Los amantes del Apocalipsis
cuento de
Mario Arregui

Mienten, señoras y señores, los gruesos libros de tapas negras, yerran y desvarían los teólogos. No fue, no, por el episodio del fruto prohibido que Jehová Dios hizo salir del huerto feliz al hombre de barro y soplo y a su costilla edificada en mujer. No complicaron y exornaron los hechos serpiente tentadora ni satánico y tal vez plausible pecado de desobediencia y soberbia; no existió, en realidad, expulsión airada y definitiva. La verdad es muy otra.

La verdad es que Dios creó al mundo a imagen no se sabe de qué y luego al hombre a imagen Suya, y después le dio a éste la necesaria mujer y, concediéndole de antemano a la pareja toda la dicha y todo el Amor, puso a sus componentes en el Edén para mirarse en ellos.

Hijos-niños de Dios y recortados sin sombras sobre la paz feliz de su condición, Adán y Eva vivieron allí muchos días iguales de un tiempo que no estaba hecho de tiempos sino de eternidad... un tiempo que algún neoplatónico alejandrino, supongamos, hubiera comparado a un trompo dormido.

Jehová no les perdía pisada, diría un nativista: los rondaba de cerca, los observaba desde las colinas, desde la luz infantil de la luna, desde las densas columnas de vapor que subían desde la tierra como todavía leudando... Ni un día ni una noche cejaba el Padre en su paternal vigilancia, y poco a poco fue rindiéndose al ver lo que veía: sus hijos se amaban, sí, pero con un amor que, se diría, era sólo una copia negligente y pálida, un remedo sin fervor, una parodia, casi, del Amor con mayúscula que El les había previsto o que había soñado para ellos. Están fracasando... o he fracasado yo, se decía Dios, mientras regresaba a su trono instalado en una pequeña nube muy blanca y baja, milagrosamente quieta entre las nerviosas nubes de un cielo donde el caos, aunque vencido, conservaba aún arrestos de redomón.

Adán y Eva, muy lejos de advertir que algo no se cumplía como era debido en el Paraíso, seguían viviendo indolentemente y con inocencia en el tiempo sin decurso ni destrucciones.

Cada vez más preocupado, Jehová meditaba en medio del respeto silencioso de los ángeles y los arcángeles. Es posible que la vida fácil y la simple felicidad conspiren contra mis hijos, conjeturaba en las noches insomnes, paseándose en camisón por la terraza de su nube y contemplando las estrellas, que eran como jovencitas impúberes. Lo mejor será, determinó una mañana, después del desayuno, que abandonen el huerto y se enfrenten, juntos, a los trabajos y Ias penas del mundo que tan irreflexivamente, ¡ay!, he creado.

Grande fue la alarma de Adán y Eva cuando, al comparecer ante Dios en uno de los rincones más dulcemente agrestes del Edén, notaron en la faz divina una penumbra que no conocían (era la sombra de lo que pronto conocerían muy bien y bautizarían Tristeza). Jehová los tranquilizó con un gesto y los hizo sentar frente a El y les habló en un tono un tanto falseado por el esfuerzo de no ser solemne. Pausada y minuciosamente, trató de explicarles lo que sucedía; después hizo un silencio, se mordió los labios y, el rostro del todo velado por aquella penumbra extraña pero sin cambiar de voz, dejó caer su dictamen.

Aunque no podían representarse qué sería vivir en el mundo, Adán y Eva sintieron, por primera vez, un sobresalto frío recorrer sus cuerpos fuertes, hermosos y desnudos. Jehová advirtió ese sobresalto y dijo rápidamente:

—Yo sé que un día alcanzaréis el Amor que debe escribirse con mayúscula, y os prometo, bajo palabra de Dios, que ese día regresaréis para siempre a mi huerto.

Adán y Eva, ya de pie, permanecían inmóviles y cabizbajos, tomados de la mano. Jehová los miró con ternura y pena y se remontó en seguida, con dignidad de mongolfiera, hacia su nube blanca y baja y prodigiosamente anclada.

