Temporal |
Ahora,
en el invierno, el último ómnibus de Montevideo llega al parador
alrededor de las once de la noche y bajamos siempre los mismos cuatro o
cinco pasajeros, exhalando nubecitas de aliento que impregnan de humedad
las bufandas de lana con que nos envolvemos la garganta y la boca. A esa
hora es raro que en el parador haya algún otro parroquiano que los tres
que tiritan alrededor de la mesa más apartada, también es raro que sus
copas no estén vacías quizás desde hace horas. Igual se quedan allí
hasta que cierran, hasta que don Alberto los tiene que echar a la calle. Las
calles están todas encharcadas y apenas se adivinan entre los fantasmas
de los árboles que van surgiendo de la niebla uno a uno, cada pocos
pasos. Los
tres parecen temer algo que los aguardara en el fondo de la noche y clavan
en nosotros sumisas miradas de perros. Puede deberse a que mientras
estemos los últimos pasajeros del ómnibus don Alberto no cierra o,
acaso, sea una muda súplica para que alguno de nosotros les pague una
copa. Están
siempre allí, en el fondo del bar, en el fondo de todas las cosas
pareciera, magros, enjutos y encogidos como esos pajarracos de la costa
que uno —estúpidamente— imagina que se deben morir de frío en el
viento del mar. Son como tres desechos que hubieran traído a estas playas
los vientos o la resaca y que aquí permanecen, apenas desgastándose en
el aire salitroso, ajenos a todos los cambios, a que haya casitas nuevas y
nuevas caras y a que las novedosas y fantasmales luces de mercurio estén
encendidas por las noches entre los fantasmas de los árboles. Remigio
y Elíseo cuidan dos chalets que quedan vacíos en el invierno, ejercen
desde allí, desde la mesa del bar, una especie de televigilancia. Ramón,
bajo una hipotética ocupación de Jardinero, disimula el semi
proxenetismo que ejerce sobre la vieja Teresa, una enana lavandera tan
analfabeta que no conoce ni los números y hay que traducirle las boletas
frente al pizarrón de la quiniela, a la que se juega casi todos los
escasos pesos que gana con los lavados, aunque —se dice—Ramón le pega
por eso y se queda con todo cuando ella acierta. Es curioso que juegue, no
sé que clase de esperanzas puede alentar la pobre vieja. Este
año el 18 de Julio cayó en viernes, cosa de agradecerle a los próceres,
y el jueves descendí del ómnibus pensando en que tenía por delante los
tres días libres corridos que había estado esperando desde que a
principios de año me regalaron el almanaque de la panadería; lo único
que me interesa de los almanaques son los feriados y los días de cobrar
el sueldo. Ramón
se paró allá, en el fondo del bar, y vino, tambaleándose, a recostarse
al mostrador a mi lado. Sus estrafalarias ropas lo hacían parecerse a un
murguista o a un payaso. Eran ropas viejas aunque increíblemente limpias
debido a los lavados de la vieja Teresa, gastados hasta adquirir la
textura de una tela de cebolla; el gorro de lana tejido al croché, de
mujer —de la vieja seguramente— encasquetado hasta las orejas, el
sobretodo que debió ser moda por milnovecientostreinta, con unas solapas
triangulares que le cubrían hasta los hombros porque su primitivo dueño
debió ser mucho más corpulento que Ramón, el pantalón una cuarta por
encima de los tobillos porque debió haber pertenecido a un adolescente, y
todo aquello con Ramón adentro, tiritando sobre unas alpargatas de suelas
de yute tan gastadas que daba frío de sólo mirarlas sobre las heladas
baldosas del piso. Me
miró como siempre, con aquella especie de súplica, mientras yo pensaba
que resultaba torpe como una gaviota caminando en la orilla, hasta en los
ojos tenía algo como de gaviota, algo que no llegaba a la expresión
maligna de las aves de rapiña pero mucho más desprovisto de cualquier
rastro de inteligencia. Tenía en la piel v en los ojos el mismo color, o
la falta de color de esas maderas que salen del mar y hasta el mismo olor
salino; quizás fue por eso que me hizo recordar a una gaviota. Hasta las
profundas arrugas de su rostro parecían haber sido esculpidas por la
arena y el salitre en vez de haberlo sido por los años o los
sufrimientos, como esas arrugas de las extrañas maderas náufragas. —¿Usted
se acuerda de mi perrito?—, farfulló gangosamente. A
sus espaldas vi la expresión de un tipo muy alto que siempre viaja
