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Por qué ganaron los Aliados |
Un clásico de la Segunda Guerra Mundial |
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Contar el proceso de la Segunda Guerra Mundial puede ser hoy una tarea relativamente sencilla; explicarla, en cambio, demanda un esfuerzo de reflexión sobre un acopio de datos que muchas veces van más allá de la contienda misma. Habrá que tener en cuenta información geográfica, económica, tecnológica y hasta climática o de orden moral, cotejar entre lo posible y lo realizado, entre las causas y las consecuencias, sin que ello signifique negar el relato de la historia como una serie de campañas militares. Sólo de ese modo se podrá responder con solvencia la pregunta que se plantea Richard Overy, profesor de la Universidad de Exeter, autor de más de veinte obras dedicadas a estudiar la Europa del siglo XX, diez de ellas tomando como tema central esa contienda bélica. La dialéctica de los hechos resulta fundamental a la hora de entender el accionar de los dos grandes bloques beligerantes. La alianza que unió a Gran Bretaña, Estados Unidos y la Unión Soviética se formó sobre la marcha misma de la guerra por puro interés de las partes, porque cada uno necesitaba del otro para obtener la victoria sobre los países del Eje. Era una alianza estratégica en función de ese resultado pero nadie se hacia ilusiones con respecto a su permanencia en la posguerra. El ataque a Pearl Harbor fue paradójicamente la salvación de la asediada Gran Bretaña. Puso fin al aislacionismo de Estados Unidos y permitió a Churchill tomar la iniciativa para una cooperación en gran escala. “Todo mi sistema se basa en la asociación con Roosevelt”, admitía el primer ministro británico en noviembre de 1942. Había pasado un año desde la creación del Comité de Jefes del Estado Mayor Combinado, se compartía información secreta y técnica, se mancomunaban recursos industriales y navales. |
Así como la agresión japonesa acercó a Gran Bretaña y Estados Unidos, la invasión alemana a la Unión Soviética marcó el papel definitivo de ese país en la contienda. Tanto Churchill como Roosevelt ofrecieron de inmediato su apoyo a Stalin pero muy poco se concretó en lo inmediato. “A fin de cuentas, Rusia hará las nueve décimas partes del trabajo de derrotar a Hitler”, comentaba el almirante King aún en 1942. Recién el 26 de noviembre de 1943, con el encuentro de los tres líderes en Teherán, la exigencia soviética de abrir un segundo frente halló un eco favorable en Roosevelt y dio fin a las vacilaciones de los ingleses. Por primera vez, desde el comienzo de la guerra, los Aliados establecían una estrategia común. Se lograba “la unidad imposible”, paso imprescindible para la victoria final. EL DISCRETO HEROISMO COTIDIANO. Según Overy, la batalla de Kursk, a mediados de julio de 1943, en las estepas soviéticas, tras la ruptura del cerco de Stalingrado, indica el comienzo de la etapa final de la guerra, donde la balanza de recursos se inclinaría a favor de los Aliados. La celeridad y magnitud del rearme estadounidense y la rápida y heroica recuperación de la economía soviética son las claves fundamentales que explican ese segundo momento. La afirmación podría dar razón al economista Raymond Goldsmith quien, ya en 1946, declaró que el producto interior bruto ganó la guerra: el de los Aliados era sencillamente superior al del Eje. Sin embargo, el tamaño de las economías no basta para explicar el resultado de las guerras. La superioridad material no es suficiente si no existe la voluntad de ganar. Para Overy ninguna explicación es válida si no se tiene en cuenta el factor humano. Estaba en la esencia de los Aliados el deseo vital de acabar con el hitlerismo y con el militarismo japonés y la convicción profunda de que su causa era justa. El compromiso moral, acicateado por una mezcla de indignación, patriotismo y odio, se mantuvo inalterable en los Aliados durante todo el conflicto y en modo alguno es posible soslayarlo. Overy tiene el valor de reafirmar estos conceptos aún a sabiendas de que no pueden cuantificarse y que hoy pueden formar parte de un lenguaje devaluado, contemplado con escepticismo por otros historiadores. La razón del triunfo de los Aliados se halla en el triunfo en la guerra naval, que logró el aniquilamiento de los submarinos alemanes, y en la guerra aérea, con la ofensiva de bombarderos sobre posiciones del Eje a una escala sin precedentes, pero sobre todo se encuentra en la reactivación del poder industrial y militar soviético y en la reconquista de Europa. Llama la atención el notable reconocimiento de Overy hacia la Unión Soviética. En diciembre de 1941 los soviéticos ya habían perdido cuatro millones de hombres, ocho mil aviones, diecisiete mil carros de combate, todo el “granero” de Ucrania, más de