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La sangre de las
piedras,
Catálogo y lectura en el Penal de Libertad |
Hacia fines de 1972, cuando todavía la Dirección del Penal de Libertad estaba a cargo de un triunvirato integrado por un alto oficial de cada arma (Ejército, Armada y Fuerza Aérea), en un recreo alrededor de los pilotes que sostienen la mole de cemento del celdario, el capitán de navío Costa se dirigió a los presos asegurándoles que serían tratados de acuerdo a las normas de los reglamentos sobre prisioneros de guerra. [1] La afirmación intentaba brindar cierta tranquilidad en un momento en que se hablaba de una cárcel modelo pero nada parecía indicar un rumbo cierto. Sus palabras fueron aprovechadas como la oportunidad para pedir el ingreso de libros. Quien se atrevió a hacerlo habló en nombre de un clamor general, con |
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seguridad largamente manifestado en aquellos días. Costa se limitó a preguntar qué libros se quería. Le respondieron que los libros estaban, que lo que necesitaban era una autorización para entrarlos, libros de estudio, de filosofía, novelas. Es la solución para no volvernos locos, comentó otro.
Hasta ese momento, agotadas las posibilidades de lectura que cada uno traía, sin el ingreso de más libros desde afuera, la única posibilidad era el intercambio. “Así comenzó la pequeña colección. Primero un par de libros por celda, luego la autorización para cambiarlos en el recreo, más tarde la organización por sector…” [2], cuentan Phillipps ‑ Treby y Tiscornia. En el 5º piso, fue Alfredo Manitto [3] quien comenzó la tarea de llevar un registro de los libros que cada uno tenía. Recuerda Manitto que fue “entonces que lo llamó un mayor, seguramente Etcheverry, de la Aviación, y le habló de una propuesta de hacer una biblioteca a nivel de todo el celdario”. [4] La propuesta, ya institucionalizada, sin duda era consecuencia del planteo que se le realizara al capitán Costa en esos días en otro sector de la cárcel.
Era el comienzo de la historia de la Biblioteca Central: apenas una celda doble en cuyas cuchetas se depositaron los primeros libros enviados en el interior de los paquetes que traían los familiares. A trabajar diariamente en esa celda fueron autorizados en los siguientes meses el propio Manitto, el pastor José Valenzuela [5], el cura Fernández Ordóñez [6] y Diego Díaz [7]. Posteriormente, Manitto, interesado por su oficio en trabajar en otra sección del celdario, fue sustituido por Bolívar Escudero [8] en tanto se sumaban a la tarea Fernando “Bartolo” Flores [9], que sería el primer Encargado de la misma, Roberto Meyer [10], Carlos Amir [11], Romeo Álvarez [12] y Juan José Domínguez [13]. Fueron ellos quienes anotaron los primeros libros y comenzaron a clasificarlos por su temática y luego, en el caso de la literatura, teniendo en cuenta la región o país de origen y el nombre del autor. “Aunque la memoria es traicionera, me parece que la elaboración del catálogo fue sólo la lista de los libros que en ese momento había”, recuerda hoy Díaz Maynard. [14] “Todos dábamos ideas. Debe haber sido resultado del sentido común”, afirma hoy Flores. [15] La meta era simplemente poder ubicarlos con facilidad cuando alguien los solicitara. Los libros pedidos, previo registro del préstamo, eran enviados al piso y sector correspondiente donde eran repartidos celda por celda una vez a la semana o a veces cada quince días.[16] Los libros más solicitados entraban en una a veces larga lista de espera.
En mayo de 1973 la Biblioteca fue trasladada al sitio donde permanecería para siempre, en el tercer piso, donde hubo que comenzar desde lo más elemental, colocando tablas sobre bloques como estanterías. El hecho de que muchos compañeros aún no habían sido ubicados de manera definitiva tuvo por consecuencia que algunos pudieran llegar a trabajar por un espacio muy breve en la Biblioteca: fueron los casos de Jorge Tiscornia [17] y Américo “Nino” Rocco [18] que se hallaban en el primer piso, y de Carlos Liscano [19] y Alberto “Beto” Cía [20] (aun cuando se hallaban en el segundo).
En esa época, previa al golpe de estado de 1973, el ingreso de libros era sin limitaciones, sin ningún tipo de censura. Recuerda Marcelo Estefanell que un coronel le informó por esos días: “Acá va a poder leer lo que quiera (…); pida a su familia lo que se le antoje”. [21] Algo similar le sucedió a David Cámpora: “¿Y a mí que me importa que usted lea marxismo? ¿usted no es marxista? ¿qué va a leer entonces?” [22], le dijo un alto oficial. Llegó a darse el caso de bibliotecas de particulares que contenían libros que a causa de la represión resultaban ya imposibles de esconder o de disimular, que fueron enviadas a la cárcel y aceptadas sin ningún tipo de inconvenientes. Agréguese a lo anterior el permiso concedido a algunos reclusos para estudiar asignaturas de Preparatorios de Secundaria o de la Universidad. Aunque en la práctica fueron muy pocos los que llegaron a rendir exámenes, lo interesante es que se elaboraron detalladas bibliografías para cada caso con la consecuente incorporación de conjuntos ordenados y coherentes de libros. Muy preciada fue la confección de una bibliografía para un examen de Ciencia Política aunque luego los libros no perduraran y la materia fuera prohibida.
