Buenos Aires |
Quedaba
allí nomás, detrás del Cerro. De allí le traían al padre el diario
"Crítica" y, nada más que girando un botón, se podía oír a
Gardel y Corsini en radio Belgrano. Era un país de hombres tristes y
malos, que se pasaban tocando la guitarra y peleando con cuchillos, aunque
el tío Mingo, que trabajaba en el vapor de la carrera, le traía de allí
latas de dulce de leche "La Martona" y frascos de caramelos
muchos más ricos y grandes que los que don Abdón, el almacenero, le daba
de yapa. Debía
parecerse al Prado, porque estaba lleno de glicinas, malvones, madreselvas
y rejas con jazmines que lloraban de celos. Nunca había visto llorar a
los jazmines del Prado, pero su perfume lo ponía triste porque vivía en
una calle sin quintas; en las veredas, los árboles tenían olor a polvo y
a lluvia y al humo de la usina y de los autos. Pensaba en Buenos Aires
como en el Prado y se ponía triste oyendo a Corsini y a Gardel, se ponía
triste sin saber por qué; porque una vecinita, la hija de la partera, se
había ido para allá con toda la familia. Fue
un verano, un verano en el que había un caballo que se llamaba Cute Eyes
y corría más ligero que todos los otros caballos. Corría más ligero
que los automóviles y los ferrocarriles. Un
verano en el que él ya sabía leer y se pasó buscando el nombre de
Buenos Aires encima de las cabezas de los motormen de los tranvías,
allí donde siempre decía Centro o Paso Molino o Parque Rodó; un verano
en el que le puso Cute Eyes al caballito del carro del verdulero que sacudía
la cabeza mansamente a la sombra de todos los árboles de la calle. Porque
los otros caballos, los de los carros de la cervecería, eran grandes como
elefantes y se debían comer a la gente. Ese
verano descubrió que el "Tit-Bits", el "Tony" y el
"Billiken" también eran de Buenos Aires y que el nombre de la
calle estaba mal escrito en la chapa clavada en la esquina, al lado de la
puerta del almacén de don Abdón, porque decía Gral. en vez de General;
después descubrió que todas las chapas de General Luna estaban mal
escritas. Se dio cuenta, también, de que el mundo estaba todo escrito. Él
había creído que las únicas letras para leer estaban en el libro de la
escuela, debajo del dibujo de un ojo y un ala de pájaro y muchos dibujos
más, pero comprendió que podía leer hasta en las paredes, aunque no
hubiera nada dibujado. Los
que venían a afeitarse a la peluquería del padre decían que Cute Eyes
vivía en Buenos Aires; pero todas las mañanas se disfrazaba con unos
arreos y unas anteojeras tachonadas de cobre y venía por la calle, bajo
las sombras de los árboles, entre las varas del carro de Gregorio, el
verdulero. Demoraba mucho en llegar, porque se paraba ante todas las
puertas y muchas mujeres iban a comprar al carro, mientras Cute Eyes mordía
el pasto de la vereda. Él
lo esperaba sentado en la puerta, mientras los gritos de Gregorio se iban
haciendo más y más distintos en el sol, hasta que al fin el carro se
paraba ante la peluquería. Mientras Gregorio llenaba de verduras, de
papas y de frutas una canasta de mimbre de la madre, él le hablaba a Cute
Eyes, que pateaba el suelo y sacudía la cola, los arreos y las
anteojeras. Después, Gregorio se lo llevaba despacito, tironeándolo de
las riendas, porque era bueno y nunca le pegaba al caballo para que
corriera, aunque podía correr más ligero que los ferrocarriles. La
calle terminaba en las vías, junto a la bahía, frente al Cerro, detrás
del cual estaba Buenos Aires. Pero los tranvías no podían llegar a ella
porque no podían andar por el agua. Nadie podía andar por el agua. Los
pescadores de caña, los pescadores de lisas, corvinas y pejerreyes, se
pasaban la vida pensando, en la orilla, al borde de los muelles, para
aprender el secreto de los pescados, pero sólo el vapor de la carrera podía
ir. Él
no pudo creer que aquello fuera un barco, no tenía velas y estaba lleno
de gente, escaleras y chimeneas, como un edificio grandísimo. Aquello no
podía estar arriba del agua, estaba a la orilla del mar como toda la
ciudad. Dijo que no era un barco y que no podía caminar; el tío Mingo le
mostró por dónde iba a Buenos Aires, pasando entre las boyas, los
extremos de las escolleras y el Cerro, y le prometió llevarlo otro día
para que viera que podía caminar por arriba del agua. Había otros
barcos, pero ninguno se movía como las boyas y los botes en las olas,
como las gaviotas y las banderitas en el cielo; estaban tan quietos como
todos los edificios de la ciudad y de la aduana. Además, el tío Mingo no
había visto a la vecinita, que era una botija rubia con el delantal
blanco y la moña azul de la escuela; dijo que podía haberla visto, pero
que Buenos Aires estaba lleno de botijas rubias con delantal y moña,
aunque les decía pibas en vez de botijas. En General Luna también había
unas cuantas, pero aquella se llamaba Clara y si el tío la hubiera visto
