Las
consecuencias del reparto Napoleón Baccino |
ANA
WILKIE nunca estuvo muy convencida de la solución propuesta por el
presidente Rivera de proceder al reparto
de los charrúas capturados en Salsipuedes entre los vecinos de
Montevideo, con el propósito de "convertir a esta muchedumbre
salvaje en una porción útil de
la sociedad". La pequeña irlandesa
advirtió lo que muy pocos comprendieron
en ese momento: que el
reparto sacaba el problema de la órbita
estrictamente militar y lo
instalaba en el seno de cada hogar y en la
conciencia de cada individuo. Lo que hasta
ese momento habla sido una decisión del Presidente, debidamente
refrendada por la Asamblea General, de hacer la guerra a un grupo de indios y otros forajidos que perturbaban
la paz y la seguridad de la campaña y a los
que era inevitable reprimir;
se convertía en una
cuestión ética que comprometía a la sociedad en su conjunto. Ya no se trataba de un
choque entre guerreros, ni de una decisión política, ni del juego
de determinados intereses, sino del reparto
de una serie de
mujeres y niños inocentes e indefensos, que se hallaban en esa lastimosa
condición por el solo hecho de pertenecer
a otra cultura. Es verdad que no todos quienes solicitaron "chinitos" lo hicieron para
convertirlos en esclavos a
su servicio —por más que
esa intención es
manifiesta en numerosos pedidos—, sino para educarlos, cristianizarlos e
integrarlos a lo que ellos
consideraban honestamente, una vida mejor, paro aun así, ¿qué derecho
había a decidir por ellos el tipo de
vida que debían
llevar? ¿Qué
derecho a quitarles su
libertad, sus tierras, sus
afectos y sus costumbres ancestrales, y obligarlos a adoptar las de
sus vencedores?, se preguntaba
Ana. "Me parte el alma ver una "chinita" que Madame De Curel, solicitó para educar como pupila en el colegio.
La pobre, que tendrá más o menos
mi edad, está desde hace varios días, acurrucada en un rincón. No ha
aceptado ropa ni alimentos, no
contesta a ninguna de
las preguntas que se le
hacen y actúa como si una inmensa tristeza anulase
por completo su voluntad.
Las pupilas se asoman a la puerta de la habitación en la que está confinada
y murmuran temerosas entre sí. Algunas, las más
audaces se acercan
para observar detalles de
sus enmarañados cabellos o de su curiosa vestimenta, o simplemente
para provocar alguna reacción
en ella: actuando como si estuviesen en presencia de un animal
salvaje. Pero la
indiecita permanece impávida,
con los
brazos rodeando
las piernas
encogidas y la frente apoyada
en las rodillas", anota mi
tatarabuela en su
diario. Compadeciéndose
de su
suerte, al día siguiente pidió
a la Sra. De Curel que la autorizara a
hablar con la cautiva. La
Directora la miró sorprendida. —¡Pero si tú que ni siquiera hablas bien el español!
—dijo. —¡Además eres tan
diferenta a ella!— agregó
contemplando por un
instante su pelo rojo, el
rostro lleno de pecas y sus grandes ojos azules. —Ella
tampoco habla el
español. Además las dos
somos forasteras
y estamos solas en el mundo,
lejos de nuestra tierra y
separadas de nuestra familia
—argumentó la joven
irlandesa. Marie
De Curel se quedó
pensativa un rato y finalmente aceptó. Esa misma
tarde, Ana escribió en su
diario: "Creo qua no va a
dar resultado, pero lo intentaré:
es demasiado lo que se
les
pide a esos pobres indios". Con el transcurso
de los días,
diversos hechos demostrarían que mi
tatarabuela tenía razón:
el reparto no era
la solución al problema que
planteaba la
presencia de los prisioneros en Montevideo. Así
el 11 de junio un parte
policial fechado en San
José da cuenta que se
persigue a cinco "chinas charrúas"
que se han fugado
de la capital en un intento
desesperado por volver a sus
tierras del Norte. Las charrúas
fueron, capturadas
finalmente en Durazno, de donde
habían partido prisioneras dos
meses atrás. Otro
parte de la Jefatura de Policía informa que fueron encontradas doce indígenas
vagando borrachas por las calles de Montevideo sin que, hasta al momento
se hubiesen presentado sus patrones para reclamarlas. El Jefa
se queja
que a pesar de haber recomendado a los vecinos que tienen indios a
su cargo, que extremen los cuidados, no ha logrado la cooperación