En su testimonio Cámpora menciona algunos títulos del primer momento, luego rigurosamente desaparecidos (o “transcriptos”): Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano; La economía política del crecimiento, de Paul Baran; Tratado de economía política, de Oskar Lange; Tratado de economía marxista, de Ernest Mandel; El profeta desarmado, de Isaac Deutscher; Historia de la revolución rusa, de León Trotsky; y mucho Lukacs, Marx, Engels, Lenin, Mao. [23] Recuerda Roberto Meyer: “Yo trabajé en ella (en la Biblioteca) en la época de esplendor, cuando empezó a llenarse con un caudal fabuloso de libros que habría llegado a doce mil y entraba de todo. Llegamos a ser no menos de diez que trabajábamos, creo, en tres turnos. La gloria para mí era tener la primicia de los libros que entraban, flamantes o viejos, a menudo joyas que nunca he vuelto a ver, y llevármelos a veces a la celda antes de clasificarlos (no era muy prolijo, debo reconocerlo) como avaro ratón de biblioteca que era. Puedo dar fe, a través de ese enorme, variadísimo material que los presos políticos uruguayos, a través de esos envíos de los familiares, representábamos un microcosmos de impresionante vastedad y riqueza cultural. Entraba lo previsible y los bestsellers del momento pero también lo más interesante o lo más raro e insólito, tesoros de colección, las joyas de la abuela…“[24]“La Biblioteca fue como la biblioteca de Alejandría, iluminó una época... En aquellos años los libros y las lecturas a que daban lugar ¡no se podían conseguir en las bibliotecas y librerías del Cono Sur de América!” asegura con entusiasmo todavía hoy Fernando Flores. [25]
Así, el listado inicial adquirió las características de un grueso volumen que nadie dudó en denominar “Catálogo “. Fue “Cacho” Benia [26] quien picó las matrices de ese primer Catálogo en una máquina de escribir del S ‑ 1. [27] Las matrices estaban destinadas a un mimeógrafo que también se hallaba en el S – 1 y que anteriormente había pertenecido al MLN. [28] Desde el primer momento debieron editarse varios ejemplares. [29] El número de ejemplares dependió de la compartimentación en el interior del Penal, que al principio era por pisos y sectores y después pasó a ser por alas dentro de los sectores de cada piso.
Con la publicación del Catálogo la Biblioteca Central se volvió una realidad indiscutible, una presencia sólida, generosa e imprescindible, tan dispuesta a sobrevivir como los mismos presos. “Después de la cantina, fue la Biblioteca, mucho más fácil de entender, la que se volvió rápidamente uno de esos mundos intocables: doce mil volúmenes, con un catálogo de doscientas páginas superclasificado, bien impreso y encuadernado en talleres propios; todos los libros forrados con nylon, una ficha de Biblioteca por recluso, un control al minuto del libro: dónde estaba, cuándo había salido, cuándo tenía que volver; un trabajo fino (…) que desarrollaba cultural y políticamente a una población penal”, recordó David Cámpora. [30] y [31]
Las bibliotecas no son ajenas a las cárceles. Al menos desde el siglo XIX hubo en distintas partes del mundo poblaciones reclusas que las exigieron y corrientes filosóficas que argumentaron en su favor considerando la lectura como derecho inherente a todo ser humano cualquiera sea su condición. La intención de que los libros fueran útiles para la recuperación social de los presos hizo que por mucho tiempo la Biblia se convirtiera en el libro “insignia” de muchas cárceles. Hasta en el campo de exterminio de Auschwitz existió una biblioteca, mínima y clandestina, una lucecita entre las tinieblas. Confinado en la Siberia, Fedor Dostoievsky pedía a sus familiares: “Envíenme libros, libros, muchos libros, para que mi alma no muera “.
En las cárceles de presos políticos las bibliotecas son indispensables, razón por la cual en muchos casos se las prohíbe. Todo preso político es un gran lector en potencia. No resulta extraño pues que en el Penal de Libertad la biblioteca se volviera una feliz realidad. Lo singular en ella, lo que la destaca especialmente, es un conjunto de factores que hacen imprescindible su estudio. En primer lugar, una organización que aseguró la circulación de un gran número de libros en condiciones de igualdad de oportunidades para todos los presos; en segundo lugar, que la lectura se volviera un medio de comunicación de amplio predominio, en parte por su valor propio y en parte por la escasa presencia de otros medios (música, cine); finalmente por la existencia de un Catálogo, también de acceso colectivo, que daba idea de la totalidad de los títulos y permitía seleccionar los mismos de las más diversas maneras al ofrecer múltiples posibilidades de lectura.