la mitad de la producción de acero y carbón, un tercio de su red ferroviaria. Hoy la apertura de los archivos soviéticos revela que Stalin mismo estuvo a punto de desistir, que temió un golpe de estado, y que solo se repuso ante el frenético patriotismo de su pueblo trasladando las fábricas más allá de los Urales, lejos del alcance enemigo. “El verdadero héroe de la recuperación económica fue el propio pueblo soviético, los directores, los obreros, los agricultores. A ningún otro pueblo se le exigió tantos sacrificios y es improbable que los trabajadores de cualquier país occidental hubiesen tolerado unas condiciones tan extremas”, expresa el historiador. La fábrica se convirtió en el equivalente del campo de batalla. Las horas de trabajo se fijaron entre 12 y 16 por día y era obligatorio trabajar tres horas extras. El ausentismo era considerado deserción. Fue el triunfo del “discreto heroísmo cotidiano”, al que cantaría Ilja Ehrenburg. Contra todo lo que era razonable esperar la Unión Soviética reparó la fractura de la red industrial, de transportes, de recursos, y ya en 1942 producía más armas que un año antes y más y mejores que la propia Alemania. PUNTOS EN DISCUSIÓN. El éxito en la batalla del Atlántico, el avance del Ejército Rojo y el desgaste de la aviación alemana hicieron posible el desembarco en Normandía. El general George C. Marshall no tenía dudas con respecto a la necesidad de una invasión frontal a Europa y aspiraba realizarla ya en julio de 1942 pero, por distintas circunstancias, las dilatorias fueron inevitables. Se la conoció como Operación Overlord y la historia oficial, el cine y la propaganda norteamericana la volvieron el acontecimiento bélico más conocido a nivel popular. Los errores del mando alemán y la desmoralización reinante en sus tropas contribuyeron en gran medida a su buen resultado. En el bando aliado, Overy resalta el conflicto entre los generales Eisenhower y Montgomery y establece una apología de este último, en flagrante discordancia con la versión norteamericana. Otro punto en discusión de la obra es el de los bombardeos aliados a Europa. En 1940, un Winston Churchill desesperado, predicaba que lo único que derrotaría a Hitler era “un ataque absolutamente devastador, exterminador, contra la patria de los nazis, por parte de bombarderos muy pesados”. Esto se hizo realidad a partir de agosto de 1942 intensificándose hacia el final de la guerra. El blanco del bombardeo estratégico era el corazón mismo de Alemania, la población y la economía de la metrópoli. Había que castigar sin tregua “los centros industriales, los medios de transporte, los servicios de apoyo y las viviendas de los trabajadores” para lograr el desgaste y la desmoralización del enemigo. En el ataque a Hamburgo, a fines de julio de 1943, se emplearon 791 bombarderos que combinaron bombas de alta potencia con bombas incendiarias. Los incendios se prolongaron durante dos días. Al cabo de los mismos casi tres cuartas partes de la ciudad y cuarenta mil de sus habitantes quedaron reducidos a cenizas. Un millón quedó sin hogar. El resplandor de las llamas podía percibirse desde una distancia de doscientos kilómetros. Esto es lo que hoy, en la guerra moderna, se conoce bajo el eufemismo de “daños colaterales”: la masacre de ciudadanos indefensos considerada como objetivo militar. Overy intenta justificarla tomándola como una tradición ya impuesta: “La Gran Guerra había despejado el camino que llevaba a un nuevo tipo de conflicto, la guerra total, en la que se eliminaba la distinción entre militares y civiles”. La cólera de Churchill y el pragmatismo de Roosevelt fueron, en realidad, quienes la implantaron como estrategia de acción cotidiana. Muchos militares rogaron que los bombarderos estuvieran a disposición para combatir el poderío armado del enemigo en el campo de batalla. Pero la necesidad política pudo más. “Lo eligieron civiles para utilizarlo contra civiles, pese a la fuerte oposición de los militares”, afirma el historiador. En el contexto de la guerra, el principal justificativo, que Overy sitúa por encima de todo planteo de orden moral, está en los resultados: las pérdidas son pocas para quienes realizaban los bombardeos e inmenso el daño a las víctimas, al debilitarse la resistencia del enemigo se reduce significativamente el número de bajas del otro bando. Los extremos fueron Hiroshima y Nagasaki. POR QUÉ PERDIÓ ALEMANIA. Preguntarse por qué ganaron la guerra los Aliados implica también preguntarse porqué la perdieron las naciones del Eje. El libro, sin dejar de atenderlo, concede escasa importancia al papel desempeñado por Italia y Japón. El Tercer Reich era el peligro mayor. Hitler concentró el poder civil y militar en sus manos, asumiendo literalmente su condición de comandante supremo. Planeaba él solo la estrategia. Sólo