“Espacios de la memoria. Lugares y paisajes de la cultura uruguaya”, |
Afirma
Fernando Aínsa en su anterior obra “Del
topos al logos”, publicada en Madrid en el año 2006, que
“El lugar
es elemento fundamental de toda identidad, en tanto que
autopercepción de la territorialidad y del espacio personal”.
Creo personalmente que esta definición sirve, no solo para demostrar la
continuidad de su obra, sino también para introducirnos en este nuevo
libro suyo denominado “Espacios
de la memoria. Lugares y paisajes de la cultura uruguaya”,
que tengo el honor hoy de presentar.
“Espacios
de la memoria. Lugares y paisajes de la cultura uruguaya”, un
título que nos recuerda la novedosa y a la vez entrañable geopoética
que Fernando Aínsa,
desde hace varios años, viene trazando y diseñando sobre el mapa de América
toda y que, en este libro, se concreta, se aplica en particular sobre
nuestro país. Estamos,
pues, ante una verdadera geopoética del
Uruguay, es decir, ante un estudio
de la representación literaria y simbólica de nuestro país y de un
lugar paradigmático, la ciudad de Montevideo; estamos
también ante un inédito abordaje que sirve de excusa para recorrer la
literatura uruguaya del siglo pasado a través de todos los géneros, a
través de decenas de autores, e incluso de otras expresiones del arte,
deteniendo la mirada en toda aquella creación que ha servido para
autorretratarnos, en toda aquella creación que nos ha formado como país
y como cultura. Una mirada en definitiva al arte que nos identifica. Seis
ensayos componen este libro que en conjunto configuran un encuentro entre
el espacio exterior, aquel que ha forjado y nos brinda nuestra cultura, y
el espacio íntimo, el espacio concientizado
que emerge de nuestros recuerdos, el “espacio
vivido”, como lo llama Gaston
Bachelard. Dos espacios
complementarios que sitúan a esta obra en el campo del ensayo y a la vez
en el del testimonio, un
cruce inteligente, profundo y ameno donde se funde el entorno cultural, el
contexto asimilado a lo largo de décadas de observación y reflexión, y
lo experimentado por el autor como protagonista de un tiempo y de una
generación. La
construcción del espacio capitalino en nuestra literatura comienza con la
obligada mención del libro Montevideo
o En
efecto, en los dos ensayos que Aínsa dedica a
este tema, Montevideo aparece atravesado literariamente por los más
diversos puntos de vista. Está el Montevideo que fue, centro del país
satisfecho de tiempos ya idos cuando se proclamaba a voz en viento que “como
el Uruguay no hay”, y están también las ruinas de aquel
Montevideo, la ruinificación de Montevideo,
como se afirma en este libro. Está
el Montevideo visto por los viajeros y el que deslumbra generosamente al
emigrante, el Montevideo que desborda al que
llega del interior de nuestro país y el Montevideo nostalgiado
desde el exilio. Está
el Montevideo sacudido por palpitaciones de encuentros y desencuentros: el
“tontovideo”
de Julio Herrera y Reissig, la mirada
despectiva del que idealiza a París y nunca lo conoció, y el Montevideo
de Juan Zorrilla de San Martín que sí fue a París y volvió para
decirnos: “Quiero
mirar a mi Montevideo antes de que este yo transitorio que acaba de
regresar al país, desaparezca sustituido por el yo permanente que ya
siento salir del fondo de mi ser” y tras recorrer las
principales avenidas concluye Zorrilla: “No
hay la menor duda: esto es hermoso, de lo más hermoso, aún para quien
viene de París”. (Ver “Montevideo, después de ver París”,
en Boulevard
Sarandí, Milton Schinca, ed.) Está
el Montevideo que nos enseñaron a conocer los vanguardistas, el que nos
precedió el peruano Juan Parra del Riego con su canto a la máquina y al
deporte, y el que con osadía nos mostraron Alfredo Mario Ferreiro
y Juvenal Ortiz Saralegui en su “canto
de los rascacielos”. Un Montevideo depositario de sueños,
ilusiones y perspectivas inacabadas. Está el Montevideo del centro de la ciudad, “la hermosa fachada de la trastienda empobrecida”, y está la trastienda empobrecida, el otro Montevideo, el de la periferia que eclosiona en Las orillas del mundo, de Andersen Banchero, hasta volvérsenos un espacio cotidiano. Está
el pasado arcádico de las casas – quintas y de las sagas familiares de
María Monserrat y el Montevideo de la decadencia, escenificado por Onetti,
por Martínez Moreno, por José Pedro Díaz en “Partes
de un naufragio” o por Mario Benedetti en sus “Montevideanos”. Está
el Montevideo alegórico que emerge de las novelas de Silvia Larrañaga y
el Montevideo para morir, como confiesa Jorge Arbeleche
siguiendo
el rumbo de los versos de Vallejo: “Me
moriré en Montevideo una siesta de enero, calurosa, cuando el sol se pone
a jugar con las cometas del aire del Buceo.” Como sentencia
el autor de este texto
“Montevideo, ciudad palimpsesto, con estratos múltiples donde el tiempo
y el espacio establecen pasadizos y diálogos cambiantes”. Bastaría
el solo trazado de este ambicioso canon literario sobre nuestra ciudad
capital, canon generoso, de
intención totalizante, para
ponderar con creces esta obra de Fernando Aínsa.
Sin embargo, es necesario ir más allá. El libro, este libro, adquiere
plena unidad cuando comprendemos que todos sus ensayos dialogan y se
interpelan entre sí de tal modo que cada uno se completa con los demás.
Cuando comprendemos que una vez diseñados, delimitados y reconstruidos
espacios simbólicos como el de Montevideo, resulta necesario imbricarlos
en el contexto que los hizo posible, en el imaginario social que los forjó.
