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Guayabos |
A
la memoria de Carlos M. Ramírez |
En octubre de 1814, el general Alvear dejó
el mando de las fuerzas que ocupaban la Banda Oriental, retirándose a
Buenos Aires a preparar su exaltación al poder, auxiliado por la Logia
Lautaro, en donde era omnipotente, y por la Asamblea Constituyente,
sometida
a la influencia decisiva de aquélla. Nombróse al coronel Miguel
Estanislao Soler, capitán general del ejército y gobernador intendente
de Montevideo. Deplorable era la situación de la provincia, agravada
por la acción funesta de la oligarquía militar, cuya silueta asomaba
descaradamente en el horizonte político del Estado. Un año hacía que
se peleaba con sombrío empecinamiento en el suelo uruguayo,
absorbiendo
la guerra civil la sangre ahorrada por las armas de la madre patria.
Jornadas sangrientas se sucedían sin interrupción, diezmando y
arruinando a los partidos que libraban a la fuerza la solución de sus
enconadas querellas. La prolongación de la lucha, lejos de
aplacar el
furor de los ánimos, lo enardecía cada vez más, por los desaciertos y
las iras implacables de los que la dirigían. Los que desempeñaban el
gobierno no oían otras inspiraciones que las de su egoísmo, procurando
sacar todas las ventajas personales posibles, del caos en que habían
sumergido al país. Ninguno tenía desinterés suficiente para elevarse a
la altura de las circunstancias, haciendo los sacrificios indispensables
para apagar el incendio, desarmando la oposición y
acallando los
resentimientos que dividían la opinión pública. Se había llegado al
punto en que la brutalidad de las facciones imposibilita todo
acercamiento, considerando la venganza un deber, el odio una bandera, la
licencia y el pillaje un derecho. Diríase que más bien que una cuestión
transitoria, liquidaban entre ellas viejos agravios o seculares rencores.
Mientras los españoles permanecieron en Montevideo, el peligro común aunó
todos los esfuerzos y voluntades, pero vencido este obstáculo con la
capitulación de Vigodet, se concentraron en la riña interna las energías
despertadas por la revolución, embraveciendo intensamente las disensiones
partidarias, revistiéndolas de una tendencia
intransigente y
sanguinaria que hasta entonces no habían exteriorizado. Alvear contribuyó poderosamente a avivar
las pasiones con sus violentos excesos, con sus ardides
mezquinos, con
su ambición desbordante, con su opresora política, con su diplomacia
de engaños, con los procedimientos desleales empleados con los jefes
artiguistas. En cuanto llegó a Buenos Aires, en lugar de actos de
tolerancia o de concordia, aconsejó a su tío el
Director Supremo,
medidas de agresión y de exterminio, ordenándose a Soler que tratase
"a los orientales como asesinos e incendiarios" y fusilase sin
consideración "a todos los oficiales, sargentos, cabos y jefes de
partidas que aprehendiese con las armas en la mano". Cuéntase que
Artigas mandaba leer el decreto de Posadas a los oficiales porteños que
caían prisioneros, sin ejecutarlo jamás, desdeñando aplicar a los
rendidos
tan inhumana represalia. Soler comunicó a sus
subalternos la decisión
superior, dictando varias providencias complementarias, en las cuales se
condenaba a la pena capital, después de cuatro horas de
aprehendidos, a
los individuos que, directa o indirectamente, auxiliasen a las partidas o
a los descubridores del enemigo; a los que teniendo noticias del
acercamiento de un grupo insurgente, no lo comunicasen
inmediatamente a
la más próxima autoridad; a los que
condujeran pliegos de los
sublevados o les indicasen la posición, el número o la dirección de
las fuerzas del Estado; con las de confiscación y de destierro a los
que mantuvieran correspondencia "de palabra o por
escrito" con
el general Artigas o los jefes de sus divisiones; a los que ocultasen
caballos propios o ajenos, o desamparasen sus haciendas para seguir el
partido de los rebeldes; si el reo era una mujer, se le castigaba con un año
de reclusión en el hospital de la capital de la provincia. Como se ve,
los que no se sometían no tenían otra perspectiva que la miseria, la
proscripción o el cadalso. A esto hay que sumar los vejámenes y
extorsiones cometidos en Montevideo, en donde se
impuso una subidísima
contribución extraordinaria al vecindario y a su desvencijado comercio,
para cuyo cobro se vendieron en subasta pública el mobiliario de las
casas y los instrumentos de la industria, amén del
sinnúmero de
despojos y sustracciones que sufrió la
propiedad pública y privada.
