Ojos en la noche (del libro “Los mezquinos rincones”) Primera Mención Especial en el Concurso de Narrativa organizado por Ediciones de la Banda Oriental con colaboración de la empresa Olivetti |
a Carlos Arévalo Arispe, desaparecido Estaba aquel tarro de vidrio de la gomina Brancato —un tarro como para contener, por lo menos, un kilo de dulce de membrillo y lleno de algo parecido al dulce de membrillo por el color y la transparencia, aunque con un agrio olor a tragacanto y desinfectante— junto al pulverizador niquelado vagamente parecido a una miniatura de ánfora, las dos cosas debajo del espejo pobretón y desolado y sobre la mesita, en cuyos cajones tío Carlos guardaba las tijeras, las navajas, y las maquinitas con las que rapaba las nucas, las sienes y las mejillas de los clientes que eran todos viejos del barrio de modo que seguía cortando el pelo a la americana o a lo Humberto Primo, como en los tiempos de la primera guerra mundial o en loa de Jack Dempsey. Los viejos salían de aquel boliche de peluquería sacudiéndose los recién afeitados, irritados pescuezos y las cabezas erizadas como cactos, o con un mechón indómito sobre el cráneo, como el copete de los pirinchos porque allá y en aquellos tiempos hasta la gomina era considerada un afeminamiento. A veces alguno de ellos sentaba un nietito en la silla de madera que hacía las veces de sillón de peluquero y el espejo reflejaba una cara de bichito asustado a quien no le espera otra cosa que el degüello. La peluquería era a la vez consultorio astrológico, cátedra turfistica y comité político, o pretendía ser todas esas cosas porque, en realidad, tío Carlos se pasaba la mayor parte de los días tomando mate en la vereda entre los gallos de riña cuyas patas ataba con una piola de los árboles y no tenía muchos con quienes discutir o doctrinar, como no fuera a los propios gallos de tuertas miradas coléricas. Dobló la esquina del barrio y evocó — sin darse cuenta— un perfume de glicinas inexistentes en la calle. Las glicinas son flora y aroma de los tangos más que de esos barrios donde todavía sobreviven algunas casitas de lata, apenas algunas parras de uva napolitana (como en los tangos) se adivinaban detrás de los cercos de transparentes. Al fondo, la cancha del Mauá echada desnuda junto al arroyo, desnudaba un poco más al paisaje y ahí sí había el olor de los barrios pobres, el revuelto barro del arroyo presagiando las tormentas, las cáscaras de tangerinas pisoteadas junto a las rayas de costado de la cancha, y se ponía a correr sobre la gramilla mojada de viejos inviernos pelotas cada vez más prodigiosas, a trazar entre un bosque de piernas enemigas gambetas cada vez más afiligranadas para desquitarse de la ínfima decepción de las glicinas. Había tropezado con Severino Varela en River uruguayo y otros monstruos semejantes en todos los otros equipos de entonces y por eso había terminado jubilándose de guarda de ómnibus, una mísera jubilación, ya que los años de futbolista y clandestino de carreras no se computan, una verdadera injusticia a su modo de ver, porque cualquiera de aquellas dos actividades exigen mucha más inteligencia y agilidad (sobre todo agilidad) que las necesarias para andar capando boletos y tirando de una piola apretujado entre los cuerpos y los olores y los malos humores del pasaje. Había ido querido irse a jugar en Buenos Aires y hasta hubo una citación de Almagro (no de San Lorenzo, precisaba; de Almagro el de Recanattini) que la madre le había quemado para que no se fuera, una hipotética carta que ni él ni ningún otro vieron jamás pero en la que le era necesario creer, porque entre las poquitas cosas que le quedaron ardiendo como rescoldos entre las cenizas de los años estaba aquella gloria que se le había escapado raspando el palo. Ahora se ayudaba a sobrevivir cuidando el chalecito de unos viejos en Piriápolis, durmiendo en los fondos y cortando el mezquino pasto de jardines arenosos, lo que le permitía fumar y tomarse alguna copa muy de cuando en cuando. Sólo un par de veces al año bajaba a Montevideo, a doblar aquella esquina de glicinas imaginarias, a hablar con Carlos de Severino Varela, de Almagro, de la madre. Se extrañó de no ver a los gallos atados a los árboles bajo el sol.
