"El pan y el aire"

Bibliotecas de presos políticos en Uruguay (1968-1985)
por Alfredo Alzugarat

Departamento de Investigaciones Biblioteca Nacional de Uruguay 

alfredo.alzugarat@gmail.com 
alvemasu@adinet.com.uy 

Resumen

La intención original de crear una biblioteca válida para una escuela de cuadros en las cárceles de presos políticos en Uruguay halló pleno éxito en Punta Carretas. La censura y quema de libros la destruyó en Punta de Rieles donde se impuso un listado de lecturas por las autoridades. La resistencia creó lectura propia. En el Penal de Libertad se creó una biblioteca alternativa que contribuyó a la formación de miles de presos.

Palabras claves: Cárcel - escuela de cuadros - quema de libros - lectura.

Key words: Prision - cadre school - book burning- reading.

Una biblioteca de presos políticos tiene como uno de sus destinos principales servir de soporte a la formación ideológica y moral de sus usuarios. En otras palabras, la biblioteca de una cárcel de presos políticos debe ir unida al concepto de escuela de cuadros, esa institución imprescindible en toda organización política pero a veces difícilmente posible, por no decir riesgosa o inviable en los avatares de la militancia clandestina. La formación de grupos de estudio, la lectura sistemática de materiales básicos para ampliar el horizonte de conocimientos y la adquisición de herramientas de análisis y de reflexión, significan un notable aprovechamiento del tiempo de reclusión que apunta a la optimización de la labor militante futura a la vez que echa por tierra las premisas de los carceleros. La necesidad de libros que contribuyan a esa función es algo presente desde el primer momento en la historia de las cárceles de presos políticos. “La petición de libros constituía para los moncadistas una preocupación constante”—señala Mario Mencia en su obra La prisión fecunda, en la que detalla la reclusión de los asaltantes cubanos al cuartel de Moncada comandados por Fidel Castro Ruz en julio de 1953. “Guido García Inclán, que los visitó varias veces, nos ha relatado que cuando les preguntaba qué querían que les mandaran, Fidel siempre respondía: ‘libros, libros, y acuérdate de los de Martí’... Era lo único que pedían” (Mencia 18). Así formaron “una escuela con el nombre de un compañero muerto, llamada Academia Ideológica ‘Abel Santamaría’ y una biblioteca con el nombre de ‘Raúl Gómez’, hermano muerto. Esta biblioteca está compuesta con más de 600 libros enviados por grandes amigos, políticos y profesores universitarios” que versan sobre filosofía, historia universal, economía política, matemáticas, geografía, idiomas (Mencia 16).

De modo parecido, la escuela de cuadros debió ser uno de los objetivos, quizá el más importante, cuando se inició la demanda de libros para la creación en 1973, en Uruguay, de una biblioteca en el Penal de Libertad (Establecimiento Militar de Reclusión N.° 1, EMR1), una cárcel concebida como de alta seguridad, exclusiva para presos políticos varones, situada en zona rural, en las proximidades de la ciudad de Libertad, que le presta su nombre[1]. Se buscaba, de esa manera, una continuidad con la experiencia del Penal de Punta Carretas, antigua cárcel montevideana, donde desde 1968 habían sido alojados numerosos guerrilleros. No fue el único, por supuesto. La lectura recreativa y la formación cultural y técnica fueron objetivos presentes, aunque quizá en menor medida, también desde el inicio.

En la recién inaugurada cárcel de Libertad se les otorgó a los presos la posibilidad de organizar numerosos espacios o servicios de mantenimiento (cocina, panadería, limpieza, huerta, talleres, etc.) así como conformar, en un principio bastante libremente, una biblioteca. El hecho de que la prisión fuera creada para un gran número de presos (950 en el celdario de cinco pisos más otros 300 distribuidos en cinco barracas) y pensada para una larga estadía (duró como tal 13 años, aunque algunos presos tenían sentencias de hasta 45 años de condena) fueron factores decisivos a la hora de la demanda de libros. La biblioteca no fue impuesta desde arriba, nunca integró un plan de lectura trazado por la dictadura. Muy por el contrario —y es esta una de sus principales virtudes— fue creada desde abajo, por los propios usuarios, funcional a una cárcel exclusiva de presos políticos. El nivel intelectual de estos, con un alto número de estudiantes y profesionales en sus filas, le otorgó un mayor significado.

Se sabe que una vez recibida la autorización, en poco tiempo ingresó una verdadera avalancha de libros. El testimonio de Roberto Meyer[2], aunque citado en otras oportunidades, no deja de ser ilustrativo al respecto:

Trabajé en la Biblioteca Central en su época de esplendor, cuando empezó a llenarse con un caudal fabuloso de libros que habría llegado a doce mil títulos y entraba de todo. Llegamos a ser no menos de diez que trabajábamos, creo, en tres turnos. La gloria para mí era tener la primicia de los libros que entraban, flamantes o viejos, a menudo joyas que no he vuelto a ver... Puedo dar fe, a través de ese enorme, variadísimo material, que los presos políticos uruguayos, a través de esos envíos de los familiares, representábamos un microcosmos de impresionante vastedad y riqueza cultural. Entraba lo previsible y los bestsellers del momento pero también lo más interesante o lo más raro e insólito, tesoros de colección, las joyas de la abuela. (Alzugarat 2007 21)

El Penal de Libertad fue puesto en funcionamiento nueve meses antes del golpe de estado del 27 de junio de 1973, momento en que las Fuerzas Armadas dieron un paso crucial en su vertiginosa escalada hacia el poder. Fue un período clave para las contradicciones entre los militares, contradicciones que pugnaban por una urgente resolución. La dirección del Penal estaba representada por integrantes de las tres fuerzas (Ejército, Armada y Fuerza Aérea) y durante esa etapa convivieron distintos proyectos de cárcel. Eso explica la casi ausencia de censura, entonces limitada exclusivamente a libros de táctica y estrategia militar. En ese decisivo primer momento, la biblioteca como soporte de una escuela de cuadros, como plataforma gráfica para la formación del militante, aparecía perfectamente como posible[3].

Los propios presos debieron clasificar los libros en función de los distintos objetivos. Se instauró una Biblioteca Central que, de varios estantes adosados a una pared en una celda para cuatro reclusos pasó posteriormente a una sala de grandes dimensiones. Los libros se solicitaban anotando preferencias en una tarjeta individual y se entregaban en la celda, dos por recluso, quincenal o semanalmente. Paralelamente se crearon bibliotecas locales en cada piso como una medida de precaución en caso de que fuera suspendido, por diversas razones, el suministro de la Biblioteca Central. Mientras los libros de interés general fueron enviados a la Biblioteca Central, los textos de marxismo, de estudios filosóficos, económicos y políticos (tal vez “lo previsible” según Meyer), se consideraron mejor protegidos y más accesibles en las llamadas “bibliotecas de planchada”. Mientras los primeros comenzaron a ser ordenados y registrados en un Catálogo de invención artesanal y de uso imprescindible, los otros permanecieron, en su mayoría, bajo la custodia de compañeros de confianza y entendidos en la materia. “La historia de los libros marxistas pasaba de algún modo un poco por allí [por la Biblioteca Central] pero tenía su verdadera épica en el trasiego clandestino por las planchadas”, apunta Meyer (Alzugarat 2007 22).

