Triste de la calle cortada

 

A Eduardo

- I -

Cuando llegó la Navidad -el brevísimo, imaginario momento en que la medianoche estuvo en la calle- supieron que Buccino no iría.

Sobre la mesa estaban la fruta seca, el turrón y las botellas que había mandado y después los cohetes atrasados estallaron blandamente en el cielo mientras la medianoche andaba lejos por el mundo, en otras ciudades, aunque allí, en la calle, todavía ardía el Judas detrás de las espaldas negras de los del conventillo.

No querían tocar las cosas hasta que no llegaran Buccino y el padre: así dijeron, aunque ya no los esperaban. Permanecían las dos junto a la ventana, las sombras agigantadas de las cabezas danzando fantásticamente en la pared del cuarto, al contraluz de la fogata, oyendo la música de baile que había empezado en la noche, o que estaba hacía rato pero recién oían, recién les permitía soñar. Ya no podían mentirse que los esperaban. Las cosas -aquella limosna que les había tirado Buccino- iban a quedar intactas porque no tenían motivo para festejar nada, porque de esa manera, amargamente, quizás compadeciéndose, podían sentirse excluidas del todo de la mansa, vieja felicidad de la noche, de la calle.

Era una calle cerrada, que no iba a ningún lado; parecía dar la espalda a la ciudad.

-Una calle triste porque no pasa gente -decía la madre.

Hacía años que estaba allí, que la miraban sentadas a la ventana. Y entonces, aquel diciembre, dejaban la ventana abierta; las pequeñas piezas se recalentaban como hornos y ellas se sentaban un poco retiradas para no ser vistas desde afuera, de modo que desde la calle, desde el resplandor del sol, aparecían vaga, indecisamente en la penumbra.

Miraban agitarse las hojas de los árboles mecidas por algo que no era el viento porque no se movía un soplo, mecidas por una fuerza como su propia exuberancia, balanceándose suavemente en el calor, sin desplazar aire ellas tampoco. A medida que pasaban las horas veían estirarse las sombras, cruzar la calle vacía lentamente, como si tantearan en puntas de pie los adoquines recalentados. Y después caía el sol y los ruidos sonaban lejanos, nítidos, en los largos crepúsculos, y la gente del conventillo de enfrente salía a tomar mate a la vereda mientras por sobre el antiguo muro que clausuraba la calle un olor de jazmines, de yuyos tibios y de tierra invadía el anochecer.

La madre era una mujer prematuramente envejecida. Sin embargo, por su menudez, o por su voz y sus gestos casi infantiles podía, en la penumbra, parecer más joven que la hija. Como si una porfiada adolescencia hubiera sobrevivido al involuntario aflojamiento de la carne, a las arrugas que comenzaban a desdibujar su boca y sus ojos. La hija se llamaba Julieta y estaba en vacaciones. En el otoño, al reanudar las clases, sus compañeras volverían con la piel tostada y mostrarían esas fotos del verano, grupos de jóvenes en bicicleta entre los árboles o sentados sobre la arena desnuda, los rostros fruncidos, deslumbrados por el sol, los abundantes cabellos y las ropas escasas sueltos al viento.

Pensaba en eso (pensaba en cosas como el mar, la luz ilimitada de irrepetibles días que ella no viviría, mirando las lentas hojas, increíblemente verdes en el raído paisaje) oyendo a la madre evocar un tiempo vivido lejos de allí. un mundo definitivamente clausurado donde las personas y las cosas flotaban incorpóreas, meramente enunciadas por la voz atónita. La voz aniñándose más aún a medida que retrocedía en el tiempo, en la larga, ociosa recapitulación, mientras las manos remendaban interminablemente trapos limpios, fresados hasta el desgaste. Eran cosas, anécdotas contadas cientos de veces casi sin agregar ni quitar una palabra, porque habían quedado así para siempre, como habían sido, o como fueron contadas por primera vez.

Un mundo que la hija no sabía si realmente recordaba, si había alcanzado a entreverlo, o si se le había incorporado a fuerza de oírselo contar a la madre.

