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Nueva biografía de Stefan Zweig
 

Entre dos guerras
Alfredo Alzugarat 
alvemasu@adinet.com.uy

 

En el prólogo, Oliver Matuschek deslinda su obra de los varios libros de memorias que, tras la Segunda Guerra Mundial, escribiera Friderike Zweig, donde manipula y altera datos sobre la vida de su esposo, el escritor austríaco Stefan Zweig, callando lo más posible lo relativo a su amante Lotte o dando a entender que solo ella, como primera esposa, tenía autoridad para hablar sobre él. Tomando un título desechado por el escritor para su autobiografía y basándose directamente en la inmensa correspondencia personal y la de sus allegados Matuschek, cuyo solo fin es aproximarse a la verdad, divide su relato de la vida del escritor en tres partes o tres vidas: juventud, madurez y exilio. De este modo, son varios los aspectos de su trayectoria, nuevos o hasta ahora de escaso interés, que salen a luz.

CAZADOR DE AUTÓGRAFOS. Ahora sabemos que descubrir los secretos de la creación, lo que hay detrás de cada libro bien escrito, fue una de las pasiones más constantes de Zweigy que para él la escritura comenzó no más que como una afición. Coleccionar autógrafos fue una actividad que surgió unida a su voluntad de conocer a otros escritores, luego acrecentada por la popularidad que pronto fue adquiriendo. “He conocido al doctor Stefan Zweig, un joven escritor muy simpático y listo”, anotó en su diario Arthur Schnitzler, “me pidió manuscritos y se enojó mucho porque en fecha reciente he quemado varios”. Conocer a Herman Hesse, por ejemplo, fue igual a hacerse con el manuscrito del Heumond.

Esa era su práctica: intimar y pedir que le obsequiaran originales, aunque no dudaba en comprar, incluso a elevados precios,“perlas” como un folio doble de la segunda parte del Fausto de Goethe. Hijo de industriales judíos de Viena, la fama de que gozó desde sus primeras obras y el dinero, que nunca le faltó, hicieron posible que a lo largo de su vida acumulara un caudal enorme de manuscritos e incluso de objetos de otros escritores, entre ellos, lo más preciado, el escritorio de Ludwig van Beethoven. La colección pareció por momentos desbordarlo. Junto a poemas de Baudelaire reposaban cantatas de Chopin y de Schubert o un discurso de Robespierre. En 1933, secretamente, solo por sentirse poderoso, adquirió el manuscrito de un discurso de Hitler.

Entre sus amigos, además de Schnitzler y Hesse, se hallaron Rilke, Wedekind, Freud, Gorki, Einstein. Se carteó con Max Brod quien le habló de un tal Franz Kafka, un “verdadero maestro de la prosa totalmente desconocido”. Curiosamente, Zweig nunca llegó a conocerlo. Su mayor amistad fue con Romain Rolland, a quien admiraba por Juan Cristóbal. Sobre Zweig dijo el escritor galo en el prólogo para la edición francesa de Amok: “Acumula autógrafos en su pasión por descubrir el secreto de los grandes hombres, de las grandes pasiones y las grandes creaciones, todo aquello que ocultan al público, lo que no han divulgado. Él es el descarado y a la vez piadoso amante del genio, cuyo misterio viola pero solo para amarlo más profundamente…”

Dista solo un paso,aunque Matuschek nunca se anime a admitirlo con claridad, entreese deleite por la obra en ciernes o en proceso, esa admiración por el impulso genial, y la creación literaria de Zweig. Más allá de su teatro, de su olvidada poesía, de sus relatos de ficción, fueron sus ensayos biográficos los que más perdurarían entre sus libros. Escribió sobre personajes célebres de la historia como María Antonieta, Fouché, Magallanes o Calvino, pero sobre todo trató de perseguir y descifrar los laberintos ocultos del genio en Stendhal, Tolstoi, Dickens, Erasmo, Casanova, Dostoievski, Balzac. Dice Matuschek: “A Zweig no le bastaba la hipótesis de Taine de que todas las decisiones del hombre están determinadas por la herencia, el entorno social y la situación histórica; él defendía que debía concebirse a la persona en forma individual y que había que penetrar de manera bastante más profunda en su psicología para explicar sus actos (…) siempre intentaba analizar minuciosamente el carácter de una persona antes de abordar el relato de su vida.” Momentos estelares de la humanidad, su más recordada obra, no era ajena a esto, pero es en el caso del inconcluso estudio sobre la vida de Balzac que más claro queda el rol que jugaban los manuscritos en su escritura. Zweig no solo investigaba y se informaba sino que se “documentaba” en el sentido literal de la palabra, haciéndose de manuscritos originales y estudiando sus correcciones, sus tachaduras, sus notas al margen. Era una “materia prima” a la que tenía en gran aprecio. Hacia el último momento de su vida, cuando el cataclismo nazi lo expulsó de Europa y debió desprenderse de la mayoría de sus tesoros, guardó para sí los manuscritos que poseía de Balzac y las pruebas de imprenta de Une ténébreuse affaire. Le resultaban imprescindibles para completar esa biografía del escritor francés que anheló toda su vida y que nunca concretó a cabalidad.