El primer Catálogo, el que comenzó a gestarse a principios de 1973, fue el más amplio en contenido y a la vez el más pequeño en cantidad. Fue el que correspondía a una cárcel todavía en formación donde aún no se había diseñado o aún no se había impuesto por parte de los militares un plan de prisión prolongada que tuviera por destino final el aniquilamiento físico, y sobre todo psíquico, del preso. No era aún el Catálogo de un tiempo de dictadura. “Se le fueron agregando títulos mes tras mes, año tras año. Algunas veces pegando cuidadosamente tiritas de papel con dos o tres títulos al final de cada sección, en el espacio en blanco que restaba de las hojas de mimeógrafo, otras, agregando hojas nuevas, cuando la entrada de libros era abundante y así lo exigía”, [32] han afirmado Phillips – Treby y Tiscornia. [33]
La censura, tan temida y presentida, no tardó en llegar. Los testimonios sobre el origen de la Biblioteca recuerdan que al principio la única prohibición expresa era el ingreso de manuales sobre tácticas y estrategias militares. Hoy resulta una curiosidad saber que, entre las obras que ya habían entrado, fue Papillon, la novela de Henri Charrière, la primera en ser prohibida. [34] Fugarse de la prisión de Cayena podía inspirar algo similar en el Penal de Libertad. La segunda obra en ser prohibida fue Alerta a la población, de Clara Silva, novela que recrea la vida de un joven delincuente, —lo que en la época todavía se conocía por la absurda expresión de “infanto juvenil”— y las condiciones sociales que lo engendraban. “Los títulos nuevos, o los eliminados, reflejaban los distintos grados de permeabilidad de una censura militar muy variable y muy desconfiada”, anotaron Phillipps ‑ Treby y Tiscornia. [35] El incremento de la censura obligó a que los ejemplares más comprometedores —aquellos cuyo contenido correspondían a campos de conocimiento después “ilegales” como la sociología, la ciencia política, la psicología, la física, la electrónica y muchos otros— fueran desplazados hacia las pequeñas bibliotecas que existían en cada piso a manera de reserva y que aun posteriormente, a muchos de ellos, se los “transformara” en apuntes manuscritos camuflados en diminutas hojillas de papel, fáciles de “emberretinar” [36]. Hubo libros que cambiaron de título o que fueron insertos dentro de otros, siempre con la finalidad de preservarlos. Los talleres de encuadernación y de “planograf”, creados por los propios presos, fueron de importancia estratégica en esa tarea.
La historia del Catálogo va unida a la historia de la censura y acompasa, como fiel reflejo de la misma, a la historia del Penal de Libertad. La asunción en el mando del establecimiento del mayor Arquímedes Maciel, el 10 de mayo de 1974, instaló el proyecto de cárcel de los golpistas y dio lugar al primer cierre temporal de la Biblioteca el 1º de noviembre de ese año. [37] Fue el punto final de esa etapa de “bonanza” que coincidió con la retirada de los máximos dirigentes del MLN en setiembre de 1974 y con el asesinato del teniente coronel Ramón Trabal a fines de ese mismo año. La clausura de la Biblioteca implicó la eliminación física de gran parte de su material. El primer criterio de censura que se aplicó, el de hacer desaparecer los libros más pedidos, como ya en ese entonces era de prever, significó un golpe irreversible. El modo de eliminar, la quema de libros, adquirió proporciones gigantescas, solo comparables a la del bibliocausto nazi de finales de mayo de 1933. La cifra de volúmenes destruidos, literalmente incinerados en el horno de basura, varían desde diez mil según el colectivo Uruguay: seguridad nacional y cárceles políticas (Iepala, Madrid, 1984) y cuatro mil según un informe anónimo de 1982 en poder de SERPAJ. Otros testimonios de expresos coinciden aproximadamente con esas cifras. “Llevaron libros y libros y más libros. Luego se fueron y volvieron con más libros y libros. En este trajín estuvieron toda la mañana. Al mediodía, cuando tenían libros y libros, no hicieron una biblioteca. Rociaron con querosén los libros y ardió una fogata y las palabras volaron y nosotros, desde las ventanitas enrejadas, estábamos muy tristes de verlos tan contentos a los ingenuos soldados que quisieron desaparecer las palabras”, escribió Carlos Caillabet en su obra, Un pañuelo rojo en la memoria. [38] “Los libros de los filósofos y políticos de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX fueron la base de la pira. Carlos Marx y Federico Engels, Lenin, León Trotski y Rosa Luxemburgo eran candidatos clásicos y cantados a la hoguera, como lo hubieran sido en Berlín en el 39. Pero, para desquicio de los censores, con la modernidad su descendencia se había multiplicado, desparramándose por el mundo, y ya no alcanzaba con quemar europeos. Ahora había que detectar libros chinos, argelinos, vietnamitas, cubanos. Ho Chi Min y Castro. Guevara y Franz Fannon, Mao (…), todos marcharon a la pira. Siguieron la misma suerte las revistas y folletos vinculadas a países del bloque socialista, o los cuentos o novelas que contaran historias de alguna revolución o de algún proceso de independencia”. [39]
La segunda etapa de la Biblioteca se inicia el 4 de junio de 1976 y coincide con el período más duro en la vida del Penal. [40] A pesar de las bajas, en los años siguientes, la Biblioteca y su nuevo Catálogo brindaron el oxígeno de la palabra escrita y tuvieron la fuerza del maná en el desierto. En 1979, la Cruz Roja Internacional, único organismo de defensa de los derechos humanos que pudo ingresar al Penal de Libertad, la enriqueció con una fuerte donación procurando actualizarla. [41] Por supuesto, el ingreso a través de los familiares constituyó siempre el sostén más importante. [42] Intentando una especie de “biblioterapia” los militares, hacia fines de la década de los setentas, incorporaron algunos textos oficiales de la dictadura —La Subversión. Las Fuerzas Armadas al pueblo oriental y Testimonio de una nación agredida— así como folletería propagandística de la DINARP.
