Más allá de la muerte |
A Clarisa Bonilla |
“He aquí mi secreto. Es muy sencillo: no se ve más que con el corazón: Lo esencial es invisible a los ojos” |
Estar
allí era como ser propiamente, co-protagonista de La Divina Comedia,
Dante jugaba con nosotros enviándonos unas veces al infierno, otras al
purgatorio. No existían ni limbo ni cielo en aquella sala 8 del Hospital
Militar. La
sala de los presos políticos, donde la mayoría de los enfermeros y
enfermeras que solicitaban ir allí, lo hacían “para descansar” según
sus propias palabras. Fueron muy pocas las honrosas excepciones de
profesionales solidarios y conscientes, pero por suerte para la raza
humana existieron y es justo hoy reconocerlo, más allá de que no demos
aquí sus nombres por razones obvias. A
dicha sala me enviaron muchas veces a lo largo y ancho de mi cautiverio.
En ese, reitero, Dantesco lugar me encontré también con muchísimos
compañeros de ambos sexos y distintas edades de todos los puntos del
paisito. Una
mañana vi pasar a un escritor famoso, perturbado, quebrado, sin
memoria… buscando su máquina de escribir, papel higiénico y susurrando
“¿cuándo me llevan?” Hoy, cuando lo veo en la T.V. no puedo menos
que sonreírle a la vida. Allí,
una madrugada fuimos testigos impotentes de la muerte de un joven compañero
que sufría de Mal de Chagas. Tenía
la libertad firmada desde varios meses atrás y le permitían ver a su
familia quince minutos, día por medio, los bondadosos señores del ejército.
Sin palabras. Vi
diagnosticar cáncer a los pulmones, operar y depositar luego en la
cucheta de arriba, cual una bolsa de papas, a una compañera de Paso
de los Toros, quien comprobó luego que su mal no existía. Diariamente
nos enfrentábamos a la lucha por la supervivencia. Sólo
así, podríamos evitar males mayores. La solidaridad entre nosotros existía.
Compartíamos la postración de María Elena, las heridas de bala de
Cristina Cabrera, como símbolos de la sala. Las cartas de la familia, de
“los teros queridos”, un poema, una canción susurrada. Yo
llegué, previo diagnóstico del maquiavélico Dr. Maraboto y anuncio
formal del señor de la fusta y el látigo, Coronel Barrabino, quien en
una recorrida con otros monstruos como él, me preguntó: “¿Qué es el
Mal de Koch o Pot?” El
estupor fue grande en todo el sector, a tal punto que la compañera médico
que allí se encontraba me dijo: “No me pidas que te diga lo que es. Sólo
te aclaro que no se trata de cáncer, pero sí, de una dolencia muy grave,
de decírtelo se crea un caos en el sector y los milicos me matan.” Algo
molesta pero respetando la decisión tomada por dicha compañera, me fui a
charlar con otras gurisas. Recuerdo
que eso sucedió un jueves por la mañana, tenía claro que el lunes me
llevarían al Hospital Militar y eso me angustiaba, más que nada porque
me sentía ciega y en medio del pantano. Pero el domingo de tarde una
estudiante de odontología “olvidó” sobre mi cucheta un libro de
patologías, justamente donde trataban el famoso mal. Lo
“devoré” frente a las miradas preocupadas de las compañeras; me sentí
perpleja y anonadada. Tenía tuberculosis a los huesos. El único consuelo
que me vino a la mente en esos momentos fue que no era contagioso, devolví
el libro y no pude menos que darle un apretado abrazo a su dueña. Desde
ese momento comenzaría la parte más cruel y sórdida (luego del
“interrogatorio” claro) que me tocó vivir como ser humano en calidad
de preso político. Porque una cosa era estar presa y enfrentarse
diariamente al enemigo. Otra muy distinta era dejar de valerse por si
misma hasta para las necesidades elementales y básicas inherente a toda
persona. Pensé
en mis padres, en mi sobrinita, en mi hermano que estaba en el otro penal
y se me hizo un verdadero nudo en la garganta. Bueno, de avisarles se
encargaría mi cuñada (que se encontraba conmigo en el mismo sector). Durante
el tratamiento fui tratada como un bebé por las gurisas, que se turnaban
para higienizarme en la cama, darme la comida, leerme algún libro, o
simplemente darme ánimo con charlas amenas que me contagiaban. Por
decirme con sus múltiples gestos de una ternura muy pero muy cálida
“estamos contigo, no aflojes, aguanta”. No
olvido, ni olvidaré jamás a cada uno de aquellos seres, que gracias a su
ternura y paciencia lograron que volviese a camina luego de casi un año y
medio de reposo absoluto, yeso, 25 Pas, 3 Nidracil diarios y una
Estreptomicina inyectable día por medio (me dejaba las piernas
