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Génesis de ‘Los Fuegos de San Telmo’, de José Pedro Díaz: la apropiación del pasado familiar, el viaje a Marina di Camerota y la recurrencia al mito Alfredo Alzugarat Departamento de Investigaciones, Biblioteca Nacional.
Parte I (Revista de la Biblioteca Nacional). “Recordar el recuerdo. La previa a Los fuegos de San Telmo. |
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Un personaje entrañable
En 1942, en el primer cuaderno de su Diario, José Pedro Díaz, con apenas 21 años, escribió:
Imagino estos días la realización de una novela cíclica que comenzaría con la visión de la Italia Meridional, de Nápoles, del pueblo pescador de Marina di Camerota con la primera generación americana y su ascensión y que terminaría con temas autobiográficos de la infancia hasta la juventud, donde quedaría en cierto modo abierta para posteriores desarrollos.[1]
Era el comienzo del camino hacia Los fuegos de San Telmo. Aunque no pasara de una simple intención, la preferencia hacia la escritura autobiográfica con la recreación de los primeros años de vida y la atracción por el pasado familiar, en particular por la ascendencia italiana, ya estaban presentes. Había una historia que pedía ser contada y el flamante profesor, adicto entonces a escritores y a estructuras literarias vigentes en la primera mitad de siglo, no puede imaginarla de otro modo que no sea una saga lineal, un “roman de famille” como el que cuenta la historia de los Buddenbrook, de Thomas Mann, o la de los Thibault, de su querido Roger Martin du Gard.
Un personaje, entrañable para él, lo convoca desde el inicio de los tiempos: el tío Domenico D’Onofrio, hermano de su abuelo Pedro, un pescador analfabeto que ha poblado su niñez de relatos, verdaderos o imaginarios, sobre una aldea remota en el |
sur de Italia, entre montañas y mares de aguas transparentes. José Pedro Díaz conservó hasta sus últimos días una vieja fotografía en la que aparece un niño de pantalón corto, trotando al lado de un adulto de ropas oscuras y sombrero gacho, en la rambla portuaria, casi a la altura de la calle Río Branco. La tradición familiar establece que ese niño puede ser José Pedro y que el adulto es, sin duda, su tío, el pescador[2]. Es probable que ambos, desde Paysandú casi Cuareim, donde viven en una misma casa la familia paterna y la familia materna, hayan caminado hasta llegar a ese punto en que han hecho un alto en su marcha. Están cerca del muelle Mántaras donde los espera la barca de uso diario. Tras ellos se distinguen algunos edificios típicos de la zona en esa época: el Montevideo Rowing Club, el Club de Regatas a lo lejos.
En la foto están los dos: el preceptor y el aprendiz, el contador de historias maravillosas y el oyente soñador, el pescador analfabeto y el futuro escritor. La foto es de 1928 o 1930 y pertenece al mismo tiempo en que José Pedro estuvo enfermo, nunca nadie supo de qué, y su tío lo visitaba por las tardes y colmaba sus horas con aquellos relatos. El mismo tiempo en que su madre, mientras le arreglaba el cuarto, le recitaba viejos romances españoles; el mismo en que su padre le leía Ismael, de Eduardo Acevedo Díaz. Un tiempo que evocaría hasta el fin de su vida, hasta su último libro, La claraboya y los relojes.
Sin duda, la pasión por el mar, presente en la vida y en la obra de José Pedro Díaz, se inauguraba de ese modo. Esa pasión lo llevaría en su juventud a inscribirse en el Club Náutico, en el Buceo, y a construir una barca en el interior de una biblioteca en su casa de verano en Playa Verde, como ha testimoniado María Inés Silva Vila[3]. De mil maneras distintas el mar quedaría registrado en sus textos, en muchas de las miniaturas de Tratados y ejercicios o como un fondo ineludible en el escenario de El Habitante. Hasta Los fuegos de San Telmo en algún momento será concebida como parte de una trilogía que integraría Partes de naufragios y finalizaría con “Navegaciones”, un libro que nunca se escribió. Algún día, en la vida real, atravesará ese ancho mar para viajar a Europa y llegar hasta la tierra de sus ancestros, hasta esa aldea de la que tanto le hablaba el tío Domenico y que él debía conocer.
Porque esta es una historia de inmigrantes[4]. De inmigrantes pobres que nunca tuvieron tiempo para ilustrarse. Tío Domenico debió ser muy parecido al personaje del cuento “¡Maní!”, de José Pedro Bellan, que describe la rutina diaria de otro inmigrante italiano, Luigi, quien tras trabajar ocho horas diarias colocando adoquines en el pavimento público, completa su salario como vendedor callejero de maní tostado. Díaz dedicó a Bellan numerosos estudios de enfoque biocrítico intentando recuperar el valor de su obra narrativa y de su temprana temática urbana. En “Retrato de un inmigrante a través de un escritor uruguayo”, trabajo crítico que diera conocer en 1992, califica a “¡Maní!” como una “hermosa viñeta” que subraya la injusticia social sostenida por la ignorancia, la dolorosa discriminación que pesa sobre quien no puede siquiera orientar su vida porque es demasiado ignorante, porque nunca estudió, porque, apresado por la necesidad, nunca pudo distraer un momento para ilustrarse. Con el pregón de la mercancía que ofrece como estribillo, el narrador reconstruye la trayectoria de vida de Luigi, mientras el personaje recorre quilómetros, a veces bajo lluvia. Cuando retorne a su casa, entrada la noche, su mujer estará “dormida ya, cansada de los trajines del día” y Luigi podrá al fin alcanzar el “único placer de su vida: caer sobre algo y poder dormir sin sueños.” “Venido a América para hacer fortuna, trabajó los campos, cosechó trigo, maíz. Levantó una casa. Generó siete hijos…”[5], resume hacia el final el narrador. Díaz, por su parte, concluye afirmando: “De este relato no sé qué valorar más, si la calidad como de aguafuerte que tienen algunos párrafos que nos hacen ver la silueta del ‘manisero’ (…) o la serie de toques con que a lo largo de su relato el autor nos hace sentir el lugar modesto pero fundamental que ese hombre y su mujer ocuparon en la formación de nuestra sociedad”[6].
De acuerdo al árbol genealógico de José Pedro Díaz, Domenico no tuvo descendencia. Sin duda, la atención a su sobrino debió cubrir esa paternidad ausente[7]. Le transmitió, sin quererlo, un vívido legado cultural, un puñado de anécdotas y algunas historias de caballeros andantes que había aprendido en sus tiempos de conscripto (“El Rey de la Barba Florida”, aventuras de Fioravanti) y que contaba a su manera. Sobre todo, a través de la oralidad, agudizó su sensibilidad infantil, generó el gusto por la ficción y a la vez encendió la mecha de su imaginación. “Todos los días lo esperaba; lo esperaba porque le contaba historias y porque lo quería, y no sabía que al amarlo no sólo amaba a él, sino también a un mundo al que por él ingresaba”[8]. Es ese afecto el que explica que esa oralidad del cocoliche, representada en Domenico, pese más que el lenguaje escrito a la hora de asomarse al mundo de la literatura. En muchos pasajes de su “Diario”, sobre todo al contar de sus viajes por España e Italia, Díaz destaca su admiración por esa expresión coloquial, tan llena de vida y frescura, que encuentra en campesinos analfabetos y en gente sencilla que sale a su paso.
Recordar los recuerdos
Tres sombras tutelares, cuyo recuerdo permanecerá durante toda la vida de Díaz, afloran ya en el Diario: el serigrafista Leandro Castellanos Balparda, el amigo al que acompañará en una exposición en Buenos Aires en 1938 y que será el ilustrador de las ediciones de La Galatea; la magisterial presencia del español José Bergamín, de quién siempre se considerará alumno, y la figura entrañable de quien lo encaminó hacia la magia de la literatura: su tío abuelo Domenico D’Onofrio. Pero, mientras en el Diario la presencia física de Leandro Castellanos Balparda y de José Bergamín se pormenoriza en encuentros cotidianos en Montevideo y aún en Europa y en los diversos proyectos que compartían, la del tío Domenico se reducirá al momento de su agonía y muerte. Por ese motivo le urge a Díaz su evocación, la necesidad de volver a él, de reconstruirlo a través de la memoria y la imaginación a la vez que de exponer esa herencia fabulosa de historias y de emociones primeras que tanto habían contribuido a la formación de su ser.