Fue tal la irritación que estas medidas produjeron, que don Nicolás
Herrera, delegado del Director Supremo, solicitó se suspendieran,
porque desprestigiaban al Gobierno, aumentaban los motivos de la guerra, y
crecían la popularidad de Artigas, a quien, añadía, "no pueden
oponerse las armas, por causas de que supongo a V. S. informado, ni el
concepto ni el amor del pueblo, porque no trabajamos para ganarlo". El
descontento era general, acentuándose
diariamente la animadversión al
nombre y al ejército porteños. Bien lo echaron de ver los jefes que
operaban en campaña, donde abundaban los enemigos como las
margaritas
bajo los primeros rayos del sol de estío. No
encontraban simpatías ni
protección en parte alguna, sino señales evidentes de hostilidad y
gritos de venganza. Cuando se aproximaban a las poblaciones, huían sus
moradores: unos se refugiaban en los montes, otros atravesaban el río
Negro para incorporarse a las divisiones de Artigas, y los que quedaban
se encerraban en sus casas rehusando tener contacto con el invasor. Los
hacendados se ausentaban de sus propiedades,
llevando consigo los
caballos, el ganado, las carretas, todo lo que pudiera aprovechar o
utilizar el enemigo. Incendiaban grandes extensiones de campo para privar
de forraje a sus caballerías o dificultar las marchas del ejército. A
veces andaba éste días y días por
llanuras desoladas sin descubrir
una res con qué alimentarse, ni un habitante de quien indagar la posición
del adversario. Por el contrario, todo el vecindario,
incluso las
mujeres, era espía voluntario de Artigas,
poniéndole en conocimiento
de los movimientos o evoluciones de las tropas porteñas. Si no podían
prestar directamente este servicio, se brindaban a dirigir al invasor,
pero para extraviarlo o llevarlo a una emboscada
convenida de antemano;
así que las sorpresas se hacían imposibles, ineficaces las marchas
nocturnas y las retiradas verdaderos desastres. A diferencia de otros
períodos de la revolución, en éste, los jefes y soldados de Artigas
eran orientales, existiendo armonía completa entre los sentimientos del
pueblo y de su ejército. El alma uruguaya latía a impulso de las mismas
esperanzas, de los mismos anhelos, de los mismos dolores.
Todos los
habitantes, sin distinción de clases sociales,
fraternizaban en
entusiasmo y decisión por el triunfo de las aspiraciones provinciales,
sobrellevando con espartana resignación las privaciones, las penurias,
los sufrimientos y la desnudez a que los redujo una brega de tres años.
Deseaban sacudir a todo trance el yugo de un poder que no había querido o
no había sabido hacerse amar. Soler, en un momento de desaliento y de
sinceridad, escribía al Director Supremo: "Nada
podemos contra un
enemigo protegido por toda la población, que mira a nuestra tropa como
extranjera". Desertaban no sólo los soldados, sino también los
tenientes, los capitanes y hasta los sargentos mayores; las partidas
exploradoras no volvían, y trozos de tropas se pasaban en el momento del
combate. Los mismos europeos simpatizaban más con los orientales que con
sus perseguidores. Días antes de Guayabos, propuso Dorrego al Comandante
Pico, que se hallaba en Entre Ríos, la sustitución de cien españoles
que militaban en sus filas, por otros tantos ciudadanos, dudando de su
fidelidad; las circunstancias impidieron el cambio, y en las primeras
escaramuzas de la batalla, muchos de aquéllos desampararon sus puestos,
trocando la bandera argentina por la bandera de Artigas. En tales
condiciones era fácil prever de qué lado se inclinaría la victoria. Durante la pequeña tregua que produjo la
traslación del mando en el ejército enemigo, procuró Artigas unir sus
fuerzas, que estaban muy diseminadas.