Muchos ángeles descendieron en bandada casi de inmediato; algunos de ellos acompañaron a la pareja emigrante al través de las colinas que delimitaban el Edén; los otros emprendieron la tarea nada fácil de buscar por los vericuetos del Jardín y hacer salir de él a todos los animales.

Desde un ventanuco triangular de su nube, Dios no apartaba los ojos de sus criaturas. Los vio atravesar las colinas e inaugurar el conocimiento de las plantas espinosas, vio cuando los ángeles les daban las últimas instrucciones y los abandonaban a su suerte, vio que seguían caminando (siempre tomados de la mano) y que cada no muchos pasos se detenían y miraban hacia atrás, vio que lloraban y que se perdían en lo que se llama el mundo.

Y todo lo vio con la mirada empañada por las primeras (y únicas) lágrimas de su existencia eterna.

Esa misma tarde una brigada de ángeles ingenieros cubrió el Paraíso baldío con una montaña hueca —una modesta montaña falsa que hoy los geógrafos confunden con las verdaderas y que los ángeles zapadores han de demoler un día—; esa misma noche Jehová Dios hizo retirar su nube residencial hasta un lugar del cielo a la altura de las nubes altas.

Comenzó para los inmortales Adán y Eva una vida semejante a la nuestra: prácticamente, en lo cotidiano, nuestra vida. Exceptuando —¡nada menos!— la amenaza-promesa de la muerte y asimismo el advenimiento de los hijos (hecho de lo más natural que si nos ponemos a pensar resulta el mayor de los milagros), conocieron lo que todos conocemos y sería vana tarea de novelista describir sus días y sus noches, dilatar más de tres o cuatro líneas la relación de sus trabajos y sus penas. Baste decir que muchas lunas, muchos años, quizá siglos de tiempo que giraba inmóvil como un trompo dormido, vivieron luchando cada uno consigo mismo, y cada uno con el otro, y los dos con la tierra, los animales y el cielo.

En vano espoleaban sus corazones y sus cuerpos, sus cuerpos y sus corazones; en vano se miraban a los ojos, se hablaban inventando un lenguaje para quererse, se acariciaban con todas las caricias posibles, todavía ninguna prohibida, y hacían el amor hasta los últimos alientos en lechos de hojas, sobre hierbas mansas y sobre hierbas ásperas, en el fondo de una caverna que encontraron prefabricada, en el lodo tibio y fétido de unos pantanos próximos a las fuentes del Eufrates.... la mudez de Jehová, el no resonar de la voz divina ordenándoles el regreso al Edén, les repetía que no alcanzaban el Amor.

Los trabajos, las luchas y los infortunios solían acercarlos; pero también, y más comúnmente, los alejaban, los separaban. Y lo que sobre todo se interponía entre ellos era el recuerdo de la vida en el Paraíso, la memoria viva y como herida del amor con minúscula que allí habían vivido. Frecuentemente, se reprochaban uno al otro el fracaso y el exilio; a menudo, incluso, llegaron a odiarse.

Hasta que una tarde, en la hoya del desánimo, escalaron la montaña provisoria y rogaron a gritos a Dios que los devolviera al barro y pusiera así término a sus fatigas. Jehová, que por algo es Dios, tenía la respuesta preparada. Ellos no lo vieron, sólo oyeron Su voz. Desde algún lugar de la montaña de utilería, la voz un tanto escénica y gangosa recitó con afectación:

—Os concedo lo que rogáis, o sea la muerte; pero como rectificarse y anular sus obras mal le corresponde a Dios, os concederé también la facultad de desdoblaros en seres sin recuerdos que anhelarán y buscarán, para vosotros, el Amor que un día os reintegrará a mi huerto, según la promesa que mantengo.

Adán y Eva, muy perplejos, descendieron la montaña; no menos perplejos, ángeles y arcángeles cuchicheaban en los pasillos y los sótanos de la nube anclada a la altura de las nubes altas. Jehová Dios regresó a su trono pensando con disgusto cuatro cosas: a) que nadie lo había entendido; b) que debía hacer a todos los animales —¡recién caía en ello!— una concesión análoga a la que había hecho a los bípedos implumes; c) que lo que había empezado en el capricho doméstico y decorativo de poner una pareja en un jardín amenazaba convertirse en... ¡vaya a saber Uno en qué!; d) que en toda esta especie de volksmarchen (cuento de hadas popular folclórico, traducen los que saben el alemán) se había comportado El como un chambón.

