Testimonio y oralidad: de Hudson a Espínola

Alfredo Alzugarat

Recorrer la obra de William Henry Hudson significa la confirmación del testimonio como un género literario producto de la modernidad periférica. A contramano de los críticos que han situado su origen en la actual posmodernidad, el siglo XIX y los entonces denominados territorios "bárbaros" de Occidente, incentivaron el discurso testimonial ya sea a través del surgimiento de una contrahistoria social o sencillamente a partir de la observación directa de la naturaleza física y del conglomerado humano, erosionando así, de manera paulatina pero constante, una imagen "oficial" impuesta desde los centros de poder afiliados a una visión eurocéntrica del mundo. Para apreciar esto bastaría revisar las crónicas, diarios de viaje y de campaña de José Martí, sin ignorar el aporte de W. H. Hudson en obras autobiográficas como Días de ocio en la Patagonia, Allá lejos y hace tiempo y aún su novela La tierra purpúrea.

Hudson llegó a Inglaterra en 1874. Londres fue el centro científico que le abrió un futuro como ornitólogo a la vez que un espacio de extrañeza y desolación personal donde inauguraría su literatura. Allí escribirá poesía, narrativa y ensayos científicos, paseará sin rumbo fijo, como un flaneur sin bulevares, por zonas rurales y aldeas, a pie o en bicicleta, y ostentó su alteridad nada menos que en la Inglaterra victoriana, sin que ello le implicara otra cosa que reafirmar su modo de pensar y de ver el mundo. Era "un hijo de la naturaleza, un hombre casi primitivo que había nacido demasiado tarde" ( citado por Jurado, A., 160), decía de él Joseph Conrad, el autor de El corazón de las tinieblas, quien lo admiraba profundamente.

Desde el primer momento, llenando incansablemente su libreta de apuntes, Hudson se concentrará en la que será su primera narración extensa, la más recordada para todos nosotros. Es probable que en ese entonces ya se reconociera como un exilado voluntario en un mundo cotidiano que le resultaba inaceptable. Su primera opción fue, pues, recordar: recordar con la mirada de un científico y a la vez con la emoción de un novelista. Escribir sobre el pasado personal, brindar su testimonio a los europeos de cómo se vivía en lejanas y exóticas regiones y cómo en ellas se ensamblaba la vida con la naturaleza, debió significarle un refugio íntimo, un placer reconfortante a la vez que una estrategia de protesta individual contra la opresión del entorno. "Soy un naturalista del Plata", era su modo de definirse (citado por Jurado, A., 151)

La propuesta significaba iniciar un camino que Kipling, Conrad y D. H. Lawrence llevarían a su punto más alto en las décadas siguientes. Un camino nada fácil. A la marginación de su persona seguiría el rechazo editorial durante largo tiempo. Decidió entonces alternar la rememoración obsesiva del paraíso perdido que había abandonado allá lejos, en el otro extremo del Atlántico, con la observación crítica y precisa del sitio donde se hallaba.

Recién a los nueve años de su llegada a Londres, Hudson pudo publicar su primer trabajo escrito, el poema "The London sparrow" ("El gorrión de Londres"), en la revista Merry England: "Sube hediondo vapor de las sórdidas casas/ en vez de la fragancia de las flores./ En cambio de los bosques estrellados/ esta desolación que espanta, / este desierto de edificios rígidos, / sucios de humo..." (Arocena, F., 60)

Nada nuevo significó este poema para la literatura inglesa. Los efectos negativos del industrialismo y del creciente urbanismo ya habían sido registrados, entre otros, por Byron, Blake y Shelley, al punto que puede afirmarse que el tópico era de los más frecuentados por el Romanticismo. Para Hudson Londres se parecía mucho a Coketown, la ciudad que, décadas antes, imaginara Charles Dickens en su novela Tiempos difíciles: "Era una ciudad de máquinas y altas chimeneas, por las que salían interminables serpientes de humo que no acababan nunca de desenroscarse, a pesar de salir y salir sin interrupción. Pasaba por la ciudad un negro canal y un río de aguas teñidas de púrpura maloliente; tenía también grandes bloques de edificios llenos de ventanas, en cuyo interior resonaba todo el día un continuo traqueteo y temblor y en el que el émbolo de la máquina de vapor subía y bajaba con monotonía..." (31). En su fuero íntimo, sin embargo, el pequeño poema de 1883 no hacía otra cosa que constatar el abismo que existía entre su añorada e invicta naturaleza del Plata y la modernidad europea que ahora debía sufrir.