Ordenó, en consecuencia, a
Rivera, que se hallaba en el Paso de los Toros, al frente de cuatrocientos
hombres de caballería, observando a Dorrego, acampado en la Capilla del
Durazno, que lo atacase en cuanto se le incorporara el refuerzo que le
enviaba, y marchase después hasta el río Santa Lucía a ponerse en
comunicación con Otorgués, el cual, de regreso del Brasil, en donde se
refugió luego de su desastre de Marmarajá, reunía en aquel río los
contingentes de Minas, Rocha y Maldonado. El Comandante Gadea, con las
milicias de Soriano y Mercedes, debía apoderarse de la Colonia, y el capitán Faustino Tejeda, con su partida,
encaminarse desde
Porongos a San José, a fin de concentrar alrededor el mayor número de
tropas disponibles. Mientras estas disposiciones se cumplían,
Artigas permanecía con su cuartel general en Arerunguá,
atendiendo el
desarrollo de las operaciones encomendadas a Blas Basualdo, a Ramírez y a
otros jefes en Corrientes y Entre Ríos. El 25 de noviembre, Borrego
reanudó el duelo momentáneamente interrumpido, pasando a nado, en seis
horas, con toda su división, el río Negro, bien que estaba desbordado
por una lluvia torrencial caída el día anterior. Supo por dos
carneadores tomados prisioneros, que Rivera se había movido a un cardal
frente al paso de las Piedras, y quiso
sorprenderlo cayendo sobre él
con ciento cincuenta soldados elegidos; pero prevenido aquél por los demás
carneadores, evitó con habilidad
la embestida, retirándose en orden al norte, no sin disputar al contrario
el vado de los arroyos, sosteniendo guerrillas encarnizadas,
principalmente
en el paso de Tres Arboles y en los brazos del Salsipuedes; en el
atardecer, después de una marcha de doce leguas, bajo incesantes
escaramuzas, suspendió Dorrego la persecución, por el cansancio de la
tropa y de la caballada. Rivera continuó en la noche su retirada,
amaneciendo en el Queguay, a varias leguas de distancia de su activo
adversario. La sorpresa iniciada con tanta audacia
por el coronel argentino, había fracasado, trocándose de aquí en
adelante el rol de los actores de esta tragedia, pues
que
el perseguidor se convirtió en perseguido. Con efecto, al campamento de
Dorrego llegó la noticia de la ocupación de Mercedes por Gadea con
trescientos hombres, de la existencia de partidas en Paysandú bajo el
mando de Paredes, y de que Artigas disponía en Arerunguá de más tropas
de lo que se suponía. No pudiendo entonces avanzar sin dejar amenazado su
flanco izquierdo y su retaguardia, ni aventurar una acción con fuerzas
superiores a las suyas, se desvió hacia el palmar de Santa Ana,
destacando de trasnochada a Cortinas con cincuenta hombres a embestir a
Paysandú, con orden de reunírsele esta gente en Yapeyú, una vez tomada
la plaza y que él pasase a Entre Ríos para traer doscientos granaderos
de su división, que tenía el comandante Pico, porque sin este auxilio no
creía poder resistir al enemigo, ni mantener
despejada su retaguardia;
envió, además, desde el arroyo de don Esteban cien hombres a desalojar
de Mercedes a Gadea, pero éstos se extraviaron, engañados por los
vecinos, y a pesar de haber caminado tres días
consecutivos, no
lograron alcanzar al comandante artiguista, que había evacuado ya el
pueblo buscando incorporarse a Rivera. El jefe argentino esperó inútilmente
en Yapeyú el regreso de la partida de Cortinas, y enterado de que su
adversario había sido reforzado con
trescientos hombres, entre ellos
doscientos blandengues del mejor batallón de Artigas, con una pieza de
artillería y también con la incorporación de las milicias de Gadea,
encontrándose débil para aceptar combate,
se retiró a Mercedes, en donde entró el 2 de
diciembre.
