia esotérica.

Hay un detalle muy interesante: Fausto necesita de la tentación de Mefistófeles para poder rejuvenecer, es decir para “vitalizarse”, para reencontrarse con la vida en su plenitud y así completar su sabiduría. Antes de seducir a Margarita verá en un espejo que le presenta Mefistófeles al “eterno femenino”, ese elemento que le está faltando para —a través de Eros— redondear y profundizar su “conocimiento”. Más adelante, después de la caída, podrá “redimirse” sólo gracias a Margarita.

Tiene Fausto un Prólogo en el Cielo, en el cual aparecen —sintomáticamente— los arcángeles Rafael, Gabriel y Miguel. Hay un Prólogo en el Teatro, en el que se trae a colación la idea —que ya había manejado Calderón de la Barca— de “la vida como un teatro” y el teatro como metáfora de la vida.

Es en el diálogo con el estudiante cuando Mefistófeles pronuncia la tan citada frase: “Toda teoría es gris, querido amigo, y verde es el árbol de dorados frutos que es la vida” . Este personaje diabólico, en la concepción fáustica —de genuina estirpe hermética— es el “tentador” pero además el “detentador” de la sabiduría; sabiduría que sólo se adquiere equilibrando el Saber y el Ser.

 

Del romanticismo al simbolismo

 

El Romanticismo —que propició un vasto movimiento de retorno a la emoción, a la intuición, al mundo de los sueños, a las leyendas medioevales— abrió la puerta para una más explícita sintonía entre Literatura y Esoterismo. Goethe fue sin duda un precursor de este cambio general de paradigma.

El poeta por excelencia, uno de los más representativos de la corriente romántica, es Víctor Hugo. De larga vida y obra fecunda, cultor de todos los géneros con singular eficacia, fue además un activo hombre público en aquel agitado acontecer político de la Francia del siglo XIX. La crítica lo considera desparejo en sus logros, como suele pasar con todos los escritores demasiado fecundos. En sus novelas, sobre todo en Los Miserables, encontramos una intensa penetración en los laberintos de la condición humana, una profunda comprensión de sus temas esenciales. Pero es en esa larga serie de poemas titulada La leyenda de los siglos donde se hallan las referencias más claramente esotéricas. Planteados como una epopeya —aunque estrictamente no lo sean— los textos de esta serie siguen la historia humana desde la creación hasta el Juicio Final. Con pasajes algo farragosos, posee no obstante momentos de rara iluminación, sobre todo al evocar etapas cargadas de símbolos y mitos. Por cierto que Víctor Hugo conocía a fondo determinados hilos de la sutil madeja que llamamos “sabiduría iniciática”.

Ya sobre fines del siglo XIX, nos topamos también en Francia con Mallarmé, considerado el padre de la poesía contemporánea y uno de los maestros de la corriente Simbolista. Su poesía busca expresar lo inexpresable, para lo cual apelaba al símbolo, a la sugerencia, a la sutileza, a la música de las palabras. Leyendo su memorable poema Una jugada de dados no abolirá el azar experimentamos —a través de la apelación a determinadas palabras “clave” de genuino cuño “hermético”— algo que va más allá del intelecto y de la razón, y nos conectamos con una zona diferente y superior de nuestro psiquismo.

 

Esoterismo en la literatura contemporánea

 

Entrado el siglo XX lo esotérico se torna más presente en el arte y la literatura. Este fenómeno se explica por un equilibro de tipo “cósmico”: a mayor escepticismo y materialismo social y colectivo, el refugio de lo “sagrado” se ubica en el reino artístico.

En la novela, a partir del 900 se cristaliza el reencuentro con la rica tradición esotérica. Así es como el irlandés James Joyce logra estructurar una “odisea moderna” a través de su novela mayor, Ulises; texto complejo —considerado por la crítica piedra de toque ineludible de toda la narrativa posterior—, donde plasma lo que las enseñanzas de Gurdjieff-Ouspensky y cierto gnosticismo contemporáneo denominan “charla sicológica” (esa avalancha mecánica de pensamientos que invaden nuestra mente tan a menudo). Además, su personaje Leopoldo Bloom vive en el transcurso de un solo día lo que metafóricamente podría interpretarse como un proceso “iniciático”. Por otra parte, toda esta compleja novela rezuma alusiones a la Cábala, la Alquimia, y otras vertientes del saber tradicional.

El Castillo, del checo de lengua alemana Franz Kafka, es otro ejemplo —influido decisivamente por las tradiciones cabalísticas— de una gran metáfora del camino ascendente hacia la luz y sus inconvenientes, con apelaciones al magma de la dimensión onírica y del inconsciente colectivo. En la obra kafkiana la simbología y los mitos ancestrales son elementos decisivos.

En el caso de la literatura Latinoamericana, el argentino Ernesto Sábato muestra en sus novelas una explícita preocupación por “el mal” en un sentido trascendente, lo mismo que por sus consecuencias en el mundo, perspectiva que es de pura raíz gnóstica. Mientras que Jorge Luis Borges —concretamente en sus ensayos y muchos de sus cuentos, como El Aleph— se ha alimentado de los variados senderos de la egrégora hermética occidental, lo mismo que de la añeja sabiduría nórdica. El tópico tradicional del eterno retorno de las cosas ha sido recurrente en este autor.

 

Un ejemplo uruguayo

 

Uno de los mayores cultores del cuento corto en el Uruguay, Francisco Espínola, tiene un relato especialmente adecuado para una “lectura esotérica”. Se trata de Rodríguez.

La acción tiene lugar en el campo, escenario de gran parte de la obra del autor. Es de noche, y un jinete solitario llega al paso de un arroyo y se dispone a cruzarlo; a partir de allí, Rodríguez —que así se llama—, vive la aventura del encuentro con un personaje que por su aspecto, su atuendo y sus intenciones, no es otro que el Diablo, pero en el sentido mefistofélico del “tentador”. Rodríguez es tentado con la Lujuria, pues le ofrece mujeres. Mediante el Orgullo, pues le sugiere la esperanza de lograr algún tipo de poder, y también con la Riqueza. El hombre se defiende de tales sugestiones mediante un sabio silencio. El tentador entonces lo quiere apabullar a prodigios —haciendo fuego con los dedos, transformando el caballo en toro y en bagre— sin resultados.

No dejándose encandilar por las promesas y juegos de artificio de lo paranormal que le propone el tentador, Rodríguez lo vence. El jinete flaco y pálido, de negro, derrotado se vuelve hacia el paso a esperar un candidato más propicio. La moraleja esotérica es que el personaje, al no “identificarse” con lo que prometía o realizaba ese diablo trastocado en gaucho algo remilgado, superó una prueba de la vida, dio un paso verdaderamente iniciático, elevó su nivel espiritual.

Hermógenes Bastarrica
Ensayo publicado en la revista Grafitti en 1998

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