La triste dupla compuesta por el teniente coronel Fausto González y el mayor Mario Mouriño, que ingresara al Penal el 7 de enero de 1980, sometería a la Biblioteca a dos clausuras más, desde el 16 de agosto al 3 de noviembre de 1981 y desde el 5 de febrero al 12 de mayo de 1983. Esta vez la censura se llevó hasta 1.300 libros más. [43] La hoguera alcanzó incluso a algunos de los libros donados por la Cruz Roja Internacional.
No obstante, a pesar de los pesares, la Biblioteca supo ser uno de los pocos servicios que en ese entonces sobreviviera al intento de los militares de controlar totalmente a la población reclusa tras el plebiscito de 1980. En un país donde todos los agentes sociales y políticos volvían a manifestarse activamente y día a día se avanzaba, aunque lentamente, hacia la liquidación del régimen dictatorial, la cárcel debió ser custodiada a ultranza, su población guardada más que nunca bajo quinientas llaves. Increíblemente, aunque humillada y dolida, la Biblioteca subsistiría hasta el último día. La obligatoria incorporación de los libros que aún se hallaban en las bibliotecas paralelas de los pisos es también uno de los factores a tener en cuenta para que el Catálogo final incluyera más de nueve mil títulos. Este Catálogo final, lamentablemente el más censurado, es el único que ha quedado para la posteridad. Fue extraído por compañeros al momento de la amnistía o en días posteriores y de él se conservan nueve ejemplares en el Museo de la Memoria.
Pero ¿cuál es el significado esencial del Catálogo? ¿Por qué es importante su publicación? Sin duda, su valor está ligado directamente a la importancia de la lectura en la cárcel. En el Penal de Libertad, a la realidad de encierro obligatorio, hubo que sumarle la casi total ausencia de otros medios de comunicación. Se leía como en los primeros tiempos de la imprenta, como aún antes de la aparición de la prensa periódica. Lejos de disminuirlo, esto potenciaba el valor de la lectura y permitía ahondar en ella con una fuerza muy difícil de lograr en otras condiciones. Resulta imposible concebir trece años de existencia del Penal de Libertad sin la presencia de libros. Ellos fueron un factor decisivo de sobrevivencia y de equilibrio mental.
El Catálogo representó la oferta existente. Cada compañero, a su vez, podía crear su propio catálogo seleccionando los libros que eran de su interés. La lectura proporcionaba la llave para ingresar a un mundo paralelo, alternativo, un mundo ancilar [44] que pasaba a formar parte de nuestra realidad y de nuestra existencia como sujetos lectores. [45]
En un primer nivel, aquél que al principio más atraía a los que no eran lectores habituales, los libros podían implicar un entretenimiento, un pasatiempo eficaz en una cárcel donde el tiempo parecía transcurrir muy lentamente o no pasar nunca. Esto explica la demanda de volúmenes de gran extensión como Los miserables, de Víctor Hugo, La montaña mágica o Los Buddenbrooks, de Thomas Mann, Guerra y paz, de León Tolstoi, etc.. Así fue que muchos llegaron hasta la Biblia o el Quijote. El pasatiempo se concretaba en la posibilidad de evasión mental, de fuga o de refugio a la hostilidad del entorno inmediato pero también en el ingreso a variados universos donde personajes y sucesos eran capaces de contagiar estados de ánimo o lograban que el lector se identificara con ellos. La capacidad de conmoción interior servía de prueba de la permanencia de una sensibilidad, de una moral y aún de un espíritu optimista. Algunos textos como La casa de los muertos, de Fedor Dostoievski, El pabellón número seis, de Anton Chejov, o Desnudo entre lobos, de Bruno Apitz, fungieron a su vez como espejos de la propia cárcel, permitieron una reflexión más profunda sobre el entorno inmediato, alumbraron variados matices de la realidad con la que convivíamos.