Rivera había recibido en realidad el 28 de noviembre los contingentes
expresados, moviéndose en seguida en pos del enemigo, poniéndose a las
pocas marchas en contacto con sus avanzadas, las cuales
fueron dobladas
por sus guerrillas, vigorosamente dirigidas por Lavalleja y por Bauza,
empujándolas hasta Mercedes, a cuya vista llegaron en la madrugada del 4,
viéndose Dorrego en la necesidad de abandonar el
pueblo a las diez de
la mañana, replegándose a Soriano para reunir sus tropas dispersas; pero
el contrario avanzó con tal celeridad, que no le quedó otro recurso que
atravesar a duras penas el Bizcocho por un vado falso, porque los
artiguistas se habían apoderado del paso, mezclándose ambas fuerzas a
punto que Dorrego estuvo en riesgo de caer prisionero. No pudo
sostenerse
en San Salvador como pensaba, corriéndose entonces hasta las Vacas,
posición que disputó con encarnizamiento durante tres horas a los
artiguistas; mas habiendo hecho jugar éstos el cañón que llevaban, la
desamparó precipitadamente, encerrándose el 6 en la Colonia. El primer
acto del drama terminaba, pues, con marcada desventaja para la causa del
Director Supremo. Rivera dejó a Lavalleja con doscientos
hombres en observación de Dorrego, dirigiéndose a Mercedes con el resto
de sus fuerzas, para comunicar a Artigas el triunfo y tomar nuevas
disposiciones. A su llegada se produjo un suceso gravísimo, que consternó
todos los
ánimos. Los blandengues, impulsados por sus
oficiales, se sublevaron, acometiendo a los milicianos,
saqueando el
pueblo de Mercedes, realizando todo linaje de desmanes. Queriendo Rivera
sofocar la insurrección, fue agredido con furor por los rebeldes, que
atentaron contra su vida, la cual salvó milagrosamente,
según su
propia expresión. Con el auxilio de las fuerzas de Lavalleja, que mandó
venir de las Vacas, y con las milicias, logró restablecer el orden, retirándose
la mayor parte de aquéllos al cuartel general. A diferentes causas se
ha atribuido esta sublevación. El general Echandia la explica en su
"Diario" de esta campaña, por rivalidades entre milicianos y
blandengues, o, como diríamos hoy, entre guardias nacionales y tropas
de línea, muy frecuentes en aquella época, no sólo en los subalternos,
sino que también en los superiores; y en este caso, las memorias de
Rivera y de Bauzá no dejan duda de que las había entre los últimos. Por
otra parte, se hace más probable la razón que da el ayudante de Soler,
recordando que las milicias eran de Soriano y de Mercedes, las que, quizá,
reprocharon a los blandengues algún desmán cometido por
éstos, o
que quisieran cometer contra sus respectivos pueblos, ocasionando este
altercado el tumulto. El historiador Bauzá lo atribuye a la irritación
que produjo en la oficialidad de ese cuerpo, un bofetón dado por Rivera a
uno de sus compañeros. A primera vista, esta opinión tiene en su favor
la actitud agresiva que contra éste asumieron los amotinados; sin
embargo, ese incidente se explica perfectamente por los esfuerzos
personales que hizo Rivera como jefe superior para sofocar la insurrección
desde el momento en que estalló: si hubiera sido él el culpable, no se
comprenden los términos magnánimos y favorables con que Artigas contesta
sus notas narrándole los sucesos. "Acaso,
escribe, un golpe del
enemigo no habría arrancado de mi corazón las lágrimas que he derramado
en tres días continuados por el primer impulso que recibió con el
inesperado desastre de Mercedes. Ya algún tanto he serenado mi ánimo con
sus dos favorecidas. Serene usted el suyo, siquiera para aliviarme del
gran peso de cuidados que cae sobre mi cabeza". "Tome de mí
ejemplo, añadía; calle y obre, que al fin nuestras
operaciones se
guiarán por el cálculo de los prudentes... Entretanto, ordeno a
Bauzá
deje a usted toda su gente. Ya anticipadamente le oficié para que dejasen
en Mercedes y Santo Domingo todas las milicias de esos
lugares. Usted
hágase cargo de todas ellas y con todas las suyas cuide de esas
costas." Esta carta, que publicó el hijo del general Bauzá por
primera vez, queriendo justificar la rebelión del cuerpo que mandó su
padre, en lugar de una recriminación, importa una
satisfacción a
Rivera, porque Artigas le pide paciencia y
moderación como ofendido, en
homenaje a lo delicado de la situación; le ruega que se serene y no
aumente con quejas o desalientos sus contrariedades y sus
trabajos;
lejos de castigarle, lo confirma en su posición, ensanchando su mando,
apartando de su lado los elementos que le hostilizan y anarquizan sus
fuerzas. Si el capitán Acosta Agredano había perdido su puesto por
castigar con la espada a un blandengue, según asegura Bauzá, no se
concibe que siendo Rivera culpable, se le haya premiado y tratado con
tantos miramientos. Esto demuestra que el suceso no tuvo otro origen que
las enemistades de la tropa, avivadas por el engreimiento de los
blandengues, que se consideraban superiores a sus conmilitones por haber
servido en su cuerpo el general Artigas. Entretanto, Soler, delegando en el
coronel French la intendencia de Montevideo, se había dirigido a Florida
para observar el desarrollo de las operaciones de Dorrego, o acudir en su
auxilio si fuere necesario. Allí recibió el 8 de diciembre un oficio de
éste, comunicándole su desastrosa retirada a la Colonia.