Todavía habría que esperar dos años más para que se publicara The Purple Land that England Lost (La tierra purpúrea que Inglaterra perdió. Viajes y aventuras en la Banda Oriental de Sudamérica, Sampson Low, 1885), obra que, como es sabido, en un primer momento pasó desapercibida, recogió solo críticas desfavorables, se la clasificó como un mero libro de viajes y pronto pasó al olvido. Será recién en 1904 que, tras el relativo éxito obtenido con Green Mansions (Mansiones verdes), decidirá reeditarla bajo el más módico título de The Purple Land.

Situando su obra en un cruce de géneros, Hudson utiliza el andarivel de la ficción para dar a conocer un mundo trágico y no obstante, pleno de dignidad. La narración conserva la estructura original de la novela: el viaje, la suma de aventuras, la modificación progresiva de la conciencia del protagonista. Todos estos factores diegéticos, sin embargo, no cumplen otra función que instrumentalizar la reconstrucción de una realidad observada física y humanamente, de la que interesa su paisaje, su fauna y su flora, pero también las costumbres, la idiosincrasia, los sentimientos y las tradiciones de quienes la habitan. Lo último es lo más importante. Bajo el ropaje ameno y picaresco de que se viste el narrador, más allá de su peripecia de continuo riesgo y contiendas amorosas, se esconde una curiosidad inagotable y una voluntad didáctica, audaz e irreverente a la vez. Es"una descripción psicológica y social de un mundo, de un orbe de cultura", afirmó Ezequiel Martínez Estrada (194). "Una ilustración del conflicto sarmientino entre la ilustración y la barbarie", ha dicho también, con certeza, Ruben Cotelo (14). "Hudson vio y sintió lo que un hijo de la Banda Oriental nacido y criado en ella no habría visto ni sentido", se aventuró a concluir desde lejos Miguel de Unamuno (citado por Arocena, F., 77), y su elogio causa aún más asombro si se piensa que la obra fue escrita tres años antes de Ismael, de Eduardo Acevedo Díaz, y de Tabaré, de Juan Zorrilla de San Martín.

Para esta exposición de la realidad referencial internalizada por su"alter ego" Richard Lamb, Hudson se valió, ya desde esta su primera obra, de diversos procedimientos hoy reivindicados por la narrativa testimonial. Algunos de ellos trascenderán a esta novela repitiéndose en otras obras del autor. Otros tendrán valor por su carácter documental, de registro de aspectos tradicionales y culturales que llegan hasta nuestros días.

Por la temática del viaje como esquema medular, en Otras inquisiciones (1952), Jorge Luis Borges comparó La tierra purpúrea con obras emblemáticas como La Odisea, el Quijote o Las aventuras de Huckleberry Finn. El parangón es exacto si se piensa que el viaje, en Hudson, es concebido como una "ruta abierta", absolutamente espontánea, un recorrido con la libertad indispensable como para alcanzar la emoción pura. Según Felipe Arocena, en su ensayo De Quilmes a Hyde Park, esta metodología de itinerario trazado sin previa información y despojado de preconceptos, cuyo fundamento radica en el devenir de la experiencia personal, sería aplicada posteriormente en A foot in England ( A pie por Inglaterra, 1909), un libro de guías para paseantes de excursiones campestres donde Hudson demostró una vez más la disposición anti-intelectual que siempre lo caracterizó.

