Narcisismo en Freud y Lacan
Ismael Apud

“He aquí también, en verdad, oh monjes, la noble verdad del origen del dolor: es la sed que lleva a renacer, acompañada del apego al placer, que se regocija aquí y allá, es decir, la sed del deseo, la sed de la existencia, la sed de la no existencia.” 

                                                                                    Buda, “El sermón de Benarés”.

El siguiente trabajo pretende explorar la teoría psicoanalítica en Freud y Lacan, tomando como eje de análisis al narcisismo y al desarrollo de la libido. Al tomar este eje de coordenadas pretendemos realizar un análisis de la teoría psicoanalítica en relación a como se constituye progresivamente el ser humano y de qué hablamos cuando decimos desarrollo de la libido. ¿Cómo es que el individuo establece sus primeros lazos afectivos y que relación guardan dichos lazos con el narcisismo? ¿Cómo se relaciona el narcisismo con las identificaciones y la construcción de la realidad? ¿Qué postulados filosóficos y biológicos encontramos en la base de la estructura psicoanalítica? ¿Cómo se relacionan con el narcisismo, con el establecimiento de los lazos objetales y con la construcción del vínculo con la realidad? ¿Qué papel juega el orden simbólico en todo esto?

Contestar a estas preguntas de forma completa y acabada resulta, claro esta, algo imposible para este trabajo. Sin embargo son preguntas guía que pretenden ser parte nuestra orientación en la exploración de la teoría psicoanalítica. Por otro lado tenemos la estructura del trabajo. Debido a las complicaciones que nos ofrece la obra freudiana en su desarrollo conceptual a lo largo de los años, el trabajo establecerá su análisis según diversos artículos publicados y sus relaciones respectivas.  Creemos que ofrecer una perspectiva sincrónica de las formulaciones freudianas, o sea, pensar su teoría como algo estático y sin una relación cronológica de descubrimientos e invenciones, peca de excesivo idealismo (como si la teoría estuviera esperando en los confines, a ser objetivada). En el caso de Freud hemos realizado un análisis del narcisismo y el desarrollo libidinal en torno al desarrollo de las pulsiones en su dualismo, que alcanza su punto más alto en “Más allá del principio del placer”. En Lacan tendríamos una situación distinta ya que sus elaboraciones toman al narcisismo en relación a un proceso de constitución del yo, en tanto reflejo o deseo del deseo de la madre. El narcisismo estará más centrado entonces en las relaciones identificatorias, en ese juego de reflejos que es la constitución del yo.

Freud

El término narcisismo es introducido al campo de la psiquiatría por P. Näcke en 1899. Dicho autor lo vincula con el tipo de perversión sexual en la cual “... un individuo da a su cuerpo propio un trato parecido al que daría al cuerpo de un objeto sexual...” (Freud, 1987:70). Sin embargo, Freud no se limita a una visión estrictamente patológica sino que, desde una perspectiva siempre atenta al desarrollo sexual infantil, propone la utilización del término en referencia a un estadio normal en el desarrollo de la libido (idea ya esbozada en el caso Schreber).

“Introducción del narcisismo” es el primer texto en el que Freud desarrolla su posición en referencia al narcisismo. Así tenemos que  “El narcisismo, en este sentido, no sería una perversión, sino el complemento libidinoso del egoísmo inherente a la pulsión de autoconservación, de la que justificadamente se atribuye una dosis todo ser vivo” (ibid. Pág. 71-72) O sea que el narcisismo estaría íntimamente ligado a las pulsiones yoicas o de autoconservación, las cuales serían lo opuesto a la libido de objeto o pulsiones sexuales. Entramos aquí en una première del dualismo que tanto defendió Freud y que marca un límite en su diferenciación con el monismo que Jung desarrolla en aquella época. Dualismo que partiría de una concepción doble de la existencia biológica: un ser mortal, individual, que tendría como fin a sí mismo (autoconservación) y otro ser inmortal, plasma germinal que sería tan sólo un eslabón en la cadena de la vida (quizás más fácil de pensar en nuestros tiempos, con el desarrollo de la genética).

Partiendo de este dualismo Freud plantea, a nivel del desarrollo de la libido, un primer momento que denomina narcisismo primario del niño, en el cual no hay un yo constituido y predomina el autoerotismo. Progresivamente las pulsiones sexuales comienzan a diferenciarse de este estado primario, aunque apuntaladas al principio en la satisfacción de pulsiones yoicas. Surgirán entonces las primeras elecciones de objeto, que ya marcan un distanciamiento con esa indiferenciación primaria. La elección de objeto se realizará en forma dual: puede ser anaclítica, lo cual implica  a la madre como objeto sexual, o puede ser una elección del tipo narcisista, de su propia persona, y que sería la elección predominante en los homosexuales (recordemos que ambas elecciones se realizan en todo individuo, aunque el predominio de una o de otra determinará la constitución sexual posterior). 

El narcisismo primario será abandonado definitivamente con la constitución del ideal del yo, el cual se adquiere a través de la castración y su consecuente represión. El niño “No quiere privarse de la perfección narcisista de su infancia, y si no pudo mantenerla por estorbárselo las admoniciones que recibió en la época de su desarrollo y por el despertar de su juicio propio, procura recobrarla en la nueva forma del ideal del yo. Lo que él proyecta frente a si como su ideal es el sustituto del narcisismo perdido de su infancia, en la que él fue su propio ideal” (ibid. Pág. 91). O sea que el niño (tal y como lo desarrolla posteriormente Lacan) no renuncia al deseo sino al goce, trasladándolo a la metáfora del ideal del yo; castración al goce prohibido y no al deseo. Esto es importante ya que este deseo será descargado ahora por otras vías desexualizadas en su objeto, idealizadas, proceso que lleva el nombre de sublimación. También surge la conciencia moral, instancia crítica que derivará más tarde en el “superyo” de “El Yo y el Ello”.

En cuanto al campo de lo psicopatológico (y siendo breves claro está), encontramos como principal mecanismo el retroceso de la libido de objeto al yo, su mudanza en narcisismo. O sea, el mecanismo propio de la regresión. Este replegamiento de las investiduras de objeto se produciría en las neurosis, al ser sustituido el objeto real por el objeto imaginario, o bien al ser mezclados ambos. Dicha retracción sería similar a la de un fuerte “dolor de muelas” que “... retira sobre su yo sus investiduras libidinales para volver a enviarlas después de curarse” (ibid. Pág. 79). En el caso de las psicosis la retracción que implicaría la sustracción  de la libido es ya de los objetos tanto reales como imaginarios, perdiendo casi completamente el contacto con las personas y el mundo exterior.

“Duelo y melancolía” es considerado una extensión del trabajo que mencionamos en los párrafos anteriores. En éste desarrolla la retracción propia de la melancolía y sus diferencias con el duelo. “En el duelo, el mundo se ha hecho pobre y vacío; en la melancolía, eso le ocurre al yo mismo” (Freud, 1987b:243). Esta rebaja del sentimiento yoico, que lleva tras de sí una cantidad de autorreproches, autodenigraciones y sentimientos de culpa llevan a Freud a seguir indagando en lo que llamó anteriormente “conciencia moral”. Pero además Freud explora en la relevancia de la fase oral o canibálistica, modelo fundamental en los procesos de identificación. La melancolía correspondería entonces a un tipo de identificación narcisista secundaria donde el yo se identifica con la imagen del objeto deseado o perdido -recordemos que el melancólico dirige sus reproches al mundo exterior de la misma forma que los dirige a sí mismo. Recordemos también la distinción anteriormente mencionada, entre elección de objeto anaclitica y elección narcisistica que corresponderían a las primeras relaciones objetales-. Se trataría entonces, de un tipo de identificación de carácter más primitivo y a la cual el melancólico llega por la vía de la regresión; ésta implicaría una identificación por la vía de la devoración o incorporación del objeto -en “Tótem y tabú” la devoración del padre por la horda primordial con la cual consumaban su identificación-.  