necesaria. Al parecer, los charrúas
distribuidos entre la población
defraudaron las
expectativas de muchos, que terminaron abandonándolos a su suerte
o intentaron devolverlos. Este último es el caso
de una "china" de entre cincuenta y cinco y sesenta años,
otorgada a doña Josefa Ribas, la que a su vez la cedió por inútil a
la morena María Petrona Calleros, quien la devuelve por
la misma razón. El caso motiva una enérgica respuesta del ministro
Ellauri, quien en carta dirigida a Mariano Cora,
comisionado por el gobierno para ocuparse del reparto, ordena: "Contéstese
que en lo sucesivo no se haga cargo de indígena alguno que se quiera
devolver". En el mismo instructivo, Ellauri
dispone
se devuelva la "china" sesentona a
la morena Petrona Calleros, alegando
"que la razón de ser inútil no es bastante pues que más o
menos, antes de educarse, todas lo son". Muchas veces, los
indios pagaron muy cara las
dificultades para adaptarse a la nueva vida que se
les quería imponer y las exigencias a que eran
sometidos. Mi tatarabuela
conservaba una carta de agosto de
1832 en la que una tal Ana Fuentes denunciaba que seis
meses atrás se asiló
en su casa una indiecita charrúa como de diez o doce años, llamada
Felipa, implorando su protección pues quien la tenía a su cargo la
trataba brutalmente. "La sola vista
de las cicatrices de su cara, que parecía quemada, y las demás que tenía
en el cuerpo y que aún conserva", la decidieron a recogerla,
"a fin de que la
desesperación no la condujera a un precipicio en su tierna edad". Sin embargo, al cabo de un tiempo se
presentó en su casa Dominga Suárez, la encargada en cuestión, con una
carretilla, un soldado, y munida
de una orden del
Jefe de Policía para que
se le devolviese
la indiecita; cosa
a lo
que Felipa
se resistió
desesperadamente sin que el carretillero ni
al soldado, pudiesen
con ella. Según Ana Fuentes, era
tanto el pavor de la indiecita, que se aferraba a su cuello y al de otra señora que en ese momento se encontraba con ella, y decía que prefería la
muerte antes que volver con su antigua ama. Es este incidente el
que lleva a la buena mujer a pedir la custodia de la niña en forma
definitiva. Aunque podría
tratarse de un mero accidente, no se puede descartar que esa
misma desesperación a la que alude
Ana Fuentes, explique que
el 24 de enero de 1834, a
las diez de la noche, fuera
encontrado en el muelle el cadáver
de una "chinita" de unos ocho años de edad que había muerto ahogada. También las enfermedades hicieron lo
suyo. Así el 12 de diciembre de 1831, el Jefe de Policía de Montevideo
informa en un parte diario, que ha fallecido una indígena de las que se
hallaban alojadas en ese
Departamento. En cuanto a las
instrucciones para se haga
saber a los capitanes de buques que
salgan para ultramar, que el
Gobierno está dispuesto a entregarle uno o mes charrúas; el 13 de
diciembre de ese mismo año
parte hacia Buenos Aires una goleta transportando harina, pasas y dos
pasajeros, un tal Miguel Cúneo y un indiecito charrúa que sería el
primero pero no el último
en correr una suerte semejante. Estos casos concretos
dan la pauta que el integracionismo
propiciado por Rivera había
fracasado en los hechos. Una natural y
muy comprensible incapacidad para adaptarse a una cultura tan
diferente a la propia, los
malos tratos, el abandono, las
enfermedades y otras medidas adoptadas por el
Gobierno para deshacerse de los sobrevivientes
de Salsipuedes y de Mataojo, fueron diezmando la otrora orgullosa
"nación charrúa" hasta lograr su total extinción. La amistad que Ana Wilkie lograría establecer con la indiecita internada en el
Colegio para Señoritas le permitiría una comprensión mucho más
profunda del tema y la convertirla, como
se verá en próximas entregas, en un testigo privilegiado e
implacable de aquel dramático proceso. (*) Las partes que aparecen en negrilla son transcripción textual de los documentos recopilados por el Sr. Eduardo F. Acosta y Lara en su libro: La Guerra de los Charrúas en la Banda Oriental. |
Napoleón Baccino
El País de los domingos
El País
- Montevideo
4 de setiembre de 1994
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