Explorar a través de la lectura otras realidades, similares o aun diferentes, podía ser el método más útil para ordenar y proporcionar un sentido a la realidad en la que nos hallábamos. Porque en definitiva se lee para saber cómo vivir, esperando encontrar una respuesta en cada libro que se lee. Se asiste así a ese papel mediador en la relación del hombre con el mundo que le atribuye Ricardo Piglia cuando asegura que la lectura “funciona como un modelo general de construcción del sentido”. [46] En un juego dialéctico, “el hombre que lee se interna en un tiempo nuevo, enlentecido y acaso evanescente, que existe fuera del mundo práctico, y en el que la lectura genera estructuras imaginarias que algunos querrán luego encontrar en el tiempo real de sus vidas. Porque la lectura ofrece un sistema disciplinado de ejercicios para la imaginación: quien se habitúa a la lectura hace crecer sus posibilidades de representación imaginaria, pero a medida que crece la vitalidad de esas representaciones, los intercambios entre lo imaginario y lo real pueden hacerse más fluidos; acaso el sujeto puede hacerse más eficaz en sus enfrentamientos con la realidad procurando hacer entrar en ella sus invenciones, acaso éstas se le disparan y pasan a integrar ilegítimamente, por así decirlo, su percepción de la realidad”, ha reflexionado por su parte el escritor y profesor José Pedro Díaz. [47] En la cárcel, determinadas condiciones específicas le otorgan a esto aún una mayor dimensión. “La inmovilidad y/o el encierro propios del lector, que producen inquietud en la dinámica de la vida, en la cárcel no son perturbadores. La fuga de quien lee, que en la cotidianidad puede parecer una omisión, un estar y no estar punible por quienes conviven con el lector, en la cárcel es funcional. Sin embargo, hay algo esencialmente transgresor en la lectura carcelaria: el que lee está construyendo su subjetividad, se está transformando. En el rigor disciplinario, en la situación de castigo que anula, el lector encerrado crea un espacio para encontrarse consigo mismo. Tal vez se evada de su entorno, pero puede no evadirse de sí”, afirma también Carina Blixen. [48]
De este modo, la práctica asidua de la lectura incidió de mil maneras distintas en la convivencia de miles de presos que resistían un infierno destinado a agredirles diariamente y uno de sus más maravillosos productos fue, precisamente, el surgimiento de una especie de fusión intelectual que textualizó la existencia cotidiana, que recurrió o tomó como referente para la realidad diaria el mundo imaginario que nos regalaban los libros. Es conocido el episodio que relatan Phillipps ‑ Treby y Tiscornia y que he citado también en Trincheras de papel por su carácter emblemático: “una vez, caminando en fila rumbo a la visita, pasamos cerca del sector A de la barraca 3. Fuera de la alambrada de la barraca había dos o tres presos carpiendo, y uno de ellos, al ver que el guardia que ‘conducía’ la fila era uno de aquellos villanos vocacionales, de los que se destacaban, alertó a sus compañeros diciendo:
—¿Bó, te acordás de Javert? Parece que va a jugar en Cerro...
Si de algo se podía estar seguro era que el guardia no había leído ‘Los miserables’ y no podía por lo tanto ubicar al personaje. Y claro está que la mayoría de nosotros, si no hubiéramos estado “en cana”, tampoco lo hubiéramos hojeado nunca. Pero estábamos, y la Biblioteca y los libros eran parte importante de nuestras vidas”... [49]
Toda la realidad de la cárcel podía ser ilustrada, comprendida y aún explicada a través de los numerosos libros que conformaban el mundo diario de los presos. La observación, el recuerdo, la palabra, estaban impregnados de lo libresco. Lo que se leía era tema recurrente en trilles [50] de recreos, en guardias de enfermo, en cualquier posibilidad de comunicación, reglamentaria o no. Capítulos del Quijote fueron discutidos a través de las ventanas de las celdas.
Quizá en la mayoría de los casos se conceptuaba al libro como un instrumento de formación y de desarrollo intelectual. No todos los libros podían prestarse a ello, por supuesto, y la diferencia entre los géneros también importaba y mucho pero, de acuerdo a esa concepción, se participaba de tres paradigmas didácticos de lectura compartibles con cualquier cárcel política:
a) la lectura en pos de la construcción de una ética personal, en pos de una formación en valores humanistas imprescindibles para la lucha política. En lo subjetivo, esto también implicaba textos que alumbraran la experiencia vivida, que dieran por resultado un mayor conocimiento de sí mismo;
b) la lectura en pos de información y de elementos reflexivos en función de una optimización en la labor política y social futuras. En ese sentido, como decía Antonio Gramsci, “cada libro puede ser útil de leer, un preso político debe estrujar sangre hasta de una piedra”. [51] Gramsci, considerado el mayor lector carcelario de todos los tiempos, transformó sus lecturas en ensayos de historia cultural y en modelos teóricos para el análisis y la acción [52]; y
c) la lectura que indaga la identidad nacional, el carácter y la idiosincrasia de un pueblo, su evolución, los determinismos y las necesidades que surgen del conocimiento y la revisión de la historia nacional. Prisionero en la isla de los Pinos el joven Fidel Castro solo pedía más y más escritos de Martí. [53] En el Penal de Libertad cumplían ese papel Jesualdo, Carlos Machado, Pivel Devoto, Carlos Real de Azúa, etc.. Estos paradigmas de lectura, como resulta lógico de acuerdo al plan de aniquilamiento individual planteado por los militares, fueron los más afectados por la censura. Hubo otro, menos castigado y probablemente pasión de pocos. Es el que tiene que ver con la función poética del lenguaje, con la atención a la lectura como placer literario, como goce estético, como medio propicio al análisis literario o al desmontaje de sus mecanismos de creación. Aunque implicaba un nivel de lectura no ajeno a los anteriores, no a todos los presos les importó disfrutarlo. En última instancia, lo didáctico primó sobre lo estético y existió un gran número de condicionantes y de necesidades para que ello fuera así.
La gran mayoría de los presos participaron de estos modelos de lectura, a veces de uno o de otro o con más acento en uno que en los demás, pero todos estuvieron presentes y todos pudieron concretarse, no sin limitaciones obviamente, a partir del registro y clasificación de libros que acompañó a la creación de la Biblioteca. El Catálogo fue el texto orientador, el que iluminaba, el que creaba el mapa de ruta, marcaba criterios o abría al conocimiento senderos posibles de recorrer.