En “Las pulsiones y sus destinos” Freud aborda la cuestión de la libido yoica y la libido objetal, esta vez en sus relaciones con el amor, el odio y el narcisismo. “El yo se encuentra originariamente al principio de la vida anímica revestido de pulsiones y es en parte capaz de satisfacer sus pulsiones en sí mismo. A este estado le damos el nombre de narcisismo, y calificamos de autoerótica a la posibilidad de satisfacción correspondiente.” (Freud, 1988:265) En esta fase narcisista el yo no se interesa en el mundo exterior (indiferencia). Pero a medida que surgen estímulos displacientes, dicha unidad narcisista comienza a desarrollar, bajo el principio del placer, sus primeras relaciones objetales, introyectando los objetos de placer, y alejando los que constituyen motivos de displacer (proyección).  De esta forma se constituye el yo de placer, que antepone el carácter placiente. “A esta nueva ordenación queda nuevamente establecida la nueva coincidencia de las dos polarizaciones, o sea la del yo sujeto con el placer y la del mundo exterior como displacer (antes indiferencia)... después de la sustitución de la fase puramente narcisista por la fase objetiva, el placer y el displacer significan relaciones del yo con el objeto.” (ibid. Pág. 266- 267). Así vemos como el amor, al principio sumergido en un autoerotismo narcisista, emerge hacia los objetos que se incorporan en el relacionamiento motor del niño con el medio que le suministra placer (la madre). Este amor, claramente sexual se desarrolla progresivamente. En la primer fase del desarrollo libidinal (fase oral), surge la relación de incorporación o ingestión como  mecanismo de identificación y vínculo erógeno, aunque éste sea de gran ambivalencia, ya que implicaría la supresión del objeto en un acto de devoración. En la fase sádico anal surge la aspiración al objeto en forma de dominio, con cierto grado de ambivalencia pues este dominio implica cierta indiferencia al daño del objeto. Recién en la organización genital el amor se constituirá en antítesis al odio. Ahora bien, dicho odio sería más antiguo que el amor y nacería de “...la repulsa primitiva del mundo exterior emisor de estímulos por parte del yo narcisista. Como expresión de la reacción de displacer provocada por los objetos, permanece siempre en íntima relación con las pulsiones de conservación del yo, de manera que las pulsiones del yo y las sexuales entran fácilmente en una oposición que reproduce la del amor y el odio. Cuando las pulsiones del yo dominan la función sexual, como sucede en la fase de la organización sádico anal, prestan al fin de la pulsión los caracteres del odio” (ibid. Pág. 270)

Y llegamos a “Más allá del principio del placer”; artículo que marca un antes y un después en la teoría psicoanalítica, y que es motivo de muchas interrogantes. Recordemos que Freud postula la compulsión a la repetición de forma crítica a su propia teoría, lo cuál implicó una nueva revisión y acomodamiento de los postulados psicoanalíticos. En dicho artículo Freud se pregunta por qué, si el aparato psíquico se rige bajo el principio del placer (y el de realidad como forma desarrollada de este) ocurre que, en fenómenos como la neurosis traumática, se efectúa la repetición de un recuerdo displacentero. O sea, ¿porque la psiquis, que supuestamente busca la descarga de la tensión en forma de placer busca, en determinados casos, su propio sufrimiento? Esta crítica al principio económico fundamental de su teoría lo lleva a desarrollar hasta último término un dualismo que ya venía figurándose anteriormente y que se opondría a las elaboraciones jungianas de la época. “Nuestra concepción es dualista, y lo es de manera más tajante hoy, cuando hemos de llamar a los opuestos pulsiones yoicas y pulsiones sexuales, para darles el nombre de pulsiones de vida y pulsiones de muerte.” (Freud, 1988:51-52).

En este dualismo Freud postula, más allá del principio del placer, un mecanismo aun más primitivo y originario que se manifestaría a lo largo del desarrollo libidinal en forma conservadora e incluso regresiva. Este mecanismo sería el de la compulsión a la repetición, tendencia de la vida a repetir un estado de cosas y de esa forma recuperar el dominio sobre determinados estímulos. En las neurosis traumáticas, observamos dicha compulsión en la rememoración del hecho traumático, siendo las neurosis de guerra las más evidentes. Dichas compulsiones (tal como lo estudia en su artículo “recuerdo, repetición y elaboración”) son un mecanismo básico de toda enfermedad psíquica, y ha sido muchas veces observada en el actuar y repetir del paciente en las relaciones transferenciales que construye con el analista. Repetir lo reprimido (y sin embargo, no poder recordarlo). También es observable en el juego de un niño, donde el infante repite una y otra vez la misma partida, aunque en este caso no implique un “más allá tan rotundo”. Recordemos el ejemplo del niño y el carretel que utiliza como juego, donde simboliza la angustia del aparecer y desaparecer de la madre. Dicha repetición en el juego permitiría al niño elaborar la angustia pasando de la pasividad de la situación a la actividad y dominio en el juego; esto le permitiría no sólo establecer un reencuentro con una situación identificatoria, sino además elaborarla y posteriormente ligarla. Esto se muestra de forma muy diferente en el enfermo. Retomando a Freud: “En el analizado, en cambio, resulta claro que su compulsión a repetir en la transferencia los episodios del período infantil de su vida se sitúa, en todos los sentidos, más allá del principio del placer. El Enfermo se comporta en esto de una manera infantil, y así nos enseña que las huellas mnémicas reprimidas de sus vivencias del tiempo primordial no subsisten en su interior en el estado ligado, y aún, en cierta medida, son insusceptibles del proceso secundario” (ibid. Pág. 36). La compulsión a la repetición en el enfermo implicaría entonces, no sólo la repetición de un estado de cosas sino que también la imposibilidad de efectuar posteriores ligazones y por lo tanto un posterior desarrollo hacia el proceso secundario. El problema de la compulsión a la repetición (y por lo tanto de las pulsiones de vida y de muerte), estaría entonces no en un repetir un estado de cosas (que claramente es un mecanismo infaltable en todo momento del desarrollo orgánico) sino en el predominio de una compulsión a tal punto que bloquea el desarrollo de las pulsiones sexuales (en el caso del niño y su juego de carretel, la repetición tendría una justificación positiva que diferiría en mucho de la estereotipia del paciente y su patología).

Sin embargo Freud no se queda en el ámbito psicológico, sino que avanza en sus especulaciones hacia el terreno de la biología, elaborando sobre las concepciones de A. Weismann sobre los organismos vivos en su doble carácter de soma o sustancia mortal y de plasma germinal o sustancia inmortal. Reflexiones de carácter incluso  cosmológico, o filosóficas en gran medida: “...en último análisis lo que habría dejado su impronta en la evolución de los organismos sería la historia evolutiva de nuestra tierra y de sus relaciones con el sol. Las pulsiones orgánicas conservadoras han recogido cada una de estas variaciones impuestas a su curso vital, preservándolas en la repetición; por ello esas fuerzas no pueden sino despertar la engañosa impresión de que aspiran a un cambio y al progreso, cuando en verdad se empeñan meramente por alcanzar una vieja meta a través de viejos y nuevos caminos... un estado antiguo, inicial, que lo vivo abandonó una vez y al que aspira a regresar por todos los rodeos de la evolución...la meta de la vida es la muerte; y retrospectivamente: lo inanimado estuvo ahí antes que lo vivo.” (ibid. Pág. 38). Este estado al que la vida tiende y que no es otro que el estado cero de la muerte (principio de nirvana, de carácter muy parecido a la metafísica budista) es donde estaría situado nuestro narcisismo originario, y que se parecería en mucho al motor inmóvil aristotélico, causa final hacia la que tiende y por la que se origina toda forma de vida. Sin embargo en Freud la vida surge en un acto paradojal en el cual, lo inorgánico establece una acción opuesta a sí mismo tan sólo para retornar a su propio estado originario.

En este modelo las pulsiones de autoconservación se denominarían pulsiones de muerte, tánatos, pulsiones parciales que aseguran al organismo un “...morir a su manera...así se engendra la paradoja de que el organismo vivo lucha con la máxima energía contra influencias (peligros) que podrían ayudarlo a alcanzar su meta vital por el camino más corto...” (ibid. Pág. 39); todo organismo buscaría morir por causas internas. En oposición encontramos a las pulsiones sexuales cuya característica es ligar y cohesionar a la sustancia viva, por lo que adquieren la denominación de pulsiones de vida o Eros; su forma más simple estaría representada por la fusión de dos cuerpos celulares, fusión que aseguraría inmortalidad de la sustancia viva.

