Plaza, 7223
Cuento de Enrique Amorim

Su voz me llega, como si surgiese del fondo de un pozo. 

-...Me llamo Beleña. Veneno en femenino. Mi juego favorito: hacer girar el disco del automático, mi pequeña rueda de la fortuna. En la oscuridad, ensayo comunicaciones. Con los ojos cerrados, acierto con su cifra. Pero el juego, en las sombras, suele proporcionarme sorpresas desagradables. De pronto, oigo la dificultosa voz de un señor obeso, o despierto con mi llamado a una tranquila señora de esas que dejan caer de sus manos al dormirse alguna novela interesante. Soy algo así como una pescadora de almas, arrinconada en un cuartucho oscuro. Con el aparato en ristre, en la oscuridad -mar mayor nadie ha conocido- busco su voz, como una presa fácil. Si erro el número, me insultan, muerden mi oído palabrotas trasnochadas. Me estremezco, afino luego mi tacto y en la ruleta diminuta del disco, busco su cifra. Y me quedo llorando en la oscuridad, alargada en mi voz. 

Llego a los más distantes sitios de la ciudad. A las diez, a medianoche, a la madrugada.

-....

-No desespero, no. Ud. responde, casi invariablemente al tercer llamado. En los guiones de silencio. cuando no acude Ud. en seguida. le veo venir como a un sacrificio. Esos pequeños intervalos entre una y otra llamada. me dan miedo. Hoy, acaba de levantar el receptor, en mitad de un campanillazo. El hilo plateado de la campanilla, se estira por su casa, se le mete en los oídos y lo arrastra hacia el aparato telefónico. No podría dejar de concurrir. Nada más doloroso en la vida moderna, que un llamado telefónico sin respuesta. Más fuerte que grito de auxilio. Más doloroso que clamor en el desierto. Mucho más dramático que todo eso. Porque un teléfono, es una puertecilla cenada, en donde de improviso llaman con los nudillos de los dedos, en menudos golpes. Tiene, mientras no se responde, algo de una mano que no acierta con el ojo de la cerradura...

-...

-... Un pescador ve hundirse el corcho, diez, veinte veces. Tira y saca una rana. Entonces, arroja la presa despreciada, al río. Entre yo, pescadora de voces y las voces y las almas ajenas a mi intención, no hay intermediarios. Tal como con el automático. Oculta en mi habitación, estoy, con respecto a la lista de abonados, en la misma relación, que el pescador de caña frente a las aguas del arroyo.

-...

-Caen mis cabellos sobre el auricular. Pasa mi voz por entre las hebras de mi pelo. Veo, reflejada en el acero bruñido del aparato, mi boca. A veces. se aclara... Es como lacre deformado por el fuego. Cuando le escucho, como un sello. Cuando hablo en el cilindro niquelado mi boca da un reflejo de llama que se alza, baja, vibra...

-...

-¿Si río? Si río, avanza, reflejada, una mancha blanca: mis dientes.

-...

-A veces, si, dibujo mientras hablo o garabateo en un anotador. Al día siguiente, sé lo que he dicho, la crisis de mi alma, mi estado de ánimo, por los garabatos, por los dibujos. Como los sismógrafos, que registran ¡os terremotos, si, así.

-...

-¿No imagina otros medios para comunicarse conmigo? ¿Escribirme? ¡Ni una línea! Ni por Poste Restante, ni por "Correo sin estampillas", ni en "Personas buscadas".

-...

-Le perseguiré, le llamaré siempre. Conozco sus palabras cariñosas. He andado con ellas, como quien viaja con libros favoritos, de poemas conocidos. Sé sus gustos. He viajado por los países que más le agradan, He buscado los sitios donde se que gozó Ud. He ocupado las casas, las habitaciones por Ud. ocupadas. Si, en el Barrio Europa, en París... "El Caballo Blanco", Honfleur.

-...

-Sé mucho más aun. Conozco su tristeza que nadie conoce.

Su melancolía inconfesable, de hombre aparentemente feliz. Lo moral y lo físico. Desde su alma, a ese tic nervioso de...