tendría que haberla reconocido. Esa
noche soñó que Buenos Aires era la esquina del almacén donde estaba la
chapa mal escrita en la pared pintada de rosado. El
tío Mingo vivía en el altillo de la casa. A veces llegaba de la calle
con un olor raro y le costaba subir la escalera; entonces él no podía
preguntarle nada. Los padres decían que el tío se portaba mal y que
todos los marineros eran iguales. Pero él iba a ser marinero cuando fuera
grande. No le gustaba ser peluquero, como el padre, que se pasaba tomando
mate en la vereda esperando a los clientes y nunca había ido a Buenos
Aires aunque leía la "Crítica" y escuchaba radio
"Belgrano"; y los sábados, cuando él no tenía que ir a la
escuela, a la peluquería venían muchos clientes y en vez de llevarlo a
pasear lo hacía quedar para que le llevara las jugadas de las carreras al
salón de don Vicente. Un
día, a don Vicente se lo llevaron preso delante suyo; lo sacaron a la
calle a empujones con la corbata de moñita y el toscano, dándole tiempo
apenas para ponerse el rancho de paja. Uno de los que lo empujaba, que no
estaba vestido de policía, le preguntó a él qué había ido a hacer al
salón. Se asustó y se puso a llorar, pero igual se le ocurrió decir que
había ido a comprar una cajita de pomada para los zapatos y lo dejaron
volver a la casa. Cuando
el tío Mingo lo llevó al hipódromo, aceptó pensando que le iba a
comprar helados por el camino, aunque se iba a pasar la tarde encerrado
entre cuatro paredes, entre el olor de los cigarros y gente que discutía
y gritaba más que Macón y el Cronista Popular, que gritaban en la radio,
como en la peluquería del padre y el salón de don Vicente. Se encontró
en un lugar inmenso, lleno de sol y colores, con caballitos como de seda
brillante que pasaban delante suyo haciendo con los cascos un redoble de
sordos tambores en el suelo. Le preguntó al tío si allí a la gente no
la llevaban presa por jugar a las carreras y el tío se rió. Alguno
de esos caballos debía ser Cute Eyes, pero el tío, que lo había visto
en Buenos Aires, le dijo que Cute Eyes corría mucho más ligero que todos
esos y él pensó que Buenos Aires era como aquel país de las maravillas
donde a la gente no la llevaban presa y los colores eran mucho más
colores que en la calle donde vivía. Se
pasaba los días sentado en el mármol del umbral de la puerta de la
peluquería, soñando con tranvías que pudieran andar por el agua, porque
nunca creyó que los barcos que había visto anduvieran. Cuando el vapor
de la carrera navegaba, el tío tenía que estar a bordo -le dijo- y no
podía llevarlo al puerto para que lo viera. Él podía quedarse en el
muelle y, cuando el barco se fuera, volver solo, caminando todo por la
orilla del agua, pero el padre no lo dejó; tampoco podía llevarlo al
puerto, porque tenía que atender la peluquería; él le dijo que era un
peluquero y no le pegaron porque el tío lo defendió, pero lo mandaron a
la cama sin comer. En
la cama se puso a pensar que a la vecinita la habían raptado los árabes,
como en las historietas del "Tib-Bits", y que él trabajaba en
la Legión Extranjera y la rescataba; cuando se aburrió y dejó de
emocionarse con eso, imaginó que habían sido los indios y que él,
montado en un caballo más ligero que el de Tom Mix y que el mismísimo
Cute Eyes, la salvaba justo al borde del precipicio y después se casaba
con ella. Sentado
en el mármol del umbral, veía en las mañanas acercarse aquel opaco
caballito de estopa, árbol a árbol, arrastrando el carro con el olor de
verano de los duraznos. Se quedaba un rato parado frente a la peluquería,
golpeando los adoquines con las herraduras, sacudiendo pacientemente la
cabeza y las cerdas de la cola; después, con el verdulero parado en el
estribo del pescante, el carro se iba y la calle quedaba sola bajo la
sombra de los árboles. Él se quedaba sentado allí, hasta que lo
llamaban para comer. Los
sábados seguía llevando las jugadas del padre al salón de don Vicente.
Había creído que a los presos no se les veía nunca más, como a los
muertos, pero don Vicente estaba otra vez detrás del mostrador con la
misma corbatita a lunares y el toscano; entonces se puso a esperar un vago
milagro que iba a suceder con el otoño, cuando en el carro del verdulero
no hubiera duraznos y las nubes y las lloviznas difuminaran las sombras de
los árboles en las veredas y los adoquines. Ya
habían empezado las clases en la escuela, cuando descubrió que el viento
desparramaba el vuelo de las gaviotas sobre los techos de la ciudad y que
en la azotea de la casa la ropa tendida flameaba como las banderitas de
los barcos, como las velas de los veleros. Con una rueda de un monopatín que se le había roto, se puso a timonear, rumbo a Buenos Aires. |
Anderssen Banchero - Noviembre de 1979.
Triste de la calle cortada y otros cuentos
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