En cuanto a las relaciones de ambas pulsiones con el principio del placer y el narcisismo, el asunto no es claro y ha dado muchas polémicas en el círculo psicoanalítico. Pues si bien Freud plantea la compulsión a la repetición como un “más allá del principio del placer”, este último ofrece un servicio directo a las pulsiones de muerte, de autoconservación, de repetición. A mi entender Freud introduce en el análisis una distinción entre dos tipos de pulsiones, una restrictiva y repetitiva (tánatos), y otra expansiva y creativa (Eros), que coexistirían en la psiquis y sobre las cuales se elaborarían los principios de placer y realidad, así como la búsqueda narcisística consecuente (tanto a nivel primario como secundario). El desarrollo libidinal sería promovido por el aumento de tensiones que introduce Eros, de acuerdo al programa onto-filogenético y a las determinantes ambientales  que, en un principio, amenazarían a las pulsiones de autoconservación y al principio de constancia elaborado hasta ese entonces (de ahí la mayor afinidad entre las pulsiones de muerte y el principio de placer). Esto explica que Freud describa a las pulsiones de vida como “...revoltosas, sin cesar aportan tensiones cuya tramitación es sentida como placer, mientras que las pulsiones de muerte parecen realizar su tarea de forma inadvertida. El principio de placer parece estar directamente al servicio de las pulsiones de muerte; es verdad que también monta guardia con relación a los estímulos de afuera, apreciados como peligros por las dos clases de pulsiones, pero muy en particular con relación a los incrementos de estímulo procedentes de adentro, que apuntan a dificultar la tarea de vivir.” (ibid. Pág. 61)

En “Psicología de las masas y análisis del yo”  introduce y desarrolla en el ámbito de lo social las cuestiones de la identificación y los juegos pulsionales del dualismo trabajado anteriormente, llevando nuestra cuestión del desarrollo de la libido y la elaboración narcisista que ella implica al terreno de las grandes masas y de las identificaciones a nivel de lo macrosocial. Pues tal y como Freud lo analiza, la psicología social, encargada del estudio de los vínculos que unen a los diferentes actores de la vida cotidiana, no puede ser disociada de una psicología individual de los procesos narcisistas, pues los dos mecanismos interactúan y no pueden concebirse por separado. En última instancia, la psicología individual es siempre de carácter social (negar dicho postulado sería para el psicoanálisis, entrar en un reduccionismo biológico similar al de la psiquiatría). O sea que incluso las enfermedades crónicas se relacionarían con características del orden de lo social, aunque dicha relación se establezca por una ausencia (de lo simbólico por ejemplo).

Siguiendo en la línea de su dualismo pulsional, Freud destaca el carácter social de las pulsiones de vida, las cuales cohesionan diferentes partes y permiten el desarrollo, restringiendo de esa forma la agresividad propia del narcisismo característico de las pulsiones de muerte; “... solamente el amor ha actuado como factor de cultura en el sentido de una vuelta del egoísmo en altruismo. Sin duda, ello es válido tanto para el amor sexual por la mujer, con todas las obligaciones que impone respetar lo que es caro a ella, cuanto para el amor desexualizado hacia el prójimo varón, amor homosexual sublimado que tiene su punto de arranque en el trabajo común.” (Freud, 1987c:98) Dicho amor en forma de ligazones libidinales tendría sus comienzos en las primeras relaciones establecidas por el niño con la realidad, o sea, la familia. Este modelo será trasladado luego a las diferentes instituciones tales como el ejército o la iglesia y consta de dos tipos de ligazones: uno hacia el conductor, derivado del paternal y uno con la masa de “iguales”, derivado de la fratria. Ambos ligazones implican un compartir el mismo líder por parte de un conjunto de individuos; esto sería posible gracias a la anterior adquisición del ideal del yo en el complejo de Edipo, que permite un espacio donde establecer dicha representación identificatoria.

Pero la adquisición del ideal del yo no implicaría la abolición de la búsqueda narcisista, como bien puede erróneamente interpretarse en nuestro análisis, sino que sería el heredero del narcisismo primario en el que el yo infantil se contentaba a sí mismo. Sin embargo la ilusión de completitud y el carácter autoerótico del narcisismo primario infantil son sustituídos por aspiraciones sexuales de meta inhibida, o sea sublimación de las metas sexuales en las cuales se pierde la inmediatez del amor y se ingresa al orden de la cultura. Citando a Freud “Es interesante ver que justamente las aspiraciones sexuales de meta inhibida logren crear ligazones tan duraderas entre los seres humanos. Pero esto se explica con facilidad por el hecho de que no son susceptibles de una satisfacción plena, mientras que las aspiraciones sexuales no inhibidas experimentan, por obra de la descarga, una extraordinaria disminución toda vez que alcanzan su meta. El amor sensual está destinado a extinguirse con la satisfacción; para perdurar tiene que encontrarse mezclado desde el comienzo con componentes puramente tiernos, vale decir, de meta inhibida, o sufrir un cambio en ese sentido.”  (ibid. Pág. 109).

Por último tenemos “El yo y el ello”, y sus desarrollos, en nuestro caso, en torno al superyó. Este sería la instancia psíquica donde se sitúa el tan mencionado ideal del yo, instaurándose en base al Complejo de Edipo, mediante la imposición un imperativo categórico (culpabilidad, prohibición del goce incestuoso) y la instauración de un modelo identificatorio nuevo, de carácter simbólico (inferioridad, instauración del ideal del yo), que produciría la entrada al narcisismo secundario y a la cultura.

En este artículo Freud plantea las complicadas relaciones entre pulsiones de vida y de muerte, y como una y otra no pueden ser homologadas a desarrollo e involución respectivamente. Esto es claro en el importante papel que cumplen las pulsiones de muerte en la instauración del superyo; “El yo no se conduce imparcialmente con respecto a las dos clases de pulsiones. Mediante su labor de identificación y sublimación auxilia a las pulsiones de muerte del ello en el sojuzgamiento de la libido, pero al obrar así se expone al peligro de ser tomado como objeto de tales pulsiones y sucumbir víctima de ellas” (Freud, 1988:592). O sea que la instauración del superyó implicaría la represión de ciertas pulsiones libidinales mediante mecanismos claramente tanáticos, que permitirían instaurar un orden de regularidades o repeticiones que a su vez provocarían la sublimación de esa libido en forma desexualizada, permitiendo la entrada al orden simbólico de la cultura. En este proceso podemos  observar como una libido de objeto se transforma en libido narcisista, desexualizándose, sublimándose, y operando una nueva búsqueda gratificatoria, ya no a nivel primario, sino como narcisismo secundario (introyección del ideal del yo). “La transformación de la libido de objeto en libido narcisista, que aquí tiene efecto, trae consigo un abandono de los fines sexuales, una desexualización, o sea, una especie de sublimación... realizándose siempre todo proceso de este género por la mediación del yo, que transforma primero la libido objetiva en libido narcisista, para ponerle luego un nuevo fin.” (ibid. Pág. 565); “Esta modificación del yo conserva su significación especial y se opone al contenido restante del yo en calidad de ideal del yo o super- yo” (ibid. Pág. 569)[1]. Esto nos percata entonces de la imposibilidad de efectuar ecuaciones simples como desarrollo= pulsiones de vida, enfermedad= pulsiones de muerte, pues ambas cumplen un papel determinante en el desarrollo sexual, y en especial en el Complejo de Edipo y en el complejo de castración. También nos muestra cómo se desarrolla el narcisismo en la evolución del individuo, mediante complejos procesos identificatorios que culminan en la identificación con el ideal del yo.