Pero seguramente no era aquello lo que ella recordaba, la casa del Paso Molino con el zaguán y el patio con claraboya y aquel piano que derramaba valses por la ventana ante la cual habían desfilado los días de otro tiempo. Recordaba un estío verde que había estallado en las calles cuando ella era una niña con un vestido rosado y una moña rosada en las trenzas; por aproximación, por simple asociación de ideas, recordaba la gran casa silenciosa de la madrina, la gorda mujer taciturna que bebía té en unos pocillos de porcelana con pálidas figuras de rosas y paisajes. Ella estaba sentada entre las dos mujeres con aquel vestido comprado demasiado grande a fin de que pudiera usarlo durante dos o tres años. La madrina la mandaba a jugar por la casa. Jugar consistía en deslizarse silenciosa, casi temerosamente entre los objetos inmóviles, entre los muebles oscuros y enormes y pegarse a los pesados cortinados que no separaban ningún ambiente porque la luz, es decir la semipenumbra y el aire, eran iguales en toda la casa, y desde allí espiaba a las mujeres.

Habían retirado los pocillos y la tetera y sobre la mesa estaban extendidos los naipes. La madre miraba el gordo, blanco y lozano rostro hierático y las regordetas manos que señalaban la baraja.

-Algún dinero pronto.

-Tu esposo volverá, pero debes cuidarte de una mujer.

-Una mujer que está muy cerca tuyo. Este as de espada...

La cara y las manos con la blancura de las mujeres de antes, un color como de magnolia, como si la piel fuera una flor que nunca hubiera sido sacada de aquel invernadero penumbroso, inmóvil, en el que colgaban pesadas e inútiles las aterciopeladas cortinas, y la voz que correspondía a aquella cara, a aquellas cosas, una lenta voz grave, sin matices. No varonil, asexuada, epicena, removiendo designios misteriosos y aciagos.

De pronto (Julieta la había estado esperando porque era cosa de todos los días) la madre susurró:

-¡La bruja! ¡Mírala, nena! ¡Ya salió a lechucear!

Se santiguaron las dos mirando a la vieja, parada en la puerta del conventillo, un bulto de ropas oscuras rematado por el pelo de un gris sucio, toda ella mimetizada con la pobreza de la calle.

-Anoche la vi patente -dijo la madre-. Al principio creí estar soñando; pero no, estaba al lado mío. Me senté en la cama y entonces desapareció. ¡Te juro que no aguanto más este barrio tan triste, este chusmaje y encima esta bruja!

Sucedió un silencio lúgubre. Un silencio que era como si el aletazo de un pájaro agorero removiera vagamente la penumbra, el aire recalentado entre las paredes sin otro adorno que la foto de recién casados de los padres y el diploma de profesora de solfeo de la madre con la figura del músico italiano y dos firmas de complicada caligrafía sobre la cartulina amarillenta. Entonces el otro mundo, incorpóreo, espectral, se desvanecía del todo. Aun aquellos mezquinos testigos, la foto y el diploma, se integraban del todo al mundo real, al de la calle, al de la pobreza.

- II -

Ocurrió aquel largo, luminoso diciembre.

Ocurría aquel lento estirarse de las sombras bajo los quietos árboles, cruzando la calle donde no pasaba gente, sobre la que el estío era una pompa de luz fantástica, efímera, porque después volvería el invierno, la cerrazón y el viento sobre las paredes ennegrecidas de intemperie, y en el corredor de baldosas rojas y en los patios abiertos se arremolinarían de nuevo el hollín, la tierra y el frío. El edificio en que vivían no era un conventillo como el de enfrente, pero era así de pobre, de viejo; constaba de cuatro apartamentos dispuestos a lo largo del corredor y desde los patios se podía oír por sobre las vetustas paredes que los vecinos reñían con las mismas palabras que los de enfrente y en los mediodías había el mismo olor de guiso, de churrascos, de pescado frito, y en las tardes sólo quedaba el viento humedecido por la ropa tendida, mientras en la calle algún grupo de muchachos gritones, brutales, jugaban al fútbol con pelotas de goma o de trapo.

