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Máscara suelta |
Amanece
ya. El día húmedo de mar avanza a tientas calle arriba. Tranvías
inciertos ruedan en la ciudad que despierta. En el café sólo queda la
pareja de gauchos, el viejo pianista y un negro que "duerme la
mona" echado de bruces sobre la mesa. La
claridad recién nacida es cruelmente virginal sobre la calle abandonada,
ante todos esos seres abandonados frente al día. Hace
rato se han ido los músicos de "la milonga" y las mujeres con
una sonrisa carmín dibujada en los rostros cansados. Los
dedos del pianista vagan unos segundos, casi ingrávidamente, sobre el
teclado, marcando unas notas de "Saint Louis Blue". Unas
notas lánguidas, cansadas, que se diluyen sin alcanzar la puerta, llena
de esa claridad cenicienta que aún no se ha decidido a entrar, de modo
que el café está sumido en una semipenumbra. El
viejo sonríe indefinidamente, y su perfil aguileño adquiere una expresión
de ternura. Una ternura vacía. El sentimiento de sobrevivir esa hora en
que otros hombres están despertando. Sobrevivir lánguidamente, sin
motivo, como esas notas que vagan en el café penumbroso. De pronto la
tapa del piano cae con un ruido seco, definitivo, sobre el teclado.
Entonces en la puerta se hace más cruel aún la desnudez del día. El
negro despierta, pasea por el café semidesierto una mirada ausente,
murmura algo y vuelve a dormirse entre gruñidos. La pareja de gauchos
bebe en un rincón, junto a la ventana. La mujer está empeñada en
convencer a su compañero ebrio: —Armando,
vámonos ya... El
hombre la mira irritado. Se ha echado hacia la nuca el chambergo de su
disfraz, dejando al descubierto su demacrado rostro de mulato, y unos
rizos de su melena negra aplastados sobre la frente. Sus grandes ojos de
enfermo están extraviados por la embriaguez. La
mujer, pequeña y fea, es bastante mayor al parecer que su compañero. Los
cabellos de un color indefinido, que no se decide a ser rubio, orlan
vagamente su rostro ajado. Su boca, demasiado grande, demasiado sensual,
se contradice con el resto de su persona. —Vamos,
—insiste—. Pero
ya el hombre no la mira, ni la siente. Con la mirada fija hacia adelante,
balbucea algo. Parecería alucinado por cuanto le rodea en el alba húmeda,
abandonada en las calles que bajan hacia el mar entre viejos edificios. En
Carnaval la pareja recorre los tablados de los barrios, cantando
canciones indefectiblemente dedicadas "a la dina comisión del
tinglado y al público en general". Lucía vende la letra de las
canciones: —"A
medio los versos"... "lo
que canta Armando Vega"... Un
acceso de tos sacude al hombre y Lucía tomándolo de las manos se queda
mirándolo con una mirada dulce y ansiosa a la vez. Por
fin, Armando accede a marcharse. Al incorporarse se hace ostensible su
embriaguez. La guitarra que lleva casi arrastrando golpea contra una
silla. —Dámela,
dice la mujer estirando una mano. —No... la guitarra... no...,
tartamudea el compañero. —La
vas a romper... La
guitarra no, repite el hombre con obstinación. Se separa violentamente de
ella y el impulso le hace trastabillar; recupera
dificultosamente el
equilibrio. —La
guitarra... Va a decir algo, pero el pensamiento se le queda perdido
entre las brumas de la borrachera. Se
van calle arriba, ridículos con sus trajes carnavalescos en medio de la
mañana. Lucía
camina unos pasos atrás, enredándose en la larga pollera de organdí de
su disfraz. Entre sus cabellos desteñidos, lamentables, atados con un una
gran moña celeste, se ven algunos papelitos verdes y rosados. Siempre
que se embriaga, Armando siente rencor hacia su compañera. Se ha
quedado mirándola con sus ojos de alucinado. Ese rostro prematuramente
envejecido, tiene, no obstante, algo de infantil, de esos ojos que a su
vez le miran con ternura. Como rechazándola de sí, aparta la mirada
hacia la ventana. La
calle está plena de ruidos matinales, bajo el cielo casi incoloro de la
ciudad. Vacío
ante esas cosas. Vacío como su disfraz de gaucho que cuelga del
respaldo de la cama, como su guitarra olvidada en un rincón... Ha gemido.