Lacan

Lacan comienza sus primeros estudios sobre el narcisismo en 1932, con la investigación de un caso de paranoia conocido como el caso Aimeé (mujer internada en el hospital Sainte- Anne por tratar de asesinar una actriz famosa). Surge en ese entonces una correlación entre agresividad y narcisismo, que Lacan explicará mediante una teoría especular de la constitución del yo. Este último, al formar su imagen a partir de la imagen del otro (estadio del espejo) produce no sólo un sentimiento de perfección sino también cierta tensión por dicha alienación en el exterior de su cuerpo lo cual produce cierta agresividad. Esto lleva a que Lacan  concluya que el yo posee una configuración con características paranoicas: “La agresividad es la tendencia correlativa de un modo de identificación que llamamos narcisista y que determina la estructura formal del yo del hombre y del registro de entidades característico de su mundo” (Lacan, 1987:102)

Vemos entonces como el niño de los 6 meses a los 18 meses, configura una imagen de si mismo o yo- ideal en el deseo del otro que es la madre, construyendo su yo y, por lo tanto, entrando en el narcisismo primario. Recordemos que en Lacan el narcisismo se inaugura con la formación del yo- ideal; “Vale decir que el yo humano se constituye sobre el fundamento de la relación imaginaria. La func ión del yo –escribe Freud- debe tener eine neue psychiche... gestalt. En el desarrollo del psiquismo aparece algo nuevo, cuya función es dar forma al narcisismo. ¿No es acaso marcar el origen imaginario de la función del yo?” (Lacan, 1981:178)

En un segundo período (1953-1958) Lacan proseguirá con el tema, aunque ahondando con mayor relevancia en el campo de lo simbólico. En una primer instancia estaría el movimiento bascular por el cual el niño constituye su imagen narcisista mediante el reconocimiento de su cuerpo en relación a la imagen que refleja el deseo de la madre sobre él mismo, lo cual implicaría una inversión de los fenómenos identificatorios propuestos por Freud: en vez de ser el niño el que causa la identificación  con la madre, es la madre quien produce al yo del niño. Tal como lo explica Bleichmar  “En ese sentido el  chico lee en los movimientos esbozados de la madre la satisfacción de sus necesidades. Por otro lado la madre le aporta al chico el lenguaje que le dice qué es lo que está pasando; le dice ‘tenés frío’, ‘tenés hambre’. No sólo la madre lee sus necesidades sino que le construye necesidades... Es el otro en tanto la madre le aporta el código, pero es el ‘otro en tanto es el ‘otro’ imaginario, el semejante especular, con el cuál el chico se identifica y cree que ese otro es él” (Bleichmar, 1977:39). Es en este proceso dialéctico en el que el niño constituye su narcisismo primario en la imagen de un yo-ideal constituido por los significantes inscriptos por la madre sobre su cuerpo. Dichas inscripciones se realizan en un movimiento bascular  en continua perpetuación y renovación en el desarrollo libidinal del sujeto. Esto implicaría una dialéctica en la que la imagen narcisística que el sujeto forma y proyecta en calidad de yo-ideal, es siempre renovada de acuerdo al deseo productor de la ley materna. De esta forma el niño reintegra y reasume sus deseos.

El yo-ideal como imagen del cuerpo sería indispensable para la posterior inserción en la realidad simbólica: en el caso de las psicosis se trataría justamente de un problema que surge ya en este primer nivel; problema que imposibilita la entrada al orden simbólico por medio de la introyección de la metáfora paterna -proceso que se denomina  forclusión del nombre del padre-. “En otros términos, la relación simbólica define la posición del sujeto como vidente. La palabra, la función simbólica, define el mayor o menor grado de perfección, de completitud, de aproximación de lo imaginario. La distinción se efectúa en  esta representación entre el ideal- ich y el ich- ideal, entre yo ideal e ideal del yo. El ideal del yo dirige el juego de las relaciones de las que depende toda relación con el otro. Y de esta relación con el otro depende el carácter más o menos satisfactorio de la estructuración imaginaria...Se trata justamente de eso: de una coincidencia entre ciertas imágenes y lo real....Hablamos justamente de las imágenes del cuerpo humano, y de la humanización del mundo, su percepción en función de imágenes ligadas a la estructuración del cuerpo. Los objetos reales, que pasan por intermedio del espejo y a través de él, están en el mismo lugar que el objeto imaginario.” (Lacan, 1981:214)  

Es la palabra lo que posibilita la entrada al orden simbólico, lo cuál nos lleva al concepto del significante (en cuanto significante lingüístico). Este no es sólo significante de un deseo, el cuál está ligado al yo-ideal y al deseo de la madre (falo imaginario), también es significante de una falta, presencia de una ausencia, sustituyendo lo que no se encuentra, apareciendo en sustitución de otra cosa. Es en este juego sustitutivo en el que podemos hablar de “falo simbólico”. En un primer momento de Edipo, madre e hijo forman una unidad narcisista en la cuál se crea una ilusión de completitud donde la madre convierte al chico en el falo para así ser madre fálica (concepción del narcisismo primario que difiere mucho de la de Freud y su centralización exclusiva en el niño). La madre es la ley y el niño es el falo, aunque sea sólo una ilusión subjetiva, ya que desde un punto objetivo o estructural, es sólo una ilusión narcisista que rodearía a la falta. Es posteriormente y con la castración simbólica que el niño entra en la simbolización. En esta se trata de dejar de ser el falo en sí mismo; éste se independiza y deja de ser algo que se es para ser algo que se posee.  El niño comprueba que la madre lo desea no porque sea él el falo, sino porque él simboliza al falo aunque no lo es. Ese descubrir que el no es todo para la madre, que no es el falo sino que lo representa en un juego donde este circula como una posición, es el resultado de la castración y la entrada al orden simbólico tal y como Lacan lo entiende. “O sea, el chico al dirigirse a su madre encuentra que hay otro, en este caso otro como el lugar de la ley o significando la ley, a la cual la madre debe someterse. Por lo tanto la castración simbólica no es el pasaje de la dominación de la madre a la dominación del padre, sino que consiste en la instauración del falo como algo que está por fuera de cualquier personaje, de la madre o del padre, que no se puede poseer a su solo arbitrio. Es por eso que el falo se instituye en la cultura como una entidad desde la cual todos quedan ubicados como castrados simbólicamente.” (Bleichmar, 1977:67)

De esta forma se instaura la ley, ya no como ley de la madre, sino como algo dictado más allá de cualquier personaje. El padre simbólico sería el promotor de la misma; no el padre real sino el “nombre del padre”, la metáfora paterna. O sea la construcción de la función padre mediante el lenguaje, que instaura la castración simbólica o corte de la unidad madre-fálica e hijo-falo. De esta forma el falo se sitúa más allá del deseo de la madre, y también más allá de todo personaje (inclusive el padre) para ser algo que se tiene, que se da y que se recibe, algo que se intercambia. Recordemos la importancia del intercambio en la teoría estructuralista de Lévi-Strauss. En esta es el intercambio de fonemas (lenguaje), bienes y mujeres (exogamia)  lo que caracteriza a la cultura. Y este intercambio tiene su génesis en la prohibición del incesto, la cual permite una nueva relación del hombre con el hombre. Pues la ley que se acepta en primer instancia es la ley del incesto, que no sólo prohíbe las relaciones sexuales con la madre, sino que las posibilita con otras mujeres. Esta primera ley sería según Lévi-Strauss el punto de articulación que permite el pasaje del orden natural al orden de la cultura (en Lacan del orden imaginario al orden simbólico). “La prohibición del incesto presenta, sin el menor equívoco y reunidos de modo indisoluble los dos caracteres en los que reconocimos los atributos contradictorios de dos órdenes excluyentes: constituye una regla, pero la única regla social que posee, a la vez, un carácter universal” (Levi- Strauss, 1993:42) O sea que la prohibición del incesto, en su doble carácter de regla (ley) y universalidad, permitiría la consolidación de la función simbólica (lenguaje como metáfora de lo ausente y como inscripción que permite ordenar lo imaginario); dicha función simbólica adquiere un carácter universal al establecer sobre el orden imaginario  relaciones que vinculan todo con todo, mediante una malla estructural de oposiciones lógicas que forman un  universo simbólico compuesto por mitos, reglas de filiación y alianza, rituales, etc.   

“La función del padre en el complejo de Edipo es la de ser un significante que sustituye al primer significante introducido en la simbolización, el significante materno. De acuerdo con la formula que, como les explique un día, es la de la metáfora, el padre ocupa el lugar de la madre, S en lugar de S’, siendo S’ la madre en cuanto vinculada ya con algo que era x, es decir el significado en la relación con la madre... la madre va y viene. {recordemos el fort- da del niño en “mas allá del principio del placer} Si puede decirse que va y que viene, es porque yo soy un pequeño ser ya capturado en lo simbólico y he aprendido a simbolizar…La cuestión es- ¿Cuál es el significado? ¿Qué es lo que quiere, esa? Me encantaría ser yo lo que quiere, pero esta claro que no solo me quiere a mi. Le da vueltas a alguna otra cosa. A lo que le da vueltas es a la x, el significado. Y el significado de las idas y venidas de la madre es el falo” (Lacan, 1981c:179) Seria en torno al falo donde el niño establece entonces sus identificaciones ya de temprano, buscando ser el falo, buscando situarse en el lugar del deseo de la madre. Dicha dialéctica constituiría el yo-ideal como imagen virtual en la cual el niño se narcisisa (hablamos de un narcisismo primario así como de falo imaginario en este caso). Sin embargo con la llegada de la función paterna se instala una nueva relación con el falo (esta vez falo simbólico), organizando el orden imaginario al disponerle una nueva serie de significaciones, ahora del orden de lo simbólico, que consolidan el ideal del yo como tercero en la relación dual imaginaria, permitiendo una resolución satisfactoria en la tensión instaurada en la configuración del yo-ideal (ideal del yo como metáfora del yo-ideal).

