Los perros cimarrones

Crónica de Aníbal Barrios Pintos

(Ilustración de José Rivera)

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXXVI Nº 1804 (Montevideo, 3 de diciembre de 1967)

Hubo una plaga de nuestros campos desguarnecidos que durante dos siglos menguó sensiblemente el volumen del ganado cimarrón o alzado y luego el aquerenciado por los hacendados.

Sobre el alcance y significado de sus depredaciones al Norte del rio Negro decía, hacia 1782, el marino Juan Francisco Aguirre: “No es fácil determinar qué número de cabezas perecerán anualmente, pero se puede conjeturar que andará como en medio millón. La extracción de cueros es de 300.000 en lo que están incluidos muchos de Buenos Aires y de la parte occidental del Uruguay y el mayor número de los que hacen por todos medios en este campo, con que siempre nos quedan más de 200.000 para el gasto de guascas, toldos, ranchos y contrabando de los portugueses ...

“El número de las 500.000 reses que hemos supuesto perecen, se debe entender son ganado crecido porque el terneraje para nada se quiere. Este sin embargo tiñe un cruel enemigo en los perros; estos animales encontrando un alimento abundante en los campos, se han arrojado a ellos y subsisten silvestres o cimarrones; se han propagado en abundancia y son el azote de las terneras que, como más indefensas que el ganado crecido, son con preferencia pasto de sus perseguidores. Hay ocasiones que también avanzan a los hombres.

Lo que padecen estos ganados por defecto de perderse el terneraje es tanto que se da por supuesto es la causa principal de la decadencia que va teniendo. Esto es, suponen que sacar 500.000 reses crecidas es poco o friolera en comparación del perjuicio del procreo que estorban los perros. Los tigres también se alimentan con carne y, aunque hay bastantes, es poquísimo el estrago que causan".

En tierras colonienses, en 1527

Según los documentos conocidos, los primeros perros llegados al Rio de la Plata desde Europa, fueron desembarcados en el puerto de San Lázaro. Este accidente geográfico ha desaparecido de la actual toponimia: Eduardo Madero considera que correspondería a “una de las inflecciones" de la costa que quedaban arriba de la Punta Gorda oriental”; Toribio Medina supone que es Martín Chico; Julián O. Miranda deduce que dicho puerto es el actual de Conchillas; Bauzá, sostiene que es el puerto de San Gabriel. Cualesquiera de estos lugares, se encontraría en el actual territorio del departamento de Colonia.

La noticia procede de Luis Ramírez, uno de los diez o doce expedicionarios de Gaboto que quedaran en dicho puerto desde el 6 de abril al 28 de agosto de 1527, quien expresa en su conocida carta escrita en San Salvador que pasaron tan “enfenitos trabajos de hambre" que para calmar el apetito que los devoraba “de dos perros que allí teníamos nos convino matar el uno y comerle”.

La primera referencia sobre daños causados por perros aparece en una reunión del Cabildo de Buenos Aires el 27 de febrero de 1627, según lo ha esclarecido Guillermo Gallardo en uno de sus trabajos sobre el tema. No escapará seguramente al afán investigador de los historiadores el encontrar su huella en alguna reducción soriana. El religioso Antonio Sepp. en 1691, registra su presencia entre los yaros y Louis Feuillée en su “Journal des observations phisiques, mathematiques et botaniques, etc., hacia noviembre de 1708, dice que enviada una chalupa con quince hombres a reconocer un lugar situado a orillas del río Santa Lucía, "que viene a verterse por una gran desembocadura en el Río de la Plata”, al regreso del viaje el oficial al mando del grupo relató "que un día, acompañado de tres de sus camaradas, fueron a la caza de bueyes, haciendo presa de un ternerito, y habiéndolo entregado a un marinero para llevarlo a la cabaña de ellos, este marinero cayó a su regreso en una banda de perros salvajes, que lo rodearon y lo habrían devorado, si tan felizmente pare él, ellos no hubieran regresado de su cacería. Viéndolo expuesto a la furia de estos animales, los corrieron a golpes de fusil y lo libraron del peligro..

En la naciente ciudad de San Felipe de Montevideo los audaces ataques de los perros cimarrones impulsaron a los cabildantes, en una de sus primeras sesiones, en 1730, a acordar, ante los perjuicios que ocasionaran en la ciudad, chacras y estancias, que cada vecino quedaba obligado a entregar cuatro orejas por mes ante los alcaldes, bajo pena de quitarle un real por cada oreja que no entregase.