Esa fue la primera visión que Julieta tuvo de la calle. Así la vio por primera vez aunque no recordaba haber vivido en otro lado, en otra calle, y la madre no mencionó nunca cómo ni cuándo habían ido a parar allí. Quizás había sido cuando aquella ausencia, aquella huida del padre en la que había tenido que ver cierto dinero, pero de eso apenas había oído algunas vagas alusiones en casa de la madrina y en un tono casi sibilino, apagado en la espesa semipenumbra. De modo que nunca lo pensó, así como no pensó ni advirtió que la madre hacía abstracción del marido, apenas mencionaba sus bodas y eso como si ella hubiera sido la única protagonista, como si aquel hombre de la fotografía, muchos años más joven y con todo el pelo, no hubiera sido más que un simple partiquino o parte del decorado. Quizás fuera que el hombre, la calle y el presente estaban allí y no fuera necesario hablar de ellos, inventarlos.

Regresaba noche a noche con aquel único traje marrón que usaba invierno y verano, su cansancio, su miopía y su calvicie, esparciendo a su alrededor un aire de resignación, de irremediable deterioro. Entonces la mujer dejaba de contar, de hablar, se encerraba en un silencio lleno de reproches sobreentendidos a los que el hombre oponía aquella cara que la miopía y la lástima, o la ternura, hacían casi amorfa. Oponía los mismos gestos, las mismas palabras que alguna vez habían sido ternura y ahora eran sólo costumbre, incapacidad de inventar otras palabras, otros gestos que, por otra parte, no necesitaba. No necesitaba nada más que abrir los brazos mostrando las palmas de las manos, cuando la mujer le preguntaba si ese hijo de puta de Buccino nunca más iba a aumentarle el sueldo.

Pero no era al hijo de puta, al podrido en plata de Buccino ni a nadie en especial. Por lo menos no a Buccino, el dueño del salón de lotería y revistas. Era a la certeza de que el marido pondría la misma cara delante de él, a la certeza de que nunca iba a abrir la boca para pedir un peso de aumento porque cualquiera que supiera hasta la tabla del diez podía liquidar jugadas, calcular redoblonas: aunque decime: ¿dónde va a conseguir ése un hombre como vos, un hombre con tu educación, un hombre que fue cajero de una gran casa y no de un inmundo boliche de clandestino de carreras?

Una noche, con la cena ya fría, enfriada hacía rato, impregnando las piezas de olor a cocina, habían oído las voces en la calle, habían reconocido la voz de Buccino sin haberla escuchado nunca, sin recordar haberla escuchado antes.

-El quinielero -dijo la madre.

El previsible sombrero ladeado sobre la aceitada cabeza, los zapatos flamantes, ruidosos como grillos, del quinielero y el perfume lujoso de una mujer que se mataba de risa de algo que seguramente había dicho Buccino. aparecieron detrás del padre que mostraba la botella de caña en alto como si fuera un trofeo, con todo el entusiasmo, la euforia que podía trascender su deteriorada figura.

-Rosita; aquí... los amigos –dijo, y parecía que los estaba presentando a los tres, a la mujer, al hombre y a la botella. A la botella principalmente.

Después Julieta desde su cuarto sentía subir las voces y las insensatas carcajadas de la mujer a medida que la botella bajaba. Las voces y la risa desencontrándose, tropezando a lo largo de una interminable conversación. La risa cesó de golpe, sin motivo, la mujer también se puso a protestar, a intentar intercalar su monólogo entre los de los otros.

Pero ya no sintió cuando los hombres salieron por más bebida ni cuando al rato estaban de vuelta, las dos sombras borrachas tambaleándose en la luna del patio, ni los aplausos y las risas que en el otro cuarto saludaron la aparición de la nueva botella, ni la voz aguardentosa:

-Chupen. Chupen nomás. Buccino paga...

