El mar seco

Llegamos a San Luis cerca de las once de la mañana, a fines de noviembre. El sol estaba fuerte. La casa de bloques sin revocar, y tenía techo de paja quinchada.
Sólo se veía una puerta, modesta, gris. Como colgada, una ventana sin pintar, color óxido. 
Madre golpeó con los recuerdos, llena de temor y ternura. Yo miraba la construcción de la casa, que además de precaria era fuerte y larga; parecía un cuadrilátero gris y áspero. 
La puerta de lata se abrió con un chillido lento y apareció una gran cabeza, cubierta por un largo cabello gris y en el centro unos estrábicos ojos marrones, rodeados por una barba también gris que parecía proteger una boca de labios gruesos, llena de dientes amarillos y babas. 
Apenas moviendo los ojos, como el sol mueve la arena, nos habló desde su lengua grande. 
-Pasen. 
Madre levantó el bolso de lona verde, me miró como diciendo "vamos", y caminamos hacia la puerta ahora más abierta. 
Cargué la mochila verde oliva y caminé mirándole a los ojos que se habían quedado quietos. Luego volvieron a extraviarse y uno quedó mirándome. 
Cuando llegué a la puerta dio un pequeño paso al costado para que pudiera pasar; sentí su olor a mar. 
La casa estaba caliente, las paredes eran grises. En el recibidor había una mesa redonda, con base de madera de barril de cerveza y cuatro sillas de madera de mar sin lustrar. 
Una gran red llena de telas cubría la pared del oeste y un timón de madera mandaba luces desde el este. 
Alargando los ojos por una abertura redonda pude ver el dormitorio con dos cuchetas marineras y más al fondo una caldera encima de un calentador. Sin más trámites nos dijo, en forma imperativa y cortante: 
-Dejen los bolsos, están en su casa. 
Pensé que iba a decir "están en su barco".
Otra vez sus desviados ojos estaban en mí. Se quedaron quietos y llenos de profundidad, había en ellos una luz intensa pero serena, como el mar cuando se mira de la orilla. Desde ese profundo aparecieron breves destellos anunciando, en su inexpresivo y lejano todo, que había algo que lo alegraba. 
Madre, arrastrando el bolso, pidió permiso para pasar al baño. Le señaló el lugar, afuera de la casa. 
Me senté en una de las sillas de madera dejando mi mochila en el suelo. Tenía una piedra en la media que me estaba molestando hacía rato. Sin demora, me quité las zapatillas altas, la media de lana y localicé el pequeño objeto torturador. Mi pie izquierdo quedó libre y aliviado. 
Cuando levanté la vista, vi que me estaba observando en silencio y su ojo estaba como loco. 
-Te gusta mi pie?. Si querés te muestro los dos. 
Se sonrió tiernamente, y dijo: 
-Tal vez. 
Desde el fondo Madre gritaba: 
-Ana, no querés pasar al baño?. 
-Ahora no, mamá!. Me quité la otra zapatilla y la media, y quedé descalza. 
-Te gusta más ahora?. 
-Tal vez. 
-No querés tocarlos?. 
Sus ojos se convirtieron en un abismo.
-Ana, podés venir?. 
-Voy, mamá!. 
Cuando pasé junto a él, sentí que sus dedos gruesos se apoyaron en mi cabello. 
-Te gusta mi pelo también?. 
-Tal vez. 
-Y esto? -le mostré mi trasero-. Lo querés tocar?. 
-Tal vez. 
-Esta noche. 
Seguí despacio, ágil, mostrándole mis piernas bien torneadas de adolescente en celo. 
Cuando volví del cuarto de baño estaba mirando las arañas o el timón; tenía un aire de marino, no de pescador, no de hombre, no de solo. Ya sé: tenía pinta de alucinado. 
Me gustaba su cabello gris, sus piernas grandes y me fascinaba su mirada desviada. Se animaría esta noche?. Mamá duerme rápido. Ojalá salga la luna. Cuántas veces habrá navegado?. Tiene olor a mar. Debe haber llegado al fondo. Debe tener otra casa en la isla. Los caracoles azules deben ser suyos; por eso no aparecen por la playa. Las noctilucas serán sus amantes. Esta noche voy a convertirme en noctiluca. 

-Ana, me podés ayudar con los bolsos?.
-Sí. 
-Ana. Nos vamos a quedar aquí por un tiempo..., hasta que consiga trabajo. Te pido por favor que no molestes a tu tío. Es raro pero es bueno. 
-Es marino?. 
-A veces. Es de todo!. 

La luna brillaba sin corona detrás del monte de eucaliptos.
El canto de la noche estaba en su apogeo y él estaba sentado contra la acacia amarilla del fondo navegando por el cielo. Esperando. 
-Vine descalza. Tocá!. 
-Ahora no. 
-Cuándo?. 
-Cuando yo diga. Ahora estoy soñando. 
-Entonces me voy?. 
-No. Quedate aquí, soñá conmigo. 
-Qué sueño?. 
-Lo que quieras. 
-No puedo. 
-Sí, podés. Sentate aquí. 
-En tu falda?. 
-Sí. 
-Bueno. 
Me senté sobre sus fuertes piernas mirando sus ojos. Suave, pero con firmeza, me cambió de posición; quedé con la espalda en sus ojos y la luna en los míos. 
-Por qué así?. 
-Así se sueña mejor. 
-En qué soñamos?. 
-En lo que quieras. 
-Se pueden contar los sueños?. 
-Se pueden. 
-Entonces esperá que ya empiezo. 
-Bueno. 
-Estamos en el fondo del mar, en una caverna submarina; una tonina nos llevó hasta allí. Estamos desnudos y nos reímos de la gente que no sabe soñar. Vos me acaricias los pies y yo te aliso la barba. Yo me vuelvo noctiluca y te enciendo. Vos me hacés tu amante, como a las otras. 
-Qué otras?. 
-Las otras noctilucas amantes que tenés. 
-No tengo. 
-Es un sueño. 
-En mi sueño no tengo amantes. 
-No te gustan. 
-En este sueño no están. 
-Dónde están?. 
-En el mar interior. 
-Y eso, qué es?. 
-Es un mar seco. 
-Un mar seco?. Es otro sueño?. 
-No. Existe. 
-Tiene pies?. 
-Tiene. 
-Te gusta besarlos?. 
-Me gusta. 
-Por qué no los besás?. 
-Ahora?. 
-Sí, ahora. 
-Tenés que venir conmigo. 
-Vamos. 
Caminaron despacio hacia la luna tomados de la cintura, caminaron sin cansancios, sin apuros, hasta llegar al mar seco. 
La atrajo lentamente hacia él, le quitó el short de tela vaquero recortado en flecos que le afirmaba los muslos y sus redondeces, luego le quitó la camisa azul, dejando libre su espalda larga y los hombros caídos, mientras los incipientes senos apuntaban a sus ojos. 
Esperó las caricias de las manos grandes del marino y abrió las piernas nuevas esperando el encuentro. 
Entonces vio cómo sus ojos estrábicos se transformaban en grandes faros, su boca en una gran caverna a la cual iba entrando desnuda y brillante, como una nueva noctiluca amante. 
En las rocas de los corralitos alguien gritaba: 
-Ana, Ana!. Dónde estás?. Ana...!

Tabaré Arapí en "Entre cuentos, historias y canciones". Editado en 1994.

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