|
La mujer dormida Marcha Montevideo Año XXXIII Nº 1566 22 de octubre de 1971 pdf
|
|
EL hombre despertó de manera un tanto súbita y tardó unos instantes en recordar dónde se encontraba y quién era la mujer que dormía —desnuda— a su lado. La oscuridad era total; el silencio, muy hondo. El aire de la habitación (el dormitorio de un pequeño chalet todavía inconcluso, en un caserío asomado al mar sobre la curva de una bahía abierta y planetaria) tenía, más que unas horas antes, olor a cal y pórtland, a albañilería. Como detrás del silencio, y como jugando con el sin romperlo, el hombre oyó el fatigado malhumor de las aguas, el rezongadero de las olas en la noche calmosa. Permaneció sin moverse durante varios minutos. Se sentía tranquilo, muy despierto, ligeramente “ido” o desapegado. Pensó que debía faltar mucho para el amanecer. También él estaba desnudo; movió un poco su cuerpo, con cuidado, para ajustarlo mejor al cuerpo de la mujer. Era aquélla una noche tibia, de fines del verano, y a ambos los cubría solamente una sábana. La cama olía o hombre y mujer juntos, a hombre y mujer que han dormido y, sobre todo, que se han amado hasta el jadeo y el sudor. El hombre recordó los juegos, las caricias, los cuerpos entrelazados y entre-golpeados en la caricia última, y pensó o semi-pensó que estaba queriendo mucho a aquella mujer de sonrisa siempre dócil y ojos que demasiado a menudo se hacían como de mirar la lluvia, a aquella desconocida que era su amante desde mediados del invierno. Cinco sílabas eran el nombre y el apellido de la mujer; por dos veces las pronunció, sin voz, el hombre. Después movió otro poco el cuerpo, procurando más piel suya contra la piel de ella. Y sonrió —se sonrió a sí mismo— en la oscuridad. Le parecía extraño haber despertado tan limpiamente y a tal altura de la noche: por lo general despertaba (solo en su cama, en el apartamento donde vivía en la ciudad) hacia la mediamañana y luego de una etapa de duermevela, emergiendo a la luz del día con jirones y hebras de sueños como suciedades adheridas. Se dijo que aquel despertar se debía a la presencia de la mujer; lo debía sin duda, siguió pensando, a que él, aun dormido, no había dejado de sentirla a su lado y tal vez de quererla y, de algún modo, de buscarla. Pensó esto y otra vez pronunció sin voz las sílabas que la nombraban, y casi de inmediato se dio cuenta de que le nacían muchas ganas de verla. El chalet carecía de luz eléctrica; el hombre encontró a tientas los fósforos y encendió una veladora a queroseno que había sobre la mesa de luz. La mujer dormida movió apenas la cabeza. Cautelosamente, temiendo despertarla, abandonó él la cama y quedó en pie, mirándola. Sin duda ella registró desde su sueño la ausencia del hombre: estiró las piernas, giró el torso, sus manos sonámbulas recogieron casi hasta la garganta el borde de la sábana. Él, de pie y desnudo, le sonreía como quien sonríe a un retrato o a un recuerdo. Le sonrió así un momento, un largo, alargado momento, y luego se sentó, con mayor cautela aun, en la orilla de la cama. Su sonrisa se cambió por una expresión atenta, seria. Ella dormía ahora muy quietamente. Alguna vez este hombre había visto dormir a esta mujer, pero nunca la había mirado dormida como la estaba mirando. El sueño (la inmovilidad, la clausura de los ojos, la boca sin quehaceres) daba a la cara entregada una unidad que parecía definitiva y algo —mucho— del misterioso ensimismamiento de los muertos. Era más que siempre esa cara, simultáneamente, un paisaje un poco esquivo y una cara única en el mundo y también irrepetible, y estaba además como absuelta del tiempo, o simplemente evadida en un tiempo inocente o de fingida inocencia. Ninguna cara tan de ella, ninguna tan cifra suya, ninguna como para sentir al mirarla, como sentía el hombre, el llamado de un alma y un cuerpo confundidos fibra a fibra y fascinantemente singulares. En respuesta a ese llamado que era casi un vértigo, el hombre se inclinó más y más sobre la mujer dormida. Creía adivinar que aquella cara estaba a punto de decirle o confiarle algo y que no se lo decía, o quizá se lo decía tan secretamente que él nada podía entender. Sentía a la vez que el amor subía en su pecho pero asimismo que, falto de la complicidad esencial, no alcanzaba una existencia que pareciera propia y donde ellos, como por añadidura, pudieran encontrar una especie de comunión. De este sentir derivó otro, crecientemente doloroso: el sentir el no más allá de invencibles limitaciones... Quiso ver también el cuerpo. Avanzó entonces las manos y tomó la sábana y fue tirando lentamente de ella, hasta dejar del todo al descubierto el largo cuerpo de la mujer. Ésta no se movió, y su cara y su cuerpo se integraron en una unidad mayor. Sólo la respiración, el leve movimiento del respirar, negaba o desmentía un sometimiento de muerte, una rendición total, a un estar indiferenciable del estar de las cosas. Algo vegetal o por lo menos animal, más entero y hondo que lo humano, adquirió muy pronto aquella gran desnudez inmóvil. Y terminó el hombre viendo o creyendo ver que aquel cuerpo estaba allá como a causa de un malentendido, como olvidado, como abandonado por error a una soledad devorante .... Cerró los ojos. Pero no pudo mantenerlos cerrados y siguió mirando. No había, seguramente, en toda aquella piel que miraba un solo centímetro que él no hubiera acariciado o besado; pero ahora pedía a sus ojos mucho más de lo que sus manos y su boca habían podido darle. Los ojos mucho le dieron y mucho le negaron; de nuevo intentó, en vano, cerrarlos. Para no mirar más, apagó la veladora. Desnudo y descalzo, caminó hacia la ventana en la oscuridad de la habitación. Iba a abrir la ventana y a mirar la noche, pero —quizá cobardemente— no lo hizo. Permaneció de pie en la oscuridad, escuchando sin querer el ruido del mar y como perdiéndose, aunque quieto, minuto a minuto en la habitación que olía a cal y pórtland. Finalmente buscó a tientas la cama y se acostó con cuidado. Y ajustó su cuerpo al de la mujer y reclamó, con los párpados apretados, el sueño: la paz animal del sueño, la unión profunda en el sueño con la mujer dormida. |
cuento de Mario Arregui
Publicado, originalmente, en: Marcha Montevideo Año XXXIII Nº 1566 22 de octubre de 1971 pdf
Gentileza de Biblioteca Nacional de Uruguay
Mario Arregui en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
Email: echinope@gmail.com
X: https://twitter.com/echinope
facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce
instagram: https://www.instagram.com/cechinope/
Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/
Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay
|
Ir a índice de narrativa |
|
Ir a índice de Mario Arregui |
Ir a página inicio |
|
Ir a índice de autores |
|