En un tercer periodo (a partir de 1960) Lacan retoma la dialéctica del estadio del espejo, aunque esta vez concibiendo la imagen especular como imagen agujereada, incompleta, debido al carácter faltante y deseante del ser pulsional que es el otro. Dicho agujero en la imagen es, en el yo-ideal, el falo imaginario, objeto de la pulsión que jamás se nos muestra al desnudo, sino que se nos muestra revestido por las imágenes que el niño apropia en los procesos de identificación basculares que establece con la madre. Y recordemos que pese a que subjetivamente el niño siente ser el falo de la madre, la falta siempre esta ahí instalada, pues el yo-ideal nunca es el niño mismo, y el movimiento bascular es un movimiento en continua renovación identificatoria, y que no seria posible de no ser por un agujero donde esta situado el falo (objeto a), causa final de todo el proceso de narcisacion. “Por lo tanto el yo, el narcisismo, esta compuesto por un conjunto de imágenes investidas que circulan en derredor de una falta; se trata de un montaje en torno a un agujero. Este agujero real representa la causa del montaje del narcisismo, y las imágenes investidas permiten soportar a esta abertura” (Bleichmar, 1977:84) Esta falta o agujero es redoblado en el orden simbólico, pues el gran otro que es el lenguaje también se encuentra agujereado. Y es alrededor de esta falta o falo simbólico,  que se consolidaran las identificaciones en torno al ideal del yo y que se desplegaran los procesos propios del narcisismo secundario. Es en torno a esta incompletitud que el hombre se consolida como productor de cultura, como ser vivo insatisfecho que apunta siempre a una tarea inconclusa. Es el falo el que se encuentra como causa final en la cadena de significantes producida y a producir por el ser humano. Es el falo en tanto falo simbólico el que permite el movimiento de desarrollo de la cultura.

Conclusión

Vemos entonces como la noción de narcisismo nos plantea un problema difícil, si queremos dar una definición específica sin relación con los diferentes momentos del desarrollo psicoanalítico freudiano. Tenemos su primer aparición en el caso Schreber, y su posterior elaboración en “Introducción al narcisismo”, donde se pone la primera piedra, o sea, tomar el término de la psicopatología y cuestionar su carácter únicamente patológico, para de esa forma introducirlo en el desarrollo libidinal. Luego a lo largo de la obra, se verá relacionado a los conceptos emergentes y las redefiniciones, causando ciertas confusiones y discusiones. ¿Es acaso el narcisismo homolgable a la noción de autoerotismo? ¿Cuál es su génesis? ¿Es un estado anobjetal o la interiorización de una relación?

Una de las polémicas estaría entonces en la noción de narcisismo primario. Por un lado estaría la concepción del narcisismo primario como estado originario de carácter anobjetal, intrauterino, omnipotente, de completitud; en fin, un estado se podría decir nirvánico, sin escisiones o fracturas (yo- no yo, sujeto- objeto), sino una especie de conjunción con el todo, donde no faltaría nada. Esta noción homologaría la relación narcisismo-autoerotismo. Por el otro lado tendríamos una noción mas lacaniana o kleiniana de la cuestión, donde el narcisismo se instauraría con la emergencia de un yo, y esto sería posible sólo en el establecimiento de un vínculo, de una relación. “Si deseamos conservar la distinción entre un estado en el que las pulsiones sexuales se satisfacen en forma anárquica, independientemente unas de otras, y el narcisismo, en el cual es el yo en su totalidad lo que se toma como objeto de amor, nos veremos inducidos a hacer coincidir el predominio del narcisismo infantil con los momentos formadores del yo.” (Pontalis, Laplanche; 1979:240). El narcisismo se formaría entonces en el momento en que se establece el yo, lo cuál implicaría la constitución de este como unidad y esto sería posible en la construcción del vínculo con la madre. Anteriormente a este momento de constitución narcisista no encontraríamos entonces ese estado omnipotente del que nos habla Freud sino más bien un yo fragmentado y sin unidad (Lacan), o en términos klenianos una fase persecutoria o posición esquizo- paranoide (en el análisis de niños psicóticos, dicho momento es sugerido por la existencia de temores persecutorios fantasmáticos).

Más allá de la polémica podemos también tomar al narcisismo primario en Freud como esa primera instancia en la vida sexual infantil, dónde todavía no se ha desarrollado la genitalidad y la adquisición de los mecanismos propios de la constitución narcisista secundaria que inaugura el Complejo de Edipo. Esta primer instancia se caracteriza por un sentimiento de completitud en la relación establecida con la madre y su propio cuerpo. “Para Freud, el desarrollo del yo consiste en alejarse del narcisismo primario. En realidad el yo ‘aspira intensamente’ a reencontrarlo, y por eso, para volver a ganar el amor y la perfección narcisista, pasará por la mediación del ideal del yo. Lo que se perdió es la inmediatez del amor. Mientras que con el narcisismo primario el otro era uno mismo, ahora uno sólo se puede experimentar a través del otro. Pero el elemento más importante que viene a perturbar el narcisismo primario no es otro que el ‘complejo de castración’, mediante este complejo se opera el reconocimiento de una incompletitud que va a suscitar el deseo de reencontrar la perfección narcisista” (Nasio, 1989:67)  En este caso la divergencia entre ambos autores sería sólo del orden de la dirección de los desarrollos respectivos, del énfasis en determinados conceptos y problemáticas.

Por último estarían la cuestión del “motor inmóvil aristotélico” psicoanalítico, que hacíamos mención al principio del trabajo. En el caso de Lacan, lo que mueve la cadena de significantes así cómo el proceso de narcisación tanto a nivel primario como secundario, sería el falo, en primer lugar imaginario, luego simbólico. En Freud es el narcisismo primario, como estado anobjetal, de completitud y de omnipotencia lo que actúa como fin de la vida; la meta de la vida es la muerte, dice en “Más allá del principio del placer”. Lo que mueve la cadena de identificaciones sería entonces este narcisismo originario, aunque los progresivos ligazones libidinales emergan en oposición a ese estado inicial. El desarrollo de la libido seria el progresivo alejamiento de este estado originario, aunque tan sólo para retornar en una vía indirecta:

“…es la sed que lleva a renacer, acompañada del apego al placer, que se regocija aquí y allá, es decir, la sed del deseo, la sed de la existencia, la sed de la no existencia.”[2]

Apéndice: Sartre y psicoanálisis

Nos gustaría realizar, una especie de análisis comparativo entre ciertas concepciones del pensamiento existencialista sartriano y el psicoanálisis freudiano y lacaniano. Los conceptos que se indagarán, han sido escogidos de acuerdo a su íntima vinculación con lo que consideramos la médula filosófico-epistémica de ambas corrientes, íntimamente vinculadas, tanto la una como la otra, al pensamiento hegeliano, principalmente en el caso de Sartre y Lacan, quienes le adjudican una gran influencia en su pensamiento.

a)      Sartre, Hegel y Heidegger

La corriente existencialista sartriana hunde sus bases y problemáticas en cuestiones metafísicas. Su filosofía, si bien fundamenta un tipo de ética para la vida práctica, se desarrolla en base a los planteos filosóficos sobre el ser, bajo la línea de conceptos abordados por Hegel y posteriormente por el existencialismo heideggeriano. No es extraño entonces que “El ser y la nada” parta de lo que Heidegger consideraba la pregunta mas extensa y profunda, originaria e inactual, ontico-ontológica: ¿Por qué es en general el ente y no más bien la nada? Dicha pregunta remite a las relaciones que mantiene el ser con el no-ser, pregunta fundamental para la metafísica occidental (y porque no también el pensamiento oriental). Este problema nos arroja a los cauces de la interrogación por ser y el devenir, cuestión que Heidegger, en su “Introducción a la metafísica”, formula bajo una dialéctica del ser y el ente. Separar el ser del ente es un artificio, nos dice Heidegger; sin embargo se puede decir que si bien el ser está disperso en el devenir de la multiplicidad del ente -en su aparecer-, el ser nunca es igualable al ente, sino que lo desborda; el ser “es”, y es siempre algo más que el ente, aunque su propio devenir implique una transformación óntica (del orden del ente), que nunca abarcará su dimensión más amplia, ontológica (del orden del ser). “Aquí se muestra la posibilidad más pavorosa de la existencia: la de quebrar, es supremo acto violento contra ella misma, la prepotencia del ser. La existencia no tiene esta posibilidad como vacía salida, sino que por ser es esta posibilidad, pues en todo acto violento, y en cuanto existencia, ella se tiene que quebrar en el ser.” (Heidegger, 1959) Este acto violento supone una libertad intrínseca en la esencia humana; dicha libertad sería esa posibilidad de no-esencia, de ser-ahí abierto, indefinido, obligado a actuar y sobrevivir.