Hablar de la Biblioteca del Penal de Libertad es entonces hablar de un sistema bibliotecario, cuya complejidad y complementariedad otorgaba a sus usuarios tranquilidad y eficacia en la circulación de libros. Su “época de esplendor” cubrió con intensidad los nueve meses iniciales y se extendió por casi un año más, hasta el 10 de mayo de 1974, fecha en que asumió el mando del celdario el mayor Arquímedes Maciel, quien instaló el proyecto de cárcel de los golpistas —proyecto que prevaleció hasta el fin de la dictadura— y decretó el primer cierre temporal de la Biblioteca. A partir de ese momento la censura y posterior quema de libros imperaron hasta alcanzar proporciones inauditas e inverosímiles.

Los libros de los filósofos y políticos de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX fueron la base de la pira. Carlos Marx y Federico Engels, Lenin, León Trotski y Rosa Luxemburgo eran candidatos clásicos y cantados a la hoguera, como lo hubieran sido en Berlín en el 39. Pero, para desquicio de los censores, con la modernidad su descendencia se había multiplicado, desparramándose por el mundo, y ya no alcanzaba con quemar europeos. Ahora había que detectar libros chinos, argelinos, vietnamitas, cubanos. Ho Chi Min y Castro, Guevara y Franz Fanon, Mao [...] todos marcharon a la pira. Siguieron la misma suerte las revistas y folletos vinculados a países del bloque socialista, o los cuentos o novelas que contaran historias de alguna revolución o de algún proceso de independencia. (Phillipps-Tréby-Tiscornia 144-146)

Se calcula que por esas fechas fueron incinerados entre cuatro y diez mil libros, según distintas fuentes. Algunos de ellos ya habían sido copiados en escritura pequeñísima, en hojillas de papel de fumar, y ocultos en los más diversos escondrijos con destino a una lectura clandestina cuya consecuencia era la posterior difusión y discusión oral. Las patas tubulares de las cuchetas, los recovecos interiores de los retretes, fueron los escondites más frecuentes, algunos de los cuales burlaron durante años la búsqueda incesante que se efectuaba a través de requisas de celdas. Se fue construyendo así:

una pequeña biblioteca clandestina, una biblioteca de hormigas... Unos pocos libros, con seguro destino de horno, fueron comprimidos al tamaño más pequeño posible... Si uno tiene paciencia puede incluso plegar las pequeñas hojillas, envolverlas con nylon, fundir las puntas del envoltorio hasta que quede hermético, y luego guardar la pastilla resultante en un balde con agua y ropa sucia, en su boca, en un zócalo, en decenas de lugares donde no se podría esconder un libro común... (Phillipps-Tréby-Tiscornia 144-146)

La tenaz práctica de copia prolija y paciente, que evoca la labor de escribas de antiquísimos reinados o de monjes de conventos medievales, el estudio en la soledad de las celdas, la difusión e intercambio en los recreos y en algunos espacios de trabajo, tenía su antecedente en cárceles anteriores.

Punta Carretas. Inaugurada en 1915, ubicada en una zona residencial de Montevideo, la Penitenciaría de Punta Carretas fue famosa por una fuga de anarquistas en la década de 1930 y por dos fugas de tupamaros, en setiembre de 1971 y abril de 1972 respectivamente. Su período como cárcel política se extendió desde el arribo de los primeros guerrilleros detenidos (1968 o 1969) hasta varios años después de la fundación del Penal de Libertad. Sujeta a las ordenanzas y leyes civiles, la cárcel de Punta Carretas permitió a los presos políticos una comunicación fluida entre sí y con el exterior, lo que creó condiciones para una eficaz utilización en beneficio de sus intereses como escuela de cuadros y aun como dirección de operaciones en el exterior. Esto último es claro en el testimonio que brinda David Cámpora, entonces miembro de la dirección del MLN-T[4]: “En Punta Carretas estuve solo seis meses, que resultaron novedosos para un primario. Estábamos tupidos de trabajo concreto”, me dijo, refiriéndose a su participación durante ese tiempo en el análisis y orientación de numerosos planes y acciones de la guerrilla.

“Nunca tuve tiempo siquiera para pensar en leer o de preocuparme activamente por la colección de libros (no digamos biblioteca). No recuerdo ni quién guardaba los libros, ni quién los ofrecía y repartía”, me aseguró. Sin embargo, Cámpora afirma haber estado “muy entretenido con los cursos de historia, de política, de estrategia y de marxismo”. Mención especial en ese “entretenimiento” le mereció la tarea de redacción de “un brevísimo y legítimo curso de marxismo, que pudiera ser comprendido e incorporado por los compañeros presos, entre los que se contaban numerosos ‘peludos[5], muchos de ellos semialfabetos”. Para la realización de ese curso, Cámpora y otros estudiaron muchísimos libros en condiciones full time y, después de leer manuales soviéticos y cubanos decidieron ir a los escritos originales de Marx, Engels, Lenin y Mao incluyendo como novedad la obra de Ernest Mandel. El producto fue un cursillo de 250 páginas para lectura colectiva en las celdas, cuyo uso se extendió algunos años después al exilio, siempre con óptimos resultados. La confección de fichas de análisis de libros técnicos sobre economía, ganadería, industria y trabajo en Uruguay, con miras a la realización de probables planes de gobierno, fue otra de las tareas que Cámpora tuvo a su alcance. En sus recuerdos Cámpora separa los libros de una biblioteca común, de los que al parecer nada supo y, según sus palabras, ni tiempo tuvo de saberlo, de aquellos que debió leer y estudiar intensamente para elaborar cursos y programas propios de una escuela de cuadros.

La censura: este ejemplar de Chéjov fue rechazado por las autoridades carcelarias; los padres del autor de este artículo lo guardaron y hoy es un testimonio de la arbitrariedad de las prohibiciones.

No fueron muy distintas las vivencias de otros militantes. En todo caso, las variaciones fueron las propias de una cárcel donde las penas a cumplir eran relativamente cortas y el relevo de presos, permanente. En ese sentido hubo distintas etapas, pautadas por el ritmo de los sucesos a nivel nacional. Para Miguel Ángel Olivera[6], que estuvo confinado allí hacia 1970:

lo central en Punta Carretas era la militancia “viva”, “física”, concreta, en la cual el libro tenía su lugar claro y obvio pero el “hacer” era lo central... Vivíamos al día con la información y los acontecimientos; los libros contribuían a la formación político-ideológica y, en menor grado al entretenimiento [...] No había mucho tiempo para “entretenerse”: todo el tiempo estaba ocupado en cursos, discusiones, etc. [...] Había una lista de libros de “lectura obligatoria” que incluía todos los clásicos marxistas y afines de todos los procesos revolucionarios mundiales; los ejemplares estaban al alcance nuestro, bien guardados pero enteros, sin necesidad de microescribirlos, solo microescribíamos nuestros propios documentos, tesis, propuestas de línea o de planes de acción, discusiones internas o polémicas orgánicas con el afuera. [...] Había hasta paquetes enormes de boletines Xinhua de los chinos[7], y de revistas políticas que circulaban de celda en celda, atados con piola y no eran requisados [...]. Circulaban también varias “revistas” internas de un solo ejemplar (Recortes, Capucha Verde, Línea Bestia, etc.) que hacían los compañeros. Se estaba terminando Actas Tupamaras[8].  y se estaba redactando otro libro, La violencia, partera de la Historia, con una síntesis de las revoluciones sociales del siglo XX. Era para publicar y hacer finanzas legales. Se concretó la grabación de un disco con cuatro canciones artiguistas, se hizo el grabado en papel para la carátula del libro de Sarandy Cabrera Poeta pistola en mano, yo terminé mi libro Canto sin rejas, etc.