Llegaron al filo de la medianoche rodando silenciosamente, en punto muerto y con las luces apagadas, por la bajada de adoquines. Si no fuera por la hora los tres coches oscuros y silenciosos podían haber parecido un cortejo fúnebre pobretón. Hubo ojos que los vieron. —Esa es la casa— cloqueó el falco hombre esposado. Se detuvieron junto a la vereda de enfrente. Cesó el ronroneo de los motores y se apagaron las luces de los tableros, sólo quedaron las brasas de los cigarrillos revoloteando como luciérnagas detrás de los parabrisas. Al fondo de la casita señalada por el hombre flaco brillaba el resplandor de una fogata. —¿Hay reunión?— preguntó el tipo corpulento sin volverse. —No sé— puchereó el esposado— De veras que no lo sé. —¡Hijueputa!— dijo el grandote, hundiéndole un puño en las costillas. Levantó un brazo y miró su reloj a la pálida luz de las estrellas. —¡Vamos!— dijo— Vos traé a este hijueputa. —¡No quiero verlos— lloró el hombre flaco— por dios; no quiero verlos! Escondió la cara entre las manos esposadas. —¡Hijueputa!— repitió el otro volviendo a hundirle el puño en las costillas. El corpulento, el jefe, bajó el primero y miró a su alrededor respirando profundamente el aire de la noche. Sabía que había miradas escondidas a lo largo de la calle, insomnes ojos abiertos en las sombras y eso le daba cierta sensación de omnipotencia. —¡Vamos!—ordenó roncamente. Cruzaron la calle en tropel, empuñando las armas. Adentro eran nada más que tres, un viejo y dos muchachos, rodeando la fogata de un asado, en la noche las gruesas hojas de una higuera estaban suspendidas sobre el brocal de un pozo. —¡Quietos, hijos de puta!— bramó el jefe. Los otros se desparramaron en semicírculo apuntando a las cabezas, a los ojos asombrados. El viejo, que estaba removiendo las brasas debajo de la parrilla, se incorporó lenta, trabajosamente, con un crujido como de ramitas secas quebrándose en sus articulaciones. Tenía un mate en las manos temblorosas y con la boca abierta miró a aquellos invasores, paseó sus ojos sobre ellos, dos rendijas sin luz entre un nido de arrugas. —Muchachos... — balbuceó — Muchachos ¿qué pasa? —¡Callate, viejo e' mierda!— gritó el jefe. Entonces aparecieron con el flaco hombre esposado, empujándolo, tirándolo a los pies del viejo. —¿Conocés a este? —preguntó el jefe, la voz triunfante, feroz. De pronto el rostro envejeció más aún, los ojos ya no miraron nada, quiso llevarse la bombilla del mate a la boca pero le quedó temblando a la altura del pecho, sus labios parecieron querer succionar, hundiendo sus mejillas en el hueco de la boca desdentada, un gesto de infinito desamparo, como el de un cadáver. —Muchachos...— volvió a decir, mirando al caído con incrédulo asombro. De todos los hermanos, sólo Carlos se había quedado en el barrio viejo, justo él que de muchacho quería ser marinero y todavía, a los setenta años, se pasaba leyendo en cuanta revista le cayera en las manos aventuras de la legión extranjera o de la real policía montada del Canadá, soñando con desiertos ardientes o con infinitas extensiones heladas, con todas las latitudes de la tierra, mientras las parras y las enredaderas habían ido abrazando la casita, como las algas abrazan a una vieja barca hundida en las profundidades marinas, y adentro y en el corredor emparrado el aire era verde y denso como el agua del mar. Pero esa vez hubo algo extraño. La ventanita desquiciada, con los vidrios rotos, asomaba a la calle una especie de mirada muerta, de ojo reventado, y detrás de las puertas desbaratadas había un silencio ominoso. Se decidió, por fin, a entrar, asomarse hueco por hueco a un silencio cada vez más sobrecogedor. No había un mueble, no había otra cosa que polvo y silencio flotando plácidamente en la cruda luminosidad que entraba pollos huecos de las puertas y ventanas arrancadas. “Era como si por allí hubiera pasado un malón de indios” contó después. Salió al terrenito del fondo y se paró junto al brocal. No quedaba un solo cantero, nada más que la higuera sobrevivía con sus hojas inmóviles sobre el pozo. Se asomó. En el agua negra, revuelta, flotaban maderas, patas de sillas, restos de muebles y un retrato, uno de aquellos viejos retratos al lápiz con ropas y peinados más intemporales que antiguos y caras tan muertas como las de las estatuas de los cementerios. Estiró una mano y los dedos alcanzaron a rascar la cartulina empapada que empezó a hundirse lentamente, el retrato lo miró un instante desde aquella especie de doble más allá. Recién entonces sintió en la otra mano el peso inútil de la bolsa con el medio cordero que siempre llevaba de alguna carnicería de Piriápolis para comer con Carlos, y más que eso, para asarlo morosamente mientras conversaban. Salió a la calle y se puso a caminar, sin rumbo y aturdido, como un borracho. —¡Don Emilio!