Existirá con respecto a tío Doménico la conciencia de una deuda, de una deuda que tiene que ver con su identidad pero sobre todo con su vocación. Para pagar esa deuda no basta la sola memoria de su tío, no basta con convertirlo o inmortalizarlo en personaje literario; será necesario, además de “recordar los recuerdos” de aquel hombre, exponer las consecuencias que esos recuerdos produjeron en su persona. Es decir, intuye que es perentorio recrear también sus propias emociones, las emociones vividas por el niño José Pedro ante aquellos relatos. Díaz tiene entonces por delante la tarea de recuperar tanto al tío entrañable como a ese niño que alguna vez él fue, a ese tío de ropas oscuras y a ese niño de pantalón corto que marchan juntos en la vieja fotografía, al que cuenta y al que escucha, a los dos interlocutores de aquellos momentos imborrables. Probablemente Díaz haya alcanzado a esbozar estas ideas en un texto juvenil del que se hace referencia en el Diario, “Teoría y formas del recuerdo”, trabajo desaparecido que, a instancias de su esposa, la poeta Amanda Berenguer, debió refundir en otro escrito cuya elaboración es paralela al Diario: “Presente perdido”.
Se puede decir que en el Diario en particular ya comienza la búsqueda del universo de tío Domenico. El registro de los últimos momentos de la vida de su tío es un hecho puntual que se repetirá, con escasas variantes, en su novela[9], pero lo que más importa es el camino para llegar hasta esa obra, los renovados proyectos de una escritura que tenga a su tío y a él mismo como protagonistas, los esbozos primarios de un texto que culminará muchos años después, en 1964. Ello conlleva implícita la necesidad de conocerse a sí mismo, de dialogar con su conciencia, la producción de una escritura auto reflexiva que es también metanarrativa ya que, de acuerdo con Enric Bou “el escritor a menudo se presenta a sí mismo en el acto de escribir, o en reflexión acerca de lo que escribe o cómo escribe”[10]. Expresa Díaz el 23 de setiembre de 1946:
Ojeo esta libreta con cierto placer. Siento verdaderas algunas de las proposiciones fundamentales de ‘Teoría y formas del recuerdo’. Soy más yo cuando me recuerdo, cuando me miro al pasado. No siento hallarse en este diario, ciertamente, lo que creo de mí, pero advierto o creo advertir una dirección ya indicada, vale decir, ocasionales intersecciones con la línea de mi ambición. Ambición no es la palabra exacta: habría que expresar ambición y simultáneamente mi camino fatal, justo e inalienable, grande posiblemente, pero, ante todo, mío.[11]
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Y el 29 de agosto de 1947:
…el tema de es(t)e ensayo podría ser el relato del abuelo al borde de mi cama: la narración de las viejas novelas de caballerías, mi enfermedad, el relato que va proporcionando hitos a su desarrollo (…) En este relato me encierro detrás de mí mismo (…) Un final dramático: ¡pero el recuerdo también se desvanece! Yo vivía confiado en recordar y ahora siento que me quedan jirones que no puedo recomponer. Si el recuerdo se me pierde ¿Qué queda de mí? [12]
Hasta entonces todo continuaba en una intención, una exposición de preguntas conjeturales y a la vez angustiantes, pero existe ya la sensación inequívoca de que se está encaminando hacia la realización de una novela |
que comprende por entero a su persona, aunque la perspectiva aún continúa proyectándose de manera indirecta, extradiegética. En enero de 1949 Díaz recibe la visita de un sobrino de Domenico, Carminiello, residente aún en Marina di Camerota, y pocos días después se instala por primera vez en Playa Verde, en la casa de verano de Leandro Castellanos Balparda. El 12 de marzo anota desde allí:
Pienso en Marina di Camerotta: Cuando Carminiello me ofreció ir a buscarme a Nápoles si yo iba a Italia, tal idea tomó cuerpo en mí, y se hizo profundo sentimiento, porque aludía al ondulante camino que mi memoria realiza viniendo desde mi infancia cargada de las palabras de mi tío abuelo: de manera que ir a Marina di Camerotta y dormir en una casa de piedra, de algunos pescadores que se llaman acaso D’Onofrio, es una manera de realización de mi ser ya esbozado, y así yo me realizaría en el camino o en la dirección que ese camino de la memoria ya señala.
La invitación de Carminiello había quedado en su interior a la expectativa hasta que la cercanía al mar la despertó. Al “camino” de la memoria se suma ahora la posibilidad del camino real, la visita a la aldea primigenia. El viaje hacia el origen, recorrer a la inversa el itinerario que alguna vez hiciera su tío, es ya una tentación.
Sin embargo” –añade (y la cita es extensa pero ineludible por su importancia)- “estoy seguro de que ese viaje mío sería una desilusión, un dolor y una ausencia: la ausencia de la memoria buscada. Todo yo estaría, mientras durara el viaje hasta el Mediterráneo, y aún hasta Nápoles, en la suma tensión y a la vez en el absoluto desapego que significaría el ir hacia el fin de la propia vida, como si de pronto, por ese viaje, mi vida tuviera, ya, una finalidad concreta, visible y a ella por lo tanto me entregara: y sin embargo, una comezón me iría agitando y me haría imposible una tan total entrega, porque algo me advertiría, sin duda, en lo más hondo e irracional del alma, que el futuro no se puede asir en el presente, sino que hay que dejarlo llegar hasta el pasado, y, una vez allí, dejar que se nos entregare con la inevitable nostalgia –otra vez! – de lo perdido. Por eso, cuando yo llegara a Marina di Camerota, y viera desde lo alto el camino polvoriento y el manto de ceniza con que los olivos ciñen las pocas casas, cuando viera la casa de piedra de dos plantas y la vid, que crecida a su puerta, ofrece su fruto en la azotea, cuando viera el mar, desde lo alto, transparente hasta muchas brazas de profundidad, sentiría toda aquella luminosa presencia como cerrándose a mi alma por los sentidos que me la separarían y me la harían más distante y no más presente como ocurre con los présbitas a quienes inútilmente se les acerca a los ojos una piedra preciosa para que vean su lumbre, ya que solo pueden gozar su verdadera luz si se les aparece lejana, allá en el extremo del brazo extendido, y al borde de tener que dejarla caer.
La última parte de la que será la futura novela ya está palpitando en su pensamiento e intuye que el viaje hacia el origen será “una desilusión, un dolor y una ausencia”. Se impone ya la conciencia de que es posible que existan dos Marina di Camerota, la del pasado, idealizada a través de los relatos de su tío, y otra, la que teme descubrir en un futuro próximo, sin la presencia de Domenico. “Algo le advertiría”, sin duda, al realizar ese viaje, “que el futuro no se puede asir en el presente, sino que hay que dejarlo llegar hasta el pasado”. Surge como necesario contemplar el universo de la aldea desde la ilusión que aporta la distancia temporal, la distancia de los présbitas para observar un objeto. Pero ¿cómo impregnar la Marina di Camerota de ahora, rebosante de ausencia, con “la que fue”, con la que contó su tío y él vivió a través de su tío? Se contesta Díaz:
A mí me bastaría con dejarme vivir sin saberlo, entregado al enceguecimiento de la luz presente, y esperar. Y así, después, podría tener para mí, al caserío y al mar, pero no más cercanos, sino más hondos, ya que en las oscuras y lejanas formas de la memoria me quedaría estratificada otra manera de color, forma y vida coincidentes con aquellas que hace tanto tiempo empezaron a grabarse en mí.
