La escoba de la bruja
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Para contar cierto tipo de historias hay que hacer algo muy parecido a cabalgar en la escoba de una bruja. Empiezo, escoba mediante, con un duelo a cuchillo que ocurrió allá por mil ochocientos setenta y tantos. Tuvo lugar aquel duelo en el potrerito de soltar caballos que poseía el comercio (también posta de diligencias) de un pulpero español, no lejos de donde el arroyo Porongos desemboca en el río Yí. Los duelistas fueron un tropero llamado Miguel Yuste y un cuidador y vareador de parejeros cuyo apellido era Paredes y cuyo nombre se ha olvidado. Miguel Yuste era alto y corpulento y entrado en años; Paredes, todavía joven, era chico y enjuto como corresponde a un vareador. Unos quince o veinte mirones presenciaron las alternativas de la pelea. Todos, como es natural, se mantuvieron a una respetuosa distancia. Entre ellos había tres hijos -ya mozos de barbas cerradas- de Miguel Yuste. La muy sabia esgrima de éste compensaba la mayor movilidad del vareador. Como para compensar a su vez las diferentes longitudes de los brazos, el cuchillo del hombre chico era más largo que el del corpulento tropero. Ambos contenedores se cortaron varias veces, más o menos levemente; ambos evitaban en lo posible quedar de cara al sol de aquella tarde dominguera y primaveral; más que al acero enemigo, ambos miraban la cara -los ojos, sobre todo- del adversario. En duelos tan parejos es siempre un error lo que provoca el desenlace y eso fue lo que sucedió: un paso en falso de Yuste, un ágil salto hacia adelante del vareador, una estocada profunda en el pecho del hombre grande. Este, retrocedió y abrió los brazos y giró sobre sí mismo. El otro volvió a saltar hacia adelante pero sofrenó el movimiento de tenderse en otra cuchillada, quizá porque no quiso herir por la espalda o porque no tuvo alma para hacerlo. Miguel Yuste, tras un vómito de sangre, cayó de cara al pasto. Paredes miró a su alrededor con ojos que tuvieron algo de ojos de convaleciente o, mejor, de sorprendidos ojos de niño. Durante un instante -un instante detenido, como colgado del cielo- los mirones permanecieron inmóviles. Varios de ellos (tal vez los más viejos, sin duda hombres costeados en el trance de ver morir humanos) se aproximaron después, de prisa pero no corriendo, al moribundo o ya difunto. El matador (vale decir, el duelista que se había desgraciado) dejó caer el cuchillo y se encaminó -cabizbajo ahora, ensangrentado y perdiendo sangre, tambaleándose un poco hacia un bebedero que había en un ángulo del potrerito. Fue entonces que los dos hijos mayores de Yuste, cuchillo en mano, corrieron hacia él. Pero el tercer hijo -Juan Pablo, tan alto y fuerte como su padre- corrió a la par de ellos y se interpuso y los detuvo a talerazos, gritándoles, además de insultos, que el pobre finado había sido muerto en buena ley. Su acción dio tiempo a otros hombres a intervenir, y así se salvó Paredes de una muerte segura. Todos los presentes (todos menos el pulpero godo, cuya opinión fue desestimada) prefirieron no avisar al teniente alcalde y no dar pie a que la policía metiera el hocico. Cinco o seis hombres recogieron el cadáver y lo depositaron a la sombra, al borde de un grupo de árboles. Paredes, a quien curaron con caña y vendaron mal que bien, escogió un excelente caballo y se perdió en el monte de Porongos, rumbo al norte o sea los grandes montes del Yí. Como si los talerazos y los insultos de minutos antes no hubieran sido, los hijos de Yuste se sentaron los tres muy juntos, en el suelo y a corta distancia del yacente; no hablaban con nadie y no se hablaban entre ellos. El pulpero, sin duda para enfatizar su discrepancia y su no injerencia, clausuró con trancas la puerta de la pulpería. Tres comedidos bien montados enlazaron una vaca y volvieron con el cuero, las achuras, los costillares y los asados de las paletas y los cuartos. Ya era el atardecer. El velorio se realizó al aire libre, bajo los árboles. Los hombres colocaron dos caballetes de desensillar y sobre ellos varias labias y encima el cuero de la vaca recién sacrificada y encima el cuerpo de Miguel Yuste. Hubo más que suficiente leña seca para el fogón, que ubicaron viento arriba para que el