Lo que cuenta aún hoy de manera entusiasta Olivera, corresponde a la “edad de oro” de Punta Carretas: un despliegue a pleno de la escuela de cuadros, con una bibliografía ilimitada y el libro al servicio de la praxis político-ideológica; ausencia absoluta de censura o de cualquier otro tipo de limitaciones; producción de escritos de interpretación y contribución a la formación ideológica y producción paralela de textos literarios y de crónicas guerrilleras (Actas tupamaras) con destino a recabar finanzas. “La escuela de cuadros no es un local, pero cada local debe tender a ser una escuela de cuadros. El Penal es un local más grande y con más compañeros, hagamos entonces de esta cárcel una gran escuela de cuadros...”, se recuerda que dijo alguna vez en ese recinto un dirigente histórico del MLN. Sus palabras, que bien pudieron haber sido el punto de partida de esta historia, parecían cumplirse al pie de la letra.

A pesar de la masiva fuga de 111 tupamaros en setiembre de 1971, dos meses después, cuando llegó a Punta Carretas Juan Baladán Gadea[9], la situación aún permanecía incambiada: “Había toda clase de ensayos de economía, política, sociología y algunos de filosofía. De historia nacional estaban los mejores libros que circulaban en Uruguay en aquel tiempo”, recuerda. Además de los infaltables clásicos marxistas, entre los libros más leídos figuraba Las venas abiertas de América latina, de Eduardo Galeano. Según Baladán:

la mayoría de los compañeros eran jóvenes que habían abandonado los estudios para dedicarse a la lucha clandestina, por este motivo la dirección interna propuso un plan de educación y fue así que se formaron grupos de estudio. Uno de estos grupos produjo un trabajo muy bueno en el cual se resumía la historia del Uruguay desde la colonia hasta el nacimiento del MLN. Circuló por bastante tiempo y llegó a leerse en Chile en 1973.

El Penal de Punta Carretas, desde décadas atrás, poseía una extensa biblioteca. Sin embargo, por razones de seguridad, los presos políticos no tenían acceso a ella. Hubo pues que, según Baladán, formar una “biblioteca” de alternativa, más bien una colección de obras literarias que incluyó en su mayor parte novelas (casi todas de autores latinoamericanos, actualizada al auge del boom literario) y poesía de Pablo Neruda, Antonio Machado, Rafael Alberti, Miguel Hernández, Líber Falco, más algunas creaciones de presos como cuadernos de poemas de Miguel Ángel Olivera, Sergio Altesor e Ibero Gutiérrez.

El 14 de abril de 1972 los enfrentamientos armados dejaron un saldo de doce muertos entre guerrilleros, miembros de un escuadrón parapolicial (el autodenominado Escuadrón de la Muerte o Comando Caza Tupamaros) y el Ejército. Fue el comienzo de la derrota para la guerrilla y también el comienzo del fin de las óptimas condiciones carcelarias que hemos detallado. Cuenta Baladán:

El 15 o 16 de abril, no recuerdo bien, más o menos a las siete de la mañana el Ejército ocupó el Penal y realizó una gran requisa. Se llevaron la mayor parte de los libros de contenido político, de filosofía y sociología. Y lo que fue peor, se llevaron la mayor parte de los manuscritos. Se salvaron los Documentos del MLN, copiados en micro escritura, y curiosamente un ejemplar de El capital de Marx que yo tenía en mi celda. Se salvó porque le había cosido los dos tomos en uno y le cambié las tapas, le hice nuevas cambiándole el título: Carlos Márquez — EL CAPITOLIO — Novela romántica — Editorial Sudamericana. En la carátula interna debajo del título lucía una foto de una muchacha en bikini[10].

A partir de ese momento lo normal fue la creación y cuidado de una “biblioteca oculta” que permitió continuar, a duras penas, la labor de la escuela de cuadros. El ingenio se aguzó al máximo y la experiencia de la clandestinidad aseguró, aunque de manera precaria, la permanencia de esa universidad de la retaguardia donde los libros cumplían un papel tan decisivo.

De los documentos del MLN se hicieron tres copias de cada uno, siempre en micro escritura, y de cada uno fue ‘enterrada’ una copia en las paredes de las celdas. Más adelante se decidió fragmentar cada documento en varias “pastillas” para que se pudieran tragar más fácilmente en el caso de una requisa sorpresiva. En abril de 1974 el Ejército ocupó de nuevo el Penal y realizó una requisa pesadísima, [... ] la revisación fue minuciosa y humillante, en las celdas rompieron prácticamente todo y hasta cortaron las cuerdas a las pocas guitarras que teníamos buscando documentos; pero no cayó nada de importancia. El sistema había funcionado.

Concluye Baladán, convencido de haber sido partícipe de una mínima victoria entre tantas adversidades, al salvar unos pocos libros útiles de una impiadosa destrucción.

Coinciden con las de Baladán las opiniones de Nelson Santana[11] y Sergio Altesor[12], que pasaron por Punta Carretas en el mismo período. Mientras Santana recuerda haber leído libros de estrategas militares como Von Clausewitz o Georgios Grivas, Altesor me aseguró que hacia 1972:

la biblioteca ya era, como institución u organización, algo semiclandestino. La lista y la circulación de libros estaba a cargo de fajineros[13] de confianza y la o las celdas en donde se encontraban los libros era algo compartimentado. Muchos de los libros más perseguidos o comprometedores habían sido transcriptos a hojillas de fumar. Ese trabajo continuó siempre haciéndose y había varios ‘escribas’ que siempre estaban copiando libros con aquellas lapiceras de arquitecto marca Rotring, las de trazo más delgado, por supuesto. Con esos libros se seguían los mismos criterios que para los documentos. Si los libros eran largos no circulaban enteros, sino en partes que se denominaban con un número que venía después del título. Estos libros en hojillas de fumar se entregaban dentro de un ‘estuche’ (la palabra está inspirada en las memorias de Papillon), es decir en un receptáculo apto para ser introducido en el recto.

La mención de Papillon, de Henri Charriere, no es en vano. La historia del célebre prisionero de la Guayana Francesa que protagonizara varias fugas de la Isla del Diablo, gozaba en esos años de enorme popularidad a nivel mundial, al punto que fue llevada al cine en 1973 con las actuaciones estelares de Steve McQueen y Dustin Hoffman. Fue también el primer libro en prohibirse en el Penal de Libertad. Sin embargo, aclara Baladán, “los ‘estuches tipo Papillon’ fueron abandonados casi enseguida porque provocaban mucho rechazo en los compañeros y se volvió a la pastilla ‘clásica’”, refiriéndose con lo último a las pequeñas hojas microescritas que, envueltas en nylon, era posible llevar al interior de la boca y tragar en caso de emergencia.

Era evidente que las condiciones carcelarias habían cambiado en grado sumo pero lo que se vivía por esas fechas era solo un anticipo de lo que iba a suceder en los años próximos. Los criterios de seguridad con respecto a la circulación y lectura de libros, la habilidad artesanal para camuflar a muchos de ellos, la restricción en los horarios y la precariedad de recursos para conservar una bibliografía mínima, pronto se convertiría en desempeños básicos de una experiencia que hallará su mayor expresión en el Penal de Libertad.

Punta de Rieles. Vulnerada la antigua Cárcel de Mujeres por la fuga masiva del 30 de julio de 1971, las Fuerzas Armadas debieron acondicionar un recinto de máxima seguridad para alojar centenares de presas políticas hasta el fin de la dictadura. El elegido para el caso resultó ser el edificio de la cárcel de Punta de Rieles, un antiguo convento jesuita situado en las afueras de Montevideo que venía siendo utilizado como presidio de varones desde 1968. Es desde allí que Sergio Altesor logró enviar fuera su primer poemario: Río testigo (1973), publicado poco después. El destino final, como reclusorio de mujeres, se produciría a comienzos de 1973 cuando surge el EMR2 (Establecimiento Militar de Reclusión N.° 2)[14].