¿Quién podía saber tanto de aquel hombre? Diez comunicaciones fueron tentadas. Buscaba su voz en las diez mujeres capaces de un llamado semejante. En ninguna de las comunicaciones apareció aquel timbre. Las voces interrogadas, le eran familiares. Las investigadoras referencias al llamado inquietante, caían en el vacío, sobre la ciudad, como volantes arrojados desde un avión.

Cinco mujeres, de las diez. eran incapaces dc un llamado intrigante. Dos, tan solo, conocían sus gustos. Entre las tres restantes, una sola había viajado: pero desconocía su tristeza. La última era poseedora dc su melancolía, pero ignoraba las ciudades, los sitios, las casas por él habitadas.

Descartadas las diez mujeres que acudieron a su memoria ya las cuales oyó la voz -ninguna de ellas era la de la intriga- largamente miró el teléfono, como un paseante cualquiera se detiene y queda absorto frente a una ventana cerrada con estrépito.

Abandona su coche. en una plaza de estacionamiento. Luego de andar unos pasos, vuelve su mirada al vehículo. Comprende que acaba de dejar algo así como un mueble de su casa. Escritorio o ''toilette". Escritorio, porque en los bolsillos del coche guarda borradores y cartas. "Toilette", porque al lado de esos papeles, está un lápiz de rouge, con iniciales y escudo que dejó caer en Paris, en una apresurada despedida, una princesa de un vago título ruso.

En realidad, más que allanarle su domicilio, aquel hombre comprendía que, en caso necesario, lo más eficaz sería, para la justicia, allanarle el automóvil.

En un diario de la mañana, insertó este aviso:

PERSONAS BUSCADAS
Beleña, la busca para aclarar puntos relacionados con su divorcio. 

Ese mismo día, a las seis de la tarde, Beleña festejó por teléfono por supuesto, el intencionado aviso. Motivo de comentario alegre, originó la firma que figuraba al pie del aviso. Mas no pasó de allí la conversación. De pronto, cuando la voz de Beleña parecía hacerse confidencial, en el momento que se apagaba, como esas lámparas de las candilejas disminuyendo la luz en el instante sentimental de las comedias, de improviso, se oyó un ruido seco. El auricular, en la horquilla, como signo final de admiración.

Un sitio de estacionamiento cualquiera de ¡a ciudad. Alineados, varios automóviles. Una pareja de choferes, conversa, fuma, indiferente a la rosa roja que una mujer acaba de atar en el volante de uno de los coches. El humo de los cigarrillos cruza por las ventanillas, poniendo un ondulante gris sobre el rojo violento de la flor. A pocos metros de ella, pasan veloces vehículos, gentes apresuradas, mundo indiferente, a la flor y a la mano que allí la colocó.

Quien espera un llamado telefónico, acodado en una mesa de trabajo, se parece a un juez, atento a la revelación de un testigo inmutable.

Quien espera un llamado, mira de vez en cuando, las dos medias esferas brillantes de la campanilla. De allí, debe surgir el llamado. El par de campanillas, son dos ojazos salidos de las órbitas, con unas pupilas duras, fijas en la nada.

Quien espera un llamado telefónico, si en ello le va la vida, tiene frente suyo, sobre la mesa de trabajo, un centinela. Comienza por ser un soldadito de plomo. Luego, se agranda en la espera y es un pequeño monstruo informe. Todavía, no se parece a nada ni a nadie.

A la hora de esperar un llamado, el aparato puede transformarse en un compañero enlutado, mudo, que nos brinda una compañía de coupé camino del cementerio.

A las dos horas, aquel hombre ya había cruzado un par de palabras con su compañero.

El insomnio le hizo ver algo más que un compañero de velorio o de entierro. Le hizo hallar en el aparato telefónico, un signo difícil de explicar. ¿Qué misterio guardaba? ¿Qué negro camino, qué claridad de palabras, qué niebla de voces era capaz, repentinamente, de ofrecerle?

Se alejó unos pasos, unos metros. Salió de la pieza. Halló un espejo y se miró en él. Como vestía de frac -esperaba tan sólo el llamado para echarse a la calle- se observó atentamente la pechera, como todo hombre vestido dc etiqueta. En aquel impecable espacio blanco, aparecían diez pequeños agujeros, formando un círculo.