Aunque técnicamente aún no está planteado el desafío que supone la superposición de planos temporales, el traslado ágil y abrupto o la imbricación de un tiempo en otro, esto aparece intuido como única solución. Su reflexión queda al borde de descubrirlo. Añade entonces:
Pero si la presencia de Marina di Camerota sería sin duda muy desagradable para mí, sería, al menos un dolor, el dolor de la ruptura entre la memoria y el presente, que al fin y al cabo, es susceptible de dejar también su estrato en la memoria, de su pasado, y valioso hasta hacernos, hasta llegar a ser nosotros mismos también.
El joven de 28 años que es Díaz sabe que todo se cifra allí: el pasado y el presente, la presencia y la ausencia, la nostalgia y el dolor, componentes que se entremezclan e interpelan en lo hondo de su ser. La experiencia valdrá la pena, aunque sea por experimentar ese dolor. Pero su introspección, que intenta percibir hasta los mínimos movimientos de su conciencia, lo lleva a otra razón más profunda para temer: la “violencia” destructora o aniquiladora con que podría imponerse el presente, el presente huidizo, también él inexorablemente obligado a convertirse en memoria.
Pero hay algo posiblemente más doloroso, porque es además, destructor, y en vez de irnos dando materia para vivirla, puede írnosla quitando. Así sentí yo, algunas veces, yendo por las carreteras. Algunos momentos de placer sentí cuando tomaba la realidad desde tal ángulo que se me profundizaban hacia atrás, hacia el pasado. Tal acontecía, por ejemplo cuando habiendo hecho alguna vez mi camino en ese sentido, volvía otra vez a recorrerlo, pero en sentido contrario, de manera que nada de lo que yo veía era lo que había visto y era sin embargo lo mismo, de manera que al mirar todo quedaba iluminado con luz de memoria, y cada nueva visión del paisaje que el camino me proporcionaba esfumaba inmediatamente sus contornos por la violencia que sobre ella ejercía otra visión algo desplazada o diferente. Ello me hacía entrar en una particular excitación. Pero cosa muy diferente ocurría si tenía yo que recorrer muchas veces un mismo camino, y cada vez que lo recorría. Porque al repetir, así, idénticas figuras que se sobreponían me acercaban infinitamente al pasado hasta el punto de que, al fin, el pasado se actualizaba totalmente, quedaba permanentemente oculto por la violencia con que el presente se imponía; era, el presente, cada vez mas verdadero, y me impedía así, por ello, sentir ya la caudalosa onda que yo sabía que fluctuaba detrás, concluye. [13]
El símil del viaje en auto, producto de su experiencia, transparenta ya la tensión entre el ir y el volver: el mismo camino recorrido en uno u otro sentido, el ir y el volver con sus hallazgos y desplazamientos, superposiciones e irrupciones, palpita en la geografía, en el tiempo y en el interior del propio ser. El escritor desandará los pasos del pescador; alcanzará un futuro que será presente y que a la vez se mezclará con su pasado; buscará el universo que lo vuelva a su niñez como hacía su tío, el pescador, cuando en sus anécdotas revivía la infancia en Marina di Camerota, y hallará un paisaje a la vez igual y distinto, que negará sus recuerdos. La fascinación por la vivencia del tiempo en su interior, con sus encuentros y desencuentros, es explorada por el joven escritor en “Teoría y formas del recuerdo”, en su texto inédito “Presente perdido” y en las páginas del Diario, constituyéndose en el fermento central de la que será su gran novela quince años después. La obra de Marcel Proust, que relee en ese verano de 1949 junto al mar, planea tras sus meditaciones.
El viaje real
En 1951, durante el transcurso de una estancia en Europa que se prolongaría por dos años, José Pedro Díaz y Amanda Berenguer hallan la oportunidad de realizar un viaje recorriendo Italia de norte a sur. Hacia mediados de agosto de ese año llegan a Marina di Camerota. Escribirá el joven escritor días después a su padre: |
Es necesario decir que Camerota queda detrás de las montañas que aparecen al sur de Paestum y que el camino que lleva a ella es el peor camino de montaña que hicimos en toda Europa. El coche trabajó y gastó gomas como por 6 meses de vida normal. Tuvimos que viajar durante mucho tiempo a 30 y hasta a 25 kilómetros por hora. Las montañas son allí hermosísimas, y los desfiladeros de piedra, y las laderas de grandísimos olivos altos y frondosos como plátanos, con cabras que a veces disparan haciendo sonar los cencerros y trepando por las empinadísimas laderas. Al fondo, junto al camino, pero 200 metros más abajo, corre el cauce casi seco de los ríos. El camino no tenía paredón, y, a veces, se encontraban trechos de muchos kilómetros (10 – 15) en que no se encontraban 15 metros rectos. Las vueltas son numerosísimas […] Al fin Camerota y luego Marina di Camerota, junto al mar. […] La aldea es hermosa y está ubicada en un lugar de la costa de una belleza extraordinaria. El mar es de una transparencia increíble. Las barcas junto a las rocas dejan ver la sombra que hacen en el fondo del mar. Los farallones que rodean la ensenada muestran las aberturas de las grutas. ¡Qué sol! ¡Qué mar! ¡Qué piedras! Al otro lado esta ensenada es una playa de arena. Entre las dos ensenadas, una de rocas y una pequeña playa donde están las barcas de pesca, y otra, de arena, donde se bañan, está el pueblo.
Marina di Camerota es un sitio aislado, casi inaccesible, lejos de las rutas principales, pero como recompensa al viajero obstinado que logra llegar a ella, regala a los ojos su paisaje natural “de una belleza extraordinaria”. Esta carta a su padre es, sin duda, la fuente escrita para su novela. |
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Pregunté por gente que se llame Di Muro o D’Onofrio y al final me llevaron a la plaza, a la casa de Carminiello. Eran más de las cinco de la tarde. (…) La gente nos miraba como a sapo de otro pozo. Nos recibió la mujer de Carminiello y su hija Julia. Sabían que llegábamos y nos esperaban para la fiesta de San Domenico (el 4). Nos hicieron tomar café en la casa. ¡Qué casa! Vinieron parientes. Nos llevaban a casa de otros parientes. Visitamos 6 casas de corrido. En cada casa nos abrazaban y besaban y nos hacían tomar más café y gaseosa y café y gaseosa. Además sudábamos a mares y de cuando en cuando nos llegaban ráfagas del olor de Marina, el olor característico, que es olor a mierda humana fermentada. (…)
En Marina no hay hombres. Los hombres están en Venezuela (en Palinuro llaman a los de Marina los carachesi porque todos están en Caracas.)(…) Nosotros sabíamos que no había hotel. Nos dijeron que nos teníamos que quedar. Yo tenía miedo de largarme de noche por las montañas, y era tarde. Aceptamos. Por la calle se nos acercaba gente a preguntarnos si conocíamos a Zutano o a Mengano que estaban en Montevideo. Yo les explicaba que Montevideo era más grande que Nápoles pero no entendían bien. (…) Dimos un paseo hasta la noche con algunos hombres que estaban de casualidad (acababan de llegar o se iban a ir a Caracas y eran casi todos parientes de una u otra manera) y cenamos. Hicieron sopa de pastines porque estábamos nosotros (cuando están solos ¿que comen?) y sirvieron la mesa para dos. Costo un trabajo bárbaro hacer que se sentaran también ellas. Tomamos un poco de sopa, queso, pan y nos fuimos, Minye y yo a dar una vuelta, tratando de evitar, sin conseguirlo, el cruzarnos con una ola de olor.