conmigo en el ómnibus; se sonreía con Don Alberto mientras nos miraban. —¿Se
acuerda que tenía una patita rota, el pobrecito?— balbuceó mientras
las lágrimas le corrían hasta el mentón como si las arrugas fueran
canaletas. Lo convidé con una copa. —¿Hay
alguien? ¿Puede haber alguien capaz de matar a un perrito con una patita
rota; eh?— preguntó
entre pucheros. —Usted
se acuerda de él ¿verdad? ¿Se acuerda que era negrito y tenía una
manchita blanca en el pecho? ¿Se acuerda que me seguía a todos lados? ¿Cuántas
veces lo vio esperándome aquí mismo, en la puerta del boliche? Yo
estaba seguro de haber visto un perrito así y hasta miré hacia la puerta
como si pudiera verlo allí todavía. Le
dije a Ramón que qué se iba a hacer, porque decirle que a todos nos va a
llegar la hora, o no somos nada, como se estila, me pareció exagerado
tratándose de un perro. Apuró
la caña y poniéndome un dedo en el pecho, como el caño de una pistola,
afirmó: —Pero
yo sé quién fue. Esté tranquilo que yo sé quién fue. Le
dije que estaba tranquilo y lo convidé con otra copa. Miró
desconfiadamente, de costado, como una gaviota dispuesta a alzar el vuelo,
las risueñas expresiones de don Alberto y el tipo alto y, aproximándome
la cabeza envuelta en una nube de aliento a caña. me dijo en voz baja: —Fue
el vecino de al lado de mi casa, siempre la tenía con que el perrito le
escarbaba en el terreno. ¿.A usted le parece que un perrito con una
patita rota puede escarbar en el terreno de ese tipo? —Es
evidente que a un perrito con una patita rola le debe resultar sumamente
difícil escarbar en ese terreno o en cualquier otro— le dije. —¿Verdad?
¿Verdad? —lloró. —Págueme otra caña, don— se animó. —Lo
ahorcó con un alambre— contó, como si se sintiera en la obligación de
retribuirme la caña con el relato. —¡Con un alambre! ¡Y lo tuvo todo
el día colgado de un árbol para que yo lo estuviera viendo desde la
puerta de mi casa! El
relato me pareció conmovedor y terrible, sobre todo aquel detalle del
alambre, del perrito colgado de un árbol, frente a la puerta de Ramón. Otra
vez tenía la copa vacía y mandó servir. —Paga
el señor— dijo. —Lo
crié de chiquito así— contó después de beber un trago, juntando las
manos como si tuviera entre ellas un puñado de maníes y se las miró
tiernamente, con lágrimas en los ojos, como si en aquel hueco estuviera
todavía el perrito recién nacido. De
haber tomado un par de copas más quizás yo también me hubiera puesto a
llorar, por eso opté por dejarlo solo junto al mostrador y las copas vacías.
Sentí, cuando me iba hacia la puerta, que miraba mis espaldas con hondo
reproche por lo que pudo considerar indiferencia de mi parte y también me
pareció que el tipo alto y don Alberto se divertían con su desgracia. En
la madrugada y del lado del mar, como siempre, se levantó un temporal de
viento y agua. Algún refusilo o algún trueno que hizo vibrar los vidrios
de la ventana lograron despertarme a medias. Enseguida volví a hundirme
en el sueño, en medio de la furia del aguacero. Desperté a una mañana
sobre la que pesaba un plúmbeo cielo invernal, a un encharcado paisaje
arenoso, con la desolada sensación de que tenía tres días vacíos,
perdidos en mi vida. A la nochecita procuré distraerme mirando por
televisión un desfile militar que podía haber sido el del año pasado o
el de cualquier otro año donde ya estuviera inventada la televisión, un
desfile entre edificios tan empapados como las casitas y los pinos de los
alrededores, y me quedé dormido con la monotonía de los uniformes, los
bronces y tambores de las bandas y la lluvia; cuando desperté ya habían
terminado las señales del oeste y demás puntos cardinales y yo tenia
algunas horas menos que perder; lo malo era que seguramente por mucho rato
no iba a poder volver a dormir. Solamente así se me pudo ocurrir recordar
lo que me había contado Ramón en el parador. Hay
pensamientos, estados de ánimo nocturnos que no se desvanecen con la luz
matinal y, además, la luz de un lluvioso día de mediados de Julio no es
suficiente para desvanecer nada como no sean las ganas de vivir y sólo así
se explica que me haya pasado todo el sábado pensando en Ramón y en la
vieja Teresa, mientras miraba por la ventana el enanito rojo con el pico
al hombro mojarse pacientemente sobre el pasto empapado, o, mirando por la