humo respetara el muerto; hubo candiles improvisados con nidos de horneros, grasa de riñonada y jirones de bajeras. De algún lado salieron calderas de lata, mates, cueros de gato conteniendo yerba, una reja que sirvió de parrilla y asadores hechos con alambres. Pese a la actitud casi hostil del pulpero, no faltó caña para asentar el mate y, después, vino carlón para regar las achuras y, luego, más vino para empujar la carne asada. Cara al cielo de la noche semitoldada y templada, el muerto presidía -de una manera de dos vertientes, a la vez cercana y remota- aquel avatar criollo de los banquetes fúnebres de la antigüedad. El fogón fue durante toda la noche, sin razón o causa explicable, muy grande, muy sobrealimentado. Los hermanos Yuste matearon y bebieron caña como todos, pero recién probaron algunos bocados y bebieron algunos sorbos de vino cuando ya cantaban el chingolo y otros pájaros del alba; de los tres Juan Pablo parecía el más cerrado y hosco, el más en intimidad con la hora que estaban viviendo. En determinado momento hubo que sujetar y apaciguar un borracho, uno de esos mala-bebida que nunca faltan. Tampoco faltaron perros inquietos y aulladores, y no muy lejos, la noche entera, se desgañifaron unas cuantas lechuzas. Allá a las cansadas salió la luna; un claudicante «pedazo de luna elevándose como por compromiso entre pequeñas nubes sucias». Todo velorio ahonda la noche, y en cualquiera -aunque el techo sea el cielo entre árboles bajos que no lo tapan- la luz del nuevo día es siempre algo un tanto increíble, algo que adviene por sorpresa, algo cuya presencia comienza pareciendo una intrusión... El lugar para el entierro a campo estuvo bien elegido; un escondido lugar donde el Porongos, en una de sus vueltas, deja una meseta alta, pedregosa, con algunos árboles, a salvo de las crecientes, de difícil acceso para el ganado... El cortejo partió temprano, con el primer sol; llevaban el cadáver en vuelto en el cuero y terciado y atado sobre el ancho lomo de un trotón de diligencias. Los hermanos Yuste cabalgaban inmediatamente detrás del manso caballazo negro, que un pardo muy amigo del finado conducía del cabestro. Más atrás iban los demás jinetes, ordenados casi por orden decreciente de edad. Dos de los más jóvenes llevaban una pala cada uno; otro, un pico. Aunque más bien corto, el viaje al paso se hizo bastante largó, y fueron varios los jinetes que dormitaron durante algunos trechos. No era aquella lo que suele llamarse una mañana gloriosa: había un cielo de no muchas nubes pero de todos modos un aire de tormenta, había un viento suave y rastrero que acercaba, por momentos, como rachas del olor pútrido y quieto de los bañados. La tierra balastosa y las piedras rojizas incrustadas en ella hicieron sudar a quienes, bajo un sol que ya mucho picaba, se turnaron para cavar la sepultura. Tábanos y moscas de monte zumbaban alrededor del grupo de hombres atareados en el acto, tan viejo y tan renovado cada vez, de inhumar un hombre. Algunos benteveos no visibles gritaban con alarma y un casal de calandrias silenciosas curioseaba desde el árbol más cercano, .con el cuidado que Dios manda, cuatro voluntarios descendieron a la hoya el cadáver envuelto en el cuero. Todos dejaron que fueran los tres hermanos quienes volvieran la tierra a su lugar, luego de besar los primeros terrones; fueron asimismo los hermanos, ellos solos, los que dispusieron finalmente un montón de piedras sobre la tierra removida. A modo de punto final, Juan Pablo cortó dos palos de un algarrobo e hizo con ello una cruz y la clavó en el túmulo. Transcurrieron años, muchos años: miles de días hechos de horas lentas y miles de noches rendidas al sueño; días y noches como amontonados luego en pequeñas gavillas de tiempo muerto, como juntados, confundidos y abreviados al fin de cuentas en fenecidos años iguales o a casi iguales y asombrosamente fugaces... En todos esos muchos años no sucedió en el pago nada fuera de lo común o lo previsible, no ocurrieron cosas para singularmente recordar y rescatar -salvo que se consideren como tales las eventuales caídas desde las nubes de grandes mangas de langostas, la epidemia de moquillo que un verano diezmó las caballadas, la sequía que duró casi tanto como la preñez de