Volvimos y a la cama. Preguntamos por il gabinetto y Julia dijo, ah, no usamos, yo le voy a explicar. Y le contó, a Minye que, por nuestro cuarto (el de arriba), se sube a la buhardilla. Allá hay un cántaro que está casi lleno y a punto. Ese es gabinetto, WC, pozo negro, todo en uno. (…) No sé si tengo que explicar que todas están descalzas, que los niños andan con el culo al aire, que tienen las caras y las cabezas llenas de granos y costritas, que andan gateando y van dejando caer por detrás la caca, sin escándalo de nadie, que en ese caso se pasa un trapo por el suelo (en seco) y basta, que con ese trapo limpian al niño, que les dan de mamar cada 10 minutos, que el pan revolcado por ese mismo suelo se lo dan al niño, que hay algunas pulgas (…) Además no hay agua. Solo hay un pozo a 500 metros del centro del pueblo, donde todos sacan agua cada una con su baldecito y llenan el cántaro que luego llevan sobre la cabeza… En resumen: son como animalitos[14].
Tan elocuente como lo de José Pedro es lo que escribe Amanda ese mismo día:
Es un pueblo abandonado, donde viven solo casi mujeres, porque los hombres se van a América y los que quedan (las mujeres y los hijos, viven con la extraña alucinación de América) (…) Todos muy amables y cariñosos con nosotros y nos ofrecían lo que tenían. Pero era la primera vez en nuestra vida que convivíamos con esa forma tan especial de la miseria[15].
Muchas décadas después de la llegada de tío Domenico a América, José Pedro y Amanda se encontraban con las mismas causas, plenamente vigentes, que obligaron y seguían obligando a inmigrar a miles de italianos. “Esa forma tan especial de la miseria” era la razón por la cual, un día lejano, el tío Domenico llegara a las costas del Plata. Cuarenta, cincuenta años después, Marina di Camerota continuaba siendo un pueblo lejos de la modernidad, anclado en la endogamia y en costumbres ancestrales, ignorante de toda otra forma de vida. Una aldea de pescadores como la de Los Malavoglia, que Giovanni Verga describiera en 1881. O como la que más de sesenta años después retratara Lucchino Visconti en La terra trema. Un territorio destinado a expulsar a su gente, sin hombres, donde las pocas personas que allí permanecen viven pendientes, “alucinados” de una América que no conocen, vagamente imaginada, donde van a parar los seres queridos que rara vez volverán a ver. Para esos pocos pobladores, José Pedro y Amanda eran los emisarios de esa América fantástica, una conexión directa con el más allá donde moran sus ausentes. Para José Pedro y Amanda era como retroceder en el tiempo, una experiencia única después de haber conocido las grandes urbes de Europa. Ante la posibilidad de que sus padres no hubieran entendido correctamente lo que les habían escrito, José Pedro aclara días después:
¿Pero a quien se le ocurre que nosotros nos sintiéramos mal en Marina? ¡Pero por favor! ¡Al contrario! Esa fue una de las poquísimas veces en que se nos dará la posibilidad de vivir en un ambiente de aldea medieval. Nada más interesante para nosotros que ese viaje. Y en cuanto a la gente de allí, no hay que juzgarla con violencia, porque están en otro mundo, del que nunca salieron y no sospechan que se debe vivir de otra manera. Aquello de que tengan ahí un mar fenomenal y no se bañen de vergüenza y si se bañan lo hacen 4 o 5 veces en todo el verano, es significativo[16].
La abundancia de detalles de las cartas no se corresponde con la parquedad del Diario. En él simplemente anota:
18.8.1951. ¡Marina di Camerota! ¡Qué extraño, qué diferente y qué familiar sin embargo! Ahora las campanas llaman a misa. El cielo, azul, brilla ya fuerte. Son las 6 ½ de la mañana. Los gallos dejaron de cantar, los niños todavía lloran. Algunas mujeres pasan por la plaza volviendo de la fuente con el cántaro sobre la cabeza[17].
No necesitaba más. Es a esta entrada del Diario a la que se alude en la novela:
Busqué mi libreta en la valija y me senté con la estilográfica en la mano y la libreta en las rodillas. Pero ¿qué podía anotar? Creo que lo único que me importaba era indicar una línea escribiendo: Marina di Camerota, y la fecha. (…) Anoté que era de mañana. Que desde la ventana veía la plaza del pueblo; que a veces, en medio de la brisa, venía el olor repugnante que desbordaba de los cántaros[18].
La tan añorada Marina di Camerota, al pasar de un texto a otro, parece ir despojándose de detalles y centrándose en lo esencial, en lo necesario a la narración: la abundancia anecdótica de las cartas se reduce en el Diario al cielo, las campanas, los gallos, los niños, las mujeres con sus cántaros. De todo ello, el narrador de la novela solo dará cuenta, explícitamente, del recuerdo de cuando tomaba notas en su Diario. Entonces solo queda la plaza del pueblo, mil veces imaginada, centro de la vida anterior de su tío, punto de convergencia para todos sus habitantes. Añadirá la recurrencia al mal olor que despiden los cántaros, que procede de las cartas y es ignorado en el Diario, ese “olor repugnante” que parece simbolizar el “dolor de la ausencia” que alguna vez había previsto, la ausencia de tantos, la ausencia de Domenico.
La presencia del mito
Díaz dejó constancia del sustrato real de la novela en un artículo en Marcha titulado “De dónde los sacó. Escribir es confesarse”, en febrero de 1965, donde por primera vez dio a conocer el origen de su personaje. Pero Los fuegos de San Telmo no es un simple viaje hacia los orígenes, un mero reencuentro con tierras idealizadas y con parientes desconocidos separados por distancias y destinos. Si bien es inequívoca la correspondencia entre la narración, el Diario y las cartas, es indudable, como bien supo verlo Rosa María Grillo, que “el texto está construido alrededor de apuntes (…), pero utilizados no integralmente, como testimonios directos o inapelables de aquellos días, sino reinterpretados y modificados por el narrador – demiurgo, quien rige los hilos de la memoria y puede hasta alterar o callar (…) los hechos reales”[19].
Para esta hispanista italiana no hay mejor ejemplo de lo que afirma que el título que el propio Díaz emplea para el episodio 13: “Mi recuerdo se confunde con sueños y con mitos”, y el comienzo del mismo: “Nápoles lo recuerdo ahora de manera diferente que hace unos años. Algo se modificó y, sobre todo, algo creció. Durante este tiempo se me hizo muy familiar la obra de un poeta que vivió allí unos días…”[20]Esta intromisión del narrador en el discurso de su relato indica un proceso posterior a las cartas y al Diario, un “presente de la escritura” de la novela, donde es posible verificar una selección de los recuerdos y modificaciones impulsadas por la experiencia vivencial y por el legado cultural del que Díaz continúa nutriéndose. En esa labor intelectual que lo caracteriza, Díaz acusa el impacto de Gerard de Nerval, un poeta a cuya obra dedicará buena parte de su esfuerzo y que se le convertirá en una obsesión similar a la que demostró tener con Felisberto Hernández, Gustavo Adolfo Bécquer o José Pedro Bellan[21]. Si en el paisaje de la Italia del sur y de las costas del Tirreno Virgilio estaba presente desde un primer momento, ahora le resulta inevitable sumar los versos del poeta francés. Se “revive aquel viaje desde una perspectiva vivencial y cultural más adulta –la etapa de la escritura- gracias sea a una visión de conjunto que el narrador solo ahora puede tener, sea a una experiencia cultural –la lectura de Nerval- en cuyos versos a posteriori Díaz puede reconocerse y reconocer sus propias sensaciones y emociones”[22], concluye Grillo.
No lo entendió así Mario Benedetti en su primera recepción al libro: “En el capítulo más débil (capítulo 13) se cita abundantemente al poeta de la Eneida, y de inmediato la narración se intelectualiza, se congela, pierde buena parte de su interés (…) El viejo pescador quizá debió ser el único guía de esta excursión, el único Virgilio de este peregrinaje. El Virgilio literario es el que sobra”[23], comentó el escritor uruguayo.