Retrocedió
inmediatamente a Canelones a esperar la
incorporación de Hortiguera,
que andaba por el valle del Iguá con 230 hombres. Se reunieron el 12,
mandándosele también de Montevideo 270 infantes a caballo, 160
granaderos de infantería, 60 soldados del número 10 y 50 artilleros. Con
estas fuerzas marcharon a San José, donde entraron el 15; a los cuatro días
llegó Dorrego, y al siguiente su división, aprovechando la desaparición
de Lavalleja, que, como hemos visto, fue llamado con motivo de los sucesos
de Mercedes. Hubo consejo de jefes, resolviéndose que Dorrego con la
primera división se encaminase al Arroyo Grande y de allí a Yapeyú, a
vigilar los movimientos de Artigas;
a
Hortiguera, con la segunda, se le dio igual misión sobre Rivera y Tejera,
que se les creía en Porongos, mientras que Soler, con la tercera, que
mandaba el teniente coronel José María Rodríguez, quedaba en observación
de Otorgués. Estas disposiciones fueron modificadas antes de principiarse
a ejecutar, porque el Director Supremo dictó un decreto poniendo a las órdenes
de Soler las fuerzas de Corrientes y Entre Ríos, y por haber sabido éste
que Rivera y Tejera no estaban en Porongos, sino al otro lado del río
Negro. Entonces mandó a Borrego que atacase a Artigas
donde quiera que
lo encontrase, pidiendo auxilio a Viamont y Valdenegro, si lo consideraba
del caso; a Hortiguera, que se situase en el Durazno, sobre el Yí, y
remitiese
cien hombres a Dorrego una vez que llegase a su destino; él, con la
tercera división, se reservaba batir a
Otorgués en el Paso de la Arena, y
"evitar que Montevideo padeciera". Artigas, efectivamente, se
vio obligado, por los acontecimientos que se desarrollaban en la banda
occidental del Uruguay, a hacer pasar sus fuerzas al norte del río Negro,
dejando sólo al sur pequeñas avanzadas. Valdenegro, nombrado
gobernador de Corrientes, marchaba a tomar posesión de su cargo y a
proteger a Perugorria, que se había rebelado
contra Artigas
reconociendo al gobierno nacional. El 14 de diciembre encontró a Blas
Basualdo en el Pospós, en Entre Ríos, y lo derrotó completamente, tomándole
toda la artillería. Cuando Artigas tuvo noticia del desastre, temiendo
que aquél entrara en Corrientes y
atravesando el Uruguay lo atacara por la espalda,
conforme
al plan que se había combinado en Buenos
Aires, se movió del Arerunguá
hacia el norte, ordenando a Basualdo, que se había recostado al Mocoretá
después de su derrota, se plegase a Méndez, Casco y otros jefes de
Corrientes, para batir a Perugorria, que se había fortificado sobre el
Vatel, en el edificio y los corrales del establecimiento de campo de
Colodrero; y si fracasaba la empresa debían cruzar el Uruguay, tratando
de reunírsele más arriba de Belén. Basualdo cayó sobre Perugorria el
17 de diciembre. Este se defendió valerosamente, haciendo salidas
continuas que eran rechazadas por los atacantes. Basualdo se limitó a
sitiarlo, por carecer de cañones para hacer un ataque formal, esperando a
que el cansancio y la falta de municiones y de víveres lo obligasen a
rendirse, lo que sucedió a los ocho días del sitio, entregándose
Perugorria
y toda su gente. Con este triunfo se restauraba en Corrientes la situación
artiguista, derrotada meses antes por la traición de Perugorria,
permitiendo a Artigas atender desahogadamente a la situación de su
provincia, que lo necesitaba porque se iban a producir acontecimientos que