Otro aspecto testimonial de La tierra purpúrea que se proyecta al resto de su obra es la memoria autobiográfica, en este caso evocativa del pasaje del autor por territorio uruguayo, presumiblemente hacia 1869. Se incluye en ella sus inclinaciones científicas, la observación directa de la naturaleza del lugar, todo lo que constituirá el embrión de sus ensayos sobre ornitología y de otros escritos naturalistas que escribiría en años posteriores.

Finalmente se destaca la vocación antropológica, que lo llevó a interesarse por las distintas modalidades del folclore local. El método de registrar el relato o la canción de circulación oral, presente en varios pasajes de La tierra purpúrea, hallará luego su mayor expresión en A Shepherd’s Life (Vida de un pastor, 1910), obra donde Hudson rescata la "historia de vida" de James Lawes, (en el libro, Caleb Bawcombe) un aldeano del condado de Wiltshire al que frecuenta durante nueve años y que le proporcionará numerosas anécdotas y una visión diferente del movimiento luddita.

En el capítulo II de La tierra purpúrea, Hudson toma nota de la letra de una canción de la que lamenta "no poder darla a mis lectores aficionados a la música con el aire quejumbroso, de exquisito arcaísmo con que fue cantada" (43). De mayor valor en este aspecto es el capítulo XIX, donde se deja constancia de una velada de cuentos de fogón cuyos relatores compiten en fantasía y desmesura. Sus historias son típicos "sucedidos" que se enmarcan en tendencias supersticiosas, hablan de apariciones sobrenaturales o hiperbolizan los poderes de animales como la lampalagua.

Los límites de su registro son aquí distintos que en el caso de la canción. Si bien Hudson "europeíza" algunos contenidos al hablar de brujas y fantasmas, lo más destacable es que, como escritor en lengua inglesa, se ve imposibilitado de reproducir los giros coloquiales y los modismos expresivos de la jerga gauchesca. No falta quienes como Borges, gran lector en lengua inglesa, afirmen que esto representa una virtud más que una carencia. Actitud contraria fue la de Eduardo Hillman en su traducción de 1945, quien le endilgó a la obra el subtítulo de "Un idilio amoroso" y apeló a un pintorequismo verbal cuyo supuesto fin era consustanciar el relato con el medio social. La versión más actual de Idea Vilariño, que corresponde al año 1981, puso las cosas en su lugar y apuntó al verdadero espíritu de Hudson, a quien nunca le interesó el registro lingüístico sino su consecuencia significativa y referencial. En una actitud honesta, respetuosa de las inevitables diferencias, Hudson se aproximó a los habitantes de las llanuras platenses para conocerlos en profundidad pero no para mimetizarse con ellos. En los hechos, nunca dejará de ser un "civilizado" entre los gauchos del mismo modo que luego será un "bárbaro" entre los británicos.

La sucesión de relatos del capítulo XIX se corona con la historia brindada por un sujeto denominado el Lechuza. El mayor mérito de su trama es la temprana captación de puntos centrales de la demonología local, del mito bíblico más difundido en la campaña de ambas márgenes del Plata y que halló entre sus mejores exponentes al argentino Ricardo Güiraldes (por el capítulo XXI de su novela Don Segundo Sombra) y al uruguayo Francisco Espínola por su cuento "Rodríguez".

Mientras Güiraldes -al igual que el colombiano Tomás de Carrasquilla en su cuento "En la diestra de Dios Padre"- se aferra más a otras fuentes de origen medieval, el relato de Hudson encuentra más puntos de comparación con el publicado por Espínola en la revista Asir en 1958. Así, la versión recogida por Hudson y que probablemente circulara por la campaña uruguayo-argentina hacia mediados del siglo XIX, presenta ya al jinete solitario que se enfrentará con el Diablo, también a caballo y bajo su típico atuendo rojo ("el respectivo poncho más que colorado", dirá el narrador de Espínola) (105), en la clásica noche de luna llena "casi tan clara como el día", según Hudson (186), o "igual, igual que de día", como afirma Espínola (105).