él se sentaba a la gran mesa donde estaba el mapa de Europa que indicaba las acciones militares; junto a él, los comandantes de la Weimar permanecían de pie, escuchando. Pero las credenciales de Hitler para tamaña empresa eran insignificantes. No había recibido instrucción profesional, su visión de la tecnología militar era la de un aficionado, su único crédito era lo que había observado desde las trincheras como soldado de la Primera Guerra. Dice al respecto Overy: “Trajo al alto mando dos principios de cosecha propia: seguir la ofensiva, fueran cuales fuesen las circunstancias, y luchar a muerte antes que ceder terreno. Esto era más propio de Custer que de Clausewitz.” Sólo se rescata su extraordinaria fuerza de voluntad, su perseverancia. Su fanática tenacidad era el producto de una mesiánica fe en sí mismo. Su condición de “omnipotente” lo llevó a no crear una unidad de mando para las tres armas del ejército. Los comandantes y los ministros competían por igual por la atención de Hitler en una rivalidad descontrolada, perjudicándose unos a otros. La Operación Walquiria y otros anteriores intentos fallidos de acabar con su vida fueron la respuesta desesperada a los innumerables planes erróneos que impuso en los dos frentes. La conducción personalizada no lo explica todo y Overy lo sabe. Su libro hace referencia al desaprovechamiento de recursos por parte de la industria alemana, la imposibilidad de la producción en serie, las deficiencias tecnológicas, la corruptela de muchos de sus allegados. Sin embargo, su revisión de los liderazgos lo lleva, a veces, a simplificaciones y verdades a medias: “La guerra de agresión no fue una elección popular en ninguno de los tres estados del Eje, sino el objetivo de una pequeña facción. En Alemania e Italia la guerra se declaró debido a las ambiciones de dos dictadores”, afirma. El análisis no parece admitir el fascismo como fenómeno de masas, al apoyo popular que sin duda alcanzaron esos regímenes, las necesidades del capital financiero o la guerra exterior y la expansión territorial como principios doctrinarios. En todo caso Overy se mantiene coherente a su postura sobre qué ocasionó el estallido de la guerra, tema de debate desde 1980 con el historiador Timothy Mason en la revista “Pasado y presente”. Richard Overy publicó este libro por primera vez, en inglés, en 1995, al cumplirse cincuenta años de la finalización de la segunda guerra mundial. Desde entonces fue considerado un clásico en los estudios sobre la misma. La primera traducción al español data de 2005. Escrito con una implacable precisión y con una notable distribución y ordenamiento de los contenidos, su lectura es tan imprescindible como disfrutable.
Un lienzo amplio y un pincel inmenso “Para explicar la victoria aliada se requiere un lienzo amplio y un pincel grande. Fue un conflicto único, tanto por su escala como por su extensión geográfica. Se movilizaron recursos colosales en inmensas distancias. El campo de batalla era mundial en un sentido muy literal. Los aliados pensaron que no se trataba de ganar la guerra en una zona de combate concreta, sino que debía ganarse en todos los teatros de operaciones y en todas las armas: por tierra, mar y aire. La lucha por la victoria fue, pues, costosa, extensa y, sobre todo, lenta. Las exigencias de la guerra fueron extraordinarias para los estados beligerantes de ambos bandos. Todos ellos movilizaron una tercera parte o más de sus recursos humanos y dedicaron hasta dos tercios de su economía a satisfacer las inagotables necesidades del frente. Fue una guerra a una escala inimaginable en el siglo XIX, difícilmente posible incluso hoy, y cuya justificación se basaba en la desesperada y darwiniana cosmovisión que promovían los catastrofistas de la década de los años treinta. Todos los estados, ya fueran fascistas, comunistas o democráticos, compartían con frecuencia la opinión, aterradora, de que la guerra tenía que ser “total”, lo que Mussolini llamaba “guerra de agotamiento”, para vencer en la lucha por la supervivencia. El resultado del conflicto dependía tanto de la movilización eficaz de los recursos económicos, científicos y morales de la nación como del combate propiamente dicho. Puede que no sea una explicación tan atractiva como la que se basa sencillamente en el comportamiento en los campos de batalla, pero fue una guerra de civiles tanto como de militares. Los triunfos aliados en las largas campañas de desgaste sólo pueden explicarse de manera convincente teniendo en cuenta el papel de la producción y la inventiva.” POR QUÉ GANARON LOS ALIADOS, de Richard Overy. Barcelona, Tusquets, 2011. Distribuye Gussi. 499 págs. |
Alfredo Alzugarat
alvemasu@adinet.com.uy
Publicado, originalmente, en El País Cultural
Autorizado por el autor
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