El rostro |
La
noche le pareció eterna, fría y por demás inhóspita. El tic-tac
del reloj, una música siniestra y los ruidos nocturnos inundaron
su cabeza cual tambores de guerra. Caminó
descalzo por la casa, casi sin darse cuenta, y así, fue aplastando una a
una, las colillas de cigarrillo hasta que se le terminaron. Se preparó un
café bien fuerte y amargo. Necesitaba desembotarse, volver a la
normalidad. Debía lograrlo antes de que su mujer volviese del sanatorio. La
anciana que Sonia estaba cuidando la requería últimamente a toda hora.
“Para eso le pagaban” solía decir. El
a esta altura se sentía un tigre enjaulado y no se lo perdonaba. De
pronto...un ruido de llaves, el ascensor. Unos pasos ligeros lo
paralizaron; la fina taza de porcelana de la abuela cayó al suelo,
vomitando sobre la moquette. Ella lo miró asombrada. El se volvió de espaldas y por vez primera en toda la noche, vio su rostro desencajado reflejado en el ventanal que daba a la Rambla. |
Ana Amorós
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