verdes, azules). En la figura de “la Negra” Mónica Etorena,
fallecida hace pocos años, va todo mi reconocimiento, pues no me alcanzarían
las palabras para agradecerles. Aclaro
que todo el tratamiento fue solventado por mis padres, no por los “señores”
del Hospital Militar, pero digamos que eso fue sólo una nimiedad, una de
las tantas a las que nos acostumbraron durante la dictadura. Rebobinando,
me habían enyesado por primera vez bajo las órdenes del traumatólogo
Torres, cuando llegó ella, una presa recién caída, una “Tupa nueva”
que trajo consigo una brisa fresca y renovadora para las “presas
viejas”. Tenía
mi misma edad y se llamaba Clarisa. Estaba desahuciada y lo sabía. Aún
hoy me parece verla llegar. Parecía un pollito mojado. Le
asignaron una cama contigua a la mía, me sonrió y yo la miré con el
alma. Su piel era muy blanca, cabellos lacios, cortito y sus ojos eran de
un mirar profundo. Parecía muy tierna y era dulcemente bonita. Sí,
a Clarisa le habían diagnosticado Lupus varios años atrás en el
Hospital de Clínicas, pero aún así, no se negó a vivir, ni a sembrar
su cuota de amor y de entrega. Soñaba con un mundo nuevo, donde el hombre
no fuese lobo de sus pares. Estaba enamorada de Sebastián (alias de su
compañero). Con
Clarisa nos sentimos ampliamente identificadas una con la otra. Nuestros
estados físicos al límite, nuestras primaveras mal heridas, nuestras
ganas locas de vivir y ganarle a la muerte. Mientras existiese una ínfima
esperanza nos apegaríamos a ella y no nos vencerían. A
las dos semanas lograron estabilizarla y la volvieron al penal. Ahí me
dejó uno de los poquísimos recuerdos materiales que tenía de Seba y que
cuidaba como un tesoro: unas medias negras con rayitas blancas. Yo le di
un colgante de acrílico hecho por mi hermano con un peso afectivo
intenso. Ella se dio cuenta. Volví
a verla de lejos en Punta de Rieles, ya que desde mi cucheta las divisaba
a todas cuando pasaban para cumplir con las diferentes tareas. Pero luego
a mi me dieron la baja transitoria del penal y sólo la encontraba,
como es lógico de suponer, cuando le tocaba chequeo o se descompensaba. En
lo que a mí se refiere las bestias científicas me provocaron una
polineuritis medicamentosa y no se que otros males por negligencia. Lo que
sí recuerdo a flor de piel es el dolor físico, la pérdida de fuerzas,
los calambres en los pies (de los que aún conservo vestigios), y reitero
la solidaridad de las compañeras y el gesto tierno de los compañeros,
que me hacían llegar una florcita de pan, un dibujo, un poema o una canción. La
compañeras solo atinaban a darme agua cuando me despertaba de mis sueños
quejumbrosos. Temían que me deshidratase. Muchas veces fue Clarisa la que
me lavó el rostro y me dio de comer el “bendito flan” lo único
apetecible de mi desastrosa dieta. La
mañana en que Silva Ledesma vino a verme al Hospital Militar por la
bandera de los 33 orientales que la OPR 33 se llevó del Museo, nos reímos
todas a carcajadas. Fuimos pasando el mensaje de cama en cama. Pero
luego de reírnos del famoso coronel, del año de la orientalidad y
brindar simbólicamente por la no caída de la bandera, fuimos cayendo en
una depre generalizada que cada una intentaba disimular como podía. Evidentemente
mi estupor y mi angustia, mis temores se veían transformados en cruel
realidad: estaba yo al borde del abismo y el macabro coronel quiso ganarle
a la parca, (no tenía la más remota idea, pero luego me enteré,
de que de Punta de Rieles se habían llevado a Ivonne Trías y a Estela
Saravia y de Libertad a unos cuantos compañeros por el mismo
tema). Clarisa y yo charlamos sobre ella sin retoques de pintores. En
otras oportunidades había sido ella la expuesta a dicha situación.
Siempre nos escuchamos. De esa manera supe de su amor por su familia, de
la impotencia que la embargaba. Sus deseos de ser madre quedaron en un
recodo del sendero de quimeras truncas. Ese había sido uno de sus caros
sueños y le costaba resignarse. Sus ganas de vivir eran tan inmensas como
legítimas, como también los temores que invadían su ser y le dejaban un
dejo de melancolía a su mirada. La vida hizo que fuese yo, quien esté recordándola hoy, a tantos años de su partida, pues Clarisa falleció. Su lupus era verdadero. En cambio, mi Mal de Koch fue morbosidad e insanía mental de quienes lo diagnosticaron y trataron… |
Ana Amorós
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