Es el propio Díaz quien dio la mejor respuesta a la observación de Benedetti. En un discurso que realizara en octubre de 1997 con motivo de la publicación del libro en Italia, explicó refiriéndose a tío Domenico que
era un hombre puro, sencillo y profundo que, cuando contaba, hacía que sus palabras tuvieran un temple que emparentaba sus historias con los mitos clásicos. No en vano me contaba el peligro que significaba, en el mal tiempo, pasar el cabo Palinuro (…) Así es de profunda la presencia del mundo clásico en estas tierras, y así se hizo de fuerte su presencia también en el espíritu de algunos de sus hombres (…) Los grandes mitos que se nutrieron de esta tierra son de tal naturaleza que mantienen vivo su sentido y su valor no solo para la cultura italiana; Italia tiene presente en ella todo su pasado, y este sigue nutriendo como ven, otras culturas [24].
En el “presente de la escritura”, a la hora de revivir y transmitir las vivencias exteriores e interiores de aquel viaje, Díaz procederá con toda su erudición a cuestas, con un profundo amor a la literatura que debió iniciarse, sin que nadie lo supiera, en los viejos relatos del tío Domenico. Ese sentido total de la novela, mucho más que un testimonio o simple viaje a los orígenes, es tal vez la causa por la que la fotografía que los instala a ambos al comienzo del tiempo, rumbo al mar, rumbo al puerto de Montevideo, nunca se dio a conocer. Publicarla hubiera significado en buena medida una reducción de la idea global de la novela. Aquel instante que congela la marcha de ese hombre y de ese niño no era más que el comienzo de un largo viaje, un viaje existencial, un viaje en la escritura y un viaje a las entrañas del propio saber “donde recuerdos individuales se mezclan con reminiscencias culturales”[25].
Parte II (“La palabra de los archivos”)- GÉNESIS DE ‘LOS FUEGOS DE SAN TELMO’, DE JOSÉ PEDRO DÍAZ: la apropiación del pasado familiar, el viaje a Marina di Camerota y la recurrencia al mito
Palinuro y las sombras
Se conservan cuatro versiones mecanografiadas de Los fuegos de San Telmo, todas ellas bastante similares, lo que hace suponer la existencia de una o varias versiones anteriores manuscritas que han desaparecido. Al parecer, la redacción de la obra, después de veinte y más años de maduración interior, surgió de manera torrencial en el mismo año en que la publicó. Escribe Díaz a Luís Campodónico el 18 de marzo de 1964:
El verano llegó con la casa terminándose y una profunda investigación interior que determinó la aparición de otro libro en marcha. Hace mes o mes y medio que me levanto a la madrugada y escribo sin parar. Que me dure. Estoy escribiendo en serio por primera vez. Lo que sea el libro se sabrá cuando lo termine.
Se concatenan en Los fuegos de San Telmo tres posibles sustratos que en la novela se superponen o entrecruzan abasteciéndose entre sí: Por eso, cuando evoco ese extraño pasado, que compone para mí un territorio de la memoria en el que se estratifican capas sucesivas de recuerdos, siento, fundiéndose en una misma materia, mi historia personal, los pasos de Eneas por el reino de las sombras, el subsuelo de algunos fragmentarios recuerdos que buscan situar en aquella tierra italiana los pasos de aquel cuya imagen busco, y la agonía ardiente del poeta que se inundó allí de luz mediterránea, mientras se sentía atraído y empezaba a caer en su abismo imaginario[26].
Desglosando lo anterior es posible distinguir:
a) un sustrato real o “testimonial”, base primaria que recoge vivencias autobiográficas en torno a tío Domenico y a la experiencia del viaje a Marina di Camerota. Fuentes de este sustrato son las cartas de José Pedro Díaz y Amanda Berenguer ya citadas que integran la correspondencia con sus familias y fragmentos del Diario del autor;
b) la crónica del “presente de la enunciación”, que alude no sólo al momento de la escritura de la obra sino también a un presente perpetuo, ilusoriamente contemporáneo a la lectura de la obra, como es el caso del episodio llamado “El pique”, incluido más de veinte años después de forma autónoma en la Revista Casa de las Américas[27]; y finalmente
c) un sustrato referencial, donde se evoca y se recrea La Eneida de Virgilio y algunos versos de Gerard de Nerval en tierras napolitanas.
La académica norteamericana Mary Johnston Peck, al comparar Los fuegos de San Telmo con El viejo y el mar, de Ernest Hemingway, ha realizado un abordaje basado en coordenadas míticas y alegóricas[28]. Según su trabajo, el héroe (José Pedro) recibe la llamada de un agente, un guía o sacerdote iniciador (Domenico), y es llevado a la aventura o a la búsqueda. Deberá abandonar el mundo que habita y será conducido a una tierra distante (Marina di Camerota) de la que retornará portando como única recompensa la aceptación del mundo, su posición en el cosmos[29]. Similar es el proceder de la uruguaya Gabriela Sosa quien, en un reciente ensayo, (también siguiendo a Joseph Campbell[30]) reafirma la idea de un viaje iniciático entre el mundo del “tiempo de los dioses que recrea el mito” (es decir, el tiempo aludido en el relato de tío Domenico y el tiempo de la infancia del protagonista) y “el mundo sin dioses del hombre moderno”[31] (tiempo actual, reconocimiento de Marina di Camerota).
Estas interpretaciones en clave mística son de por sí legitimadas por el propio discurso del narrador protagonista, por ese sustrato referencial al que apela en la segunda parte de la historia. Se trata de un sustrato que surge motivado por las remembranzas del espacio físico que se está recorriendo (“la presencia del mundo clásico en estas tierras”: las ruinas de Paestum, el cabo Palinuro, el lago de Averno, la cueva de la Sibila), que activan con toda lógica el conocimiento y las lecturas del narrador, el bagaje de erudición de que dispone.
Pero es más, si nos atenemos a las versiones no conocidas de Los fuegos de San Telmo se podrá apreciar que ese sustrato, por lo menos en lo referente a la evocación de fragmentos de La Eneida, pretendía englobar la obra entera. En otras palabras, durante la gestación, ese sustrato referencial mítico llegó a alcanzar al título mismo y aún a la creación de un seudónimo autoral. Así, en las cuatro versiones mecanografiadas de Los fuegos de San Telmo el título original, luego tachado, es “Esa sombra en el mar”, y en las dos últimas versiones el nombre del autor es sustituido por el seudónimo de Palinuro, el heroico piloto de la nave de Eneas.
En un pequeño texto inédito escrito en 1997 y titulado “Autobiografía”, José Pedro Díaz confiesa haber conocido el nombre de Palinuro antes por boca de su tío que por la epopeya de Virgilio. Era a las seis años de edad, cuando Domenico “me contaba historias de su infancia, de cómo salía a pescar en la barca de su hermano mayor y de las aventuras que había tenido: la pesca de un gran pez, una tormenta frente al cabo Palinuro (¡cómo me emocionó más tarde, cuando leí a Virgilio, ese nombre prestigioso!)…” Aun cuando el protagonista, en su viaje por Italia, se halla en las cercanías de Marina di Camerotta, Palinuro continúa siendo un nombre aprendido de su tío. “Cuando yo oía aquello no había leído todavía a Virgilio. Para mí Palinuro no era más que un lugar, todavía”[32], recuerda el narrador. El nombre del timonel ha quedado registrado en la topografía de la Italia meridional volviéndose así de uso popular: “Así es de profunda la presencia del mundo clásico en estas tierras, y así se hizo de fuerte su presencia también en el espíritu de algunos de sus hombres”, afirmaría también por esos años Díaz, en un discurso ya citado. De ese modo, en el sur de Italia, el mito fue y sigue siendo cultura popular. El cabo que lleva el nombre de Palinuro es el resultado del consuelo que le proporcionara la Sibila de Cumas al alma del infortunado piloto de Eneas.