No fue aquello que la despertó, la empujó hacia la puerta con la antigua curiosidad, casi furiosa, que la pegaba a las cortinas.

Quizás fue el silencio. El cesar de las voces, porque no era silencio. Le pareció oír que alguien gemía y el arrastrarse de los pies en el piso. No pasos, no que caminaran, sino el fregar de los pies en el piso como si estuvieran luchando. Cuando se despertó del todo ya estaba mirando por la rendija de la puerta entreabierta, tenía el picaporte en la mano sin recordar en absoluto haberlo empuñado.

La mujer desnuda gemía y vomitaba colgando flojamente de los brazos de Buccino. Se tambaleaban. El hombre, en mangas de camisa, se tambaleaba prendido a las espaldas de la mujer, apretándole, estrujándole los senos desnudos. Los padres, intensamente pálidos y con algo distinto a la seriedad, a la tensión en los gestos, miraban sin moverse, pegados a la pared.

-¡Papito! -llamó Julieta.

Entonces la madre le saltó encima a los manotazos, a los gritos.

-¡Camina a acostarte, mocosa de porquería! ¡Camina! ¡Camina te digo!

- III -

La brevísima, casi imaginaria medianoche había pasado. El Judas ya no ardía en la calle cortada, los rescoldos de la fogata y el mundo entero se enfriaban a la luz de la luna. En algún lugar seguía la música de baile, nostálgica, invicta bajo las estrellas. Entonces habían olvidado las cosas -la fruta seca, el turrón, las botellas- que permanecerían intactas, fuera de lugar como los cohetes atrasados que estallaban blandamente en el cielo.

También habían dejado de renegar por la tardanza del padre y de Buccino, que se habrían quedado en el café, tomando copas con los apostadores de quiniela y carreras de todo el año, y permanecían casi a oscuras en la noche tenuemente debilitada por la luna, que les permitía presentirse más que verse, y más que nada, presentir sus pensamientos, como si ellos también tuvieran peso, presencia. Pensando que si ahora llegara Buccino estaría borracho seguramente, y también traería a la mujer, lo más campante, como si no hubiera pasado nada, como si le hubiera bastado con tirarles aquella limosna que deberían devolvérsela, tirársela por la cara, sabiendo de antemano que no lo harían de ninguna manera.

—Porque una tiene educación —comentó la madre amargamente, en voz baja, como para sí misma-. Porque el que tendría que hacerlo sería tu padre, no permitir algunas cosas. Ahí andará aceptándole las copas. Chupa, chupa, que Buccino paga. Y el que chupa es Buccino, le chupa la sangre por tres vintenes miserables, y encima le friega por la cara, delante de todo el mundo, las copas que le paga.

No era rabia, era una lástima casi insoportable por el marido, por ella misma.

-...por vos nena, que sos casi una señorita. Que si no, te juro...

Pero no supo qué iba a jurar, qué clase de promesas podía formularse. Supo que no había promesas, esperanzas.

No los habían sentido llegar, oyeron las voces estropajosas, los pasos borrachos tropezando en el patio y la voz de la mujer que gritaba, ahogándose de risa:

-¡Rosa! ¡Rosa! Te trajimos a tu marido...

La madre se volvió hacia la voz y tropezó con la mirada de Julieta, supo precisamente que los ojos sombríos estaban fijos en ella. Fue para ellos que quiso sonreír, bromear:

-Muy bonito; ¿eh? ¿Estas son horas?

Ya no era sonrisa cuando se volvió otra vez hacia la ventana, era una mueca que le dolía en toda la cara cuando habló, cuando sintió su voz como ajena.

-¡Qué locos! -dijo-, ¡Qué locos!...

Ya no vio la paz de la noche, ya no quería oír más nada. Sentía solamente aquella mirada que estaba allí a su lado, fija en ella, y sintió un odio intenso por ese testigo.

Anderssen Banchero 
Triste de la calle cortada y otros cuentos
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