¿Qué les puedo enseñar? ¿Enseñar qué? Se preguntaba Carmen todas las mañanas mientras se arreglaba para tomar el 125 que la llevaría al Cerro, donde daba clases. Tercer grado le había tocado y era su primer año en aquella escuela, justo en ese tiempo tan complicado. La década del 70 la estaba ahogando, se sentía amaniatada y no se conformaba. Había soñado siempre con estar en un aula muy grande, cálida y acogedora, repleta de niños pulcros y sonrientes…
¡Qué espanto! De pronto todos sus sueños se hicieron añicos y no tenía ideas, ni medios para recomponerlos. Día a día, notaba que le costaba más cumplir con el programa, en realidad, a los otros maestros de la escuela les ocurría otro tanto, y en el mejor de los casos debían aceptar que costaba mucho, impartir enseñanza en esas condiciones.
El sólo pensar que la Inspectora viniese a su clase, le ocasionaba un dolor punzante en la boca del estómago, cuando no un escalofrío. Era muy joven, contaba apenas con veintiún años y uno de recibida… Pero su docencia, su amor por los niños, podía más que todas las adversidades que le tocaban vivir a diario en ese hoy, que la llenaba de angustia e impotencia. Cada vez que entraba al aula, imágenes de su luminoso sueño la embargaban y en cambio se encontraba con niños adormilados, semi descalzos y con hambre. |