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El superior
Mención, con publicación, en Concurso de cuentos de la Revista Asir año 1952 |
Dentro del ómnibus no había más que ruidosas manifestaciones de alegría y rostros sonrientes. Todos se apretaban unos contra otros con benevolencia hacia los compañeros de viaje y también hacia el resto del mondo —allá, más lejos en el parque, las primeras parejas de enamorados, el heladero y su carro amarillo. En las conversaciones comenzaba a gestarse la efímera leyenda de cada domingo sobre las jugadas más emocionantes del partido. El calor aún se hacía sentir. —No puede abrir esa ventana. Ciérrela —dijo de pronto un hombre desde el centro del pasillo. Su tono, autoritario y firme, se dirigía a intimidar a un muchacho de ojos turbios y camisa roja oscura que había abierto una ventana. —Ciérrela, mocito, cierre esa ventana —apremió la voz firme y monótona. El muchacho vaciló, buscando apoyo a su alrededor. Un hombre rubicundo de gorra a cuadros dijo en voz alta y desafiante: —¿Y usted quién es para dar órdenes a nadie? Si no le gusta se baja... No la cierres nada, Luis, no la cierres. Le bullía en la sangre el triunfo del club del barrio. Pareció entonces como si girara el escenario y apareciera el hombre autoritario iluminado por el arco voltaico. Todos lo miraron. Vestía un traje marrón muy raído y usaba una corbata negra mal hecha. El no se dio por enterado. —Guarda, —llamó— Ante el asombro de muchos el guarda se acercó sumiso, atravesando con habilidad profesional la doble fila y haciendo guiñadas de complicidad a los que estaban sentados. Quería dar a entender que estaba sobrando la situación. Interrogó al hombre con un levantamiento de cejas. —Haga cerrar la ventanilla. —Cerrala pibe, por favor —acató el guarda con aire conciliador. El ómnibus seguía su viaje, pero ahora había entrado en un lugar sombreado; los pasajeros, deslumbrados aún, entrecerraban los ojos, pendientes del caso con extrañeza y regocijo, pero todas las conversaciones habían cesado. Toda la escena se veía como a través de un vidrio empañado. —¿Y usted quién es para mandar aquí? —tronó el gordo belicosamente, sacándose la gorra. Tenía pelo rubio y, enrulado: sobre la roja piel del cuello nacían gotitas de sudor. —Soy un superior— dijo con convicción el hombre. En los ojos dilatados de algunas mujeres nacían temor y asombro. Había algo en el tono de su voz, en la rigidez de sus ojos, que suspendía el ánimo de quienes lo escuchaban. Otro cualquiera hubiese sido objeto de irrisión, él en cambio, desde su pequeña estatura y su corbata mal hecha imponía un imprevisto respeto. —Pare el ómnibus— agregó, dirigiéndose al conductor. Este obedeció, y la sorpresa paralizó al instante los pensamiento» -de los pasajeros, que miraron inquisitivamente a los funcionarios buscando en vano la clave del asunto. El gordo rubicundo hacía esfuerzos por sublevarse detrás de un torrente de imprecaciones. Pero él también había sido dominado por la magia extraña que emanaba de aquella mísera figura. Se esperaba todo; que el Superior echara a reír, transformado en un obrero bromista o que comenzara a hablarles en favor del aumento de salarios. Podía ser un loco o un hombre razonable, que fuese al fútbol, tuviese opiniones políticas y hablase de mujeres en la mesa del café. Pero todos sentían —más o menos frío— un velo sobre la alegría del triunfo. ¿Qué pasa? —exclamó nerviosamente uno desde el fondo— ¿es un inspector o no?—. “Carlos!”, susurró su mujer con temor. El la miró de reojo y sonrió, tratando de impresionarla con su audacia. Siempre había deseado una oportunidad así. —<Un inspector de particular no es inspector, es como cualquiera. No manda nada —dijo un muchacho desde una segunda línea de defensa. Su intervención cayó en el rocío, y él, con un ligero encogimiento de hombros siguió recordando la película pornográfica que había visto. El Superior no miraba a nadie, aguardando seguro de si mismo el cumplimiento de sus órdenes. La ventanilla fue cerrada, y el incidente fue perdiéndose tras el ruido del motor, las casas húmedas y los plátanos de la vereda sin resolverse en nada; era sólo un enigma que se oscurecía a la distancia. Pocas cuadras después bajó el Superior. Había perdido algo de su aspecto mágico, y era un hombre como tantos; sin embargo, nadie se atrevía a mirarlo fijamente. Luego que, con estridencia de desahogo, arrancó el motor, exclamó el gordo: —Menos mal que hoy ganó Cerro, que si no...— y meneaba la cabeza amenazadoramente. Algunos rieron. Querían reír, lanzar sobre el abismo una cuerda que los uniera a aquel momento en que salían de la cancha de fútbol, cuando no pesaba sobre ellos la incertidumbre. Pero no era posible; y el ómnibus prosiguió su marcha, sin saber a ciencia cierta a dónde iba.
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El superior |
Jorge Arias
ariasjalf@yahoo.com
Mención, con publicación, en Concurso de cuentos de la Revista Asir año 1952
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