Esta fue la última vez que Dios estuvo en la tierra; esa misma noche hizo retirar su nube hasta un remotísimo lugar del cielo.

Y aquí termina la Historia Sagrada.

Comienza ahora la Historia Universal.

Adán y Eva, ya en un tiempo desovillándose y deshilachándose, se desdoblaron en seres sin recuerdos (que denominaron hijos) y obtuvieron al fin su descanso en el regreso al polvo (en lo que habían oído a Jehová, sin comprender de qué hablaba, designar con la palabra Muerte). Esos seres de memorias limpias, como abrevados en un Leteo de este mundo, vivieron luchando consigo mismos y unos con otros y con la tierra y el cielo, anhelaron y buscaron el Amor y fracasaron, engendraron en sus búsquedas otros seres como ellos, envejecieron y a su turno murieron. Sus hijos vivieron luchando consigo mismos y unos con otros y con la tierra y el cielo, anhelaron y buscaron el Amor y fracasaron, engendraron... Y esta cadena siguió y sigue, y éstas son las generaciones, llegandp cada una como un tren que llega de la noche, se detiene silenciosamente, deposita en la tierra firme y la dura luz de una estación un puñado de viajeros asombrados y encandilados, preguntones, parpadeantes... y parte a perderse de nuevo en la noche.

Dobles o fantasmas de Adán y Eva llenan el mundo: sombras que ignoran su condición de pálidos fantasmas constituyen las razas, forman las naciones, devoran los animales y las plantas, se comen y ensucian de mierda y residuos el planeta: espectros de espectros odian y sufren y luchan por la vida, hacen las guerras y las máquinas, construyen las ciudades y las tumbas, se emborrachan con todas las cosas transformables en alcoholes que en el mundo son, inventan el cristianismo y lo complementan con la bomba atómica, descubren América —y con ella el tabaco— un 12 de octubre, ríen y lloran, se enferman de vanidad y de ambiciones, estatuyen para el sacrificio dioses crueles y luego, para lo mismo, el dinero; razonan y sueñan la metafísica, malsueñan la teología, se desdoblan en fantasmas de enésimo grado por medio de un arte que llaman el séptimo, intentan —algunos, los más vanos— la literatura fantástica... Y siempre, siempre, mientras hacen eso y mucho más, persiguen el Amor, hacen el amor.

Sombras que no se saben sombras, embelecos en servidumbre que se engañan sobre lo que son y hasta hablan a menudo, con casi culpable ligereza, de almas individuales y de libre albedrío, procuran ciegamente para los desterrados del Paraíso el Amor redentor (de ahí el hambre y la sed de perfección que restallan siempre como látigos en los cuerpos y los corazones de los amantes), fracasan, agregan al mundo sombras niñas que sin asombro ven crecer, obtienen al fin su descanso en el regreso al polvo donde Adán y Eva desde milenios están.

Incontables como los granos de trigo de un trigal son las veces en que un hombre y una mujer ebrios de quererse pusieron en peligro de muerte a la humanidad; pero siempre una imperfección última, un delicado egoísmo sobrevenido no se sabe cómo cuando ya todo parecía alcanzarse, la terca, sorpresiva persistencia de una tenue valla que se diría vencida pero que en realidad no lo estaba... permitieron la continuación del gigantesco simulacro.

Incontables asimismo son las veces que el hombre y la mujer que hubieran puesto fin a esta enorme, ecuménica ficción no pudieron encontrarse: vivieron separados por siglos, por océanos, por montañas, bosques, leguas, idiomas... Y numerosas fueron también las ocasiones en que vivieron en los mismos años y en la misma ciudad, a veces en el mismo barrio, alguna vez hasta en el mismo edificio de apartamentos; pero no se encontraron o, sobre todo, no supieron verse.

