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Las formas del humo A José Pedro Díaz y Amanda Berenguer. |
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Es de noche, es alta noche, y el hombre está acostado en una cama estrecha, en una habitación que pertenece casi por entero a la penumbra, en una casa cuyo único habitante es él. Está acostado boca arriba, vistiendo aún sus grises ropas diurnas; las manos sostienen el libro y el cigarrillo un poco más acá de donde desfallece el país de la lámpara. Los ojos del hombre siguen las líneas de la escritura y se demoran, a veces, en otras formas sin formas que el humo miente desde su boca: es cuando ha dejado el libro sobre el pecho y fuma. Entonces los ojos zozobran en su propia, ciega fotografía, y el hombre mira con ellos lo que está sin estar en las formas del humo. La ceniza cae en el cenicero, luego la colilla, después un fósforo y más ceniza y otra colilla, y él mira a veces el libro y otras veces las formas del humo y lo que en ellas su alma proyecta y compone. Hay también otras veces en que los ojos quisieran levantar una pregunta. Es que allí junto a la cama, en el suelo, se agazapa el teléfono — el pequeño teléfono negro que palpa la ciudad como un dios insomne, enredado y ciego y cuyo timbre el hombre está esperando. El teléfono ha de llamarlo al dormitorio, al lecho de la mujer que repetidamente se hace y se deshace en las formas del humo. El hombre anhela, como un ahogado de muchos cuerpos, descender los ríos de aquella mujer hasta la quieta fuente central, perderse en la región de noche acendrada que ella encierra, apagar la frente en lo que a ella la tierra húmeda que duerme en su carne le confiere o le presta. Suele haber horas en que el hombre se mira vivir lo mismo que un muerto que la muerte rechaza y queda entonces en una pálida, desmantelada comarca sin consistencias ni dimensiones, preguntándose todo, dando voces que nadie puede oír, golpeando vanamente las manos en un aire que no vibra, cayendo del recuerdo de las cosas derrotado por una suerte de distanciamiento inmóvil, por una ausencia de sí mismo. Son horas, días, en que se siente perder pie, desmoronarse hacia la muerte y sin embargo quedar, devorado y sin devorar, inútil sobreviviente. Algo de eso —él lo sabe— está acechándolo esta noche desde la penumbra de la habitación, y mira con ojos que suplican el teléfono callado. Deja caer después el libro al suelo y entorna los párpados y se repliega, se refugia: se empuja hasta donde su alma guarda memorias de la felicidad animal que algún día tuvo, que algunas mañanas de su infancia lo alzó en vilo de la tierra que todavía no era una forma tan vaga como las del humo, ni un girar y un errar porque sí en el vacío. Y piensa el hombre en el niño que fue: desamparado milagro que es hoy quizá el llanto de un ángel. Pensando en ese niño va quedándose dormido. Sueña. .. Desciende —o su cuerpo, con voluntad propia, lo lleva— por una escalera cavada en la roca y cuyo destino desconoce. Desciende durante un tiempo largo, minucioso, pero también veloz y que se apresura hacia abajo como el agua negra que mana de las paredes. Llega a un vasto valle subterráneo; este lugar —donde el silencio, de tan hondo, casi entorpece los movimientos— es más lóbrego que la ya lóbrega escalera, aunque aparece veteado por claridades furtivas y débiles fosforescencias. Echa a andar, sin rumbo. Nota muy pronto que no está solo: se detiene. Descubre que se halla en medio de una multitud muda y profunda, unánime, sosegada: un bosque de sombras que no se mueven, que laten como relojes muy lentos y sin sonido, como visceras casi dormidas de la tierra. Registra con el cuerpo la presencia de esa muchedumbre, de la que se desprende un llamado sordo y mineral. Las sombras lo rodean como animales mansos y fieles y lo solicitan hondamente; nada hostil hay en ellas. Le parece sentir que su sangre se remansa, se aquieta, se adapta al despacioso latido de las sombras. Comienza a encontrarse bien, muy bien, como si se incorporara a un orden perfecto, a un acuerdo total y definitivo. .. Pero oye una voz que lo llama por su nombre y reconoce la voz de su hermano mayor, muerto. Se estremece entonces —inexplicablemente— de miedo. La voz del hermano muerto lo llama con dulzura, cada vez más cercana. Se dice que debe salir, escapar. Corre de un lado a otro por entre las sombras que se apartan. Encuentra un pasadizo en cuyo fondo ve trémulas rayas de luz. La voz, ahora con cierto apremio triste, continúa repitiendo su nombre. Echa a correr por el pasadizo; las luces retroceden ante él; corre hasta caer exhausto; no puede incorporarse — las luces se funden en una sola luz inmóvil. Está sentado en la cama, sudoroso, jadeante; hay vértigo en sus ojos. Mira a su alrededor, se pasa las manos por la frente, quita a la lámpara la pantalla de metal azulado. La luz alcanza de golpe a todos los rincones de la habitación, desplaza la penumbra más allá de la cal de las paredes. Enciende el hombre un cigarrillo y fuma con movimientos cortos y precisos, y sus ojos van como centrándose poco a poco en la huella exacta del humo soplado con fuerza. Algo, sin embargo, lo ata, lo retiene unido al sueño que soñó. Abandona la cama, enciende otro cigarrillo, abre la ventana y se asoma a la noche. Un frío agudo y límpido lo penetra hasta los huesos, pero no se retira ni cierra la ventana. Fuma, empujando el humo hacia las estrellas heladas. Oye dos o tres ladridos apagados, a tal punto extraños a la noche de invierno y de ciudad que parecen sobrevivir a desmenuzados huesos de perros; oye también aullidos de ferrocarriles que parten a atropellar la madrugada en los pueblos suburbanos. Fuma... Y cree ver que detrás de las estrellas, en la infinita negrura, de algún modo pervive o se teje o se enraíza el sueño que soñó. Cierra la ventana y busca en la pared la fotografía de su hermano, que cuelga, invariable, debajo de una repisa llena de libros, con ese naufragio tácito y esa agonía suplementaria que tienen siempre las fotografías de los muertos. La descuelga y se acerca un poco a la lámpara; la sostiene con manos que tiemblan y mira la cara —copia redobladamente desvalida de una cara deshecha, borrada de las caras del mundo— confiada ahora a la menesterosa eternidad de la cartulina. Varios minutos la mira, sin poder reprimir el temblor de las manos; después la vuelve a su lugar y queda de pie, y como desorientado, en medio de la habitación. Se le ocurre que va a oír, de un momento a otro, elevarse desde el fondo de sí mismo la voz llamante del hermano. Siente frío y cansancio en sus huesos verticales; piensa que los huesos de los muertos no contradicen el rodar de la tierra sino que se unen a él, lo integran. Prorrumpe aquí, violento, el timbre del teléfono. El hombre da dos pasos. Trepida el teléfono. Se para el hombre a su lado pero no hace más que mirarlo, no se inclina. Llama repetidas veces el timbre, se interrumpe, vuelve a llamar, vuelve a interrumpirse, llama casi desesperadamente, enmudece al fin. El hombre no se ha movido... Aguarda un momento más y en seguida se despoja casi a tirones de sus ropas y se acuesta en la estrecha cama y se tapa con las mantas; y apaga la lámpara y reclama al sueño con los ojos apretados, porque no está lejana la hora en que el alba que sale para los vivos invade también los cementerios. |
cuento de Mario Arregui
Publicado, originalmente, en: De La noche de San Juan y otros cuentos - Número - Imprenta "Rosgal" Octubre de 1956 Montevideo - Uruguay pdf
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
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Mario Arregui en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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