Su brazo derecho, caído, como si fuese tan sólo la manga que gravitase. Del otro lado.., ¡Oh, su figura, tenía la forma de un teléfono, de un aparato telefónico! Le pareció oír el timbre. Corrió hacia su pieza de trabajo. Al entrar; no vio el aparato. Pero, estaba sobre la mesa... Era sencillamente, que no llamaba. No sonaba el timbre, desde hacía tres meses. De aquel negro receptor, no brotaría esa noche la claridad de la voz de Beleña. Beleña, la amada, la que todo lo sabía, la que no ignoraba nada de su alma, la que podía hablarle de las marcas de sus camisas y pañuelos: de las corbatas y de los cuellos como de la marca de sus cigarrillos y del nombre de su peluquero. Beleña, quien sabia la más oscura y caprichosa de sus supersticiones, de la medalla, del amuleto, del dije, de la estampa: de su sueño más triste, de su alegría más íntima, de su verdad, de su mentira, del color de sus corbatas y del estante donde están los retratos y las cartas intimas, bajo de la pila limpia de los pañuelos.

Beleña, Beleña no llamaba.

Se arrinconó. Vio pasearse por la casa, por todas las habitaciones, un enorme teléfono, como un señor, como él, de frac. Iba de una pieza a otra. Le chistaba, le hacía señas y no olvidaba de llevarse la mano al botón de la pechera, como un nervioso hombre de frac. Reía. Hacía rechinar sus dientes. Arrastraba un hilo negro, como un cordón umbilical. Bostezaba, de pronto, estirando un brazo metálico, un gancho recio. O dejaba caer una manga del frac, vacía, horriblemente vacía, balanceándose al andar.

Llevaba la pechera agujereada por diez balazos, haciendo círculo, como perfectos impactos de un tirador del Casino. Iba, venia por la pieza, mientras él se paseaba por la habitación, también contemplándose en los cristales del ventanal que daba al parque. Las luces de los automóviles, al cruzan lanzaban las sombras de los árboles contra los cristales.

Beleña, Beleña no llamaba. Ella que lo sabia todo, que le había hablado de sus labios. Que le había dicho que su voz, antes de entrar en el auricular del teléfono, pasa por las hebras doradas de sus cabellos.
Beleña no llamaba. Y él, toda la noche con aquel señor de frac, con diez balazos en circulo y su cordón umbilical.

En "Poste Restante", no había nada a su nombre. En cambio, en las listas, constaban sus cartas, dirigidas a Beleña. Diez epístolas resguardadas por la frágil envoltura de un sobre.

En ruidos cuadernillos rectangulares, metió sus ojos. Recorrió listas abstrusas, de nombres extraños, de apellidos erizados de K. y W.

Por supuesto, las cartas dirigidas a Beleña, no habían sido retiradas. Ni podía retirarlas él, dueño de aquellas misivas de amor. Ni advirtiéndole a la empleada que sabia de memoria casi la totalidad de aquellas cartas.
¿Dónde irían a parar las amatorias esquelas que no son recogidas? Verdaderos tesoros de emoción, descansaban allí y se iban gastando con el tiempo. Perderían el color, la fragancia, hasta ser devoradas por el fuego.

Tal vez esas cartas, pensó, van a parar a una sección de la Policía de investigaciones. Allí un empleado está frente a una montaña de correspondencia. Todas ellas epístolas viejas, con seis meses de descanso en los casilleros del Correo. De allí, han pasado a manos de la policía, quien segura de hallaren ellas alguna pista, revisa la correspondencia sospechosa. Porque, "Poste Restante", es la posada del amor y del crimen.

El empleado, como un mucamo indiscreto de la posada, investiga esas cartas. Anota datos. Entresaca conclusiones. Comedias, dramas, tragedias, hilvana en deducciones. Recoge gritos desgarradores. Sorprende crímenes, corrupciones. raptos. Es un empleado cuya duración en el puesto depende de los hallazgos.

Poco a poco, se hinchará de horror ante tanta confesión y dolor de amar. Tal ve, le salve el paréntesis abierto en una carta, adornada de faltas de ortografía y sinceridad amatoria. Pero, su alma se recogerá de espanto, ante una amenaza de muerte, escrita con la mano izquierda. Los leones son zurdos.