Lucía extiende la mano hacia su frente en un gesto tierno. —No... Salí, déjame... Se
da vuelta en la cama. —¿Pero
qué te pasa? Decí... El
hombre cierra los ojos y hunde la cabeza en la almohada. —Armando... —¿Querés
callarte, por dios...? La
mujer vacila, se da vuelta a su vez. Al rato Armando la oye ahogar sus
sollozos en la almohada. Tiene
ganas de gritarle que la odia, que odia su llanto, su voz, su ternura. Por
fin se queda dormido. Cuando
despertó, Lucía no estaba en la pieza. Le había dejado comida sobre la
mesa. Miró los alimentos con desagrado. Serían
las seis de la tarde. El sol entrando por la ventana, estiraba sobre las
tablas del piso un largo cuadrilátero. Encendió
un cigarrillo, comenzó a toser y lo arrojó con una mueca de asco. Un
dolor tenaz le martillaba las sienes. Respiraba agitadamente, con
dificultad. Se sentía débil para incorporarse y permanecía tendido
sobre la cama, con la mirada fija en las manchas de humedad del techo. Una
aguda voz femenina llegó del patio del conventillo, aumentando su
malestar. Se
llevó ambas manos a la cabeza, oprimiéndose fuertemente las sienes con
las palmas. Luego, con un quejido, las dejó caer sobre el pecho,
desalentado. A
través de su sopor comenzó a recordar. Unas
notas del jazz vagando en el café semidesierto. El alba. El alba
escurriendo su hondo olor marino, como un náufrago ante los umbrales
donde aún sobrevivía la noche. El rostro del negro borracho mirando
estúpidamente las cosas... Y Lucía con su ternura que él había
rechazado... El
recuerdo de la compañera se le hizo de pronto increíblemente doloroso. Había
comenzado a oscurecer en la ventana, y la sombra llenaba los
rincones del cuarto. La
mujer ya no vendría. Quizás había "conseguido algún viaje". A
veces pasaba hasta dos o tres días "por ahí", y una noche al
volver con su guitarra, la encontraba dormida con ese aire de soledad
inocente que tienen las mujeres cuando duermen. Todo
esto que quería pensar con indiferencia, le resultaba doloroso ahora.
Como todo lo que rodeaba su soledad. Como aquel latido tenaz en las
sienes. Como todo su cuerpo que palpitaba en las sombras. Se
decidió a encender la lamparita eléctrica que colgaba de un cordón
ennegrecido en medio de la pieza. Una luz amarillenta manchó las
paredes recubiertas de una pintura a la cal, descascarada y de un azul
desvanecido. Sobre la cabecera de la cama un pequeño crucifijo
patentizaba la soledad de la pieza, amoblada por una mesa coja, cubierta
por un mantel de hule, el ropero barato y las sillas conmovedoramente
solitarias. Más
allá de la ventana, la noche se había cerrado sobre la calle. Alguien
pasó silbando un silbo feliz, despreocupado. Estaba
enfermo desde hacía mucho tiempo, desde que trabajaba de panadero. Los médicos
del Municipio le habían retirado el Carnet de Salud: "Sombras en los
pulmones". Tuvo que dejar el oficio. Sin embargo, nunca había
sentido su enfermedad hasta después de aquélla riña, que él mismo,
ebrio, había provocado. Lo
habían golpeado hasta dejarlo sin sentido aquélla madrugada. En
el suelo sintió un fuerte dolor en la espalda. Un puntapié. Después se
desmayó. Cuando
volvió en sí, su cuerpo atravesado de dolores punzantes, se negaba a
obedecerlo. Casi arrastrándose, llorando de furia impotente, volvió a
la pieza. Recordaba
una voz: "Vas a aprender borracho e'mi...". Había
un odio intenso en su tono, parecía como si se la hubiesen escupido
encima. Sin embargo era algo impersonal, anónimo, como las tres sombras
que le rodeaban en el callejón, que se inclinaban para golpear su cuerpo
caído. Había
escupido sangre. Aquello
le había revelado de pronto el rencor que guardaba a la vida. Siguió
vagando por los boliches con su guitarra. Y bebía, bebía para aturdirse.