Cada preso leía con su pasado a cuestas, con su historia personal o con lo que conocía o había experimentado de la historia colectiva. La posible transformación del individuo a través de la lectura dependía de un sinfín de factores que vuelven imposible toda generalización. Estaban los que leyendo hallaron un modelo ético a seguir o, al menos, hallaron la ilustración práctica de una serie de valores a los que aspiraban o en los que confiaban; estaban los que leyendo pudieron conocerse a sí mismos o a sus seres más queridos o se animaron a mirarse por dentro explorando territorios íntimos hasta entonces soslayados; estaban los que reafirmaban o rectificaban su fe en utopías colectivas o en sueños personales. Hubo también quienes leyendo se decidieron a escribir, a crear ellos lectura, en algunos casos de manera inmediata, como algo imposible de reprimir, dejándose avasallar por el poderoso cauce de la palabra escrita, descubriendo una vocación. “Yo me formé en la cárcel, leyendo los libros de la cárcel, hablando sobre libros con otros presos. Eso soy”, afirmará Carlos Liscano. [54]
Hubo otros, en fin, donde la lectura se sedimentó de tal modo, tardó tanto en fermentar, que solo al cabo de décadas supieron que lo suyo también era escribir. Con respecto a estos últimos siempre me ha parecido ilustrativo, hasta emocionante, el testimonio que alguna vez me brindara Omar Mir: “Cuando en noviembre de 1995 hablaba el poeta Mario García sobre los aciertos del libro Mi cometa de papel de estraza —que estaba presentando— y otro tanto hacía el escritor Mauricio Rosencof —prologuista del mismo— por un instante me pregunté: ‘Si lo que dicen estos amigos es un aserto, ¿por qué caminos lo logré? No era una pregunta rodeada de falsa modestia, era en realidad un repliegue hacia aquel año que con mis adolescentes catorce años a cuestas, ingresé como aprendiz en un taller metalúrgico. Eso impidió que pudiera tener acceso a una cultura curricular. Sí tuve, por mi vinculación gremial y luego política, contacto con personas más sabidas que yo, de las cuales aprendí mucho. Después, la larga noche de la dictadura. Nueve años en el Penal de Libertad. Cuando en el año 1994 comencé a delinear ‘Mi cometa…’ (…) no se me ocurrió pensar de dónde fluía el orquestamiento de esas ideas. Sólo concluí: ‘Me gusta’, Fue el empujoncito que necesitaba para animarme a mostrar lo escrito. Ahora creo saber de dónde surgió la posibilidad de transformar en prosa (…) todas las vivencias, ideas y fantasías que albergaba en algún lugar de mi cerebro… Cuando tomaba un libro en ese encierro donde los días, las semanas, meses o años no tenían mojones referentes, y con avidez devoraba la historia, no estaba leyendo, me estaba evadiendo de a ratos de ese recinto angustiante, junto a los personajes —héroes o demonios— que tejían la urdimbre de cada obra. Así un día, dos, mil, tres mil doscientos ochenta y cinco, creyendo que solo me evadía. Era un pensamiento lógico, pues a la semana no recordaba autor, trama ni título. Tenía la sensación de estar volcando lectura en un barril sin fondo. Solo en un momento muy cercano a estos tiempos, reflexionando sobre dónde estuvo la instancia cultural que me nutrió, apareció como una revelación la Biblioteca de los presos políticos del penal de Libertad –merced al esfuerzo infatigable de nuestros familiares, fuimos construyendo (…) Más de mil títulos leídos no cayeron en un barril sin fondo. En algún lugar de mi no pequeña cabeza quedaron ‘hibernando’ para permitirme, andando el tiempo, poder expresarme…” [55]
La lectura como forma de reencuentro consigo mismo, con el mundo al que pertenecimos, fue quizá una de las experiencias más enriquecedoras que surgieron de la necesidad de extraer del horror cotidiano tesoros de valor eterno, de tener algo positivo para decir. Tal es la experiencia que vivió el hoy marchand de Galería Sur, Jorge Castillo: “Allí (en el Penal de Libertad) me propuse leer para enriquecer y ordenar experiencias. Empezaba así un programa de la nueva vida que se abría a los 44 años como continuidad y desarrollo a experimentar (…) La Biblia estaba en mis prioridades. También La Divina Comedia, la Odisea y Joyce eran un camino. La hermandad de los clásicos. Y nosotros cada vez más clásicos. Encontrar las atalayas, los belvederes del paisaje humano, de la creación que nos hacía viajar muy lejos de nuestra pobre situación. Lo nuestro tenía por base la más sólida comunicación. La posibilidad de que cada idea y cada estado de embriaguez poética y descubrimiento fuera transmisible, fue esencial en la experiencia. Por eso los libros de poetas críticos como Salinas sobre Manrique nos fueron esenciales porque nos abrían caminos del decir. Saussure, los libros sobre música, la lingüística, Ullman, nos afirmaban en lo colectivo. La omnipotencia era nuestra defensa y la aspiración era devolverle a nuestros hijos lo más rico que hubiéramos alcanzado en esa búsqueda, como si trajéramos del horror un tesoro y no una experiencia trágica”. [56]
En todos los casos, sea cual sea el impacto, la forma de asimilarlo y sus consecuencias, la lectura significó un maravilloso instrumento para la sobrevivencia, para la fortaleza anímica y la estabilidad psíquica en un espacio destinado a aniquilar a ambas, un maravilloso instrumento para que el alma no muriera, como bien afirmaba Dostoievski. La publicación del Catálogo de la Biblioteca debe entenderse entonces como un homenaje al poder de la lectura en una experiencia límite, a su capacidad comunicativa y transformadora, a su magia de salvación aun al borde de un abismo.