De enero del 73 a junio es una etapa que podríamos llamar “light”. Si bien estábamos incomunicadas entre los sectores esto no era absoluto ya que teníamos una quinta y un taller donde nos encontrábamos presas de diferentes sectores... Libros teníamos de todos los colores y también algunos clandestinos escritos en hojillas de fumar que habían dejado los compañeros de regalo cuando los trasladaron para Libertad. [recuerda Lía Maciel[15]]

Sus palabras trazan un puente entre el período masculino y el femenino de la cárcel política de Punta de Rieles.

En Punta de Rieles “había una biblioteca en donde estaban centralizados los libros. Tenías que hacer el pedido semanal. Había un catálogo y pedíamos libros y revistas. La colección envejeció porque no entró un libro en años”, testimonia una voz anónima[16] .

Y Ana Valdés recuerda:

Las bibliotecarias de Punta de Rieles éramos Catalina García, que ya murió, y yo. Nos dieron esa tarea porque leíamos todo el tiempo y pedíamos libros a los otros sectores (estábamos incomunicadas las unas de las otras). Te hablo del tiempo desde enero del 1973 cuando llegamos al penal hasta el golpe de junio en donde el comandante Orozco, jefe del penal, decidió que teníamos demasiados libros y que muchos eran incorrectos. Llegamos a tener más de mil libros, la mayoría mandados por nuestras familias. Había de todo, desde el Poema Pedagógico de Makarenko hasta Garabombo el Invisible de Manuel Scorza. Además de Proust... Mi primo, que es Pablo Galimberti, el obispo de Salto, me hizo llegar de contrabando un libro escrito por Viktor Frankl desde su experiencia de un campo de concentración alemán, Un hombre en busca de sentido}[17]

“Entre los sectores se iba rotando la prioridad para acceder a los libros. Lo que recuerdo es que todo el mundo se enloquecía por leer a Pichon-Riviere, y se ve que esa lectura marcó porque muchas compañeras después hicieron la carrera de Psicología. La de Pichon-Riviere era una visión de la Psicología Social orientada más hacia la izquierda” (Fúster-Langelán 132), complementa una voz anónima.

El “período de esplendor” fue muy breve en Punta de Rieles. La llegada del comandante Orozco y aún más, la del comandante Barrabino, consolidaron el proyecto de cárcel de la dictadura y fueron el equivalente del rol cumplido por Arquímedes Maciel en el Penal de Libertad. Hasta ese momento:

libros y revistas que llegaban al penal pasaban, por supuesto, por la censura, por ejemplo, El Quijote no entraba porque “le gustaba guerrear mucho”, textuales palabras. Pero cuando había algún período de “apriete”, cuando había algún hecho en el interior y ellos reprimían de forma masiva, lo primero que te retiraban eran los libros. Reducían la entrada de paquetes de comida y también te privaban de la otra comida que era la lectura. Así reducían todo contacto exterior[18].

A partir del golpe de estado, todo se agravó. “En junio, después del golpe, nos hicieron recoger todos los libros y algunos los devolvieron a los familiares y otros los quemaron”, sigue contando A. L. Valdés.

Mi peor recuerdo de la cárcel de Punta de Rieles es ir celda por celda recogiendo los libros, haciendo paquetes de papel de diario y transportarlos al cuarto afuera del perímetro de la cárcel donde estaba la caldera de la calefacción. En esa hoguera se quemaron miles de libros que la dirección del penal consideró peligrosos. Allí se fueron todos los tomos de En busca del tiempo perdido que el poeta Roberto Mascaró me había mandado solidariamente, los primeros libros de Manuel Scorza que Yessie Macchi había recibido de sus padres, las poesías que Marisa Montana nos leía por las noches [amplió Valdés en otra oportunidad] (Alzugarat 2007 28-29).

Otra prisionera, Edda Fabbri[19], cree haber visto y escuchado cómo los libros eran arrojados a patadas de un piso a otro:

Lo de la quema lo recordamos bien, porque vimos cómo los tiraban por la escalera para abajo. La biblioteca era una piecita chica, en el piso de arriba, entre dos sectores, que después se convirtió en calabozo... Bueno, de esa piecita de arriba fue que los sacaron a patadas, a nuestros libros del principio, los que nos habían llevado los familiares, y los vimos y los escuchamos caer por la escalera. Algunas compañeras recuerdan haber visto el humo, después, a lo lejos.

“Esta quema estuvo vinculada a las nuevas autoridades que intervienen el penal y llevan adelante cambios en las políticas internas transformando la cárcel en una máquina de hostigamiento y represión hasta poco antes del fin”, complementa Lía Maciel.

La destrucción de libros en Punta de Rieles fue casi total. Recuerda Fabbri:

Quedaron algunos libros nuestros, náufragos, y con ellos nos revolvíamos. Yo recuerdo una antología de Quevedo, de aquellas grises, de Austral, creo [...] de aquellos con un forro con pintitas, pero ya no tenía el forro. También sobrevivieron dos tomos de la antología de Bordoli, le faltaban páginas, pero algo se leía[20]. Y también había algunos de la colección Premios Nobel, de Aguilar. Cada tomo traía como tres autores y recuerdo que ahí leímos algo de Steinbeck, de Eliot, y no sé qué más. Pasamos mucho tiempo leyendo esos pocos libros que quedaron.

La biblioteca del enemigo. En los meses siguientes al 27 de junio de 1973 dio comienzo en Uruguay un proceso de censura a toda manifestación cultural que se entendiera atentatoria contra el régimen cívico-militar recién instalado. Característica central de esa censura fue la ausencia de criterios únicos que la direccionaran. Carina Blixen ha considerado que, precisamente esa:

indeterminación de los límites de la censura fue un muy eficaz instrumento de dominio... El no saber exactamente qué se puede decir pero saber que hay cosas que no se pueden decir hizo que el miedo se impusiera en la conducta de cada uno. (Blixen 12)

Muchas bibliotecas privadas fueron requisadas. En los allanamientos a librerías y casas particulares cualquier libro podía ser “censurado” y robado en nombre de la Justicia. En mi caso particular nunca pude entender por qué al ser detenido, hurtaron de mi entonces humilde estantería, entre otros, Una excursión a los indios ranqueles, de Lucio Mansilla, y Woyzeck, de Georg Büchner.

Ese aparente reino del absurdo, esa grotesca simulación del caos, lejos de la creencia generalizada, perseguía un objetivo que iba más allá de la mera destrucción. Mientras por un lado se procuraba el vaciamiento de un modelo cultural, por otro, la dictadura sentaba las bases de una historia oficial e intentaba construir su propio lenguaje y su esbozo de contracultura. La destrucción de un modelo cultural supone la emergencia de otro. En este contexto lo frívolo o lo trivial se impuso, lo obvio también. Desde la prensa escrita se enseñó que no se debía decir “entró para adentro” ni “voló por el aire”. La exacerbación del nacionalismo estableció que “importa el habla correcta de un país como uno de los mayores atributos de su cultura, vale como un patrimonio esencial de la nacionalidad” y con esa excusa se lanzó una campaña xenófoba contra el idioma portugués, que rebasaba la frontera territorial (Barrios-Pugliese 156).