“PELUQUERO DE HÉROES”. Aunque en su juventud conoció a Theodor Herzl, “el padre del sionismo”, Zweig nunca se plegó a sus ideas. Para él, los judíos, sin dejar de serlo, debían destacarse dentro de la cultura en la que habían elegido vivir. Amaba a Austria, a Viena, y se sentía un judío alemán. Fue por eso que al comienzo de la Primera Guerra Mundial se presentó como voluntario en el Departamento de Prensa del Ministerio de Guerra. Tras una brevísima instrucción militar, se lo destinó, junto a otros, a recopilar información sobre soldados a los que estaba previsto otorgarle  condecoraciones especiales. El “grupo literario” de los archivos del Ministerio, que integraba, tenía por misión “embellecer” la vida de los nominados, exaltar y ponderar su valor y sus hazañas a fin de sustentarles de una sólida base de respaldo que no dejara dudas sobre la distinción que iban a recibir. Lo que hoy se diría “maquillar la información” era en aquel entonces la tarea que correspondía a los “peluqueros de héroes”, que así se les llamaba. Eran como bardos medievales en el siglo XX,burócratas de la épica.

La labor no podía ser nada grata a Zweig. La realizaba sin creer en ella, consciente de la falsedad del asunto. Debía resultarle una humillación y una ironía al recordar su preocupación y su búsqueda de la verdad cada vez que encaraba la vida de una celebridad. En comparación con lo suyo, esto era una banalización de su vocación de biógrafo. En otro orden, el horario era abrumador: 9 a 15 horas diarias. Supo, sin embargo, aprovechar las circunstancias.

Intentó revertir la situación pensando en un drama pacifista. Se centraría en la historia del profeta bíblico Jeremías y en la destrucción del templo de Jerusalén, un argumento que le pareció muy oportuno para los acontecimientos que conmovían al mundo y para su situación personal. Por esos días, julio de 1915, toma contacto directo con la realidad de la guerra. Escribe en su diario personal sobre el tren que conduce a los soldados de Viena a Cracovia: “Qué desamparados están los valientes muchachos sin habla, se hallan ahí, de pie, como dóciles animales que se preparan para que los metan en el corral”. O escribe sobre los pueblos a los lados de la vía: “Aquí la gente está muy asustada por el horror, han huido o viven en alojamientos miserables.” En efecto, el horror avanzaba y en el Departamento de Prensa del Ministerio de Guerra cada vez eran más los llamados a combatir en el frente. Para peor, su venerado poeta belga Émile Verhaeren, con quien se escribía a menudo y del que con admiración había traducido y publicado una antología que permitió hacerlo conocer en lengua alemana, ahora se manifestaba

contra el “sadismo germano” y atacaba a todos por igual. La decepción de Zweig era inaudita. Hasta ese momento había creído ingenuamente que los grandes intelectuales estaban por encima de los conflictos mundanos. Le escribe a RomainRolland, todavía uno de los pocos franceses al que en ese momento podía dirigirse: “Hasta hoy no he sido del todo consciente de la espantosa devastación que la guerra ha ocasionado tanto en los hombres como en los espíritus de mi mundo: igual que un fugitivo, debo huir desnudo, sin recursos, de la casa en llamas de mi vida interior, adónde, lo ignoro.”

Acosado por las aflicciones culminó su drama Jeremías. Era el año 1917. El teatro de Zurich estaba dispuesto a representarlo. Solicitó entonces una dispensa de servicio para servir ala propaganda austríaca en Suiza. El Ministerio de Exteriores la aprobó. El 13 de noviembreZweig y su esposa Friderike, abandonaron Austria acordando volver a Viena en dos meses. Jeremías se convirtió primero en un éxito de ventas y llevada al escenario su triunfo fue mayor. “La historia del profeta que advierte de la inminente guerra y que debe recibir por ello escarnio, sorna y rechazo, hasta que su pueblo tiene finalmente ante sus ojos aquellos espantosos hechos”, como se afirmaba en la contratapa, cautivó al público. Los periódicos la colmaron de alabanzas. Aún más importante: en su interior, el “peluquero de héroes”se había redimido.No volvió a Viena hasta después de acabada la contienda.

EL EXILIO SIN FIN. El tren austríaco que llevó a Zweig de retorno a Viena era muy diferente del tren suizo en el que se había marchado: los cristales estaban rotos, cualquier trozo de cuero que pudiera haber en los vagones ya había sido arrancado hacía tiempo para arreglar zapatos o ropas. Volvían con él soldados desharrapados. Era difícil pensar que el infierno había quedado atrás.