En efecto, después de que los troyanos sobrevivientes, acaudillados por Eneas, logran sortear una dura tempestad, Venus obtiene de Neptuno la promesa de que en adelante el viaje proseguirá sin mayores sobresaltos. Se cumplirá entonces con el viaje feliz que la diosa había asegurado a su hijo Eneas. En el resto de la travesía sólo perderá la vida uno de los hombres, uno solo, pero su muerte será benéfica porque asegurará la supervivencia de los demás. El que muere es Palinuro, el piloto de la nave. E n la noche plácida Sueño ha tomado la forma de su compañero Forbas y le ha invitado a descansar. Palinuro lo ha rechazado, sus manos se han aferrado al timón mientras otea las estrellas. Pero el dios Sueño finalmente lo ha vencido y Palinuro ha caído al mar. Morirá poco después, al llegar a las costas de Campania, en manos de feroces y primitivos lugareños y quedará insepulto. Cuando la Sibila lo acompaña en su descenso al Orco, le asegura una próxima sepultura y le afirma que incluso una comarca llevará su nombre. Palinuro tendrá oportunidad de contar a Eneas la versión de su muerte y su única preocupación por “el desamparo en que había quedado el sueño de Eneas, que seguía navegando en aquel mar desconocido sin piloto y sin timón”[33]. Servio Honorato y Dionisio de Halicarnaso han referido leyendas semejantes anteriores a La Eneida, donde el héroe lleva el mismo nombre y su circunstancia serviría para explicar el accidente geográfico, “el cabo que al fin de la playa adelantaba sobre el mar su lomo negro”[34].
Si el nombre de Palinuro formaba parte de los más lejanos recuerdos familiares de José Pedro Díaz resulta lógica la apelación al personaje de Virgilio. En el desarrollo de la trama de Los fuegos de San Telmo, el momento clímax de la historia de Palinuro, su caída a causa de un golpe de mar que interrumpe la calma de la noche, se entrelaza y alterna con otro episodio cumbre y más cercano, la aventura que alguna vez Domenico le contara al autor y que da nombre al libro: Marcello salvando la barca del posible naufragio, el milagro de los fuegos de San Telmo, dos lucecitas en la punta del mástil al vandearse el cabo. De nada le servirá a Palinuro aferrarse fuertemente al timón, la fuerza de las aguas lo arrojará al mar. Marcello, en cambio, se atará al timón y se salvará, él y todos los que van en su barca. Palinuro cae junto con el timón de la nave y desde entonces lo único que le inquieta, más que su propia persona, es el destino de la nave, el riesgo que corre el sueño de Eneas. Los que van en la barca de Marcello agradecen la ayuda divina y ya no corren riesgos. La doble evocación es realizada por el personaje narrador momentos antes de que le informen cómo llegar a Marina di Camerotta. En la imbricación de los sucesos, Palinuro, el heroico timonel, se convierte simultáneamente en ofrenda celestial que hace posible la salvación de los que viajan junto a Marcello y en ofrenda para que el narrador protagonista alcance el pueblo buscado. La muerte de Palinuro continúa, en ese lugar y a través del tiempo, cumpliendo idéntica función: asegura la sobrevivencia de los hombres de Eneas y de los acompañantes de Marcello a la vez que conduce al protagonista a su meta. Vandear el cabo Palinuro es la salvación para los que viajan.
¿Cómo separar el mito recogido por Virgilio del episodio de la barca de Marcello? O ¿cómo separarlo de las evocaciones de un narrador que siempre oyó mencionar el nombre de Palinuro y ahora recorre laberínticos caminos de montaña para alcanzar el pueblo de sus ancestros? ¿”Esa sombra en el mar”, título primigenio de la obra, no puede ser “la masa de piedra”[35] del cabo Palinuro extendiendo sobre el mar “su lomo negro”? El narrador viajero que avanza en el camino de piedra contará después que “durante algunas de aquellas vueltas volvía a aparecérseme, delante y abajo, lanzado sobre el mar como el lomo oscuro de un enorme animal marino, el cerro que limitaba la playa y detrás del cual yo sentía latir otra presencia invisible, que era tan intensa y tan angustiosa como si se tratara de la inminente aparición de una persona que me fuera amada y sin embargo desconocida, y cuya aparición permitiría que yo corroborara el sentido de esa vida que, aún sin conocerla, sabía que era también la mía”[36]. “Aquella persistente ausencia que me hizo volverme hacia el recuerdo, la confundo ahora con la misma ansiosa figura de Palinuro…”[37], insistirá.
¿Esa identidad entre la “persistente ausencia” y la figura de Palinuro no es también “Esa sombra en el mar”? A su llegada a Marina di Camerota el protagonista se asoma al borde del océano para mirar al través de las aguas transparentes y distingue, en el fondo, sombras que se movían apenas, “como animales mansos”, mejor aún, “como el cuerpo de un piloto ahogado hacía ya dos milenios que vagara todavía bajo las aguas buscando dónde reposar”[38]. Una sombra del inframundo, un ánima proveniente del reino de las sombras, un cadáver insepulto.
La polisemia en torno a Palinuro debió ser determinante para su uso final. Las numerosas acepciones recorren una amplia gama. Palinuro es el personaje mítico y a la vez un cabo de la península itálica en el mar Tirreno. En el mito el personaje es un mártir que hace posible la salvación de los demás viajeros y así es evocado en la novela. El cabo que lleva su nombre, ese accidente geográfico, entraña un riesgo cierto de naufragio, un obstáculo que una vez salvado asegura la tranquilidad de los navegantes. Pero también es el sitio que señala una vibración, una “presencia invisible”, “intensa”, “angustiosa”, la aparición de una persona amada y a la vez desconocida. Es más, Palinuro puede ser también esa misma persona “amada” y “desconocida”: “la confundo ahora con la misma ansiosa figura de Palinuro”. Ese manto de ambigüedad que surge de las diversas acepciones inevitablemente se hubiera trasladado a la función del seudónimo.
La opción por un título simbólico es clara en las cuatro versiones que se conservan de la novela. “Esa sombra en el mar” o Los fuegos de San Telmo dan cuenta de ello. Pero, si “esa sombra en el mar” refiere, como hemos hecho notar a la porción de tierra que se adentra en el mar, a “la masa de piedra”, al “lomo oscuro de un enorme animal marino”, se trata de una acepción que presenta connotaciones perturbadoras (un riesgo cierto de naufragio, un martirologio, una presencia angustiosa). A la hora de decidir Díaz preferirá lo más positivo, preferirá a “los fuegos de San Telmo”, meteoros ígneos, descargas producidas por la ionización del aire durante las tormentas eléctricas, dos lucecitas en la punta del mástil de la barca de Marcello, como dos velitas cruzadas, como “dos gruesos dedos índices cruzados”[39], signo inequívoco de salvación, de piedad divina, augurio de alcanzar el lugar ansiado. No otra cosa significa para el narrador llegar a la aldea de pescadores de dónde proviene su tío Domenico. No otra cosa que lo que sintieron los que remaban en la barca de Marcello. “Las mujeres rezaban y daban gracias a San Telmo y nosotros bogábamos… Y cuando nos dimos cuenta ya habíamos pasado el cabo y estábamos delante de Marina.[40]” Lo mítico, sin desaparecer nunca, queda entonces en un segundo plano. La elección del título otorga la primacía al relato de su tío abuelo.