Alfredo Alzugarat Departamento de Investigaciones y Archivos Literarios Biblioteca Nacional BIBLIOGRAFÍA CITADA
Alzugarat, Alfredo. Trincheras de papel. Dictadura y literatura carcelaria en Uruguay. Montevideo: Trilce, 2007. Benia, Carlos. CD con entrevista realizada en el programa radial “Puente solidario”, en 14:10 AM Libre, 23 de junio de 2003. Blixen, Carina. “Los manuscritos de La Mansión del tirano: delirio y poesía”, en Carlos Liscano. Manuscritos de la cárcel (Fatiha Idmhand edit.). Montevideo, Ediciones del Caballo Perdido, 2010. —Entrevista realizada por el autor en la Biblioteca Nacional, agosto de 2012. Caillabet, Carlos. Un pañuelo rojo en la memoria. Paysandú, 1996. Cámpora, David. Correspondencia con el autor, mayo de 2012. Cámpora, David y González Bermejo, Ernesto. Las manos en el fuego. Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental, 1985. Castillo, Jorge. “Presencia del arte en una experiencia límite”, en Interpretar, conocer, crear. Diálogo desde la in(ter)disciplina. Bernardi, Ricardo; De León, Beatriz y Siquier, María Isabel comp. Montevideo: Trilce, 1994. Díaz, José Pedro. “El tema del doble “. Inédito. Archivos Literarios. Biblioteca Nacional de Uruguay. Díaz Maynard, Diego. Correspondencia con el autor, febrero de 2013. Estefanell, Marcelo. El hombre numerado. Montevideo: Aguilar, 2007. Flores Morador, Fernando. Correspondencia con el autor, febrero de 2013. Gramsci, Antonio. Cartas desde la cárcel. Madrid: Veintisiete letras, 2010. Edición y prólogo de Francisco Fernández Buey. Liscano, Carlos. El escritor y el otro. Montevideo: Planeta, 2007. Manitto, Alfredo. Entrevista realizada por el autor en la Biblioteca Nacional, junio de 2012. Mencía, Mario. La prisión fecunda. La Habana: Editora Política, 1980. Phillipps ‑ Treby, Walter y Tiscornia, Jorge. Vivir en Libertad. Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental, 2003. Piglia, Ricardo. El último lector. Barcelona: Anagrama, 2005. Rodríguez, Álvaro. Los desastres de la cana. Montevideo: Orbe, 2007. Serpaj: Uruguay nunca más. Montevideo: Serpaj, 1989. Tiscornia, Jorge. Entrevista realizada por el autor, 17 de octubre de 2012.
Notas: [1] El Penal de Libertad fue habilitado como centro de reclusión para presos políticos el 30 de setiembre de 1972. [2] Phillipps-Treby, W. y Tiscornia, J. Vivir en Libertad, pág. 143. [3] Alfredo Manitto. [4] Entrevista a Alfredo Manitto. Junio de 2012. [5] José E. Valenzuela Menanteause, pastor metodista de origen chileno. [6] Carlos Fernández Ordóñez, sacerdote católico de origen español. Su hermano Francisco fue canciller del gobierno de Felipe González entre 1985 y 1992 y ocupó antes de ese período importantes cargos gubernamentales. Otro hermano, Miguel Ángel, fue gobernador del Banco de España. [7] Diego Díaz Maynard, en ese momento músico de la Orquesta Sinfónica de Montevideo, hoy ex profesor universitario de Musicología radicado en Costa Rica. [8] Bolívar Escudero Larrosa, en ese momento estudiante de Medicina, hoy doctor en Medicina en Uruguay. [9] Fernando Flores Morador, en ese momento estudiante de Filosofía, hoy doctor en Filosofía en la Universidad de Lund. [10] Roberto Meyer Garmendia, entonces periodista sanducero, luego escritor. [11] Carlos Amir Percel. [12] Romeo José Álvarez Hernández. [13] Juan José Domínguez Calleros. [14] Díaz Maynard, Diego. E – mail de 6 de febrero de 2013. [15] Flores, Fernando. E-mail de 2 de febrero de 2013. [16] Hubo variantes con respecto al préstamo de libros. Hubo tiempos en que se entregaba un solo libro por recluso, otros en que se entregaba dos. El préstamo en un principio era por una semana, luego fue prorrogable a otra. Las variaciones con respecto a la rutina fueron siempre interpretadas como un intento de desestabilización, de que nada era seguro. [17] Jorge Carlos Tiscornia Bazzi. [18] Américo Rocco Barreneche, arquitecto. Tiscornia y Rocco serían luego ubicados en el segundo piso del celdario, área destinada a reclusos de “alta peligrosidad” donde no había acceso a trabajos. El “almanaque”, en el que Tiscornia registrara durante trece años todas las variantes de la rutina del Penal y otros acontecimientos, establece que él y Rocco trabajaron en la Biblioteca del 9 de mayo al 7 de junio de 1973. [19] Carlos Liscano, escritor. [20] Alberto Cía del Campo. [21] Estefanell, M. El hombre numerado, pág. 10. [22] Cámpora, D. y González Bermejo, E. Las manos en el fuego, pág. 67. [23] Ibidem, págs. 118-119. [24] Testimonio de Roberto Meyer al autor. Extraído de Trincheras de papel. Dictadura y literatura carcelaria en Uruguay, de A. Alzugarat, pág. 21. [25] Flores, F. E – mail ya citado. [26] Carlos