decidirían de su porvenir. Dorrego, de acuerdo con las instrucciones
que se le dieron, se encaminó a Yapeyú, sobre el río Negro,
destacando
ciento cincuenta hombres a forzar el paso; pero fueron rechazados por las
milicias de Mercedes y Soriano, después de cinco horas de combate. El
jefe argentino, con el resto de su división, atacó a los que defendían
el paso de Vera, consiguiendo desalojarlos, lo que promovió la retirada
de los de Yapeyú, que dejaron libre el vado. Tomó en seguida para los
potreros del Queguay, donde permaneció ocho días esperando los refuerzos
pedidos a Viamont; como éstos no llegaran y Valdenegro le ofreciera
ciento cincuenta hombres y una pieza de artillería, avanzó para que se
le unieran por el Salto, así que cruzaran el Uruguay, acampando a los
tres días en las caídas del Arerunguá, a media legua del paso de
Guayabos. En la mañana del 10 de enero se oyó un tiroteo en
dirección
a los descubridores, y al poco tiempo apareció Viera, que los mandaba,
noticiando que una partida de cincuenta enemigos se
hallaba de este lado del paso. Dorrego hizo aprontar la tropa, se
adelantó con las guardias de prevención, subió a un cerro contiguo con
Viera y Vargas, descubriendo las fuerzas del
adversario. Con la tropa
que tenía a mano hizo replegar a la partida, la que no opuso resistencia,
porque trataba de atraerlo sobre aquéllas; pasó después el vado con
toda su gente, la cual, así que entró a la llanura, vio
formada, en
una pequeña elevación, a cuatro cuadras de
distancia, a las divisiones
artiguistas. Era la hora solemne; los contendientes se
hallaban frente a frente, armados con sus cóleras y sus
profundos
rencores; iban a librar su suerte a los azares de una justa decisiva, de
tiempo atrás anhelada; así que cada cual procuró agotar todos los
recursos que tenía a mano, para atraer a sus filas la victoria. Artigas
envió toda la gente de que podía disponer y siete
carretas de munición,
que Barreiro había traído de Río Grande. Rivera afirma que Dorrego le
llevaba más de quinientos hombres de ventaja; éste dice, a su vez, que
sus fuerzas eran inferiores, pues sólo contaba con ochocientos cincuenta
hombres, inclusos los que cuidaban 'la caballada y municiones, mientras
que los de Rivera eran mil. Haciendo las restas y sumas
indispensables
en esta clase de cómputos, podemos calcular que se batían fuerzas
iguales compuestas de mil a mil doscientos hombres cada una. En los últimos años se ha querido
quitar a Rivera el honor de haber dirigido esta batalla. "Esta es la
hora, escribe el hijo del general Rufino
Bauzá, en que sobre el testimonio
de un documento anónimo, se pretende disputarle a éste la mejor de sus
victorias!" Se refiere a las memorias de Rivera. Esto no obstante, lo
que en ellas se expresa lo ratifica Dorrego en su parte, considerando a
aquél, jefe de las fuerzas con quien combatió, sin nombrar siquiera a
Bauzá, a pesar de ser bastante extenso y detallado. Lo mismo sucede con
las notas de Artigas, relacionadas con este hecho: aparece siempre Rivera
dirigiendo las fuerzas que pelearon en Guayabos. Por otra parte, se
comprende fácilmente que don Rufino Bauzá no podía ser jefe de división
en esa época, recordando que tres años
después, en el año 1817
durante la invasión portuguesa, comandaba el batallón de libertos, que
constituía una de las unidades del ejército de la derecha, del cual
era general don Fructuoso Rivera. No es presumible