Historia de una frustración
El fragmento que, en las dos primeras versiones del Archivo Díaz, sirve de introducción al escenario del pueblo de pescadores y aparece de inmediato a la visión de los olivos y del mar, en las versiones finales y en la publicada, es trasladado sin modificación alguna varias páginas más adelante, hacia el final de ese mismo episodio. El fragmento aludido (Ver Figura 1) se reproduce tal como aparece en esas versiones iniciales y comienza diciendo:
Fue
Lo que aquí se verifica en el narrador es una visión idílica de la aldea de pescadores, una imagen idealizada a través de las palabras de tío Domenico y de una serie de sensaciones en torno a su figura: luces, colores profundos y brillantes, sonidos entrañables, redondez de frutas o de quesos artesanales. Todo el fragmento muestra también la lucha del narrador por volver más sobrio su relato y moderar la espontánea adjetivación que surge de la evocación. Ese cuadro infantil y paradisíaco es de inmediato devastado por otra realidad:
“pero ahora, cuando yo
Ahora hay cosas que
(…) existían de manera sórdidamente concreta, tan sumidas en una obtusa
rutina provinciana, que yo las sentía yacer inermes y como penetradas
por una gangrena sutil e implacable que dejaba
Se suceden las sensaciones degradantes, de deterioro, de estancamiento, de descomposición, la idea de un pueblo sumergido en la inopia, en la “obtusa rutina provinciana” donde la gangrena avanza secreta e implacable. La síntesis magnífica que presenta el fragmento, oponiendo pasado y presente, espejismo y realidad, de haberse mantenido en su ubicación primigenia, hubiera condicionado al lector. Hubiera vulnerado toda expectativa, todo lo que se dijera del pueblo a partir de allí solo hubiera servido para confirmar lo que ya se sabía.
El narrador, con sus conclusiones, simplemente se hubiera adelantado a los hechos.
Una estela de muerte precede la llegada al pueblo. A la evocación de la muerte de Palinuro, obra de esos dioses que aún parecen avizorarse en las cercanas ruinas de Paestum, le sigue el recuerdo de otras muertes: la de Pascale, la de tío Domenico. “Ahora desciendo hacia el mar (Ellos hablaban con sus muertos)”, se llama el último episodio de la segunda parte. Marina di Camerota surgirá ante el viajero como una especie de Comala europea. Un pueblo devorado por la gangrena, por las ausencias, por los fantasmas de los que se han ido. “¿Qué busca en Marina? En Marina no hay nadie”[42], le dice y le repite el lugareño al que pregunta cómo llegar hasta allí[43]. Ese es el panorama del que informan las cartas de José Pedro y Amanda, lo que ambos vivieron al arribar al lugar: “un pueblo abandonado”, “una forma especial de la miseria”. Un pueblo fantasma al que se llega creyendo en una visión idílica que en nada se refrendará.
Pero es necesario que el lector experimente lo que se viene afirmando, que lo sienta en carne propia. Que sepa que los pocos habitantes de Marina poseen los mismos apellidos, que abundan las mujeres, “casi todas vestidas de negro”[44], que los hombres sólo están de paso y rumbo a Caracas, a América, que todos se conocen, y que invada al pueblo “el olor acre, pesado, que de pronto se hizo más intenso”[45], entre la torpe y rústica amabilidad de sus habitantes. Es esa suma de signos, de sombría extrañeza, la que hará posible la inclusión del fragmento antes señalado en una adecuada ubicación, la precisa como para cumplir la función de agigantar esa experiencia.
El fragmento en sí señala la frustración entre la visión precedente y la realidad hallada. “Estoy seguro de que ese viaje mío sería una desilusión, un dolor y una ausencia: la ausencia de la memoria buscada”, había escrito en su Diario dos años antes de llegar al lugar, quince antes de escribir la novela.
El personaje narrador ha seguido una sombra y se ha encontrado con el vacío. Como le sucedió a Eneas, “las manos que intentan apresar las sombras solo agitan vanamente el aire mismo que respiramos”[46]. La imagen final no puede ser otra que la de la muerte.
Coda final: Muerte de Domenico
A mediados de julio de 1949 Domenico d’Onofrio es internado en grave estado de salud. En los días siguientes José Pedro Díaz y Amanda Berenguer lo cuidan todo el tiempo. De los pormenores de esa instancia, como ya se ha dicho, da cuenta el episodio 18 de la novela, al fin de la segunda parte. También allí es explícita su apelación al Diario personal que llevaba a cabo el autor por esos días:
Hay otras frases suyas que también recuerdo. Algunas las leí esta misma tarde, antes de escribir esto. Son cosas que anoté aquellos mismos días, temblando, en una libreta. Pero no puedo copiarlas aquí. Estoy escribiendo para él, y porque no puedo dejar de hacerlo. A pesar de eso creo que no debo escribir todo.[47].
Después de una leve mejoría, el 22 de julio Domenico fallece. Dos días después anota Díaz en su Diario:
La enfermedad y la muerte de tío Domingo fue una de las experiencias más hondas de mi vida. ¡Con qué claridad se me hicieron presentes sus cualidades de sinceridad y bondad, de integridad! Nunca como en estos días la presencia tan desnuda de un alma y la cercanía tan profunda de su alma y la mía. Tanto, que se me hizo incomprensible la realidad de la muerte. ¿De qué manera siento su alma inmortal? ¿Somos nosotros los que debemos inmortalizarlos con un recuerdo permanente?
Además, ayer, mientras llevábamos su cuerpo por la avenida central del cementerio del Buceo, se me hizo muy presente la muerte de los otros familiares cuyos cuerpos acompañé por el mismo camino. Tan evidente se me hizo entonces, como nunca, el inevitable destino de la muerte, aguardándonos a todos, que volví a sentir lo que tanto me había impresionado en Tolstoi y que sentía diariamente durante la semana que pasé junto a tío enfermo: que el único fin de nuestra vida está fuera de nosotros en el bien y en el cariño. Eso me produjo una sensación de extraño equilibrio y de desapego a muchos de mis deseos y ambiciones. Me sentí más fuerte y como liberado, y además, como debiéndole, a tío Domingo, mucho más de lo que él hubiera podido nunca imaginar. Una deuda a pagar en otros, en todos, en el mundo[48].
Si en la novela la muerte precede a la llegada a Marina di Camerota no puede ser otra que ella la que signe la despedida. Asistimos ahora al entierro de Domenico, el inmigrante italiano, el pescador de la bahía de Montevideo, el hombre analfabeto que sabía contar, el que condujera a Díaz al universo de la literatura. El que ha muerto es “el contador de historias pasadas”, [49] se ha dicho. Con él, se clausura el orbe edénico creado en sus relatos, el cual solo perdurará a través de la escritura, de la novela. Al narrador protagonista solo le resta entonces evocar un día de invierno, quince años atrás:
La altura era menor sin duda, pero también se veía el mar entre los árboles aquel día de invierno, cuando caminábamos por una avenida lateral del cementerio del Buceo. Mi padre caminaba al otro lado del ataúd. Sobre nuestras cabezas oíamos el viento entre las ramas. El grupo iba en silencio: solo se oía el rumor de los pasos sobre la grava del camino[50].
La deuda estaba pagada.
Ediciones de ‘Los fuegos de San Telmo’ 1ª. edición – Montevideo, Arca, 1964. 2ª. Buenos Aires, CEAL, junio 1968. 3ª Montevideo, CEAL, noviembre 1968, acompañando a Capítulo Oriental Nº 33. 4ª México, Bogavante, 1969. 5ª Buenos Aires, Calicanto, 1979. 6ª Montevideo, Club del Libro, 1981. 7ª Montevideo, Banda Oriental, 1987. Prólogo de J. C. Mondragón. 8ª Montevideo, Fin de Siglo, 1993, Prólogo de Napoleón Baccino. 9ª Salerno, Galzerano editore, 1997. Prólogo de María Rosa Grillo. (I fuochi di Sant ‘Elmo’, con fotos). 10ª Cava de’ Tirreni, Avagliano editore, 2000. Prólogo de María Rosa Grillo con un artículo de Mario Vargas Llosa. 11ª Montevideo, Clásicos Uruguayos, 2008. Prólogo de Jean-Philippe Barnabé.
Bibliografía de ‘Los fuegos de San Telmo’
Artículos críticos sobre la obra
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-COTELO, Ruben. “Senderos solos”, en “El País”, Montevideo, 13 diciembre 1964.
- DÍAZ, José Pedro. “¿De dónde los sacó? Escribir es confesarse”, en “Marcha”, Montevideo, febrero de 1965.
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“La Cittá”, 6 setiembre 2000: “Avagliano guarda oltre Oceano”, de Patrizia Sessa.
