Juego de la gallina ciega |
Soy un cuerpo quieto en la oscuridad, abriendo y contrayendo mis pulmones, luchando con mi mente. Soy una prolongación de mi mente, de la lucidez que aún puedo conservar. La mente me da vida y me tiraniza al mismo tiempo. Pensar, recordar o soñar es lo único que puedo hacer, para bien o para mal. Tengo los ojos vendados y los miembros entumecidos y el piso está frío. Solo mi mente `puede saber el tiempo que ha transcurrido. Un tiempo interminable que comenzó en el momento mismo de la captura, un tiempo de días y días, de semanas y semanas, de meses y meses, o un tiempo vacío, un tiempo de nada que ha desaparecido por entero, prensado, achatado, construido tan solo por esta tensión que me domina. Ahora el tiempo en mi mete recorre círculos cada vez más espaciosos, cada vez más anchos, que se expanden por cuanto recoveco hay en mi memoria. Como si tras la venda todo fuera un laberinto de oscuridades. Todo venda y oscuridad y venda siempre. Un espiral negro temblando en el silencio. Aunque se puede ver por debajo de la venda: una ranura de luz, siete u ocho baldosas marrones con pequeñas manchas blancas irregulares y defectuosas, finas como ramas que se estiran hacia todos lados. Forman un contraste movedizo que se acentúa en algunos puntos y se difumina en otros. Es normal verlas así. Las manchas blancas de las baldosas marrones parecen estirarse para violar el círculo de oscuridad que rodea todo. Es casi imposible taladrar esa oscuridad. Recuerdo que cuando yo era niño ya me costaba andar con los ojos vendados por la calle. Ya no me conformaba con ese retazo de luz que mis ojos abarcaban. Pero no podía hacer otra cosa pues se sabe que desde hace mucho tiempo los ojos vendados se han vuelto de uso normal y ahora no recuerdo haber visto a alguien con los ojos descubiertos, es decir, con los ojos desnudos. Por la calle, a mi lado, iban hombres y mujeres con los ojos vendados, ancianos con los ojos vendados, otros niños con los ojos vendados, todos mirando hacia abajo, enfocando la pequeña ranura de luz para poder caminar. Ahora no recuerdo, por ejemplo, colmo son los ojos de mi padre. Creo que nunca los vi. Las pocas veces que levanté la cabeza lo más que pude (cosa que hice con el mayor disimulo pues siempre estuvo prohibido levantar la cabeza para mirar hacia arriba) no alcancé a verle los ojos. Seguramente él también debía tenerlos vendados. Él y el tío Enrique y mi madre, todos debían tener los ojos vendados. Tampoco recuerdo los ojos de mi compañera. Eso de que eran del color del mar debo haberlo soñado pues no me parece haberlos visto alguna vez. En realidad hablar de los ojos de los demás es un hablar nomás. Pues son solo vendas lo que se ve. Los ojos han de ser probablemente tan blancos y luminosos como los de un búho y tan sabios como los de un búho y por eso es obligatorio ocultarlos. En la escuela todos teníamos los ojos vendados y había que hacer un esfuerzo tremendo para escribir sobre los cuadernos o mirar el pizarrón. El maestro debió explicar alguna vez la importancia de la nariz. Es gracias a la prominencia de la nariz que la venda no se puede ajustar al rostro, que queda un espacio libre entre el caballete y los pómulos por donde es posible mirar. Por allí es que entra la luz. Por allí se ven las baldosas, los zócalos, el piso, el mundo. Es la sabiduría de la naturaleza. Parece mentira que sea así. Por eso es que las vendas ya son de uso normal y por las calles van hombres y mujeres vendados, niños vendados, ancianos vendados. Las calles son rectas, de paredes altas, verdosas de humedad y se entrecruzan continuamente en un dédalo de eterna sombra. Todos somos maniquíes de espalda encorvada, de cabeza gacha, todos condenados a jugar a la gallina ciega, es decir, a la vida. Las vendas son verdes y hechas con telas de camisas. Tienen cordones en cada extremo que se atan atrás, en la nuca. Está prohibido por los dioses que uno se toque la venda con las manos o que mueva la frente para aflojarla. Hay, sencillamente, que resignarse a la oscuridad. |
Alfredo
Alzugarat
Cuentos de War. La guerra es un juego.
Cal y Canto y Biblioteca de Marcha, Montevideo, 1996
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