Pero esta disposición no fue suficiente para contener la plaga depredadora extendida por todos los rincones de la Banda Oriental. Es indudable que el sistema de cuerear los animales vacunos y dejar luego abandonada la osamenta, favorecía el incremento de estas terribles jaurías.

Diego de Alvear en su viaje, en abril de 1785, por tierras de propiedad de Dña. María Francisca de Alzaybar, viuda, por aquel entonces, del Mariscal de Campo y Primer Gobernador de Montevideo, José Joaquín de Viana, anota en su Diario que “este dilatado cantor (situado entre el río Cebollati y el arroyo Marmaraja), con sus tierras fértiles, pastos pingües y abundantes aguadas alimenta un crecidísimo número de ganado vacuno, que tributa a la Maríscala con sus cueros cuantiosas rentas. Sin embargo de ésta, los perros cimarrones o salvajes, de que se encuentran tropillas numerosas de 80 y 100, causan lamentable destrozo en el ganado. La voracidad de estas fiera y su particular instinto le llevan a preferir las crías, en que no halla resistencia, y su carne es más tierna y delicada: por esta razón se corren a veces grandes pagos sin encontrar una ternera”.

Por tierras colonienses se procuraba exterminarlos por todos los medios. En una comunicación enviada el 19 de noviembre de 1796 al virrey Pedro Melo de Portugal, el comandante de Albín daba cuenta de haberse matado hasta ese día diez mil perros cimarronea en la jurisdicción de Las Víboras y Las Vacas, calculando que la matanza de los mismos sería de doce mil al llegar a fin de mes que era el término de duración de ellas, lo que podrá aumentar, en su concepto, la multiplicación del ganado.

Diez años antes en la estancia jesuítica de las Vacas, en marzo de 1786, se habían pagado, a quienes se dedicaban a su matanza, cincuenta y siete pesos por 1.828 colas de perros cimarrones chicos y catorce pesos, seis y medio reales por 237 colas de perros grandes. Se calculaba que un solo perro consumía cinco terneras al año, y de ahí que se procurara exterminarlos. Pero, por la noticia que antecede estos debieron multiplicarse prodigiosamente.

La hidrofobia: secuencia de la invasión inglesa

El 2 de noviembre de 1807 el Gobernador Javier Elio signaba un dramático bando ordenando a los Comandantes militares. Alcaldes y Jueces Comisionados de la Banda Oriental del Río de la Plata “que desde el 18 inclusive de dicho mes se efectuará una corrida general de perros en cada partido que ha de durar continuamente los días necesarios hasta concluir perfectamente la operación a la que ha de concurrir sin falta, sin distinción alguna todo vecino hacendado del partido con sus negros, peones y demás individuos que tenga en su estancia o casa, todos a caballo dejando solamente a su cuidado una o dos personas cuando más, a cuya diligencia han de contribuir también sin falta alguna los pulperos en su respectivo partido, dando y costeando cada uno cuatro peones montados igualmente, y lo mismo todo el que se halle poblado con clase de agregado..."

Esta urgente movilización de la campaña oriental obedecía al intento de erradicar prontamente un flagelo que se había introducido y que "iba aumentándose extraordinariamente en los perros que infestan esta campaña —según decía el mismo bando —, en términos que de sus resultas han muerto en ella rabiando ocho personas y algunos animales mordidos por aquéllos”.

Cada participante de la batida debería concurrir “lista y prontamente con una chuza, lanza, u otra arma semejante enastada para la matanza”.

Pese a las prontas medidas tomadas por Elío, la hidrofobia prosiguió a través de los años. En 1815 el Preb. Dámaso Larrañaga en su viaje a Paysandú anotaba en su Diario que en la estancia de Mendoza sitiada sobre el arroyo Coquimbo "toda la casa estaba rodeada de estacada con el objeto de preservarse de los muchos perros cimarrones rabiosos que abundan en estos campos".

Y agregaba estos medios terapéuticos: “Con este motivo procuré recomendar a estos vecinos que inmediatamente que se sintiesen mordidos tratasen de dilacerar la herida, cuidando de no dejarla cerrar auxiliándose de algún cáustico, aunque fuese con un hierro caldeado, pues ésta es la única e infalible medicina contra la hidrofobia o rabia. También les hablé de algunas yerbas que recomienda últimamente el señor Cavanilles en sus Anales, como son el "Echium vulgare" o borraja cimarrona, que cubre nuestros caminos, y la “Anagálide roja” que no es menos abundante. Hay también el cardo corredor o “cardancha", que aunque no sea el mismo que el de Europa, creo tenga las mismas virtudes. De todas estas plantas secas y pulverizadas se toman como dos narigadas por dos veces en diez o doce días, y sin más régimen, asegura dicho autor haberse hecho curas prodigiosas. Yo he hecho la experiencia y surtió efecto en un pobre paisano, bien que no puedo asegurar se debiese a esto sólo la cura, pues ya se había aplicado otros innumerables remedios’'