Las cárceles de presos políticos se volvieron laboratorios donde estas líneas de acción se profundizaron hasta hallar su más amplia expresión. Como lo hemos señalado más arriba, las hogueras de libros estuvieron a la orden del día. El extremo sucedió en la cárcel de mujeres de Punta de Rieles donde, compitiendo con los pocos “libros náufragos” de los que hablaba E. Fabbri, apareció la oferta de la “biblioteca del enemigo”, de “la otra biblioteca”, la que respondía a los intereses de la dictadura, en un burdo intento de biblioterapia. La destrucción permitía el acceso a lo que en otro momento se hubiera considerado inaceptable, carente de todo valor. La historia oficial y una selecta serie de documentos que la sustentaban o la reafirmaban intentaron cumplir el papel que en muchas cárceles desempeñaba la Biblia, por lo menos desde el siglo XIX: la rehabilitación del delincuente, su retorno al “rebaño social”. La biblioteca pasaba a ser impuesta “desde arriba”, formando parte de un plan de lectura propiciado por las autoridades.

El penal de Punta de Rieles reunía las mejores condiciones para que ello fuera posible. El número de presas era muy menor que en el caso de los hombres, unas seiscientas a lo largo de trece años. Los principales dirigentes de la guerrilla y de otros grupos políticos considerados ilegales eran hombres. Por lo tanto, Punta de Rieles era una cárcel “menos visible” que el Penal de Libertad para la presión propagandística mundial, de menor interés para los centros internacionales de derechos humanos. Se suma a ello la discriminación ejercida por los militares y civiles al servicio de la dictadura, convencidos del papel de obligatoria sumisión de la mujer, cuyos esfuerzos deben restringirse solo al cuidado del hogar y de los hijos. “[...] para los militares, las mujeres presas fueron doblemente transgresoras: por estar en contra del orden político impuesto y por no ocupar el rol de género por ellos sustentado” (Fúster-Langelán 136).

Por estas razones la cárcel de Punta de Rieles significó un centro de represión colectiva más eficaz que el Penal de Libertad. Allí la biblioteca pudo ser enteramente destruida y en su lugar el enemigo pudo “ofertar” la suya. “Como nos gustaba leer, sacarnos los libros iba a ser una represión sentida fuertemente, y lo hicieron durante seis meses seguidos. Al cabo de ese tiempo aparecieron en el EMR2 libros fascistas de donde a veces podíamos sacar elementos políticos”.

“A partir de junio de 1973 empezamos a tener libros recomendados por el penal, panfletos anticomunistas y pronazis”, recuerda Ana Luisa Valdés. En efecto, después de la hoguera de los libros de las presas:

mandaron una lista nueva, con los ‘recomendados’. Venían agrupados así, con un título rimbombante pero que quería decir eso. Eran horribles. Pedimos algunos para ver qué tal. Había uno, muy gordo, que se llamaba Psicopolítica. No me preguntes de qué se trataba, era “infumable”[21]. Recuerdo que muchos de los libros hablaban de la “sinarquía internacional”. Por lo que entendimos, eso era una especie de complot mundial en el que participaban comunistas, anarquistas, ateos, liberales, negros, independentistas, etc., todos contra ellos. Hacían también una defensa de la sociedad feudal, sí, decían que en esa época el siervo vivía bien porque tenía la protección del señor. Con la Revolución francesa se “pudrió todo”, según ellos,

complementa E. Fabbri. La “biblioterapia” reformadora incorporó no solo folletos y revistas de contenido antimarxista, antisemita y antiliberal, sino también la revista El soldado (de circulación interna en las Fuerzas Armadas)[22], apologías de los regímenes de Hitler y Mussolini y de estructuras corporativas de la economía, libros de doctrinas conservadoras de la Iglesia católica como la de San Agustín, etc.

De inmediato, se activó la resistencia, como una forma única de sobrevivencia: “Es muy interesante prestar atención a la conducta humana, cómo uno afina la percepción para buscar en esos cuadernos, esa revista que se llamaba El Soldado, donde ponían toda su información. Uno iba sacando y se le agudizan los sentidos”, comenta una voz anónima. Así, mientras unas trataban de obtener algo que les resultara útil leyendo pacientemente los textos proporcionados por las autoridades, otras se organizaron para “fabricar” una lectura que les fuera más placentera. Cuenta María Elia Topolansky:

Nos habían retirado todos los libros y los libros son como el pan y el aire en la cárcel. Entonces decidimos escribir. El tema era libre. Se formó una comisión que recibía los manuscritos y los distribuía entre las “escribas”, aquellas cuya colaboración era pasar los manuscritos a mano pero con letra de imprenta (o sea imprimirlos) para la primera edición. Estas a su vez pasaban los cuentos “impresos” a las “ilustradoras” que dibujaban para cada cuento una imagen. Luego páginas impresas e imágenes iban a las “encuadernadoras” que también se ocuparon del nombre del volumen y del diseño de las tapas. Único requisito: los textos serían anónimos. Cuando la primera edición, de un solo volumen, estuvo pronta, tuvimos 214    un libro, “Caleidoscopio”, que rotó por todas las celdas del sector. Lo leímos en común, lo comentamos. Fue durante esos seis largos meses sin libros nuestro compañero.

“No nos quebraron [...] por eso. El preso político tiene una capacidad infinita de recuperación porque sabe lo que quiere”, comenta otra (Fúster-Langelán 133 y 136).

Esa “biblioteca del enemigo” —que en Punta de Rieles pudo imponerse por la ausencia de casi toda otra lectura— apenas tuvo cabida en el Penal de Libertad, donde hacia fines de la década de los setenta, folletería propagandística de la DINARP[23] y algunos libros oficiales de la dictadura como La Subversión. Las Fuerzas Armadas al pueblo oriental y Testimonio de una nación agredida, pasaron a formar parte del acervo bibliotecario.

Solo el ingreso del Comité Internacional de la Cruz Roja permitió contrarrestar, en Punta de Rieles, el cuasi monopolio de la “biblioteca del enemigo”. Agrega Fabbri:

Después del 80, en que entró la Cruz Roja Internacional, nos llegaron muchos libros que mandaron ellos. Eran libros actuales. En mi sector, al menos, el bestseller era Yo el supremo, pero había que esperar mucho tiempo para que te tocara el turno y poder leerlo.

Penal de Libertad. La biblioteca de la “escuela de cuadros” en el Penal de Libertad, tras el período de censura iniciado en 1974 con el cierre de la Biblioteca Central, se vio reducida a microcopias clandestinas, trabajosa e ingeniosamente ocultas, a las que solo podían acceder unos pocos. El hallazgo por parte de los militares de algunas de esas miniaturas significaba, para quienes las poseían, hasta treinta días de calabozo a rigor, en total aislamiento, sin visita de familiares.

Esa “biblioteca de hormigas” alimentó los debates ideológicos que afloraban en el interior de la cárcel en todo sitio donde al menos dos presos pudieran comunicarse, alineó conocimientos, forjó planes, proyectos y sueños utópicos que se extendieron a todos los planos de la vida. Una solución extrema de salvaguardia de esos materiales bibliográficos fue la memorización de textos, mecanismo que permitió la difusión sin riesgos.

La posibilidad de deformación u omisión fragmentaria de la escritura original quedaba anulada al ser el mismo texto memorizado por dos o más personas. Aunque requirió un mayor esfuerzo, a la postre fue esta la forma más segura de conservar y colectivizar textos tan perseguidos. Quien escribe este trabajo llegó a recitar, palabra por palabra, el famoso Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política, de Carlos Marx, fragmentos del ¿Qué hacer?, del Discurso a los pueblos de Oriente y otros textos de V. Lenin, la Primera Conferencia de la OLAS.[24]  y otros documentos de movimientos guerrilleros, etc.