El enamorado de Beleña descubre un sobre, de las proporciones y color de los suyos, en uno de los casilleros. Y le ve respirar como un ser vivo. Le ve moverse en el casillero, como una ostra en su concha.

Agotados los medios de comunicación con Beleña, aquel pobre abonado del teléfono automático, pasó días enteros junto a su compañero, confidente de otros días.

Durante seis meses, Beleña lo llamó, noche tras noche. Desde anunciarle ligeras indisposiciones, o el color de sus piyamas, Beleña había ido en su información, hasta contarle los secretos mayores. Si se quebraba una uña; si se le había corrido un hilo de las medias; si se aburría con los libros de Pérez de Ayala; sí el seguro le había pagado la última cuenta del radiador de su automóvil doblado en un choque; si era muy conversador su peluquero; si seguía prendada de las telas de Mariano Andreu ,si los cigarrillos turcos eran conseguidos a mejor precio; si tenía esperanzas o desengaños; si Chopin le fastidiaba cada vez más: todo se lo había comunicado a través de aquel aparato enmudecido ahora para las novedades de Beleña.

Antes, hasta al entrar en una librería, le solían decir:

-Acaban de llamar preguntando por Ud. Dicen que le vieron en el escaparate e insistirán dentro de un instante.

Al momento, mientras hojeaba un libro tomado al azar, le anunciaban el llamado de Beleña. Ella estaba a cincuenta metros de la librería, en una farmacia quizá, o tal vez en un almacén, grotescamente metida entre pilas dc latas de conserva.

En cierta ocasión, aprovechó una balanza que había sobre el mostrador del almacén de donde hablaba, para pesar su voz. Aseguró que al pronunciar una palabra cariñosa, se inclinaba el fiel de la balanza. Aquel juego la entretenía como ningún otro.

Noches hubo, de beber juntos, unidos por el teléfono, contando los sorbos, enumerando las bocanadas de humo que iba agregando una atmósfera confidencial a ambas habitaciones.

Ya iban más de treinta noches sin llamado de Beleña. Cada día que pasaba lo tornaba más pesimista. ¿Habría alguna razón para guardar aquel silencio'?

Pensó en un inocente encuentro. Quizá se habían cruzado por la calle o él le tendió la mano, indiferente, a alguna mujer que resultó ser ella. Pensaba en las mujeres tratadas en el último tiempo. Jamás había recibido una alusión a sus amores telefónicos.

Iba a cerrar el ancho ventanal que daba al parque, cuando sonó el timbre. Corrió al teléfono. Voz de mujer, otra voz, cualquier voz, menos la de Beleña.

-Con él habla -respondió.

-Le van a hablar, un momento, no corte.

Esperó. Esperó sin articular palabra. Al rato dio señales. Agitó la horquilla. Gritó luego, llamó, vociferó, loco de inquietud. Pero nada pudo hacer hablar del otro lado, donde estaba alguien escondido, escuchándole, oyéndole sufrir, lamentarse.

-¡Ola! Aló! Aló! Hasta el infinito!

Pero nadie respondía. Sin embargo comprendió que en su oído se abría un silencio. Comprendió que del otro lado en la punta del hilo que los unía, en el otro extremo, se abría un silencio, que había una habitación. Que estaba comunicado con un vacío, con un espacio. Lo advertía muy bien. Era corno cuando se golpea una caja que no se sabe si está vacía o en el piso, con el taco, en una baldosa que no está en contacto con la tierra.

Aguzando el oído oyó. Oyó un delatador tic tac de reloj. Una respiración también. La seda de un corpiño, de una bata, agitada por la respiración. Después, un sollozo, claro, terrible. Repetidos sollozos de mujer.

En vano pidió respuesta. Una hora, dos, tres. Oyó las campanadas del reloj. Las nueve. Las nueve y media. Y, nadie respondía. Él clamaba por Beleña. Dieron las diez. De vez en vez, los sollozos mas precisos. Los suspiros repetidos.

¿Eran de aquella mujer que sabía todos sus secretos? ¿De su carcelera, de su amada Beleña?

Sonó la campana. Las once y media. Una media hora que bien podía ser de las dos y media, para él, era lo mismo.