una yegua, los ecos y algún coletazo de dos populosas matrereadas que después se llamaron guerras civiles... A lo largo de esos años se fueron muriendo los hombres que cierta tarde de primavera habían estado domingueando en cierta pulpería, y la plural, compartida memoria del duelo, el velorio y el entierro fue como perdiendo puntos de apoyo con el deceso de cada uno, fue como hundiéndose de a pedazos en un olvido de algún modo emparentado con las piedras, las raíces del pasto, la redonda indiferencia del cielo, el no recuerdo del tiempo sin pasado que huye mentirosamente en los arroyos... Durante esos muchos años hubo cambios visibles en aquella patria chica: surgieron como por sí solas largas líneas de alambrado, crecieron geométricas plantaciones de eucaliptos que, dieron al paisaje una verticalidad que no tenía, numerosas poblaciones de estancias de poco campo fueron abandonadas y descaecieron a taperas, se levantaron azoteas y casas de media-agua en cuchillas donde ni un árbol había o en sustitución de los viejos ranchos... Durante todos estos años nada se supo de Paredes ni de los hijos mayores de Miguel Yuste. Estos, pocos días después de la muerte del padre, salieron con tropa hacia el sur y no regresaron: en cuanto al vareador, era lo mismo que si se lo hubiese tragado la tierra. El menor de los Yuste, en cambio, siguió viviendo en el pago. Juan Pablo fue balsero en el Yí, esquilador, ocasionalmente alambrador, posteriormente puestero. Era reconcentrado y tranquilo: un buen vecino bien instalado, podría decirse, en el mundo elemental y firme (aunque acechado por una abigarrada bandada de supersticiones) de quienes poblaban por aquellos años nuestra campaña. Llegó a la madurez sin sospechar que estaba esperándolo, secreta en un futuro no lejano, una noche única y signada: la noche en que... bueno, mi escoba se niega a adelantar la tardanza de lo que esta porvenir. Era infaltable en los velorios y los entierros, a los que concurría (mi escoba y yo damos fe) movido por confusos sentimientos de solidaridad con el muerto y como en un mano a mano consigo mismo en el coto privado, por decirlo así, de cierta mala conciencia d£ sobrevivir, de interrogaciones tan mudas como resignadas, de una piedad muy verdadera... Yo, desde mi escoba, puedo aportar además un hecho no conocido por nadie y que, no cabe dudarlo, tenía mucho que ver con él: de tiempo en tiempo aparecía enderezada o restaurada una cruz de palo en un rincón del Porongos. Una mañana llegó al escenario de mi historia un viejo descarnado, visiblemente terminándose. Era Paredes y venía a morir en su terruño. Se quedó cómo agregado en una estancia cuyo capataz era uno de sus hermanos. Ya nadie hablaba de duelo prescripto también en el recuerdo, y él, al parecer, puso cuidado y pudor en no decir una palabra que lo aludiera. Sin ninguna muestra de interés especial, escuchó lo que su hermano alguna vez le dijo a propósito de que Juan Pablo Yuste vivía a dos leguas escasas; poco o nada le significó, se diría, oír nombrar al hombre que treinta y tantos años atrás lo había salvado de quién sabe cuántas puñaladas; en realidad, nunca pudo saberse en qué medida memorizaba los sucedidos del día en que había matado o tenido que matar. Pasaba la mayor parte de su tiempo sentado debajo de unos paraísos, tomando incontables mates y mirando el suelo o sus alpargatas, o el humear del pucho que había dejado caer, o el ir y venir de las hormigas de siempre... Es innegable que esperó la muerte con un leve y atisbante beneplácito. A los pocos meses, una tarde de marzo, no despertó de la siesta. El hermano determinó que el velorio se hiciera en la estancia y mandó avisar al juez y a los vecinos. Otoñalmente serena y de luna recién entrada en menguante fue la noche que siguió a aquella tarde. El cuerpo de Paredes, hombre chico y como achicadlo en másr por la muerte, al fondo de un galpón o cochera, en un ataúd demasiado grande, entre cuatro velas y con un puñado de flores amarillas sobre el pecho. Mujeres sentadas en sillas y bancos a ambos lados del ataúd, rezando o simplemente estando. Hombres aquí y allá, hablando de mil cosas pero siempre con voces opacadas, refrenadas. El hermano de Paredes desempeñando con alguna exageración perdonable