La posdata de esta historia fue intentar una escuela de cuadros que subsistiera sin necesidad de libros. Para los presos del Partido Comunista, que llegaron al Penal de Libertad a partir de 1975 y ocuparon por entero el tercer piso y parcialmente otros sectores, fue la experiencia militante la que terminó por suplir los libros. “Allí había hombres probados en cientos de batallas, con trayectorias políticas y personales que resumían buena parte de la historia del movimiento obrero y de la izquierda uruguaya”. Bastaba escucharlos, hablar con ellos cuando se presentara la oportunidad. “Cárcel de presos comunes, escuela de crimen; cárceles de presos políticos, escuela de formación”, fue la consigna (Martínez 143-144).

Mientras tanto, en otros sectores del celdario, eran cada vez más los textos clandestinos que quedaban al descubierto en las continuas requisas de celdas. El modelo de biblioteca adscripto a una escuela de cuadros, hegemónico en Punta Carretas y en los comienzos del Penal de Libertad, se restringió al máximo y ante las nuevas condiciones represivas a las que se vio enfrentado, terminó marginalizado, sumamente vulnerable, posible solo para unos pocos lectores arriesgados y por lo tanto con una incidencia en el entorno cada vez más escasa. A medida que los años fueron pasando se fue volviendo una práctica en vías de extinción.

Siguiendo a Fernando Flores Morador, ayer prisionero en el Penal de Libertad y hoy doctor en Filosofía en la Universidad de Lund (Suecia), ese tipo de biblioteca, y sobre todo su correspondiente modalidad de lectura, se convirtió en una “tecnología rota”, doblegada por la fuerza de las circunstancias. Si, como dice el historiador sueco Svante Lindqvist, el término “tecnología” agrupa “aquellas actividades dirigidas a la satisfacción de los deseos humanos, que producen cambios en el mundo material”, debemos calificar como “tecnología rota”, según Flores, a toda actividad que no logra satisfacer esos deseos, o no produce cambios en el mundo material, “o ambas cosas simultáneamente” (Flores Morador 2009). A la vez debemos preguntarnos qué biblioteca, qué libros y qué ejercicio de lectura, qué tecnología en definitiva, se erigió como capaz de satisfacer los deseos o necesidades individuales a la vez que enfrentaba y aun superaba eficazmente la maquinaria de aplastamiento y anulación del individuo instalada a partir de 1974.

A disposición de todos los presos, la Biblioteca Central, con sus miles de volúmenes, se constituyó a partir de ese momento en la principal fuente de lectura. Estuvo presente desde el primer momento en la historia del Penal y de biblioteca de alternativa se transformó, poco a poco, en la posibilidad de una práctica de lectura de valor imprescindible. La fuerza de los hechos la convirtió en abastecedora casi absoluta de fugas a tiempos y espacios imposibles, de silenciosa exploración de universos, de reencuentros y catarsis, de refugio a un entorno hostil. En un principio, debieron ser muchos los presos que razonaron que si no se podía leer a Mariátegui se podía leer a Arguedas, si no se podía leer a Lenin sí se podía a Gorki, Tolstoi o Chéjov. Pronto, por ese camino, se abrió paso toda la literatura universal. Lo didáctico fue despejando el camino para que lo estético comenzara a ser recibido. La descripción de la realidad social traía aparejada personajes con los cuales el lector podía sentirse identificado y los hechos narrados cuestionaban o reafirmaban la interioridad, las vivencias, el pasado personal. Ya no fue solo la búsqueda de una sustitución, de un paliativo. Fue el descubrimiento de una compleja y rica vastedad que muchos ignoraban o de la que no eran plenamente conscientes o que iba mucho más allá de lo que suponían. El aislamiento, la casi ausencia de otros medios de comunicación, el ocio y el tiempo sin límites, las mismas condicionantes con que contó Alonso Quijano en los primeros tiempos de la imprenta, contribuyeron a plasmar una actividad cada vez más aceptada. La lectura comenzó a llenar los días, abrió horizontes, forjó sueños. Fue un lento aprendizaje, con muchas etapas intermedias, que terminó sumando lectores compulsivos, capaces de devorar cuanta lectura tuvieron a su alcance.

En la mayoría de los casos y al menos en un principio, el libro fue conceptuado como un instrumento de formación y de desarrollo intelectual. No todos los textos podían prestarse a ello, por supuesto, y la diferencia entre los géneros también importaba y mucho pero, de acuerdo a esa concepción, se participaba en tres paradigmas didácticos de lectura compartibles con cualquier cárcel política: a) la lectura en pos de la construcción de una ética personal, de una formación en valores humanistas imprescindibles para la lucha política —en lo subjetivo, esto implicaba textos que alumbraran la experiencia vivida o proporcionaran un mayor conocimiento de sí mismo—; b) la lectura en pos de información y de elementos reflexivos en función de una optimización futura en la labor política y social —en ese sentido, como decía Antonio Gramsci, considerado el mayor lector carcelario de todos los tiempos, “cada libro puede ser útil de leer, un preso político debe estrujar sangre hasta de una piedra”[25]— y c) la lectura que indaga la identidad nacional, el carácter y la idiosincrasia de un pueblo, su evolución, los determinismos y necesidades que surgen del conocimiento y la revisión de la historia nacional. En el Penal de Libertad cumplían ese papel Carlos Machado, Pivel Devoto, Carlos Real de Azúa, Jesualdo Sosa, etc.

Estos paradigmas de lectura conservaban todavía un estrecho vínculo con la biblioteca de una escuela de cuadros y, como resulta lógico de acuerdo al plan de aniquilamiento individual trazado por los militares, fueron los más afectados por la censura. Tales presupuestos obedecían a planteamientos que no dejaban de tener sus puntos en común con los principios del realismo decimonónico, del naturalismo o verismo, y por supuesto, con el realismo social como escuela de arte directamente vinculada a transformaciones y procesos sociales. Hubo, no obstante, otro paradigma, menos castigado y probablemente pasión de pocos. Es el que tiene que ver con la función poética del lenguaje, con la atención a la lectura como placer del espíritu, goce estético, pura fabulación y/o medio propicio al análisis o desmontaje de sus mecanismos de creación. Aunque implicaba un nivel de lectura no ajeno a los anteriores, no a todos los presos les importó disfrutarlo. La primacía de lo didáctico sobre lo estético no puede ser negada y existió un gran número de condicionantes y de necesidades para que fuera así.

El Catálogo de la Biblioteca Central del Penal de Libertad[26], una elaboración artesanal que permitió establecer un orden lógico a miles de libros, revela una variedad temática que reúne una gran gama del conocimiento, desde la literatura al ajedrez, desde el arte a la divulgación científica, la administración de empresas o la historia de las religiones. Solo quedan fuera de sus páginas las “disciplinas prohibidas” según el Reglamento de la cárcel, las “modernas ciencias ocultas”, las víctimas de una censura tan torpe como devastadora: la ciencia política, la filosofía, el psicoanálisis, la psicología, la psiquiatría, la sociología, la historia de los siglos XIX y XX, la mecánica, la electrónica, la física, la química, la economía, la enseñanza de idiomas, parcialmente la antropología.

En la literatura universal nos ubican las primeras 96 páginas del Catálogo con la mención de casi cinco mil títulos, casi un sesenta por ciento del total. Recorrer ese listado nos recuerda que la Biblioteca del Penal de Libertad fue, en todos los casos, el producto del esfuerzo de familiares, incluyendo, por una rara ironía, el destino final de más de una biblioteca privada. La censura, que comenzó primero en la calle, en los allanamientos a librerías, editoriales y domicilios de particulares, hizo pensar a algunos profesionales, poseedores de valiosas bibliotecas, que las mismas iban a estar mejor en la cárcel de presos políticos, donde la prohibición de textos se inició, como hemos visto, a un año del golpe de estado. Hubo pues, ciudadanos que “enviaron a la cárcel” su propia biblioteca, para que nadie pudiera llevarse sus libros sin su consentimiento o para evitarse la tan ingrata tarea de enterrarlos, descuartizarlos o quemarlos. A su vez, contribuían de ese modo al placer y conocimiento de muchos.    