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“Il mattino”, 4 noviembre 2000: “Nuova collana di Avagliano. Narrativa transatlántica”, (sin firma).
“Lastampa”, 4 noviembre 2000: “Prossimamente libri”, de Mirella Appiotti.
“Il giorno”, 7 noviembre 2000: “Transatlantica”, de Ma. Ra.
Prólogos
-BACCINO DE LEÓN, Napoleón. 8ª edición. Montevideo, Fin de Siglo, 1993.
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-GRILLO, Rosa María, en 9ª edición. Salerno, Galzerano editore, 1997.
-GRILLO, Rosa María, en 10ª edición. Cava de’ Tirreni, Avagliano editore, 2000.
-MONDRAGÓN, Juan Carlos, en 7ª edición. Montevideo, Banda Oriental, 1987.
Inéditos
-DÍAZ, José Pedro. Discurso en la Universidad de Salerno con motivo de la presentación de “Los fuegos de San Telmo”. Octubre de 1997.
[1] Alzugarat, Alfredo (edit.). Diario de José Pedro Díaz. Montevideo, Biblioteca Nacional – Banda Oriental, 2011. Cuaderno I, pág. 60.
[2] E – mail de Álvaro Díaz Berenguer al autor, 12 – 09 – 2011.
[3] Silva Vila, María Inés. 45 x 1. Montevideo, Fin de Siglo, 1993.
[4] Según el Censo de 1908 del millón de habitantes que residían en el país, un 17%, unas 182 mil personas, habían nacido en el extranjero. En Montevideo esa cifra significaba un 30% de la población. Hacia 1914, italianos y españoles representaban el 85% de los inmigrantes de origen europeo. Daniela Bouret y Gustavo Remedi, Escenas de la vida cotidiana. El nacimiento de la sociedad de masas (1910 – 1930). Montevideo, Edic. de la Banda Oriental, 2009.
[5] Bellan, José Pedro. “¡Maní!”, en El pecado de Alejandra Leonard. Montevideo, 1926.
[6] “Retrato de un inmigrante a través de un escritor uruguayo”, en Presencia italiana en la cultura uruguaya. Montevideo, Centro de Estudios Italianos – Universidad de la República, 1994.
[7] “Tutti come figli. Tutti. Yo quería tener hijos, ma non pude… Y ahora, todos, tú, Minye, Campeoni, tutti come figli”, les repite a José Pedro y a Amanda Berenguer en su agonía. Diario de José Pedro Díaz, Cuaderno V, 15 de julio de 1949, pág. 258.
[8] La claraboya y los relojes. Montevideo, Cal y Canto, 2001.
[9] Los fuegos de San Telmo, Montevideo, Arca, 1964. 1ª edic.. Episodio 18, pp. 85 – 87.
[10] Bou, E. “El diario: periferia y literatura”, en Revista de Occidente, Nºs. 182 – 183, julio – agosto 1996.
[11] Diario de José Pedro Díaz. Cuaderno II, p.p. 108 – 109.
[12] Diario de José Pedro Díaz. Cuaderno III, pág. 139.
[13] Diario de José Pedro Díaz. Cuaderno V, p.p. 249 y 250.
[14] Carta de José Pedro Díaz a Fernando Díaz. Salerno, 19. 8. 1951.
[15] Carta de Amanda Berenguer a Rimmel Berenguer. Salerno, 20 de agosto de 1951.
[16] Carta de José Pedro Díaz a Fernando Díaz. Roma, 4.9. 1951.
[17] Diario de José Pedro Díaz. Cuaderno VIII, pág. 397.
[18] Ob. cit., episodio 24, pág. 125.
[19] Grillo, R. M., “Las voces de las sirenas: modelos y prácticas de escritura en ‘Los fuegos de San Telmo’ de José Pedro Díaz”, en El texto latinoamericano Vol. II. Coloquio internacional. Madrid, Universidad de Poitiers, 1994.
[20] Ob. cit., pág. 59.
[21] Díaz dejó un extenso trabajo inédito sobre la obra del poeta francés cuya primera redacción, según es posible rastrear en su correspondencia (Cartas a Dámaso Alonso del 26 de febrero de 1962 y del 3 de octubre de 1965) data de la primera mitad de la década del ’60. Antecedente de este trabajo es el artículo “Gerard de Nerval”, publicado en Entregas de la Licorne, Montevideo, Nos. 5-6, setiembre de 1956.
[22] Grillo, R. M. Ibid.
[23] Benedetti, M. “Cuando peregrinaje no es igual a evasión”, en La Mañana, 11 de diciembre de 1964. Después reproducido en Literatura uruguaya del siglo XX. (3ª edic.) Montevideo: Arca, 1988, pp. 299 – 302.
[24] Inédito.
[25] Grillo, R.M. Ibid.
[26] Ob. cit., episodio 13, págs. 59 – 60.
[27] “El pique” (episodio de “Los fuegos de San Telmo”), en Revista Casa de las Américas, La Habana, Nº 161, marzo – abril de 1987.
[28] Johnston Peck, Mary. "José Pedro Díaz y Hemingway: una mitología compartida", en “Texto crítico”, Nos. 34-35, Stanford, enero-diciembre 1986. Un abordaje similar empleó posteriormente la autora para la novela “Partes de naufragios”, resultado del cual es el libro “Mythologizong Uruguayan Reality. In the Works of José Pedro Díaz” (Arizona State University, 1985), y en su tesis “At the green blade’s end: José Pedro Díaz allegorizes Uruguay in the Twentieth century”, publicada en 1974 en la Universidad de Nuevo México con el título “At the Green blade’s end: José Pedro Díaz allegorizes Uruguay in crisis”.
[29] “Él sabe y quiere enseñarme que entre el hombre y la sombra que lo cerca lo único que puede ser hallado es ese mismo empecinado empuje de la búsqueda…” Ob. cit., episodio 11, pág. 51.
[30] Campbell, Joseph. El héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito, de. México – Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2006. En la biblioteca de José Pedro Díaz se ha hallado un ejemplar de la edición de 1959.
[31] Sosa, Gabriela. “’Los fuegos de San Telmo’ de José Pedro Díaz. A propósito del viaje iniciático del héroe y de la poesía como revelación”, de, en Boletín de la Asociación del Profesores de Literatura del Uruguay Nº 59, diciembre de 2009.
[32] Ob. cit., episodio 15, pág. 68.
[33] Ob. cit., episodio 15, pág. 71.
[34] Ibid., p.p. 70 – 71.
[35] Ob. cit., episodio 16, pág. 74.
[36] Ibid., pág. 73.
[37] Ibid., pág. 75.
[38] Ob. cit., cap. 19, pág. 92.
[39] Ob. cit. cap. 15, pág. 70.
[40] Ibid.
[41] Ob. cit., episodio 19, pág. 99.
[42] Ob. cit., episodio 16, pág. 72.
[43] “Aquí no vive nadie”, dice el arriero Abundio, refiriéndose a Comala, al final de su diálogo con Juan Preciado. Rulfo, J. Pedro Páramo. Barcelona, Seix Barral, 1985.
[44] Ob. cit., episodio 19, pág. 93.
[45] Ob. cit., episodio 19, pág. 98.
[46] Ob. cit., episodio 13, pág. 63.
[47] Ob.cit. episodio 18, p.p. 86 – 87.
[48] Diario de José Pedro Díaz. Cuaderno V, pág. 259.
[49] Mondragón, Juan Carlos. “José Pedro Díaz: la literatura mar adentro”, en Historia de la literatura uruguaya contemporánea”, pág. 227.
[50] Ob. cit., episodio 27, p.p. 144 – 145.
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Lic.
Alfredo Alzugarat
alvemasu@adinet.com.uy
Recordar los recuerdos. La previa a “Los fuegos de San Telmo” en José Pedro - Revista de la Biblioteca Nacional Nº 6 -7 Año 2º 2012
Enviado por el autor, para ser publicado en Letras - Uruguay, el 17 de junio de 2015
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