su papel de doliente principal. Dentro del galpón dos faroles a queroseno; otros dos afuera, colgados de un largo parral. Un fogón chico debajo de los paraísos y caballos atados al palenque y en los postes de los bretes de pasar ovejas. Varios charrets con los caballos maneados y otros levantando sus varas cómo en plegaria al cielo sin nubes. Varios mates circulando; de cuando en cuando, la ronda de la damajuanita de caña con ñangapiré. Con sus cuatro arrodillados angelitos negros de madera, el carruaje de la funeraria (sin los caballos: éstos pastando en el piquete) esperaba en el guardapatio. Ya tarde, pasada la medianoche, llegó Juan Pablo Yuste al velorio del matador de su padre. Se lo reconoció desde un primer momento: muy visible en la noche, muy clara la silueta de un hombre alto y fuerte que sujeta su caballo y echa pie a tierra. La noticia de su presencia cunde rápidamente, y son muchos los hombres y las mujeres que advierten que habían estado, sin saberlo, esperándolo. El recién llegado ha atado las riendas en un varejón de la portera y se encamina hacia las luces que cuelgan del parral. Camina sin prisa y a pasos firmes, quizá demasiado firmes. Algunos hombres que están junto al brocal del aljibe lo miran en silencio, en una expectativa que no intentan explicarse y que crece a medida que él se acerca; creen notar algo raro, algo de autómata, en sus movimientos. La gran luna apenas mordida parece iluminarlo más de la cuenta y cada vez mejor. Yuste no ha mirado a nadie y llega a la puerta del galpón o cochera en donde está el cuerpo de Paredes. Vacila un instante pero se ve que va a entrar. Su cara, ahora muy cerca de uno de los faroles, es dura, tirante, como atrancada; sus ojos parecen mirar sin ver. Respira hondo y entra. Hay sentidos de presentir: dos o tres hombres se apresuran detrás de él. Un minuto después se oye el estallido de un tumulto en el fondo del galpón: gritos de mujeres, destempladas voces de hombres, ruido de sillas que caen. Hombres que están afuera acuden a la puerta. Salen de galpón más gritos y más voces y más ruidos. Y también Yuste, abriéndose paso. Sale llevando en brazos, como a un niño dormido, el pequeño cadáver de Paredes. Algunos hombres intentan detenerlo y algunas mujeres sollozan. Yuste vocifera que lo dejen pasar y echa el cadáver al hombro: en su mano derecha relumbra un cuchillo. Los hombres se apartan. Yuste se dirige hacia la portera. La gran luna parece iluminarlo todavía más que antes. Dos o tres hombres desenvainan sus cuchillos y amagan seguirlo pero otros los contienen. Todos se aquietan, sobreviene un silencio unánime. Yuste llega al caballo, pone el cadáver sobre la parte delantera del recado, monta, parte al galope. Como despertando, como reapareciendo, los perros de la estancia se arremolinan en el guardapatio y aúllan de un modo desganado y medroso. Tengo la experiencia de la noche que velamos a un ahogado todavía no rescatado de la cañada y puedo decir que un velorio sin muerto es una de las cosas más extrañas de las que hay entre el cielo y la tierra. Lo que había sido velorio pasó a ser una reunión como casual y sin centro de hombres y mujeres desconcertados y como estafados. Todos se preguntaban y todos preguntaban a todos que motivaciones y qué sentido podía tener el hecho inadjetivable que acababan de presenciar. Mucho se comentó y mucho se conjeturó, y la reunión terminó de dispersarse un largo rato después de la salida del sol. Muchas cosas se dijeron, repito, pero no hubo quien fuera capaz de formular siquiera una aproximación de aquella viejísima frase (nacida en la costa oriental del Mar Egeo hace casi veinticinco siglos) que asevera que nadie queda tan unido a nadie como el homicida al victimado. Yo, desde mi escoba, me asomo a la tarde siguiente sobre cierto rincón del Porongos: veo allí tierra removida y, muy juntas dos cruces de palo. |
cuento de Mario Arregui
al principio fue el cuento
Edición Homenaje Ministerio de Educación y Cultura
e Intendencia Municipal de Flores
Selección de Textos y Prólogo Prof. Margarita Romero
Montevideo: Centro de Difusión del Libro año 1998
Ver, además:
Mario Arregui en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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