En 1919 se instaló en las afueras montañosas de Salzburgo, enKapuzinerberg, un castillo rodeado de jardines, un sitio soñado. Es allí donde vive su madurez y su apogeo. Por primera vez estabiliza su vida, distancia en el tiempo los viajes y se acostumbra a la vida familiar. A pesar de la cada vez más confusa situación de Alemania y de Austria, a pesar de sus reiterados amoríos y de los vaivenes de su desbordante personalidad, Zweig disfrutó del lugar por espacio de muchos años, en concreto, hasta el 18 de febrero de 1934. Ese día, cuatro policías vestidos de civil llamaron a la puerta y le comunicaron que tenían orden de registrar la casa y que debía entregar de inmediato todas las armas de la Alianza para la Defensa de la República que tuviese escondidas. Los hombres dieron vueltas por espacio de media hora por pura formalidad y se fueron. La advertencia estaba hecha y Zweig la entendió muy bien. La acusación era ridícula en alguien que siempre había estado al margen de toda vida política y que no poseía ningún vínculo con los socialdemócratas de la Alianza. Se instala entonces en Londres y abandona para siempre Salzburgo, su dorado castillo y la vida familiar.

No fue el primero en exiliarse. Otros se le habían adelantado varios meses. Klaus Mann, el hijo de Thomas, planeaba incluso una revista del exilio, de marcada línea política, Die Sammlung, y pedía su colaboración. Zweig rechazó cordialmente la invitación al igual que lo hicieron Alfred Döblin y el propio Thomas Mann. Lo entusiasmaba por entonces un proyecto que habla de otra faceta poco explorada de su obra: el teatro musical. Aspiraba a ser el sucesor de Hofmannsthal, el nuevo libretista de las óperas de Richard Strauss, quien desde 1933 era presidente de la Cámara de Música del Reich. La dama silenciosa fue la primera (y única) obra. Fue estrenada en junio de 1935 en Dresde en medio de agitadas discusiones de si en los carteles y programas podía figurar el nombre de un escritor judío. Fue un gran éxito y se admitió que en no poca medida eso se debía al libreto, según Richard Strauss, el mejor desde Las bodas de Fígaro. La euforia terminó pronto. Tras la tercera representación la ópera fue prohibida en todo el territorio del Reich y Strauss obligado a renunciar a su cargo. Zweig donó oficialmente el importe de sus derechos de autor a una organización judía extranjera.

Aunque su fama y su siempre impecable apariencia nuncase acomodarona las necesidades económicas y a la desesperación de la mayoría de los refugiados, sucomportamientosiempre fue de franca generosidad. Ayudó monetariamente a todos los que estuvo a su alcance. Es proverbial su carta a Mussolini pidiendo, y finalmente obteniendo, la liberación de un preso político. Su abandono de los sitios más queridos significó para él, sin embargo, una honda depresión que nunca pudo superar. Aunque siguió publicando debió deshacerse de la mayor parte de su colección de manuscritos. Los malvendió a marchands poco escrupulosos, algunos incluso desaparecieron.  Sólo debió significarle un alivio la separación de Friderike y la compañía de la joven judía inglesa Elisabet Charlotte Altmann, Lotte, hasta ayer su secretaria y luego su amante y segunda esposa. Pero le dolían en el alma las noticias provenientes de Europa. En mayo de 1940, ante la inminente caída de París, escribe en su Diario: “Nosotros, los que vivimos en y con las ideas antiguas, estamos perdidos; yo ya tengo preparado cierto frasquito.”

Su llegada a Sudamérica fue apoteótica. Tras recorrer brevemente Argentina y Uruguay arribó por primera vez a Brasil el 20 de agosto de 1936. Dice Matuschek: “Él era, sin discusión, el autor europeo más leído en aquel continente y eso le depararía un recibimiento que no distaba mucho del que se le habría hecho a un jefe de Estado.” Río de Janeiro le fascinó como la más hermosa ciudad del mundo y no tardó en concebir su último libro, Brasil, país del futuro. Sus vaivenes anímicos, sin embargo, no cesaban.

La biografía indaga empeñosamente las causas que arrojaron a Zweig al suicidio y aunque nada hay concreto, la atmósfera de horror que estaba viviendo era razón más que suficiente. No podía soportar los sucesos, la suerte de un mundo que le había pertenecido y que ahora se desplomaba sin piedad. Su fin coincidió con el auge del Tercer Reich. Preparó su muerte con mucha antelación, escribió cartas despidiéndose, dispuso de sus últimos bienes. Lotte también escribió las que serían sus últimas cartas. Según todos los indicios, ella ingirió el veneno tiempo después que Stefan, pues su cuerpo estaba aún caliente cuando hallaron a ambos en el mismo lecho la mañana del 23 de febrero de 1942.

LAS TRES VIDAS DE STEFAN ZWEIG, de Oliver Matuschek. Barcelona, Papel de liar, 2009 (Distribución, 2013). 428 págs.

Alfredo Alzugarat
alvemasu@adinet.com.uy

Publicado, originalmente, en El País Cultural

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