Muchos, muchos siglos así han pasado, y en ellos tantas generaciones han venido y se han ido que hasta es dudoso que los propios ángeles tenedores de libros lleven bien las cuentas. Y cada vez hay más fantasmas sobre la tierra y más huesos y polvo de fantasmas debajo de la tierra. Pero cabe preguntarnos ¿Hasta cuándo?, porque sabemos (Jehová, que es Dios, lo aseguró bajo palabra) que el punto final ha de llegar necesariamente algún día.

Sí: dos enamorados que se amarán por un momento en el Amor terminarán esta farsa, cometerán con inocencia el genocidio de los genocidios.

Sí: dos amantes que tocarán como tales la perfección consumarán un instantáneo apocalipsis sin cataclismos ni mares de sangre, sin horribles caballos ni animales misteriosos con alas llenas de ojos, sin espadas de fuego ni abismos homicidas ni lluvias incendiarias, sin ángeles trompeteros, sin las siete tazas de ira del Señor derramadas sobre la tierra... sin nada, para abreviar tanta insania, de lo que complotó el delirio destructivo, el cósmico y visionario resentimiento de aquel tremebundista Juan de Patmos.

Sí: un hombre y una mujer que quizá aún no han nacido pero que nacerán un día (o que quizá ya han nacido, que quizá ya caminan del brazo por una pradera estival o una playa llena de invierno, que quizá ya se besan en una calle oscura o se desnudan el uno para el otro en un lugar cualquiera del orbe, que quizá ya esperan turno, trémulos, en un rincón del patio de una casa de citas, que quizá sean los de esa pareja de adolescentes que juega con un gato gris en ese banco, que quizá seas tú, lector, y aquella hembrita vestida de verde que estuviste mirando el otro día en la parada del ómnibus y que no has olvidado, o tú, lectora, y ese compañero de oficina que te produce una incomodidad no del todo incómoda en la piel de la espalda, en los pezones, en...) se borrarán a sí mismos y desvanecerán en un aire ya eterno esto que se llama la Historia Universal.

Adán y Eva renacerán del polvo y, al unísono, preguntarán de acuerdo con la mejor tradición:

—¿Dónde estamos?

—¡A tierra!— ordenará Jehová a los ángeles maquinistas, y más fuerte gritará en seguida, ya sobre los rugidos de los motores de su nube en apresurado descenso: —¡Podéis volver, hijos míos!

Y el grito jubiloso de Dios retumbará en las ciudades sin nadie, rodará por los campos desiertos y sobre las despobladas aguas de los mares.

Y Adán y Eva —jóvenes, desnudos, hermosos, inmortales, habitantes para siempre del Amor— correrán tomados de la mano al través de las colinas.

Y ángeles alegres acudirán a su encuentro para escoltarlos.

Y los ángeles zapadores arrojarán en algún valle los escombros de la montaña falsa.

Y Dios se apeará de su nube y abrazará largamente a sus hijos.

Y recomenzará —infinita, feliz, infinitamente aburrida— la Historia Sagrada.

Y ni el más desocupado y curioso de los ángeles menores mirará los trajes y los vestidos caídos por todos lados, los zapatos detenidos, los nudos de vehículos quietos en las calles, los sombreros irredimibles juguetes del viento, los automóviles derrumbados a las orillas de las carreteras, los anónimos cigarrillos humeantes, los aviones viniéndose al suelo como hojas otoñales, los relojes tictaqueando fuera del tiempo como nadadores que nadaran en un río que alguien &e llevó, las camas y las cunas y los ataúdes saqueados, la dulce y fragante y tibia ropa interior de mujer derrumbada frente a los espejos definitivamente ciegos, los lentes, las dentaduras postizas, los anillos de bodas y esas frusilerías que llaman joyas sonando en el pavimento, o cayendo en el pasto o las alfombras, o quedando encima de las mesas, o rodando a los rincones, debajo de los muebles eternamente inútiles, los muebles para nadie por los siglos de los siglos —Amén.

cuento de Mario Arregui

 

Publicado, originalmente, en: De La escoba de la bruja - Acali Editorial Ltda, agosto de 1979 Montevideo - Uruguay pdf

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

 

Ver, además:

 

                     Mario Arregui en Letras Uruguay

 

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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