Ese gaucho o criollo que, según el escritor maragato, presenta como matiz de nuestra identidad el no asombrarse ante nada, ya está presente en el relato del Lechuza. El Diablo está "perfectamente inmóvil" (186) ("hecho estatua" se lee en "Rodríguez")(105) y aparece como un "un hombre enorme" (186), coincidiendo con la imagen típica del Malo: el hombre "muy, muy alto" (105) en "Rodríguez", de "manos duras, huesudas" (187)("el largo brazo puro hueso" del que habla Espínola) (106) que, al enfurecerse, destaca sus ojos brillantes, fulgurantes, "como carbones ardientes" (187), según Hudson. Al atributo bíblico del fuego, presente en ambas narraciones, el relator oral de Hudson añade la garganta escamosa, "tres o cuatro escamas como de pescado" (188) que permiten recordar la última transformación del caballo del Diablo en "Rodríguez": "Pescado, por grande que fuera, no tenía peligro para el zainito" (107).

En ambos relatos, aunque el Diablo es perfectamente reconocible, nunca es aludido de manera directa o explícita. Permanece anónimo, innominado. Solo hacia el final del cuento registrado por Hudson, cuando los personajes retornan al lugar de los hechos, bautizarán al sitio como "la cañada del Diablo" (188). También, como en todas las historias posteriores, ya en esta oportunidad, el protagonista saldrá airoso de su encuentro con el Maligno, derrotándolo.

Es cierto que así como hay puntos de comparación también hay diferencias diametrales. El encuentro con el Diablo, en el relato del que Hudson da testimonio, es de una violencia feroz, con dos seres que intentan despedazarse entre sí. El combate es fiel reflejo de un tiempo que se recordará como "bárbaro". Es de ese modo que ambos, hombre y Diablo, despliegan entonces toda la fuerza potencial de sus personalidades. En la versión de Espínola, noventa años después y en otro contexto histórico-social, la violencia no será necesaria.

El capítulo XIX de La tierra purpúrea tiene un corolario emblemático. Cuando llega su turno, Richard Lamb fracasará estrepitosamente al intentar introducir en la velada una "fábula" de neblinas oscuras y palacios de cristal, al gusto de la artificiosidad europea. Los oyentes se retiran, nadie da por cierto lo que cuenta. La conclusión es sencilla. En su privilegiado testimonio sobre dos mundos tan distantes, Hudson no dejará nunca de asomar su preferencia por esta periferia de Occidente que lo proveyó de sus mejores relatos y de su más eficaz instrumental narrativo.

Notas:

1. El poema "The London Sparrow" y otros poemas escritos entre 1883 y 1885, fueron recogidos por Roy Barttholomew en Cien poesías rioplatenses 1800 – 1950, Edit. Raigal, Buenos Aires, 1954.

2. Alzamientos de campesinos contra las máquinas organizados por Ned Ludd. En tanto los primeros fueron entre 1811 y 1812, el registrado por Hudson en dos capítulos de su libro data de 1830-31.

Obras citadas:

Arocena, Felipe. De Quilmes a Hyde Park. Las fronteras culturales en la vida y la obra de W. H. Hudson. Banda Oriental, Montevideo, 2000. Cotelo, Ruben. "El libro que Inglaterra perdió", prólogo a La tierra purpúrea, Banda Oriental, Montevideo, 2000.

Dickens, Charles. Tiempos difíciles. CEAL, Buenos Aires, 1969, dos tomos.

Espínola, Francisco. Cuentos completos. Arca, Montevideo, 1980.

Hudson, W. H. La tierra purpúrea. Traducción de Idea Vilariño y prólogo de

Ruben Cotelo. Banda Oriental, Montevideo, 2000.

Jurado, Alicia. Vida y obra de W. H. Hudson. Emecé editores, Buenos Aires, 1988.

Martínez Estrada, Ezequiel. El mundo maravilloso de Guillermo Enrique

Hudson. FCE, México, 1951.

Alfredo Alzugarat

Publicado en William Henry Hudson y La Tierra Purpúrea. Reflexiones desde Montevideo

Linardi Risso - Univ. de la República. FHCE, 2005, págs. 199 - 207.

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