En esta dinámica existencialista es que se invierte la dialéctica idealista hegeliana, dónde la esencia predeciría a la existencia, siendo esta última, para Hegel, una nihilización del ser que, se niega como tal para reconocerse progresivamente en una teleología histórica de la síntesis, dónde la razón se reconocería libre como tal. “El hombre, como espíritu, no es algo inmediato, sino esencialmente un ser que ha vuelto sobre sí mismo. Este movimiento de mediación es un rasgo esencial del espíritu. Su actividad consiste en superar la inmediatez, en negar esta y, por consiguiente, en volver sobre sí mismo. Es, por tanto, el hombre aquello que él se hace, mediante su actividad” (Hegel, 1997:64). Es la razón entonces la que supera la inmediatez de lo real y lo reconoce como producto del espíritu, reconociéndose a sí misma. Recordemos que a pesar de que Hegel sitúa al ser humano en la historia –o sea, en el mundo-, por otro lado le confiere un accionar teleológico idealista, que pliega la historia en una dimensión evolutivo-racionalista, cuyo cenit se encontraría en el cristianismo[3] y, posteriormente, en el racionalismo moderno como última capa escatológica del devenir histórico.

Tanto en Sartre como en Heidegger, se produce una inversión del idealismo hegeliano, donde la existencia precede y posibilita la esencia. Es el “estar-en-el-mundo” heideggeriano, o bien el “hombre-en-el-mundo” sartriano. Pues según el existencialismo, somos arrojados al mundo, para construir una esencia,  cuya razón dista de ser teleológica –como en Hegel- y pasa a ser absurda, arbitraria, sin un final escatológico donde se produzca una síntesis final y armoniosa. Sin embargo, en el proyecto sartriano, vemos la necesidad de reivindicar la libertad y responsabilidad del espíritu, lo cuál lo enmarcaría en una especie de “racionalismo existencialista”, donde se afirma una supuesta libertad del hombre -libertad absurda, pero libertad al fin y al cabo-. Se trata de una reivindicación del hombre como ser libre, responsable de sus propios actos, en suma, en el hombre tal y como es entendido bajo un pensamiento moderno y democrático. No nos extraña entonces las críticas recibidas por el lado de ciertos comunistas franceses, al decir que la filosofía sartriana quitaba todo el contenido del sujeto burgués, dejando su forma pura; o bien el descontento encontrado por el antropólogo y filósofo francés Claude Levi-Strauss, quien le atribuía a Sartre un antropocentrismo radical, del que se distanció mediante una teoría estructural de la cultura, donde el sujeto adquiere el estatuto de ficción o epifenómeno de procesos inconscientes de orden lógico-simbólico[4].

b) Conciencia, nihilización; ser en-sí y para-sí

Toda conciencia es conciencia de algo, lo que implica para Sartre que, por un lado, la conciencia es conciencia de objeto, y por otro, la conciencia es un fenómeno posicional del mundo. Sin embargo esto no implica que conciencia sea conocimiento, sino más bien que la conciencia es ese movimiento en el cuál el ser se reconoce en diferencia a algo que no es. No sería entonces un fenómeno equivalente al conocimiento, sino que tendría un alcance más originario, sería una dimensión transfenoménica del sujeto, que posibilita todo tipo de conocimiento. Hablamos entonces, y en una primera instancia, de una conciencia inmediata de sí, una conciencia refleja, condición apriorística a toda reflexión o conocimiento, es una conciencia de percepción, un cogito prerreflexivo, anterior al cogito cartesiano, que se reconoce en una relación cognoscitiva mediata. Establece entonces una inversión del cogito, ergo sum de Descartes, reemplazándolo por un sujeto prerreflexivo anterior a toda cognición, descentrando la idea moderna de una primacía del conocimiento, para centrar su interés en la existencia como primer forma de la experiencia.

Podría establecerse entonces una suerte de analogía con la teoría psicoanalítica de la formación del yo del infante. Por ejemplo, en la teoría del espejo de J. Lacan, el niño construye la imagen de su cuerpo –el yo ideal lacaniano- en base a una dialéctica con el deseo de la madre, en un movimiento bascular donde se constituye las diferenciación del yo-no yo. Este proceso, de corte prerreflexivo –anterior a la entrada en el orden simbólico- y que se constituye, desde el lado del niño, en el orden de lo corporal y lo imaginario, también procede por nihilizaciones, en una dialéctica entre lo que el niño reconoce como propio y lo que no. También opera en ésta una carencia, aunque bajo un movimiento posible solo por una falta, que está siempre ahí instalada, ya que el yo- ideal nunca es el niño mismo. Esta dialéctica temprana es una continua renovación identificatoria, que no sería posible de no ser por un agujero o carencia, instalada bajo la búsqueda del falo (objeto a; sea en el orden imaginario o en el posterior orden simbólico), que actúa como causa final de todo el proceso de narcisación.

Siguiendo con Sartre, llegamos entonces a una primer definición de la conciencia en su sentido amplio: “…la conciencia es un ser para el cual en su ser está en cuestión su ser en tanto que este ser implica un ser diferente de él mismo.” (Sartre, 1993:31). Se trata entonces un ser que se reconoce en su diferencia con las objetivaciones que él mismo nihiliza en su experiencia (léase en función a una base hegeliana). Ser transfenoménico, en el sentido que abarca e implica al mundo fenoménico en su inmanencia y aparición, a diferencia de un sujeto trascendental o un ser nuoménico de corte kantiano, que espera oculto en las profundidades de lo incognoscible.

Ahora bien, siguiendo este razonamiento es hora que expliquemos lo que en el pensamiento sartriano se nos muestra como una dialéctica existencialista, sin resoluciones sintéticas finales, a diferencia de Hegel. Se trata de una relación que se constituye a la conciencia como tal: la relación del ser en-sí y el ser para-sí[5]. Se trata de dos nociones provenientes de la dialéctica hegeliana, aunque remodeladas por las concepciones desencantadas del espíritu sartriano: “En sí [negrillas nuestras] aquella vida es, indudablemente, la igualdad empañada y la unidad consigo misma, que no se ve seriamente impulsada hacia un ser otro y la enajenación ni tampoco a la superación de ésta. Pero este en sí es la universalidad abstracta, en la que se prescinde de su naturaleza de ser para sí y, con ello, del automovimiento de la forma general” (Hegel, 1985:16) El ser en-sí es lo óntico de la conciencia. Opera por principio de identidad, o sea que el ser en-sí es aquello que es lo que es, y por lo tanto no encuentra principio de diferenciación en su naturaleza. No implica negación, ni alteridad, y por lo tanto escapa a toda temporalidad, es pura positividad. Podríamos homologarlo a la naturaleza, que, en oposición a la cultura –dimensión exclusivamente humana-, no poseería una malla cognitiva donde organizar la experiencia por medio de oposiciones lógicas y diferencias relacionales. “El ser-en-sí no tiene un adentro que se opondría a un afuera y que sería análogo a un juicio, a una ley, a una conciencia de sí. El en-sí no tiene secreto: es macizo” (Sartre, 1993:35). Se trata de una dimensión propia de la naturaleza, y puede decirse que análoga a lo que Freud denomina narcisismo originario: un estado anobjetal indiferenciado, donde no existe diferenciaciones –sean mediatas o inmediatas- entre un ego y un no-ego (objeto). Pues todo sujeto es en relación a los objetos en los cuales se refleja y narcisisa, nihilizando su existencia y dando forma a la misma o, utilizando a Lacan, conformando una dimensión imaginaria y un yo-ideal en el reconocimiento y objetivación de una alteridad. “Es imposible construir la noción de objeto si no tenemos originariamente una relación negativa que designe al objeto como aquello que no es la conciencia.” (ibid., pag. 204)