ventana del fondo, de la cocina, el mar del invierno más allá de los médanos,
revuelto por aquel viento que llenaba todo de frío y arena. Imaginaba
que no había más playa, que las olas debían habérsela tragado y estuve
tentado de ir a ver el mar que, hasta donde se perdiera en la niebla,
hasta donde el agua salada se confundiera con la de la lluvia, sería para
mí solo, quizás también para alguna gaviota solitaria, pero esa clase
de cosas no les interesan a las gaviotas por más que miren y miren el mar
como si pensaran en lugares remotos. No debía quedar ninguna en la costa,
hacía casi dos días que soplaba recio del sur y todo el tiempo había
estado sintiéndolas pasar tierra adentro, graznando indignadas sobre los
techos y los árboles. Allá
abajo, en la costa, debían quedar nada más que Ramón y la vieja Teresa
metidos en las ruinas de lo que debió ser una barraca de pescadores, o un
puesto de resguardo o la vivienda de algún solitario que en algún tiempo
estuvo perdida entre los arenales. Estarían mirando volarse en aquel
viento las últimas pajas que le quedaban al ruinoso techo de quincha,
buscando entre las paredes algún rincón que no se lloviera, mucho más
solos ahora que les faltaba el perrito. Habrían encendido sobre el piso
un fuego de cualquier cosa, de esas maderas que salen del mar y que el
salitre hace estallar como cohetes al quemarse. Las olas debían haber
rodeado la tapera, debían estar a su puerta. El agua nunca había entrado
en ella porque estaba arriba de un médano, pero esa noche, para ir al
boliche, Ramón iba a tener que mojarse hasta el culo. Si
fuera pintor me hubiera gustado pintar aquella ruina contra el marrón
turbio de mar y la arena que las olas ensucian de petróleo y de cualquier
clase de porquerías cuando el viento sopla del lado de Montevideo, pintar
todo eso en un día sin viento, aunque no en verano, cuando los colores de
los trajes de baño y las sombrillas playeras de los bañistas le quitan
toda la desolación, la grandeza y hasta la seriedad al paisaje. Pintarlo
en un día gris y desolado, con alguna vieja chalana volcada en la playa.
Una vez vi un cuadro así y me pareció que la vida del pintor tenía
sentido, estaba justificada. Pero esa noche no pensé en un cuadro, pensé
en aquellos dos infelices y me dio tristeza o frío, o las dos cosas. Cuando
encendiera e! fuego de la estufa de leña iba a tratar de olvidarlos para
no amargarme también la felicidad de tomar vino mirando las llamas, me
iba a bastar para eso pensar lo que todo el mundo pensaba de Ramón. Pero
cuando a la noche encendí el fuego y puse la botella cerca de las llamas
para entibiarla lo único que había logrado fue que al recuerdo de
aquellos dos pobres diablos que se estaban muriendo de frío en la tapera
de la costa, se sumara el de aquel perrito negro con una patita rota que
yo había visto mil veces renqueando patéticamente por las calles. Tenía
una mirada mansa, resignada y triste en los ojos amarillos. El
recuerdo se me hizo insoportable y me amargó la módica felicidad de
tomar vino en la noche, mirando el resplandor de las llamas en el techo y
las paredes. Dejé apagar el fuego y sentí que el aire se ponía helado y
espeso como una gelatina. Encendí la luz para leer algo, pero terminé
por meterme entre las cobijas, tiritando. Al
otro día se lo comenté a don Alberto, volví a compadecerme de Ramón
mirando por el ventanal del parador la cansada llovizna sin viento que el
temporal había abandonado en la costa como a un corredor cansado, incapaz
de seguir su carrera. —Viven
allá abajo, solos como ratas —dijo don Alberto— y no tiene ningún
vecino en varias cuadras a la redonda, nadie que pueda colgarles un
perrito de un árbol a la vista de ellos. Adentro de la playa no hay árboles
y, además, Ramón y la vieja nunca tuvieron perro. —Quizás
les haga falta un perrito— dije. —En ese caso le van a hacer falta muchos perritos, ya van como cien que mata, o van como cien veces que mata ai mismo perro —contestó don Alberto, riéndose detrás del mostrador, mientras yo pensaba que en adelante, por más temporal, por más lluvia y viento que hubiera, los días libres iba a salir lo mismo a caminar por la playa. |
Anderssen Banchero
El País Cultural N° 379
7 de febrero de 1997
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