María Benia García. [27] S – 1. Servicio del Ejército referente a la Administración de una Unidad. [28] Sigla del Movimiento de Liberación Nacional – Tupamaros. [29] Benia, Carlos. Entrevista de agosto de 2012. [30] Cámpora, D. y González Bermejo, E. Ob. cit, pág. 67. [31] Junto a la Biblioteca, pared por medio, se hallaba el taller de impresión (planograf) y de fotografía. Allí el encargado era Santiago “Nacho” Lungo acompañado del sacerdote italiano Pier Luigi Murgione, el “Pelado” Peralta y Santiago “Pepo” Possamay. Allí se confeccionaban las fichas y tarjetas para uso de la Biblioteca. “Podía considerarse un servicio independiente de la Biblioteca, pero en mis recuerdos aparece como indisoluble y así debió ser por lo menos hasta el golpe de estado”, afirma Fernando Flores (E – mail ya citado). [32] Phillips-Treby, W. y Tiscornia, J. Ob. cit., pág. 141. Los títulos del Anexo correspondiente a octubre de 1984 tenían la finalidad de ser insertos de esa manera en el Catálogo. Lo tardío de su aparición (la amnistía fue en marzo de 1985) tuvo por consecuencia que esa tarea no llegara a realizarse. [33] Cabe agregar que Phillipps-Treby y Tiscornia dedicaron el capítulo V de Vivir en Libertad al tema del Catálogo y de las bibliotecas, dando a conocer la introducción del mismo. Acompañando al libro se previó la publicación de la totalidad del Catálogo en un CD, lo que finalmente no se concretó. [34] Rodríguez, Á. Los desastres de la cana, pág. 124. [35] Ibidem. [36] En la jerga guerrillera y carcelaria: ocultar, camuflar. [37] Debo la exactitud de las fechas a la generosidad de Jorge Tiscornia y al “almanaque” que confeccionara y conservara durante su cautiverio. [38] Caillabet, C. Un pañuelo rojo en la memoria, pág. 86. Para mayor información sobre el tema de la censura véase los ya citados Vivir en Libertad, de Phillipps – Treby y Tiscornia, y Trincheras de papel. Dictadura y literatura carcelaria en Uruguay, de Alzugarat. [39] Phillipps – Treby, W. y Tiscornia, J. Ob. cit., págs. 144 – 146. [40] Según una disposición del 10 de abril de 1976, se autorizó a tener hasta cuatro libros propios y cuatro de Biblioteca por recluso. A diciembre de ese año, sin embargo, la orden era solo de dos libros propios y dos de Biblioteca Central. El 20 de abril de 1976 otra disposición hacía saber que, solicitud mediante, se podía tener un libro con subrayados. [41] “Los libros de literatura anteriores a la Revolución Francesa se encuentran en la Biblioteca, después, nada parece haber sido publicado”, decía el informe de la Cruz Roja Internacional tras su primer ingreso al Penal de Libertad. Citado en Uruguay nunca más, pág. 210. [42] El 22 de abril de 1976, con la Biblioteca ya cerrada, se prohibió el ingreso de libros desde afuera. Recién el 26 de julio de 1977 se lo autorizó nuevamente. Se sabe de estudiantes universitarios norteamericanos que intentaron enviar una fuerte donación de libros de ciencias y de matemáticas. La donación nunca fue posible porque los textos estaban en inglés. [43] El conteo de los libros que faltaban fue realizado por Tiscornia para registrarlo en su “Almanaque”. [44] El término es usado en el sentido que lo usaba Alfonso Reyes: “anclar o tirar un ancla”. [45] A partir de aquí se excluyen del análisis libros de carácter técnico, científico, etc. [46] Piglia, R. El último lector, pág. 103. [47] Díaz, J. P. El tema del doble. Inédito. [48] Blixen,C. “Los manuscritos de La mansión del tirano: delirio y poesía”. [49] Phillipps-Treby, W. y Tiscornia, J. Ob. cit., pág. 148. [50] En la jerga carcelaria: dos o más presos que caminaban juntos conversando entre sí. En los últimos años obligatoriamente debía ser solo de dos. [51] Gramsci, A. Cartas desde la cárcel. [52] Antonio Gramsci (1891-1937), escritor y político antifascista. En tiempos de Mussolini pasó once años encerrado en reclusión solitaria hasta su muerte. Elaboró una enorme obra teórica contando apenas con los libros que le enviaba su familia o los que le proveía la biblioteca de la cárcel. Casi lisiado, agobiado por terribles dolores, no escribió los géneros típicos de la literatura carcelaria, poemas, cuentos o relatos autobiográficos, sino ensayos eruditos sobre la historia cultural de Italia. [53] Mencía, M. La prisión fecunda, pág. 18. [54] El escritor y el otro, pág. 177. [55] Testimonio de Omar Mir al autor. Tomado de Trincheras de papel. [56] Castillo, J. “Presencia del arte en una experiencia límite”, en Interpretar, conocer, crear. Diálogo desde la in(ter)disciplina.
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Alfredo Alzugarat
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