-¿Dónde estás, Beleña? No puedo sufrir más, ni oírte sufrir! -repitió a gritos.

Sonaron las doce. A la última campanada, se oyó la voz de un hombre. Una voz gruesa, terriblemente gruesa.

La voz dijo:

-¡Aló, aló!... Anote usted: 7223 Plaza.

Y se oyó el grito desgarrador de Beleña, su voz inconfundible.

El enamorado -hay una memoria especialmente fácil a los números telefónicos y es de los enamorados- el hombre de Beleña, vio bailar ante sus ojos la cifra:

-Plaza 7223.

La vio dibujada en los cristales del ventanal, entre la sombra grotesca de los troncos invernales.

Recurrió a la Guía Verde: 7223 Plaza, Dancing "Los Ecos".

Sin pérdida de tiempo, llamó al número indicado.

-7223, Plaza?

-Sí, ¿es un llamado urgente?

-¿Quién habla de allí? -preguntó el enamorado.

-Un sereno.

-¿Quiere llamar a la señorita Beleña?

-Oiga Ud., señor -le respondieron-. Debe Ud. sufrir un error. Antes este número, lo tenía "Los Ecos", ese dancing de la calle Charcas. Así está en la Guía Verde que Ud. habrá consultado pero, pero...

-No es el dancing, lo sé muy bien.

-Pues bien, señor. Está Ud. hablando con la casa de Pompas Fúnebres, "La Confianza".

Y quedó esperando. ¿Qué? ¿Qué esperaba aquel interrogado? ¿Por qué no colgaba el tubo?

-¿Es el 7223 Plaza? -insistió, enloquecido.

-Si, el mismo.. ¿Desea Ud. algún servicio?

-Sí.

-¿Calle?

Se hizo un profundo silencio. Un silencio que el teléfono sólo es capaz de dar. Silencio lleno de muros, de paredes, de casas, de ladrillos.. Un silencio lleno de toda la ciudad, macizo.

-Hable, señor, anoto la dirección. Escucho...

El hombre de Beleña, suspiró. Ante aquel caso inesperado, ante aquella lúgubre sorpresa quedóse inmóvil, sin saber qué hacer. Con el auricular a la oreja, fijó los ojos en la pared, sin saber qué determinación tomar.

-Hable señor, ¿qué le pasa?

-....

-¡Hable! Tranquilícese. Apacigüe su ánimo. Es un trance difícil, seguramente. Está Ud. solo. ¿No es así?

-Resígnese, tenga paciencia. Ya iremos con todo el servicio. Dígame la calle, el número y tendrá Ud. un compañero a su lado. Un amigo. Se lo prometo. Voy volando...

Aquellas palabras caían en el alma del enamorado. Las dejaba caer sin atreverse a colgar, cortar la comunicación. Estaba ligado a una casa de pompas fúnebres, a media noche.

Repitió un suspiro. Casi fue sollozo.

-Hable, señor, espero sus órdenes. Tranquilícese. ¡Dios lo ha querido! Le iré a ayudar. ¡Hable!

El sereno le oyó llorar. Apiadado por aquel hombre que, en el dolor, no podía articular palabra, insistió suavemente:

Tenga paciencia. Ya vamos con todo... Una sola palabrita y un número. La calle, diga la calle. Tendrá usted quien le ayude a...

Se oía el llanto del hombre. No podía dejar caer el tubo en la horquilla. Azorado, incapaz de mover un dedo.

Se le cayó el receptor. Del otro lado, el sereno agitaba el gancho violentamente. Estaba entre cajones negros y blancos... Entre catafalcos, candelabros de plata y coronas polvorientas.

Se cansó de llamar, de inquirir por la calle y el número. Nadie respondía.

Encendió un cigarrillo, arrojando el fósforo que quedó encendido, junto a un candelabro de plata, chorreado de estearina.

Y se volvió a su puesto encogiéndose de hombros, mientras con la punta del dedo meñique, hacia caer la ceniza del cigarrillo.

Cuento de Enrique Amorim

El cuento urbano
Edición de la Banda Oriental
Montevideo, enero del 2000
Publicado originalmente en Del 1 al 6. Montevideo. Impresora Uruguaya. 1932.

Ver, además:

 

            Enrique Amorim en Letras Uruguay

 

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