La lectura del Catálogo permite asimilar la Biblioteca del Penal de Libertad, en lo que atañe a la literatura, a bibliotecas con base en la cultura francesa, abundantes en Uruguay hasta la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, una fuerte apertura a la literatura de habla inglesa y al boom latinoamericano, “bocado” de preferencia en aquellos años de cárcel, la actualizaban de modo más satisfactorio. Más allá de la literatura, la preparación de exámenes de cursos de la enseñanza oficial, autorizados en los primeros años, justifica la existencia de bibliografías muy completas, por ejemplo en el caso de la Medicina[27]. Otros sectores muy frecuentados eran artes, reproducciones de pinturas clásicas, arquitectura, cine, música, libros de viajes y matemáticas. La historia, lamentablemente, nunca dejó de ser una cenicienta que apenas se asomaba a la Revolución francesa o que, a nivel nacional, se detenía en los albores del siglo pasado.

Según muchos testimonios, en los primeros años, para quienes no eran lectores habituales, lo más importante era la necesidad de un pasatiempo útil en una cárcel donde el tiempo parecía transcurrir muy lentamente o no pasar nunca. Esa necesidad, sumada al “fantasma” del cierre de la biblioteca o de la censura de libros, explica la demanda de volúmenes de gran extensión como Los miserables, de Víctor Hugo, La montaña mágica o Los Buddenbrooks, de Thomas Mann, Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, de Lawrence Sterne, Guerra y paz, de León Tolstoi, etc. Cada uno de esos textos aseguraba una semana o más de lectura. Así fue que muchos llegaron hasta la Biblia, el Quijote, y en algunos casos extremos el Ulises de Joyce. Otra atracción surgió de la reflexión sobre las propias circunstancias. Algunos textos como La casa de los muertos, de Dostoievski, El pabellón número seis, de Chéjov, o Desnudo entre lobos, de Bruno Apitz, fungieron como espejos de la propia cárcel y alumbraron variados matices del entorno inmediato y de la realidad con la que se convivía.

Situadas a medio camino entre la bibliografía correspondiente a una escuela de cuadros ampliada a la esfera de la cultura y una lectura amena y de profusa información, hubo tres obras que permitieron ordenar una gran masa de conocimientos a la vez que orientar hacia futuras búsquedas: la Historia social de la literatura y el arte, de Arnold Hauser, (de la cual nunca hubo acceso al Tomo III, que refiere a tiempos recientes); la Historia del cine mundial, de Georges Sadoul, y la Historia social de la ciencia, de John Bernal, algunas veces censurada y otras veces reingresada[28].

Planteado así el panorama, llegar hasta Balzac o Dickens no fue difícil. Se sabía que eran lecturas recomendadas por la ortodoxia marxista y de ambos existían muchos títulos. Solo había un paso de Balzac a Maupassant o a Zola antes de ingresar a la literatura francesa del siglo XX. Muy requeridos fueron La esperanza o La condición humana, de André Malraux, libros que se atrincheraron algún tiempo en las bibliotecas de planchada. Sin embargo, los oficialmente prohibidos sin que jamás se diera una explicación, fueron Víctor Hugo y Marcel Proust. La censura de estos autores causó a la vez asombro y repudio a los miembros del único organismo internacional de Derechos Humanos que ingresó a las cárceles de la dictadura uruguaya, la Cruz Roja Internacional.

La aceptación de la literatura norteamericana halla su explicación no solo por sus extraordinarios autores sino también porque conocer a fondo la realidad social e histórica de la nación considerada como sede del capital financiero y del imperialismo era casi como un deber militante. John Dos Passos, Sinclair Lewis, Harper Lee, Upton Sinclair, Erskine Cadwell, Howard Fast, James Baldwin, Carson McCullers, Jack Kerouac, John Steinbeck, William Faulkner, Ernest Hemingway, Truman Capote, fueron de los más solicitados a tal fin. A los venerados autores de “la generación perdida” se les sumaron popes de la novela negra como Raymond Chand-ler y Dashiell Hammet, con su fuerte impronta social.

Pero el mayor interés se concentraba en la literatura latinoamericana reciente. Gravitaba en la elección el concepto de “patria grande” y “solidaridad continental” pero también influían novedosos aspectos formales. De pronto, lectores acostumbrados a narraciones lineales, determinadas por un espacio y un tiempo definidos y un afán de verosimilitud, obedientes a las consignas del realismo decimonónico, se internaban en estructuras más complejas, donde la subjetividad, la internalización de la realidad en la conciencia de los personajes y la dislocación de la continuidad temporal, eran moneda común. Fue un salto cualitativo que alcanzó a las primeras obras de Mario Vargas Llosa (la tríada de La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en la catedral era prácticamente obligatoria), La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, Hijo de hombre y Yo, el Supremo, de Augusto Roa Bastos, El señor presidente, El Papa verde y Los ojos de los enterrados, de Miguel Ángel Asturias, la obra completa de Alejo Carpentier, Juan Rulfo, David Viñas, Manuel Scorza, Jodo Guimaraes Rosa. No fue ajena a la demanda la literatura indigenista (José María Arguedas, Ciro Alegría, Jorge Icaza). Son enormes las variantes en la experiencia de los distintos actores, pero la lógica indica que solo después llegó a apreciarse a Jorge Luis Borges o a Julio Cortázar, del mismo modo que en la literatura uruguaya la lectura de Horacio Quiroga, Juan José Morosoli, Enrique Amorim, Mario Arregui o Eliseo Salvador Porta precedió a la de Juan Carlos Onetti y Felisberto Hernández.

Se ha señalado más de una vez el curioso hecho de que un escritor como Hiber Conteris, al llegar como prisionero al Penal de Libertad, pudiera pedir y releer libros de su autoría como Virginia en flash-back y El nadador. La misma ignorancia de los censores explica que subsistieran libros de Harol-do Conti o Rodolfo Walsh, ambos desaparecidos en Argentina. Libros que no era posible hallar en esos años en Montevideo, Buenos Aires, Rosario, se hallaban en la biblioteca del Penal de Libertad. Grandes ausencias eran, sin embargo, las de Gabriel García Márquez, Jorge Amado, Mario Benedetti, Eduardo Galeano y Francisco Espínola.

En todos los casos, leer terminaba por ser mucho más que formarse e informarse y lo que aparecía en juego, el tema que se imponía, el objeto último de reflexión, era el sentido de la condición humana. La lectura, como ejercicio del pensamiento, no solo iba más allá de las necesidades primarias de los presos políticos sino que trascendía la cárcel, permitía abordar lo común a todo ser humano. Explorar a través de la lectura otros mundos, similares o aun diferentes, pudo ser el método más útil para ordenar y proporcionar sentido a la realidad. Porque en definitiva se lee para saber cómo vivir, esperando encontrar una respuesta en cada libro que se lee. Se asiste así a ese papel mediador en la relación del hombre con el mundo que le atribuye Ricardo Piglia cuando asegura que la lectura “funciona como un modelo general de construcción del sentido” (Piglia 103). Afirma Carina Blixen que:

la inmovilidad y/o el encierro propios del lector, que producen inquietud en la dinámica de la vida, en la cárcel no son perturbadores. Si en la cotidianidad la fuga y la parálisis física de quien lee pueden juzgarse una omisión, en la cárcel esa huida es, en principio, funcional. Sin embargo, hay algo esencialmente transgresor en la lectura carcelaria: el que lee está construyendo su subjetividad, se está transformando. En el rigor disciplinario, en la situación de castigo que anula, el lector encerrado crea un espacio para encontrarse consigo mismo. Tal vez se evada de su entorno, pero puede no evadirse de sí. (Blixen 46-47)

Evasión y reencuentro terminaban por ser dos caras de la misma moneda, dos mecanismos complementarios, imprescindibles para un equilibrio capaz de resistir y contrarrestar los planes de destrucción psicológica diseñados por la dictadura. El mismo sujeto lector que vivía emocionalmente los vaivenes del alma de los personajes a los que accedía, descubría en su interior los conflictos, angustias, sentimientos, frustraciones y satisfacciones que conformaban su vida.