que con el prestigio de una victoria tan importante como Guayabos, quedara
reducido a ser jefe de batallón, bajo las órdenes de quien tres años
antes había sido su subalterno. Bauzá no tenía todavía veintitrés años;
era un oficial meritorio por su bravura, por su instrucción y por su
honradez, pero que no se había distinguido aún por ninguna acción
extraordinaria, de esas que hacen confiar a un joven los destinos de un
pueblo, prescindiendo de la experiencia y de la
madurez que producen los
años. Sigamos
la narración de la batalla. Rivera formó su línea, colocando la
infantería al centro en ala, detrás de una pieza de cañón servida por
sesenta negros, en los flancos la caballería en columnas de batalla; en
el izquierdo los blandengues y algunas milicias
apoyadas en una zanja,
teniendo a su frente un corral de piedras; en el derecho las milicias de
Soriano, Mercedes y Paysandú, y el escuadrón de Lavalleja. Dorrego
desplegó la suya poniendo a la derecha a los
granaderos a caballo, en
el centro el número 3, una pieza de
artillería y los granaderos de
infantería; en el costado izquierdo a los dragones, destinando cincuenta
hombres a caballo para reserva. Hizo desmontar a la
infantería,
mandando al capitán Julianes, del número 3,
con cuarenta hombres, que desalojara al adversario del corral, lo que
consiguió después de varios ataques, aunque con sensibles pérdidas; aquél
quiso recuperarlo, pero desistió de su empresa, porque Dorrego mandó
en su protección a los granaderos a caballo.
Teniendo despejado su
frente, y con el apoyo del corral, mandó avanzar toda la línea,
destacando una guerrilla de dragones en protección de su flanco, pues que
la línea de Rivera era más extensa que la suya y temía ser rodeado. Los
artiguistas hicieron funcionar su cañón para detener el avance; el
adversario contestó con un fuego de igual clase, pero por poco tiempo,
porque a los primeros disparos se inutilizó la pieza,
rompiéndose la
cañería; sin embargo, no interrumpió su
marcha; cuando se acercaron,
el enemigo les hizo una descarga cerrada que les obligó a detenerse
para replicar, iniciándose un duelo de fusilería que duró varias
horas.
Algunos europeos, encabezados por un sargento del 3, se pasaron en este
momento. Luego amagó Rivera una carga simulada a la caballería argentina;
la atacó, retirándose enseguida como si hubiese sido doblado; creyéndolo,
aquélla lo siguió; mas el caudillo dio
media vuelta, echándola sobre
un bajo que había al pie de la colina, donde los sablearon los
blandengues de Bauza, empujándolos hasta poca distancia del paso; Dorrego
acude solícito a reanimar a sus vencidos
escuadrones para que renovasen
el ataque, pero éstos no obedecen, logrando apenas que formen en el sitio
donde han hecho alto; en ese instante, la caballería uruguaya se lanza
contra la infantería argentina, que había quedado en descubierto,
penetra por sus flancos, donde hace grandes destrozos, no quedándole otro
curso que retroceder, buscando el amparo de los escuadrones cuyo valor
trataba de retemplar Dorrego. Allí la acosan las milicias de Rivera, trabándose
una lucha cuerpo a cuerpo; un trozo de caballería de éste entró en el
claro que en la infantería dejaron los
pasados, lanceando y derribando
todo lo que encuentran por delante. Dorrego envía a su reserva a
detenerlos, pero en vano, porque también es rechazada. Entonces el
desbande se hace general: todos buscan refugio en el paso, aterrorizados.
