Los necrófagos |
-Podemos quedarnos con
cualquier cosa – dijo la Taca. -Este es uno de los oficios más antiguos
de la humanidad. Lo leí en Los miserables de Víctor Hugo. Reynoso restregó sus
ojos para ver mejor. El sol caía vertical y había un raro olor a azufre.
Carrerita se agachó y examinó el montón de despojos. Sus dedos hurgaron
entre fotografías de carnés chamuscados, pulseras ásperas de herrumbre,
llaveros retorcidos, orejas cortadas, mechones de cabello ensangrentado. Más
allá habían resortes, tuercas, trozos de chatarra, botones, un par de
botas casi intactas. Revolvía por revolver. Nada le conformaba. Se levantó
y echó a andar lentamente por el sendero de piedra, flagelado por el
viento que llegaba de las montañas. -Es un imbécil – espetó
la Taca. Tenía la boca sucia de chupar un trozo de chocolate que había
hallado en la mochila de un soldado muerto. Reynoso puteó por lo bajo y
se sentó. Sintió unas ganas insoportables de fumar. La Taca se sentó a
su lado. El viento agitaba su falda verde. -Mañana lo mataré –
masculló él, con sus ojos entrecerrados. -No, no lo harás – le
advirtió ella. -No hasta que sepamos qué hacer. Además, Carrerita es sólo
un imbécil. Y recordó una fotografía
de Carrerita cuando niño. Sentado, con una moña azul, los hombros caídos,
junto a un gran globo terráqueo implacablemente detenido. Carrerita había
querido sonreír pero inútilmente. Sólo se notaban sus fosas nasales
dilatadas. -Debemos trazarnos un
plan. Definitivamente. “Un plan…”, repitió,
bajo el sol abrasador. Se arrastró fatigosamente y alcanzó el par de
botas abandonadas. Comenzó a colocarse la derecha. Carrerita era ya sólo
un puntito en la lejanía. Sintió algo blanduzco en el interior de la
bota. Se la sacó y la examinó. Extrajo un dedo sanguinolento, tronchado
en la base. Lo tomó y lo arrojó lejos, hacia Carrerita.
Entretanto Reynoso dormía: la boca abierta al sol. La arena se hundía
suavemente bajo sus pies. Durante tres horas largas lo único que
divisaron fue dos lagartos sobre unas piedras. No sabían dónde ir. Habían
estado todo el tiempo discutiendo sin alcanzar un punto de acuerdo. -Dejá esas botas. No nos
sirven de nada – dijo Reynoso. No podía ocultar su fastidio. -No. Son mías –
respondió con firmeza la Taca. El hombre escupió. Tenía
los ojos enrojecidos. Pasaron la noche en la
hendidura de un cerro, atentos a las detonaciones lejanas, a los ecos de
alguna batalla que les indicara el rumbo a seguir. Pero no oyeron nada. Sólo
el viento entre las piedras. Durmieron acurrucados uno junto al otro. Al
amanecer, la Taca se acomodó encima de Reynoso. Se había quitado la
falda y la camisa y el largo cabello rubio le caía entre los senos.
Reynoso la dejó hacer. -¿Y Carrerita? – le
preguntó. Ella echó la cabeza
hacia atrás en una mueca de satisfacción. Tenía las botas puestas,
acordonadas con precisión. “Taca… butaca…
petaca… matraca…”, murmuró Reynoso, aletargado de placer. -“Taca en tu estaca“,
susurró ella. -“Es de Taca” –
dijo él. Y rieron. Siguieron andando otro
largo día, el cabello desgreñado, los huesos entumecidos. Al fin la Taca
se desplomó. Tenía cuarteadas hasta sangrar la planta de los pies. -Nos conocimos en la
Universidad – empezó a contar. – Era un día de viento y él se
jactaba de que había estado en la guerra. En otra guerra. Yo no le creía
pero él insistía con que en la guerra todo lo sentís diferente. El
viento también. El viento del que me hablaba era viento del desierto, cálido
y polvoriento (“Como el que hay aquí ahora”, pensó Reynoso).
Recuerdo que yo me encogí de hombros pero él extrajo de un bolsillo de
su chaqueta una fotografía a colores y me la enseñó. Había un soldado
muerto, tendido a lo largo sobre la arena. Se veía que el cadáver estaba
hinchado, como de varios días. Él y otros dos, con sus uniformes
flamantes, habían posado cada uno con un pie encima del soldado muerto.