Llegamos entonces a la cuestión de ese salto que permite fundar a la conciencia como tal, ese movimiento por el cuál el ser se lanza fuera de sí, y se reconoce como aquello que no es. Se trata en este caso del ser-para-sí, instancia fundacional de la experiencia humana, y de la conciencia como tal. Pues, a diferencia del ser-en-sí, cuya densidad es infinita, indiferenciada y plena, el ser-para-sí, ser de la conciencia, es un ser para el cual en su ser está en cuestión su ser. Es una descompresión de ser, una especie de big-bang, donde la naturaleza deja de coincidir consigo misma. Su originalidad es causa inmanente y condición, tanto del cogito prerreflexivo (lo que Sartre llama primer momento del ek-stasis, o ser en tanto que sale de sí como ser que no es), de la conciencia reflexiva (o segundo momento ek-statico), como de nuestras relaciones con el otro (ser-para-otro, o tercer momento del ek-stasis). “El primer ek-stasis, es, en efecto, el proyecto tridimensional del para-sí hacia un ser que él ha de ser en el modo de no serlo. Representa la primera fisura, la nihilización que el propio para-sí ha de ser, el arrancamiento del para-sí de todo lo que él es, en tanto que este arrancamiento es constitutivo de su ser.” (ibid., pag. 324) A partir de esta fisura es que comienza la nihilización reflexiva del cogito cartesiano, así como la constitución de un ser-para-otro.

Se trata entonces de un vacío dentro de la plenitud del ser, que se manifiesta como negación, nihilización, en suma, como carencia. Pues a diferencia del orden natural, el mundo de los hombres surge en la base de esta carencia, que reclama un completamiento, constituyendo a la conciencia y al deseo. Tanto la una como la otra se constituyen bajo el surgimiento de un para-sí que se instala en el corazón del en-sí. Se instala como carencia, como falta, hacia la cuál se proyecta el ser en un continuo devenir por la búsqueda fatua de la completitud, de un retorno a ella. Se trata de un proceso análogo al que Freud menciona en Más allá del principio del placer, al relacionar el principio de placer con la búsqueda de un estado 0, ese narcisismo originario o estado anobjetal y simbiótico. El organismo, a través del principio de placer, busca este estado, o por lo menos reducir las tensiones a un nivel constante; una búsqueda de un cierre del sistema, asociada a la compulsión a la repetición y a las pulsiones de muerte (tanatos). Por otro lado encontramos que las pulsiones sexuales (eros, pulsiones de vida) agregan tensiones y sitúan al ser en un proceso de “nihilización”, o constitución de relaciones objetales, de deseo. Bajo esta dialéctica se constituye la realidad y el yo, el sujeto y el objeto.

Vemos entonces una concepción análoga a la de Sartre, y que presupone la influencia o una disposición epistémica propia de la dialéctica hegeliana, aunque sin un eskatos final que actúe a modo de síntesis histórica conclusa. Pues, en lo relativo a este último punto, Sartre postula por un lado, que el ser-para-sí no quiere sólo un retorno a su unidad primigenia, o sea al ser-en-sí, sino que, al igual que en la dialéctica hegeliana, la búsqueda es de un ser-en-sí-para-sí, lo cual presupone una restitución de lo absoluto no sólo en su origen, sino en un final de autoconocimiento histórico que lo abarca a modo de cierre o síntesis. Dicho autoconocimiento  estaría para Sartre –a diferencia de Hegel- destinado al fracaso, debido a la imposibilidad del hombre de ser dios, o un ser omnisciente. Es por ello en última instancia que los seres humanos “…descubren al mismo tiempo que todas las actividades humanas son equivalentes… y que todas están abocadas por principio al fracaso.” (ibid., pag. 647) En el caso del psicoanálisis la búsqueda de ese estado de completitud por medios indirectos, debido a las tensiones introducidas por las pulsiones de vida -que cumplirían la función del para-sí sartriano-, estaría también abocada al fracaso, pues por un lado el niño nunca puede ser el falo (aunque a nivel imaginario tenga la ilusión de serlo), y por otro lado el ideal del yo actúa a nivel simbólico, de forma análoga a el ser-para-sí sartriano, que se proyecta como algo que no es, actuando como casillero vacío que siempre se desplaza cuando se lo intenta alcanzar.  El para-sí es entonces una trascendencia en perpetuo movimiento, y por lo tanto inalcanzable en su forma acabada, dentro del campo inmanente de la existencia. “El para-sí no puede huir hacia un trascendente que él no es, sino hacia un trascendente que él es. Esto quite toda posibilidad de detención a esa huída perpetua; si cabe usar de una imagen vulgar, pero que hará captar mejor mi pensamiento, recuérdese el asno que va arrastrando un carricoche en pos de sí y que procura atrapar una zanahoria fijada al extremo de un palo sujeto al varal. Cualquier esfuerzo del asno para coger la zanahoria tiene por efecto hacer avanzar el coche entero y la zanahoria misma, que permanece siempre a igual distancia del asno. Así corremos tras un posible que nuestra propia carrera hace aparecer, que no es sino nuestra carrera y que se define por eso mismo como fuera de alcance. Corremos hacia nosotros mismos y somos, por eso mismo, el ser que no puede alcanzarse.” (ibid., pag. 232)

c) Angustia y libertad

Este inacabable correr hacia uno mismo es lo que determina al ser humano como libre e indeterminado, pero, paradójicamente, no pudiendo ser libre de su propia libertad, así como estando determinado por su propia indeterminación. El para-sí, al igual que el falo –sea imaginario, o sea relativo a el yo ideal, o bien simbólico, relativo al ideal del yo-, plasma una carencia o vacío en el corazón del ser, poniendo en movimiento el latir de su accionar. Surge entonces la cuestión de la elección y la responsabilidad bajo un rol protagónico; somos responsables de lo que somos, pues somos lo que hacemos, y elegimos lo que hacemos. El hombre está condenado a ser libre, y por ende a ser responsable, a elegir. Dicha elección no tendría un parámetro esencial sobre el que pueda ser fundamentada (o sea, una esencia anterior al campo fenomenológico sobre el cual transita la existencia); la existencia navega en el río de lo absurdo, sin dioses o patrones apriorísticos. Existe una equivalencia moral de todos los proyectos. Sin embargo, esto no impide que Sartre construya una ética existencialista, pues detrás de la indeterminación intrínseca al espíritu, se encuentra de todos modos una concepción sartriana del hombre, cuyos conceptos arrastran consigo toda una forma de percibir y valorar la existencia.

Para Sartre obrar de acuerdo a la naturaleza humana es asumir la libertad inherente a la misma y, por lo tanto, asumir la responsabilidad de nuestras acciones, el compromiso con nuestro proyecto original, y la consecuente angustia que produce el reconocimiento de la nada que habita en nuestro ser. De ahí que la angustia sea para Sartre, conciencia de libertad[6]. “La angustia es, pues, la captación reflexiva de la libertad por ella misma; en este sentido es mediación, pues, aunque conciencia inmediata de sí, surge de la negación de las llamadas del mundo; aparece desde que me desprendo del mundo en que me había comprometido, para aprehenderme a mi mismo como conciencia dotada de una comprensión preontológica de su esencia y un sentido prejudicativo de sus posibles; se opone al espíritu de la seriedad, que capta los valores a partir del mundo y que reside en la sustantificación tranquilizadora y cosista de los valores” (ibid., pag. 75) El no poder aceptar nuestra libertad conduce entonces a la mala fe, o espíritu de la seriedad, aquellas formas de ser-en-el-mundo que niegan la propia libertad del espíritu, cosificando valores y experiencias, solidificando el devenir y la capacidad de ser siempre algo nuevo. Es una huída o enmascaramiento de nuestra propia angustia, una negación de nuestra naturaleza humana y nuestra inexorable libertad[7].