Treinta y siete años después el diario "La Constitución” de Montevideo, en su edición del 13 de diciembre de 1852, informaba que hacia unos meses había muerto un hombre de hidrofobia en la villa de Minas. Pero ya se combatía con éxito con el haba de Ignacio (nuez vómica) y su sal (estricnina). La primera ya se había utilizado en el exterminio de los perros el año 1840.

La versión de que la rabia fue introducida en el Río de la Plata por los ingleses, en su invasión a la Banda Oriental se encuentra en la obra de Martín d? Moussy, “Description géoprahique et statistique de la Confederaron Argéntine" (T. II. París, 1860, pág. 94), habiendo sido recogida por el escritor argentino Guillermo Gallardo en “La Nación" de Buenos Aires.

Dice Moussy que: “un viejo médico español, el doctor J. Gutiérrez muerto hace algunos años, y que había venido al Plata en 1810, nos ha asegurado que no se conocía allí la rabia sino desde el 1806, época de las invasiones inglesas. Los perros traídos entonces del viejo continente por los oficiales ingleses, todos aficionados a la caza, fueron según él, los que lo comunicaron a los perros indígenas”.

Las guerras que asolaron reiteradamente la campaña oriental con la despoblación consiguiente que sobrevenía, trajo como consecuencia que los perros domésticos de las estancias o los pueblos, acuciados por el hambre engrosaran las filas de los perros cimarrones.

Así los vio Poucel

De la época de la Guerra Grande procede la mejor descripción que ha llegado a nuestro conocimiento del modo como efectuaban su ataque a las haciendas los perros cimarrones.

El relato, recogido por el Dr. José María Fernández Saldaña, es de Benjamín Poucel, hacendado francés que estando prisionero en Durazno realiza un viaje desde esta villa al campamento del Gral. Manuel Oribe en el Cerrito de la Victoria, en abril de 1846. Dice Poucel: “Por la noche, al claro de la luna, veíamos dibujarse en la cumbre de las cuchillas una línea circular de cimarrones. Su aullido continuo y siniestro acunaba nuestro sueño protegido por los fuegos que nos rodeaban a la distancia, pues, así como la mayor parte de las bestias feroces, estos animales desconfían la proximidad del fuego. En el corazón del verano no hubiésemos osado emplear este medio de defensa por el temor de un incendio del pastizal que abarca a veces varias leguas de superficie. Pero las lluvias de marzo habían empapado la tierra y la pradera, y no corríamos evidentemente ningún riesgo de incendio. De día, del alto de las cuchillas en esta campaña tan graciosamente ondulada veíamos a menudo puesto de vigía por su banda un perro "marrón" lanzarse en la llanura hacia las hondonadas, arrojando el grito de alarma desde que nos percibían. Entonces, de todas partes, convergían los perros merodeadores en la dirección del vigía alarmador.

Otras veces sorprendíamos a distancia un cuerpo de éjercito de estos “marrons” alineados circularmente en orden de batalla. Los dos guías, colocados a la cabeza del semicírculo, avanzaban lentamente hacia un grupo de jumentos o de vacas que vagaban a la ventura. Luego, guardadas todas las proporciones en las dimensiones de un ejército en forma de media luna o de creciente, la marcha de los perros iba adquiriendo una ligereza progresiva hasta llegar a toda carrera, encerrando el grupito de ganado en un círculo fatal. Allí comenzaba la batalla en regla porque la pelea se tornaba espantosa. Un perro, dos, tres o cuatro lanzados sobre los cuernos de un toro, o de una vaca iban a caer con el vientre abierto a unos 15 ó 20 metros. Pero había que ceder al número y era raro que un solo individuo, vaca o jumento, saliera sano y salvo de la lucha. Entonces los perros victoriosos se instalaban sobre el campo de batalla y devoraban a sus víctimas hasta que no quedaba más que las osamentas esparcidas. Tal era el estado de la campaña de Montevideo, floreciente antes de la invasión, tan feliz de sus diez a once millonea de cornúpedos reducidos a un myllón y medio después de esta cruel guerra de nueve años".

Poucel agrega la noticia de que un chasque del ejército de Oribe había sido encontrado devorado por los perros cimarrones, así como su caballo. En verdad, no hemos encontrado la reiteración de este hecho a excepción del ocurrido con el oficial artiguista Mondrgón, que menciona Isidoro de María en su "Montevideo Antiguo".