En la foto Carrerita sonreía. Reynoso avistó un cuervo
volando en círculos sobre ellos. “¿Buena o mala señal?”, se preguntó. -Y por qué te casaste
con él? Ella se encogió de
hombros. Nunca había sabido porqué. Reynoso se incorporó y
le arrojó una piedra al cuervo. Fue entonces que oyeron un silbido largo
y luego una explosión. De inmediato las detonaciones se sucedieron en la
lejanía. -¡Hacia allí! –
exclamó Reynoso, ayudando a la Taca a levantarse. -Fue solo una escaramuza
– dijo Taca después de recorrer el terreno donde resultaba evidente que
recién se había combatido. Había solo tres cadáveres entre esquirlas
por doquier. -Pero esta vez hemos
llegado antes que los rastreadores del ejército – observó Reynoso
triunfalmente. – La hemos hecho bien – reafirmó poco después al
hallar entre las vestimentas de soldados muertos una cajilla de cigarros y
algo de ración. – Los soldados casi están tan pobres como nosotros. Reynoso se puso a fumar.
La Taca halló una libreta de notas y, contenta como una colegiala,
escribió su nombre y la fecha. -¿Nos llevamos todo? -No hay dónde vender
nada. -Las botas están
mejores. -Prefiero las que ya
tengo – dijo la Taca. Rompiendo el silencio atroz que sigue a las
batallas tarareaba una cancioncilla infantil moviendo acompasadamente las
caderas. Otra
vez caminar y caminar. Imposible establecer un plan. Hemos perdido la noción
de los puntos cardinales. Es más, creo que ya no existe el espacio ni el
tiempo. Reynoso
me hace el amor maravillosamente bien por las noches. En todo caso, existe
sólo el instante. Me
pregunto que será de Carrerita. Un día hallaron un
monte. Algunos trechos de césped, matorrales de bejucos y retamas y luego
árboles. El sol se filtraba entre el follaje para derramarse en aros
plateados sobre la gramilla. Anduvieron como sonámbulos
hasta que avistaron a Carrerita. Estaba ahorcado en la rama más alta de
una encina vieja. -Me recuerda a Judas –
fue lo único que dijo la Taca. -Ni siquiera hay cuervos
– observó Reynoso poco después. Esta
noche hemos encendido un fuego. Sentados a su alrededor lo hemos adorado
como a un viejo dios. Mirándolo, captando breves chispas azules entre las
lenguas rojas y amarillas, he sentido ganas de divagar, de jugar con mi
mente. Es realmente hermoso esto de que no haya que pensar en mañana. Me
encuentro perfectamente libre. Nada me condiciona. Otra
vez, aplastados entre unos riscos, tuvieron que esperar casi hasta el
anochecer a que finalizara una batalla. El retumbar de los morteros y los
relámpagos de las explosiones y los incendios, les resultó un espectáculo
fascinante que los entretuvo durante la larga espera. Hallaron muchos cadáveres
y sobre todo muchos comestibles. Aquella noche se hartaron. Hacía meses
que no comían de ese modo. -Mientras haya guerra hay
vida – dijo Reynoso. Centelleo de combates fugaces. Fuegos y estampidos como señales luminosas. Olor a carne quemada. Cuervos. Sol despiadado y arena caliente y más cuervos. El botín de los muertos. La carroña que es pitanza. La pequeña sorpresa de cada descubrimiento. Exclamaciones, ojos brillantes, sonrisas de júbilo. La cajilla de cigarros bajo la garganta degollada. El trozo de chocolate en el bolsillo trasero, del otro lado del vientre desfondado. El reloj de pulsera junto al muñón. Las condecoraciones, las monedas, las medallas. La urgencia, la prisa por huir antes que lleguen los vencedores. La noche secreta. El fuego del vivac. Comer, fumar, coger. Las palabras que sobran. No preguntar hasta cuándo. Tapiar cualquier nostalgia. Existe solo el presente y seguir y seguir. Hoy
le pregunté a Reynoso si era feliz. Hizo un gesto de fastidio y se echó
a dormir. Me pregunto si vale la pena higienizarse. |
Alfredo
Alzugarat
Cuentos de War. La guerra es un juego.
Cal y Canto y Biblioteca de Marcha, Montevideo, 1996
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