La Casa del Aljibe |
Bajo
la conjunción exacta del sol y urano en el signo de la luna nací, al
amanecer de un lunes de invierno, en la población de San José de Mayo,
al oriente del río Uruguay. Allí
el viento alucinado borra los colores en el solsticio, que es de invierno
al sur de América. La
primavera entraba dulcemente con pájaros, grandes jazmines del cabo y un
duraznero en el centro del jardín. Mis recuerdos se inician con el
deslumbrante árbol de flores rosadas. Al verlo por primera vez, me abracé
a su tronco con un nuevo y desbordante sentimiento. Esta visión
signó mi destino: así lo señalan las líneas de mi mano. Andaba
por los senderos entre canteros atestados de flores de mi tamaño. Era un
universo encantado, poblado de seres mágicos, susurros, pasadizos en
penumbras, aleteos. Un
camino se bifurcaba hacia la galería de la parra de troncos retorcidos y
seguía hacia el huerto de
las frutillas, el galpón de las herramientas y el nido de las gallinas.
Del jardín vecino caían, sobrepasando la tapia, las ramas de un nogal
pesado de nueces. Mi
abuela cosía cuentos maravillosos en las noches de tormenta y ponía
bolsitas de espliego entre las ropas de cada estación. Rezaba por su
abuela y por su madre. Repetía el nombre de ellas, que era el suyo y es
el mío: Flora. Mi
madre bordaba en silencio sobre un bastidor de madera. Con largas hebras
de seda conjuraba las sombras y los malos agüeros. Mi
padre venía de un naufragio en el mar
resplandeciente. Aparecía desde el claroscuro del río con cañas,
anzuelos y mojarras. Sólo
pocos años viví en la casa de los jardines cambiantes, pero qué hondo
se arraiga, hondo como el aljibe. Aun persiste, alto y misterioso, en algún
lugar de ese territorio que entonces me parecía inmenso. Yo
lo miraba con asombro y temor. Hasta que una niña más grande me alzó
para asomarme en el brocal. Allá lejos, frescura y temblor, espejeaba el
fondo. Llevaba a mi muñeca apretada junto al pecho. -¡Vamos, vamos! dijo
ella y caímos por el túnel hasta el país de las muñecas donde viven en
armonía, muñecas de todas clases: morenas rubias, negras, de porcelana,
de trapo, de yeso. Reinaba
sobre ellas una muñeca encantadora. Me dijo, con voz suave, que la fría
noche cuando salí de la cama para abrigar a mi muñeca,
adquirí el privilegio de conocerlas.
En
la casa del aljibe mi hermana aún busca la sombra y el perfume de las
madreselvas. Y mi hermano pequeño aún se esconde bajo la mesa del
comedor, tras el mantel de
terciopelo verde. Cerca,
pasa el tren de todos los días con su silbato y su traquetear de rieles.
Todos vienen en él y me
hacen señas para que me suba en la estación del pueblo. Con la misma alegría de antes pasamos los pasos nivel hacia la Estación Central de Montevideo... |
Marissa Arroyal
Ir a índice de narrativa |
Ir a índice de Arroyal, Marissa |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |