Uruguay 1924 a 1930. Hubo una vez unos campeones gloriosos de América y
del mundo… Los triunfos del seleccionado celeste de aquellos años no
dejan de ser una efeméride inevitable, obligado antecedente de otros más
cercanos en el tiempo. El transcurso de décadas, sin embargo, la
ausencia de continuidad, la auto subestimación y las tentaciones del
olvido, al parecer terminaron traicionando el significado original de
aquella inigualable gesta futbolística. Esta resulta ser la reflexión
que surge de la lectura del voluminoso libro de Aldo Mazzucchelli, Del
Ferrocarril al Tango. Su cometido, más que rastrear la evolución del
estilo de fútbol uruguayo desde sus inicios hasta el primer campeonato
mundial, apunta al concepto que de él ha quedado en el imaginario
popular.
Grandes analistas extranjeros de aquel entonces, aún más que la prensa
autóctona, destacaron con toda suerte de elogios el “fútbol científico”
de las escuadras uruguayas olímpicas. Como señalara un fascinado Lucien
Gamblin, ex deportista y reconocido periodista francés, “sus jugadores
gustan del juego de pases cortos y rápidos, ejecutado con rara
precisión. Son todos de una habilidad llamativa, y saben driblear
admirablemente. La finta, el desmarque, no tienen secretos para ellos, y
el entendimiento entre todos los jugadores es posiblemente el mayor que
hayamos visto hasta hoy.” Los uruguayos ganaban por ser mejores, porque
no había quien los superara. No obstante, la rivalidad con Argentina,
acompasada con una soberbia inglesa que no podía admitir que su invento
se desarrollara mejor en otras latitudes, bastó para que, tras el
Mundial de 1930, esos triunfos se explicaran y se denostaran como
producto exclusivo de la “garra”, en el mal sentido de viveza mezclada
con violencia, juego fuerte y sucio. Cuando llegaron las décadas de
declive, con el futbol mediocre de 1970 en adelante, esa acabó por ser
la única explicación aceptable. De aquellas glorias solo quedó el mármol
del recuerdo, tal es la tesis que adelanta Mazzuchelli desde el inicio
de su libro. Para demostrarlo, reconstruirá con minucia la historia del
futbol uruguayo desde 1891, desde los primeros matchs de residentes
ingleses en el predio del hoy Hospital Militar, hasta las consecuencias
de la obtención del primer Campeonato Mundial en 1930 en Montevideo.
Algo nunca visto. “No queremos entender el fútbol”, aclara Mazzucchelli,
“sino el proceso por el cual el Río de la Plata se convirtió en algo
visto en ningún lado, futbolísticamente hablando”. Tres ciudades son
dínamo inicial de un deporte foráneo que no tardaría en volverse emblema
regional: Buenos Aires, Rosario y Montevideo. En todas ellas se
recepciona con singular creatividad un juego de reglas en evolución que,
en un principio hermanado al rugby, dista aún mucho de la identidad que
posteriormente adquirirá. En la capital uruguaya era uno de los juegos
de una colonia de extranjeros relativamente pequeña, apenas un 0,6% de
la población total, pero próspera y muy influyente. Tal es así que Julio
Herrera y Obes, siendo presidente, confesó alguna vez sentirse “el
gerente de una estancia cuyo directorio está en Londres”. Pero si los
primeros puntapiés al balón, los matchs inaugurales, hallaron cierta
empatía con el gusto local, fue por la convergencia de varios factores.
A la estratégica inversión en el ferrocarril hay que añadir un rápido
ascenso de la doctrina positivista. “El Uruguay ferroviario británico
coincide puntualmente con el comienzo del fútbol en el país”, se nos
reitera sin olvidar por otro lado, que una de las claves del
positivismo, en auge en ámbitos universitarios, era la educación
popular, la organización del tiempo libre y en particular, el estímulo
al ejercicio físico y el deporte. Es esta una de las explicaciones del
porqué los primeros encuentros de fútbol abiertos al público local, allá
por Punta Carretas, contaran con la presencia nada menos que de José
Batlle y Ordóñez, Pablo de María y otros. Es también la exposición de
dos fases bastante discernibles: la puramente anglosajona, con el
surgimiento del CURC en los talleres del ferrocarril en Peñarol, y la
del posterior acriollamiento, la inspiración del rector de la
Universidad, Alfredo Vázquez Acevedo, y la creación del Club Nacional de
Fútbol.
Sin ignorar el destello fugaz del club Albión, llegaría luego la
democratización, cuando este deporte escapara al control de una élite
social y reclutara a “pelandras” y “atorrantes” de fondas portuarias con
el primer River Plate. Entonces, a ese deporte de físico fornido, donde
había que correr hacia delante pechando con fuerza, le sucedió el
esquive y la combinación de pases rápida y corta. Aquel fútbol primitivo
pronto sucumbiría a la astucia, la ligereza mental, la tenencia de la
pelota y la invención suprema de la gambeta, derivando en un juego más
lucido y más individual, donde la complexión del team sería matizada por
la habilidad del player.
Ángel Romano aparece como uno de los paradigmas de ese estilo de
fútbol
local que ya adquiere ribetes de arte. Recuerda el cronista Diego
Lucero, que lo vio jugar: “Nadie hacía lo que hacía él con la pelota.
Las gambetas más complicadas. Las piruetas más risueñas, la “pisada”, la
“amasada”, el taquito, el mondonguillo y lo de hacerla dormir sobre el
empeine de la alpargata y lo de pararla y dejarla seca abajo el pie
cuando venía de alto, y lo de pegarle cinco o seis veces seguidas de
cabeza sin dejarla caer, todo eso a manera de circo, lo hacía Angelito
Romano…”. Lo complementaría la inteligencia defensiva y el liderazgo
dentro de la cancha de José Nasazzi, con Petrone shoteando desde
cualquier parte y el vasco Cea y los hermanos Scarone.
Las grandes glorias. El fútbol, desde la humildad de un pequeño país,
comenzaba a dar un salto cualitativo que se haría visible al mundo hacia
las primeras dos décadas del siglo XX. A nivel de América la
demostración más importante como combinado nacional fue la del primer
Campeonato Sudamericano, disputado en 1917. A ese efecto, se construye
el estadio del Parque Pereyra (hoy pista de atletismo del Parque Batlle)
al que, según los diarios de la época, concurre “todo Montevideo”, con
el doctor Baltasar Brum en el palco oficial. Por primera vez el fútbol
uruguayo es centro del interés social y político. Uruguay arrasa a
Brasil y a Chile con cuatro goles a cada uno y vence a Argentina en el
partido final con gol de cabeza de Héctor Scarone, quien poco después
sería considerado el mejor jugador de su tiempo.
Las Olimpiadas de 1924 curiosamente coincidirán con una crisis
institucional que divide la organización del fútbol tanto en Uruguay
como en Argentina. Los 22 jugadores que se embarcan en marzo de 1924 en
el vapor Desiderade rumbo a Francia contarán con la oposición de medio
país y el descrédito del resto de la afición. El cisma, por ejemplo,
impide que participen destacados futbolistas aurinegros como Piendibene
y Gradín. Será a partir de ese momento, sin embargo, que el seleccionado
celeste alcance las más altas cumbres del fútbol, exponiendo un estilo
que asombrará a europeos y a nacionales. La hazaña se repetirá en las
Olimpiadas de 1928 y en el primer Mundial, disputado en Montevideo en
1930. El autor dedica más de trescientas páginas a lo que llama “la
revolución celeste”, en la firme convicción de que el fútbol mundial
será otro a partir de la década de los 20. Un fútbol de atletas, que
unía velocidad y precisión con belleza visual. Un fútbol ofensivo y de
inteligencia, cuyo estudio contiene implicancias en lo social, político
y cultural.
Intelectualidad, fútbol y arte. Aldo Mazzucchelli, poeta y profesor de
literatura, grado 5 de la Facultad de Humanidades (UDELAR), autor de La
mejor de las fieras humanas, valioso ensayo sobre Julio Herrera y Reissig, aborda el estilo y la historia del fútbol uruguayo desde la
amplia óptica de los estudios culturales. Su prosa pasa del ensayo
sociológico con matices semióticos al relato periodístico de lenguaje
llano y coloquial, a la narración épica de cotejos inolvidables o a la
biografía morosa de algunos cracks, salpicada de toques pintorescos y
nostálgicos de un Montevideo que ya no existe. Su investigación va a lo
profundo, recurriendo a la prensa de la época, nacional y extranjera,
abrevando tanto en la filmografía que la Italia fascista recogió de la
Olimpiada de 1928 como en el imprescindible relato testimonial de Héctor
Scarone.
El libro es un aporte importante en el acercamiento del intelectual de
nuestro medio al fútbol, cercanía por décadas escasa y polémica y recién
hoy en franco crecimiento. De aquellos primeros tiempos Mazzucchelli
elude el cuento de Horacio Quiroga, Juan Polti, half-back, pero nos
descubre como primicia la presencia con oratoria de Herrera y Reissig en
los días previos a la inauguración del Parque Central. La abundante
bibliografía del libro ignora, sin embargo, la investigación Isabelino Gradín. Testimonio de una vida (2000), de Carina Blixen. La omisión
resulta curiosa si se piensa que fue uno de los pocos jugadores negros
de la época, inspirador de los versos de vanguardia del peruano Juan
Parra del Riego.
En la década de los 20 el vínculo de futbol y arte es acentuado. El
relato de Mazzucchelli hace notar la presencia de un joven Carlos
Quijano y de Colette, la narradora gala, en Argenteuil, la sede de la
delegación uruguaya de resabios impresionistas. París es entonces la
capital de las vanguardias del arte. El magnífico despliegue de buen
fútbol por parte de la escuadra celeste es apreciado desde la óptica del
futurismo y su culto a la velocidad, a la energía y a la audacia. Hasta
la atracción hacia Leandro Andrade se vincula al gusto exótico por el
arte primitivo africano. Es también el momento en que el tango
rioplatense comienza a brillar en los escenarios de la capital francesa.
Un cronista alemán decía entonces “que para dar una idea justa del juego
uruguayo, es preciso ser un compositor musical, para poder expresar en
notas esta sinfonía de fuerza y arte, elegancia y sprit, de arranque y
de resistencia, de tiempo y de estratagemas, de potencia en tiro y
belleza”.
El concepto de garra. Tras el Mundial de 1930 aquella “danza atlética”,
aquella “sinfonía de fuerza y arte”, comenzó a opacarse infamada por la
prensa argentina con eco amplificado en la prensa inglesa. Para ese
Mundial se superaron con gran esfuerzo los escollos de un boicot que
impedía la participación de escuadras europeas y una vez más se ganó en
la cancha con la calidad demostrada a lo largo de al menos una década.
Otros intereses no obstante, impusieron la idea de la “garra” como único
factor de éxito.
Cabe preguntarse si no fue también en esas circunstancias que el propio
concepto de “garra” terminó deformándose y adquiriendo acepciones
contradictorias. Es una lástima que Mazzucchelli en su enjundioso
estudio, no dé cuenta de la mesa redonda titulada “El fútbol como
generador del lenguaje”, que se realizara en abril de 2018 en el Museo
del Fútbol de Montevideo organizado por la Academia de Letras. Allí
Gerardo Caetano definió la “garra” como “algo fantástico que surgió en
las décadas de 1920 y 1930 no en referencia a ganar a la fuerza, sino a
hacerlo a la ofensiva, con buen juego, con lo mejor de cada futbolista.”
En la ocasión Alfredo Etchandy relacionó el vocablo con la fuerte
presencia de emigrantes en aquel entonces en Montevideo, ligándolo con
la “furia española” y la “forza azzurri”. Mazzucchelli, por su parte,
afirma en su libro que “el concepto de garra tal como lo conocemos hoy,
solo se instala mucho más tarde que 1935”, apareciendo antes de modo
esporádico. En las páginas finales revisa la evolución del vocablo en la
prensa nacional confrontándolo con circunstancias históricas del futbol
uruguayo del pasado siglo. Busca, en fin, una explicación convincente al
desplazamiento de ese significado que tiene en un extremo “la noble y
caballeresca resolución criolla de triunfar”, representativa de aquellos
años, y en otro el “ganar como sea” o “ganar es lo único que importa”,
que tanto se repitió después.
Del ferrocarril al tango es algo más que una mirada al fútbol desde el
palco de la academia, es también una invitación a una polémica que
continúa abierta y un sentir nostálgico hacia una edad de oro que
siempre ha de servir de referente. |