"En el momento que nuestras tropas dieron vuelta, nota aquél, los
enemigos se mezclaron en nuestras filas, y como por lo general venían
desnudos, la tropa los conceptuaba indios, habiendo cobrado, aunque sin
motivo, un gran temor". A las 6 de la tarde, teniendo Rivera
asegurada la victoria, manda volver a su gente a la primera posición para
ordenarla y comenzar la persecución, no sin dejar fuertes guerrillas
sobre el enemigo para que lo molestasen y le impidieran rehacerse. Esta
disposición fue útil, porque Dorrego quiso aprovechar la oportunidad
para avanzar, mas sus soldados tiraban las armas,
resistiéndose a
ejecutar dicho avance. Viendo que no era posible subsanar el desastre,
procuró aminorarlo y retirarse en la noche para replegarse al socorro
tantas
veces reclamado. Mas la fortuna no le sonreía ya, complaciéndose en
frustrar sus fatigas y sus mejores combinaciones. Colocó en el paso de
Guayabos y dos picadas laterales al 3º y granaderos de infantería,
a fin de que lo sostuvieran; desplegó después sus
guerrillas, apoyadas
por los dragones y granaderos a caballo, con orden de ir conteniendo al
adversario y retirarse lentamente. Este llegó a las 7 a la orilla misma
del arroyo haciendo un vivo fuego de fusilería y de artillería sobre el
paso y picadas. Poco antes de oscurecer logró Rivera apoderarse del
paso, desalojando a su adversario, que fugaba en todas direcciones lo que
a sus caballerías divisó; Dorrego manda a los
comandantes Viera y
Vargas a detenerlos y reunirlos para que se situaran en un cerro que
estaba una legua a retaguardia, para proteger la retirada; pero llegó a
un punto el terror, que descargaban sus armas contra los oficiales que
querían contenerlos. "Era tal el
pavor, dice Dorrego, que se había
apoderado de la tropa, que de la algazara sólo del enemigo disparaba. Yo
mismo he visto cerca de sesenta hombres corridos por sólo cinco, quienes
los acuchillaban sin que siquiera se defendieran". En vista de esto,
el jefe argentino, considerándolo todo perdido y temiendo caer
prisionero,
porque los enemigos estaban cerca y lo
buscaban con empeño, se retiró
a los potreros del Queguay, y el día siguiente a Paysandú, donde encontró
los refuerzos que le mandaba Valdenegro, los cuales
volvieron a los
pocos días a repasar el Uruguay. Los artiguistas tomaron dos carros de
munición, el cañón y hasta el manuscrito del Diario de Dorrego. Este
tuvo una pérdida de más de doscientos muertos y heridos, y cuatrocientos
prisioneros o dispersos. Algunos de estos últimos llegaron el 18 a
Mercedes, donde estaba Soler, y lo enteraron de la derrota. Su estado
mayor
no lo quería creer, "porque con setecientos hombres de línea
(fuera de las milicias), provistos de todo lo necesario, exclamaban, es
dificultoso que los derrote Artigas". Más tarde se confirmó la
noticia por otro conducto, emprendiendo Soler una marcha desastrosa hacia
Montevideo. Tal fue la
famosa batalla, pequeña por el número de combatientes, aunque grande por
sus consecuencias, que fueron importantísimas: llevó al apogeo el poder
y la influencia de Artigas; provocó la caída de Alvear, elegido el día
antes del combate Director Supremo, y echó las bases de nuestra
independencia. Los que se inquietan o se lamentan de no encontrar en
nuestro pasado tradiciones genuinamente nacionales, son
injustos, porque
las tenemos en el grito de gloria de Guayabos, Sarandí, Rincón e
Ituzaingó fueron el coronamiento del edificio, cuyos cimientos se
establecieron en los campos que acaricia el Arerunguá. Desde
entonces
fuimos libres de hecho, gobernándonos y
dirigiéndonos a nosotros
mismos por primera vez. Allí se venció al único pueblo que tenía algún
derecho sobre nuestro suelo, como provincia del antiguo virreinato del Río
de la Plata. La ocupación luso-brasileña no
podía ser sino precaria,
porque chocaba con nuestras más arraigadas aspiraciones. Comenzó con la
fuerza y la fuerza la destruyó. Los que se apartaron de la
comunidad
argentina, no podían aceptar el yugo
monárquico y reaccionario del
Imperio. Una palabra
antes de concluir. Hemos narrado sin odios ni prevenciones los sucesos,
respetando en todo la verdad histórica, no olvidando un momento que
nuestros adversarios de 1814, años después, nos
rindieron el inmenso
desagravio de Ituzaingó. Montevideo, setiembre de 1905.
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Lorenzo Barbagelata
Estudios históricos
Biblioteca Artigas
Colección de clásicos uruguayos vol. 112
Ministerio de Instrucción Pública y Previsión Social
Montevideo, 1966
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