Para Sartre la libertad siempre implica un coeficiente de adversidad, o bien una resistencia a la cual se enfrenta y bajo la cual fija sus límites. Dicha resistencia, propia de la situación o del ser-en-el-mundo no sería un elemento ajeno a la libertad, sino que sería fundamento y producto de ella misma, sin el cuál la libertad como tal no existiría. Pues la libertad sartriana encuentra sus límites en virtud de su propia trascendencia y nihilización que, al proyectarse a sí misma, fijándose metas y fines, establece ya de por si una resistencia, dando forma a lo real. No se trata de una realidad trascendente, al estilo kantiano,  con la cual se estremece el ser humano al chocar, como si fuera una pared impenetrable, que nos sella un más allá incognoscible. Se trata de la realidad como producto de las múltiples resistencias e inconsistencias que origina en sus procesos histórico-dialécticos el espíritu humano, concepción hegeliana que también nos ofrece un punto de encuentro con el psicoanálisis lacaniano[8]. Para éste lo real se manifiesta como fruto de las inconsistencias y fisuras producidas por su parcialmente antagónico orden simbólico. Decimos parcial pues, es tan cierto que las fisuras son producto de una imposibilidad simbólica como el efecto de su misma posibilidad. Realidad y orden simbólico serían entonces una misma unidad dialéctica, siendo lo innombrable de lo real parte del mismo movimiento que funda el lenguaje y la simbolización. No existiría aquella instancia externa sino que lo real sería un resultado de la humanización de la naturaleza. El lenguaje mismo sería el que produce ese agujero en la existencia, introduciendo una dimensión que escapa y otra que es atrapada dentro del mismo.

d) Psicoanálisis existencialista

Partiendo de estas concepciones y bajo un fuerte interés por la psicología y la ética humana, Sartre esboza un psicoanálisis propio, que llamará psicoanálisis existencial, y que se diferenciará del psicoanálisis freudiano.

En primer lugar está la noción de inconsciente, de la cuál Sartre rechazará como consecuencia de su férrea convicción en la libertad y el compromiso. “No se trata, pues, de expulsar la angustia de la conciencia ni de constituirla como fenómeno inconsciente, sino de que pura y simplemente, puedo volverme de mala fe en la aprehensión de la angustia que soy, y esta mala fe, destinada a colmar la nada que soy en mi relación conmigo mismo, implica precisamente esa nada que ella suprime.” (ibid., pag. 79) Sartre distingue entre conciencia y conocimiento; tenemos conciencia, y por ende responsabilidad, de nuestras acciones, lo cual no significa que tengamos conocimiento de ello. El psicoanálisis existencial tiene como objetivo entonces tomar conciencia de nuestra mala fe, y aprehender la angustia humana en su forma auténtica. No se trata de una angustia ligada entonces a la trama edípica, vinculada a la castración, la ley y el deseo, sino de una angustia relativa a la asunción de la libertad humana, así como del proyecto original que compete a cada ser. En tanto el psicoanálisis freudiano tiene como centro de análisis la determinación y conocimiento del Complejo de Edipo, el psicoanálisis existencialista se centrará en la elección originaria, lo cual no implica que Sartre niegue este tipo de complejos, sino que niega su irreductibilidad, su calidad de dato fundamental en la hermenéutica del sujeto. Para Sartre detrás de todo este tipo de complejos –no solo el edípico, sino también el adleriano de inferioridad, etc.- se encontraría ciertos supuestos más fundamentales, como la libertad, la elección y la proyección del ser-en-el-mundo. Estos se nos ofrecen como herramientas fundamentales para comprender el proyecto original de cada persona, y que no es otro que lo que cada uno es, tomando en cuenta la totalidad de su ser. El proyecto originario no sería entonces algo puntual y concreto, como tampoco un abstracto detrás de nuestra existencia particular, sino el encontrar la totalidad del impulso del ser hacia el ser, la relación original de cada persona consigo mismo, con el otro y con el mundo.

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                     El yo y el ello. En: Los textos fundamentales del psicoanálisis. Ed. Altaya, Barcelona.  

                         Las pulsiones y sus destinos. En: Los textos fundamentales del psicoanálisis. Ed. Altaya,                     Barcelona.                                   

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                    (1981) El seminario libro I. Paidos, Buenos Aires.

                  (1981a) El seminario libro II. Paidos, Buenos Aires.

                  (1981b) El seminario libro V. Paidos, Buenos Aires.

LAPLANCHE, J. (1979) Diccionario de psicoanálisis. Ed. Labor, Barcelona,.

PONTALIS, J.B.

LEVI-STRAUSS, C.  Las estructuras elementales del parentesco (I y II). Planeta- Agostini, Barcelona.  

NASIO, J.D.  (1989) Enseñanza de los siete conceptos cruciales del psicoanálisis. Gedisa, Buenos Aires.

SARTRE, J.P.    (1993) El ser y la nada. Ediciones Altaya, Barcelona.

[1] Este proceso sería de carácter universal. Para explicar dicha cualidad Freud aventura la hipótesis de una memoria filogenética, a nivel del Ello, que el Yo extrae en su debido momento, cuando las fantasías originarias cobran importancia a nivel ontogenético (esto sería en la fase fálica). El tema es tratado en “Tótem y tabú”.  

[2] Bareau; 1981.

[3] “Lo que he dicho en general sobre la diferencia respecto al modo de conocer la libertad –esto es, que los orientales sólo han sabido que uno es libre, y el mundo griego y romano que algunos son libres, y nosotros que todos los hombres son libres, que el hombre es libre como hombre- suministra la división que haremos en la historia universal y según la cual la trataremos.” (Hegel, 1997:68)

[4] ¿La figura del hombre no implicaba acaso ya para Nietzsche una producción bastante nueva y reciente? Siguiendo los planteos de este último encontramos a Foucault quien, en Las palabras y las cosas realiza un análisis genealógico-arqueológico de las diferentes epistemes de los últimos siglos –Edad Media, Clasicismo, Modernidad-. La figura del hombre, tal y como es entendida actualmente, se configura en la episteme moderna, bajo el desarrollo de disciplinas como la economía, la biología, la filología, la psicología, entro otras (1999).

[5] Cf. con la relación entre el ente y el ser heideggerianos que hablamos anteriormente.

[6] El reconocimiento de dicha libertad adquiere un estatuto ético tan fundamental en la filosofía sartriana, que nos plantea la cuestión de hasta que punto el pensamiento sartriano se separa de una concepción escatológica hegeliana de la razón. ¿Acaso la conciencia y reconocimiento del espíritu sartriano no terminan en el mismo círculo hegeliano, adjudicando una suerte de saber superior a un conjunto de creencias propias de una modernidad “post-cristiana” desencantada?

[7] “El desvanecimiento, la cataplexia, el miedo, apuntan a suprimir el peligro suprimiendo la conciencia del peligro. Hay intención de perder el conocimiento para abolir el mundo temible en el que está comprometida la conciencia y que viene al ser por medio de ésta. Se trata, pues, de conductas mágicas que provocan satisfacciones simbólicas de nuestros deseos y que revelan a la vez, un estrato mágico del mundo. En oposición a tales conductas, la conducta voluntaria y racional enfocará técnicamente la situación, rechazará lo mágico y se aplicará a captar las series determinadas y los complejos instrumentales que permiten resolver los problemas.” (ibid., pag. 471) Tal conducta racional instrumental es planteada a su vez por Freud, en oposición a las conductas de carácter mágico, propias del proceso primario, del pensamiento inconsciente.

[8] “La noción estándar de realidad es la de un núcleo duro que resiste la comprensión conceptual; lo que hace Hegel es sencillamente tomar DE MANERA MÁS LITERAL esta noción de realidad: la realidad no conceptual es algo que emerge cuando en su autodesarrollo la noción queda atrapada en una inconsistencia y se hace no transparente para sí misma. En suma, el límite se transpone desde el exterior hacia el interior: hay realidad por cuanto la noción es inconsistente, no coincide consigo misma… Es decir, las múltiples inconsistencias de perspectiva entre fenómenos no son un efecto del impacto de la Cosa trascendente; por el contrario, la Cosa no es nada más que la ontologización de la inconsistencia existente entre fenómenos.” (Zizek, 2005:93)

Ismael Apud

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