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Mis zapatos
Alfredo Alzugarat
alvemasu@adinet.com.uy

Ciertamente no me preocupa el destino de mis zapatos. Sé que ellos han tomado mejor rumbo. Que no me van a defraudar como quizá yo los defraudé a ellos. Los vi alejarse por el camino verde, pausadamente, como gozando del aire primaveral, buscando el sol de la tarde. Por allí andarán a estas horas, inseparables los dos, definitivamente libres. Por eso es que estoy tranquilo. Han sabido cumplir y no les reprocho el haberse ido. Es más, los comprendo. Tal vez hasta hubiera hecho lo mismo en el lugar de ellos. ¿Qué más podían esperar de mí?

La historia de mis zapatos comenzó hace mucho tiempo. Retornaba yo tras largos años de ausencia a la ciudad donde habían transcurrido mis años de niñez y juventud. Un presunto soplo al corazón, según me explicaron, fue la causa para excluirme del frente de guerra. Me hallaba débil, cansado y sin glorias, pero creo que todo mi ser rejuveneció al pisar otra vez las viejas calles, al contemplar los vetustos olivos que desde siempre sombreaban sus veredas o al cruzar los puentes que tanto añoré, sobre el río tan añorado. Hasta la calesita de la plaza cercana removió mi corazón. No noté grandes cambios, todo parecía igual. Me habían advertido exactamente de lo contrario, pero pensé que tal vez se hubiera tratado de una broma porque allí todo parecía inmune al paso del tiempo. Recién cuando decidí ir a visitar a mis amigos de otrora noté la exaltación de mis zapatos. Presionaban sobre mis dedos como si quisieran saltar. Y saltaron al fin, y se fueron, rápidos,

vertiginosos, adelantándose a mis pasos, doblando las esquinas con una ansiedad que parecía superar a la mía. Adivinaron el camino. Llegaron mucho antes que yo a la casa de mis amigos, golpearon en las puertas de las fachadas intactas, violaron la intimidad de sus perfectos zaguanes, recorrieron las habitaciones impecables, chancleteando alegremente sobre el piso. De algún modo avisaron que detrás de ellos venía yo, se convirtieron naturalmente en una avanzadilla de mi propia felicidad. Porque cuando al fin llegaba, nadie se sorprendía de verme, todos me saludan calurosamente con aires de bienvenida y a la vez invariablemente afirmaban estarme esperando, que ya sabían que yo vendría. Ese día reparé en la lucidez que gobernaba a mis zapatos: volvían dóciles a acomodarse a mis pies cuando captaban que todo estaba bien. Pero las más de las veces se agitaban inquietos, molestos, llamándome la atención de una manera insistente. Desde entonces los he cuidado con mayor esmero. Nunca les faltó el lustre abundante ni mi esfuerzo redoblado por evitar que se mojaran o se descosieran. Ellos debieron agradecérmelo silenciosamente, aliviando en todo momento la fatiga de mis pies.

Yo, entretanto, continuaba maravillado de la altura de los olivos, del donaire de los puentes sobre el río de aguas cristalinas. Los farolillos de las calles me guiñaban al pasar y yo me preguntaba cómo era posible que la calesita de mi niñez aún prosiguiera girando y girando sin cesar. El vino de los amigos tenía el sabor dulce de los tiempos pasados: nada distinto notaba yo tras los lentes oscuros que cubrían sus ojos ni en los anillos de sus manos bien cuidadas. Mis zapatos vivieron quizá un momento de esplendor el día que bailaron en la arena, junto al río y junto a los zapatos de la muchacha que amé incansablemente, durante noches interminables, en una tibieza de sal y estrellas. Nuestros cuerpos entrelazados ardían suavemente como si el tiempo fuera eterno, mientras oíamos a lo lejos el retozo de los zapatos, el cadencioso caracoleo que dilataba el rumor del río y el silencio de los astros. Creo que hoy todavía les debo eso: su compañía instintiva, su comprensión tan aguda que los hacía vibrar al ritmo de mis más secretas emociones. O quizá su paciente discreción, el aguardar humildemente a que yo por fin adquiriera la lucidez que ellos poseían. Porque aquello fue sólo un paréntesis. De aquellas noches de amor sólo quedó el baile de mis zapatos bajo las estrellas.

Fue algunas noches después que ellos comenzaron a golpear ensordecedoramente contra el piso. Era un martilleo frenético que no me dejaba dormir. Los maldije interiormente. Me sentía frustrado a la vez que me desconcertaba el comportamiento que ahora ostentaban. Creo que tardé más de la cuenta en comprender que algo estaban queriendo decirme en esos golpes de pesadilla que estremecían la habitación. Una noche, al fin, me levanté de la cama y corrí a la ventana. Después me arrepentí. Hubiera preferido el no hacerles caso. La ciudad allí, bajo mi ventana, parecía deshabitada. Solo una niebla espesa recorría sus calles vacías, sin farolillos que la alumbraran. En ese momento mis zapatos volvieron a su silenciosa quietud.

A la mañana siguiente comprobé que los olivos ya no estaban y que los puentes habían sido volados o rotos o arrasados por el tiempo. El río estaba casi seco: apenas un hilo de agua pugnaba por serpentear entre montañas de escorias y basura. Desesperado conduje mis pasos hacia la plaza: la calesita giraba con un rechinar de ejes herrumbrados portando sobre su tarima un solo caballo destripado, con la estopa colgando de sus fisuras. Entonces vi la verdadera efigie de mis amigos: los rostros inescrutables tras sus lentes negros, sus sonrisas de desdén y la bulbosa liviandad de sus cuellos gordos, sus corbatas impecables y sus perfectas habitaciones: la fría ceremonia de sus vidas de burócratas de la guerra. En la plaza de la calesita me senté en el viejo banco arrumbado entre malezas a contemplar a aquél único caballo girando fuera del tiempo. Comprendí mi propia vaciedad, mi indiscutible ceguera; pero el comprenderlo no me sirvió de nada porque ninguna fibra de rebeldía estalló dentro de mí. No sé cuantas horas estuve allí. El caballito giraba y giraba como una polea en agonía.

Ahora he vuelto a mirar por la ventana de mi habitación para convencerme de que a pesar de todo esta ciudad sigue siendo la mía. Sea como sea, yo no puedo hacer otra cosa más que aceptarla. Por eso comprendo la actitud de mis zapatos. Cuando ellos sintieron que me sentaba en la cama y cerraba los ojos, pujaron por zafarse de mis pies. Yo los dejé hacer. Un breve rescoldo pareció entibiar mi sangre. Pero ya era tarde. Los vi descender pausadamente la escalera, alejarse de mí definitivamente, con firme decisión.

 

Alfredo Alzugarat
alvemasu@adinet.com.uy
Cuentos de War. La guerra es un juego.
Cal y Canto y Biblioteca de Marcha, Montevideo, 1996

 

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