— susurró una voz detrás de un cerco. —¡Don Emilio!— repitió y entonces vio unos ojos de mujer asustados mirándolo. —Estuvieron la otra noche... —¿Estuvieron? ¿Quiénes? —Ellos...— dijo la mujer bajando aún más la voz. Yo lo vi todo, se los llevaron a patadas y empujones, después vinieron otros y rompieron toda la casa. El miedo tiene su olor, también su voz y su mirada, que eran, exactamente, los de aquella mujer que parecía querer parapetarse detrás de la irrisoria defensa de las hojas del cerco. —¡Yo lo vi todo, dios mío!— repitió santiguándose. Concurrían semana a semana a distintas dependencias, esperando la tarjeta de visita, el pasaje de ida y vuelta en la barca de Caronte, que sólo recibían las afortunadas. Así durante meses, hasta que no quedó ninguno de los rostros de los primeros tiempos y muchos otros habían llegado a las pacientes, silenciosas (se diría enlutadas) filas y se habían ido también. Eran menuditas y tenían un inconfundible aspecto de viudas. Pero todas las mujeres que se amontonaban frente a las inescrutables puertas y los rostros aún más inescrutables de las infinitas oficinas, tenían aspecto de viudas, aún las más jóvenes. Lloraban sólo las afortunadas, las que recibían la tarjeta. Los meses sumaron un año, dos, y ya corría el tercero y ellas no habían llorado, renovaban semana a semana aquel rito de salir bien temprano los miércoles, menuditas como pájaros, quebradizas, invencibles. No hubo tarjeta y ni siquiera se les ocurrió pensar que nunca les habían pedido frazadas ni cigarrillos, ni cualquier otra cosa que pudiera necesitar un vivo, y si se les ocurrió no se lo dijeron. Habían hablado una sola vez, cuando la incertidumbre era nueva, o por lo menos existía, y ellas aún no habían comprado el televisor a pagar en cuotas , renunciando a una comida diaria y conformándose con echar poca cosa más que fideos y sal en la otra, porque sin aquel aparato no hubieran tenido otra cosa que hacer que mirar las manchas de humedad de las paredes y el techo y ya no servían los interminables remiendos que pasaban por sus artríticas manos ni el mate que chupaban en silencio hasta que no flotaba ni una yerbita en el agua caliente. —¿Vos creés que Carlos viva? —Hasta que me digan lo contrario, lo creo. —Pero, ya pasó tanto tiempo. —Lo tenían que haber dicho ¿no? La puta aquella lo dijo bien claro. Había sido una mujer con cuerpo de medio barril invertido y cara de perra bulldog, con un rodete recogido bajo una galerita como las que usaban Laurel y Hardy en las viejas películas. —Cualquier cosa que suceda se comunica inmediatamente a los familiares— había gruñido, ante la insistencia de ellas. La esperanza se prende de cualquier cosa, aún de una cara, de una mujer como aquella. . El hermano Emilio las visita cada vez que baja a Montevideo y debe esperar a que en la pequeña pantalla y en las paredes se extingan los azulados destellos espectrales, los trágicos dramones, entonces las dos mujeres vuelven hacia él los ojos húmedos y enrojecidos por la suerte o las desgracias de las interminables madresmaríassolteras. Recién entonces Emilio puede hablar, volver a contarles una vez más todo aquello que había visto la vecina en la casita devastada. El relato termina siempre en el momento en que se asomó al pozo y sus dedos rascaron desesperadamente la cartulina que se fue hundiendo. —¡El retrato de mamita! ¡El retrato de mamita! —suspiran a dúo las dos, como dos nenas. Yo no me acuerdo de aquel retrato, evoco aquel tarro de vidrio de gomina Brancato bajo el espejo pobretón y generalmente desolado de la peluquería de barrio. Pero nunca se los voy a decir. |
Cuento de Anderssen Banchero
(del libro “Los mezquinos rincones”)
Primera Mención Especial en el Concurso de Narrativa organizado por Ediciones de la Banda Oriental con colaboración de la empresa Olivetti
Publicado, originalmente, en: Jaque Revista Semanario - Año II Nº 68 Montevideo, 29 de marzo al 12 de abril de 1985
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
Link del texto:
https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/6864
Ver, además:
Anderssen Banchero en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
Email: echinope@gmail.com
Twitter: https://twitter.com/echinope
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