Diversos medios de combatirlos

El informe que en 1834 envía el Cónsul General de Francia en Montevideo, Mr. Raymonde Baradére al Ministerio de Asuntos Exteriores de su país, contiene informaciones de interés sobre los distintos procedimientos utilizados con el fin de exterminarlos. “El primero consiste en hacerlos perseguir por una jauría de perros domésticos, enemigos encarnizados del perro salvaje. Excitados por la presencia del amo, que los acompaña a caballo y los azuza con voces y gestos, concluyen casi siempre por alcanzarlos. Durante la lucha que entonces comienza, el jinete o los jinetes matan implacablemente a todos los que pueden alcanzar.

“El segundo medio consista en formar un corral, con estacas de 6 pies de altura, hundidas 4 ó 5 pulgadas en tierra, y sujetas fuertemente en su extremidad superior por medio de ramas transversales unidas por correas de cuero. El único acceso al corral es una puerta corrediza, sostenida por dos montantes y que se mantiene levantada a dos pies del suelo, por medio de una cuerda atada a la parte superior. Un hombre escondido entre los arbustos o en una zanja abierta en tierra, a una distancia de 200 ó 300 pies, sostiene el extremo de la cuerda cuya longitud es también de 200 ó 300 pies, sostiene el extremo de la cuerda cuya longitud es también de 200 ó 300 pies.

Una vez terminados los preparativos, se tiene la precaución de reunir a todo el ganado y de tenerlo encerrado 2 ó 3 noches. Se arrojan entonces 3 ó 4 trozos de carne podrida en el corral llamado chiquero. Los cimarrones atraídos por el olor, llegan en manadas al chiquero, y penetran allí sin desconfiar; el hombre afloja entonces la cuerda, la puerta cae, y queda atrapado todo el tropel. Los moradores de la casa, o estancia, acuden en seguida, a sus gritos, exterminando a todos los prisioneros a lanzazos.

De este modo se atrapa por docenas. Pero después de dos o tres expediciones de este género, es necesario cambiar el chiquero de lugar. Parecería que reconocieran la trampa, o bien que el olor de la sangre derramada los alejara. Esta caza se lleva a cabo durante las noches de luna".

Sus características principales

El mismo Baradére aporta la siguiente información sobre sus rasgos esenciales en la época: “El tamaño medio de los cimarrones es el de nuestros dogos. Tienen el hocico alargado y las orejas rectas como las del perro lobo. Sus patas finas y delgadas se parecen a las del galgo. Tienen el cuerpo trasijado, lo que proviene, según se dice, fie la dieta forzada que hacen a menudo. Su pelo es de color amarillo grisáceo. Podría comparárseles en rigor, a nuestros lobos europeos. De ordinario habitan los puntos más elevados de las cuchillas o sierras, o bien en medio de los cardales, que forman aquí especies de montes impenetrables".

Hecatombe de los perros cimarrones

Al termino de la Guerra Grande comienz la extinción definitiva de loe perros cimarrones con la cacería implacable de los mismos, como la que años antes se realizara en el Rincón del Tacuarí, Ceno Largo, donde fueron muertos 13.000 de estos indómitos montaraces, como los califica un cronista de “La Constitución". Refiriéndose al Dpto. de San José un corresponsal del citado diario montevideano, señalaba la pérdida anual de cien mil pesos, por la sensible disminución del procreo, causada por depredaciones hechas por estas feroces bandas.

La utilización sistemática de estricnina contribuyó al aniquilamiento definitivo de los perros, no así el arsénico, dado que las carnes preparadas con este veneno tienen mal sabor, por lo que sólo las ingerían animales extremadamente hambrientos.

Hoy, diversos topónimos de los departamentos de Lavalleja, Durazno, Paysandú, San José, Soriano, Cerro Largo, Salto y Rocha, perduran el recuerdo de aquellas jaurías de perros cimarrones que tanto preocupaban a las autoridades y tan graves daños causaran a la economía ganadera sembrando el terror por espacio de dos siglos en el ámbito geográfico del interior patrio.

 

Crónica de Aníbal Barrios Pintos

(Este trabajo de investigación histórica integra un capítulo del libro “De las vaquerías al alambrado”, de próxima aparición).

(Especial pera EL DIA)

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXXVI Nº 1804 (Montevideo, 3 de diciembre de 1967)

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

 

 

Ver, además:

 

                         Aníbal Barrios Pintos en Letras Uruguay
                  

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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