Por
eso, en los últimos dos trabajos de este libro, se amplía la mirada al
país entero y a dos espacios temporales, a dos tramos de la historia y el
pensamiento que moldearon nuestra identidad y nuestra vida diaria. En
primer lugar, los años treinta, los que marcan el principio del fin de “un
país culturalmente abierto al mundo que hasta ese momento había vivido
con orgulloso optimismo su carácter excepcional” con
respecto al resto de América, el Uruguay del fin del Estado benefactor batllista
que desembocará en el golpe de estado de Gabriel Terra,
momento clave en nuestra historia cuando, de acuerdo con Aínsa,
“se
detiene la expansión y se anuncian los primeros signos de involución y
deterioro”, una era de “cuestionamiento
a certezas adquiridas”, el arranque de la lenta agonía del “período
feliz”. Se
asiste a los fastos del Centenario, a la galería de monumentos y
edificios que subrayan la conmemoración, al Montevideo empeñado en ser
un “lujoso
biombo para ocultar al resto del Uruguay”. Es el momento de
la ilusión y el comienzo del desengaño, del
cultivo de la apariencia y del desmentido
de la inapelable realidad: “Sobre
la ciudad extendida en forma desordenada”, acota el autor de
manera contundente, “sobrevuela
esa sensación de resaca de una fiesta que terminó mal, tras tanto
derroche y desperdicio, cuando tenía casi todo para haber sido realmente
lo que soñó ser.” Es
la oportunidad también para revisitar a la generación del Centenario en
una mirada vindicatoria que intenta poner en tela de juicio la “lapidaria
condena” que sobre esa generación pesa a partir de los críticos
del 45 y advertir la variada polifonía que a partir de ese momento se
instaura en el imaginario nacional. Pero
el mayor desafío está presente hacia el final del libro y lo constituyen
los años sesenta, aquellos años tan fascinantes como terribles, tan
cercanos como polémicos, años que al autor le exigen la difícil tarea
de “ser
historiador de su tiempo”. “Curiosa
experiencia”, escribe Fernando Aínsa,
“tratar
de investigar los propios recuerdos, de objetivar la subjetividad”.
“Para realizar este trabajo”,
nos cuenta no sin emoción,
“me
sumergí en mi hemeroteca personal situada en una casa de campo perdida en
la provincia de Teruel, la más despoblada, pobre y árida de España.
Colecciones de distintos semanarios, números sueltos de Marcha, recortes
periodísticos, revistas, olvidados folletos y libros de tapas
amarillentas, amontonados en esa casa del pueblo de Oliete,
fueron releídos una vez más en el silencio y la soledad”. Sin
dudar se sitúa el autor entre los más jóvenes escritores de aquellos años,
los llamados “nuevos” para Emir Rodríguez Monegal o los “legatarios
de una demolición”, según Carlos Real de Azúa,
los que preferían llamarse a sí mismos “generación de los sesenta”
aunque Ángel Rama insistiera en tildarlos solo como una promoción,
aquellos jóvenes a los que caracteriza “munidos
de un sólido bagaje intelectual, formados en la mejor tradición europea
y norteamericana” a los que les tocó descubrir a un mismo
tiempo “la
eclosión de la literatura latinoamericana” y los, a esa
altura, claros “indicios
del deterioro del sistema en el que habían crecido”. Jóvenes
que vivían, no sin conflictos, no sin tensiones, una amplia apertura en
el plano de lo artístico pero que a la vez, como intelectuales
comprometidos con su tiempo,
optaban por cambios que creían inexorables a escala de un Tercer Mundo
con el que se identificaban conceptualmente. Y se subraya esa voluntad
binaria, esa decisión dual como el signo que los rige y los sitúa a
medio camino entre un Uruguay estable y
autosatisfecho que ya dejaba de ser y una crisis que día a día se volvía
más evidente; a medio camino entre el experimentalismo literario y lo que
Aínsa prefiere llamar “maximalismo
voluntarista” y principismo político. Pero
no se trata de hablar solo de los más jóvenes de aquel entonces. Existe
en el libro la conciencia de que en ese espacio de tiempo se coexistía
con la generación anterior, con los maestros del 45, y que aún sobrevivían
algunos nobles y queridos representantes de la generación del Centenario.
Es ese complejo conjunto el que se enfrenta a un contexto inédito, de
riquísimos matices y del que aún somos deudores; a cada uno de ellos le
corresponderá avizorar el tiempo infame que se aproximaba, a cada uno de
ellos les competerá ser “testigos
de la violencia y de la ternura”, como muy bien apunta el
libro en uno de sus subtítulos. Quizá
haya que remontarse a la publicación de Nuevas
fronteras de la narrativa uruguaya (1960 – 1993) libro
que también diera a conocer editorial Trilce,
para fijar el antecedente más inmediato de esta larga labor que se plasma
hoy, con valor de abigarrada síntesis, en este nueva propuesta de
Fernando Aínsa. En fin, se podría continuar aún añadiendo más argumentos. Por ejemplo, se podría decir que se inaugura aquí también el estudio de la narrativa fluvial uruguaya, de la narrativa sobre nuestros ríos, otro abordaje singular, que rompe la ya trillada hasta el cansancio dicotomía entre campo y ciudad. Se podría citar más facetas, más autores y más elementos contextuales que rodean y justifican los espacios de este país celebrados por el arte y la literatura. Sobran las razones. Creo, sin embargo, que lo más útil es pasar ya directamente a apreciar este libro, “Espacios de la memoria. Lugares y paisajes de la cultura uruguaya”, al que considero desde ya una magnífica e imprescindible contribución a la historia de nuestra cultura y de nuestra identidad. |
Lic. Alfredo Alzugarat
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