Cuando regresaba vaciaba sobre su compañera sus sentimientos. Arrojaba
sobre ella el desprecio hacia una vida que la mujer misma le recordaba. Habían
transcurrido muchas horas. El matrimonio de la pieza vecina había
regresado del tablado hacía rato ya. La mujer había reñido a los
hijos que reían fuerte. Los ruidos del Carnaval, difusos en la noche se
habían apagado también, y ahora otra clase de ruidos, indefinibles, casi
fantasmales, llenaban el caserón, como si las cosas se hubiesen animado
de una vida secreta. Se le había ocurrido que quizás Lucía estuviese
por llegar, y ese pensamiento le hacía permanecer en acecho, azuzando sus
sentidos hacia la noche hostil e inmensa que vagaba por el mundo. Nada.
Crujidos de viejos maderos apenas. Ruidos más bien insinuados. Quizás
la canilla del patio que goteaba. El viento... Cuando
niño imaginaba que seres misteriosos le acechaban. Otra vez los recuerdos
llenaban su tensa vigilia, la distraían de su impaciencia. Invierno
en su pueblo. El cielo gris rodando sobre días que la lluvia desmoronaba.
Lavanderas en un arroyo... El rostro oscuro de su madre inclinado sobre la
corriente que arrastraba una sucia espuma de jabón. Un cachorro blanco
ladraba en la orilla a su propio reflejo, o acurrucado a su lado, en los
atardeceres, cuando en la puerta del boliche se pasaba horas mirando a los
jugadores de truco, a los cantores o a los borrachos... Los
recuerdos llegaban sin fuerza, como sueños, correspondiéndose por una
ternura desolada que hasta entonces había ignorado. Y
otra vez el rostro de Lucía. De
nuevo se sentía clavado en esa soledad que atestiguaban las cuatro
paredes de la pieza, y las cosas erguidas en torno a él con una extraña
personalidad. La
enorme soledad de esa vida que arrastraba noche a noche, por los boliches,
"tirando la manga" humildemente. Y
Lucía que tal vez en ese momento estuviese acostada con otro hombre... Ah!
Tenerla a su lado para volcar en ella esos sentimientos, como nunca había
sabido hacerlo... Afuera,
pegada a los muros y a las ventanas, la noche vacía... Unos pasos
indecisos sonaron en la calle solitaria. La tos, cuatro golpes secos,
absurdamente humanos. Luego el silencio infinito. Por
fin los pasos inconfundibles de Lucía sonaron en medio de la desolación
del patio. Siempre
caminaba así, con pasos breves, tímidos, como un pájaro. Una
loca alegría se agolpó en el pecho del hombre. Giró la cabeza hacia
la puerta. Unos instantes más y ella estaría allí. El
corazón golpeaba salvajemente, como si quisiera saltársele. Cerró los
ojos intentando dominarse. Por
fin se decidió a mirar. La noche de afuera, leve y azulada, recortaba en
el umbral la figura de la compañera. Permanecía allí, inmóvil, sin
decidirse a entrar. Desde
más allá de la estática figura de la mujer, la noche empujó hacia la
pieza un vago olor a inmensidad. El
nombre de ella se le quebró en un sollozo. —Lucía!... Estiró
sus brazos hacia, la visión que permanecía con una inmovilidad
inhumana. —Lucía!... Dio
dos pasos con los brazos extendidos, trastabilló y cayó de bruces sobre
el piso. Alrededor
de ese reflejo de noche que iluminaba débilmente la figura del hombre caído,
se apretaban las sombras del cuarto, como acorraladas. El
viento que se había levantado hacía algunos instantes, aproximaba
gallos increíbles y los ruidos madrugadores, perdidos en el mundo. La canilla del patio goteaba con breves intermitencias, con un sonido hueco, como pasos indecisos. |
Anderssen
Banchero
Asir Nº32/33
Montevideo, mayo/junio 1953
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