la vida se compone de innumerables.
los actos de silencio anticipan un sudor
invisible que recorre todos los músculos del
verso: una tirada en el lugar
de súbita caída, un movimiento
de hombros así como no poder hablar, de
nada. es la fatiga,
una brisa personal que se
posa, se alisa momentáneamente el cabello
antes de salir, fastidiado
por el calor húmedo: así, por
ejemplo, un cambio de imágenes
o de signos al tanteo
preparan el acorde dramático
que dibuja el rostro de la amada,
ese gesto de retirar la mano
con uno o dos dedos levantados
oblicuamente en relación a la mesa:
gran tristeza se llama la fijeza
inicial, vertical, de una especie de
mundo acabado: como si dejáramos,
en primer plano, en un
acercamiento brutal a la desaparición
instantánea de lo bello, una misma
lengua que nos dice, un poco más tarde,
que no hay sentido, no hay paisaje
arbolado alrededor de una fuente ni
una capacidad escénica levemente
agitada por el frío de la
soledad, ese sonido entre limpio
y doloroso del verso breve
y el acto principal del silencio.
Dos tiempos. La vida en el Uruguay
adquiere un relieve estético,
una condición de plano coloreado
por la imposibilidad de mirar y la rápida
sustitución por cantos, todos leyendo
a la luz de la luna o a la luz
de la verificación del paso de la sombra
de algunos pájaros por el jardín
del tiempo: una sucesión aliviada
por el olvido, como si
tentados por el vacío, precipitáramos
el cruce de calles, la súbita conciencia de la hora
la aparición de gestos y figuras
de desagrado en pequeñas formas de hermosura
inspiratoria,
en la noche, bajamos el volumen
para revisar los sabores a lo largo
de la página:
como cuando la luna pasa de una nube a otra nube
tan animada por el viento de acá |