Algunas conclusiones. La biblioteca del Penal de Libertad no fue un punto de partida en la adopción de la lectura como hábito integrado a la vida de cientos de presos políticos. En realidad fue lo contrario: un punto de llegada, el corolario de un proceso formativo derivado de las necesidades de la militancia política que tenía como eje la institucionalización y funcionamiento de una escuela de cuadros en el interior de las cárceles. Punta Carretas sobre todo, y el Penal de Libertad en su primer momento, son claros ejemplos de esa intención utilitaria que convertía a la cárcel en una academia o universidad política. La acción del enemigo, concretada en lo fundamental en una censura salvaje, violenta, acultural, capaz en algunos casos de la sustitución de parte de la oferta bibliográfica (los llamados “libros recomendados” en Punta de Rieles, a nuestro entender, eran la oferta de la “biblioteca del enemigo”) echó por tierra, no sin resistencias, aquella aspiración inicial. La búsqueda de los presos procurando ampliar su horizonte de lectura rediseñó la biblioteca del Penal de Libertad y logró el acceso a un universo hasta entonces postergado, que pronto se volvió tan familiar como necesario. El tránsito, que va de la bibliografía correspondiente a una escuela de cuadros a la enorme masa de lectura que une al ensayo con la libre fabulación de la literatura, fue lento y desigual, aunque ambos sistemas de lectura hayan coincidido y se hayan coadyuvado desde el momento inicial. La necesidad de equilibrio mental, de evasión y a la vez de reencuentro consigo mismo, de agudización de la sensibilidad y de afirmación de la personalidad, halló plena expresión en el caudal de lectura que la biblioteca, así concretada, nunca dejó de ofrecer[29].

El autor:

Alfredo ALZUGARAT (Montevideo, 1952) es Licenciado en Letras por la UdelaR, narrador, crítico e investigador. Ha publicado Trincheras de papel. Dictadura y literatura carcelaria en Uruguay (2007, Premio Ensayo Literario del MEC), El discurso testimonial Uruguayo del siglo XX (2009); Diario de José Pedro Díaz (2012), “40 años de literatura uruguaya (1973-2013)” - Nuestro Tiempo N.° 3 (2013) y “De la dinastía Qing a Luis Batlle Berres. La biblioteca china en Uruguay” (2014). En 2013 coordinó El libro de los libros. Catálogo de la biblioteca del Penal de Libertad (1973-1985). Como crítico colabora en la actualidad en El País Cultural. Integra el Departamento de Investigaciones de la Biblioteca Nacional de Uruguay.

Bibliografía:

ALZUGARAT, Alfredo, Trincheras de papel. Dictadura y literatura carcelaria en Uruguay. Montevideo: Trilce, 2007.

          __________, “La sangre de las piedras”, en El libro de los libros. Catálogo de la Biblioteca Central del Penal de Libertad (1973-1985). Montevideo: Biblioteca Nacional, 2013.

BARRIOS, Graciela y Leticia PUGLIESE. “Política lingüística y dictadura militar: las campañas de defensa de la lengua”, en El presente de la dictadura (Marchesi, - Aldo y otros, comp.) Montevideo: Trilce, 2003.

BLIXEN, Carina, “Los manuscritos de La mansión del tirano: delirio y poesía”, en Carlos Liscano. Manuscritos de la cárcel, Fatiha Idmhamd (coord.), Montevideo: Ediciones del Caballo perdido, 2010, p. 46-47.

DIAZ BERENGUER, Álvaro, “Cuando el sol es un mito y el libro una realidad”, en El libro de los libros. Catálogo de la Biblioteca Central del Penal de Libertad (1973-1985). Montevideo: Biblioteca Nacional, 2013.

Entrevistas a David Cámpora, Miguel Ángel Olivera, Juan Baladán Gadea, Sergio Altesor, Nelson Santana, Ana Luisa Valdés, Lía Maciel, Susana Pacifici, Edda Fabbri, María Elia Topolansky y María José Larre Borges.

FÚSTER, Yanet y Cecilia LANGELÁN, “La información y la lectura para presas políticas durante la dictadura militar en Uruguay”. Revista Interamericana de Bibliotecología 33, 2010, págs. 132—136.

FLORES MORADOR, Fernando, “Tecnologías rotas”, en El Catoblepas, N.° 89, julio de 2009, disponible en Internet.

GRAMSCI, Antonio, Cartas desde la cárcel. Madrid: Veintisiete letras, 2010.

MARTINEZ, Virginia, Los rusos de San Javier. Perseguidos por el zar, perseguidos por la dictadura uruguaya. De Vasili Lubkov a Vladimir Roslik. Montevideo: Banda Oriental, 2013.

MENCIA, Mario, La prisión fecunda, La Habana: Editora Política, 1980.

PIGLIA, Ricardo, El último lector, Barcelona: Anagrama, 2005.

PHILLIPPS-TREBY, Walter y Jorge TISCORNIA, Vivir en Libertad. Montevideo: Banda Oriental, 2003.

Notas:

[1] El Penal de Libertad, inaugurado en setiembre de 1972, fue la solución carcelaria que hallaron las Fuerzas Armadas y posteriormente la dictadura cívico-militar, tras la derrota ocasionada al Movimiento de Liberación Nacional (Tupamaros) y a otras organizaciones guerrilleras en el transcurso de ese año, una vez descartados la Isla de Flores, lugar de reclusión de opositores al gobierno dictatorial de Gabriel Terra desde 1934, y el Penal de Punta Carretas, vulnerado por más de una fuga masiva.

 

[2] Roberto Meyer (Paysandú, 1937). Prisión: 1972-1979. Narrador, periodista y crítico de cine.

 

[3]  A modo de ejemplo, para una organización revolucionaria como el MIR chileno, de características similares al MLN-T de Uruguay y otras de América Latina: “la instrucción del militante debe comprender el conocimiento e información sobre la teoría revolucionaria (el conocimiento y manejo del materialismo dialéctico, el materialismo histórico, la economía política, la historia del movimiento obrero mundial, etc.), el conocimiento e información de la línea política y la historia del partido; de los aspectos ‘políticos’ y ‘militares’ de la estrategia; de la características de la formación social [...], su historia, sus clases sociales, sus partidos políticos, [...], etc.; así como de las técnicas o habilidades prácticas para el desempeño de la tarea partidaria, técnicas de estudio y exposición, de agitación y propaganda, de organización y conducción de grupos, de trabajo de masas, de seguridad, de utilización, reparación y construcción de medios de lucha y combate, de administración de los recursos, etc., es decir, en general, el cómo saber hacer las cosas”. Notas sobre la formación de los cuadros. Comisión Nacional de Educación Política del Movimiento de Izquierda Revolucionaria. Chile, 1974. Centro de Estudios “Miguel Enríquez”. www.cedema.org/.

 

[4] David Cámpora.

 

[5] Nombre con el que se denomina a los cañeros o trabajadores de la caña de azúcar, sector fundacional del MLN-T.

 

[6] Miguel Ángel Olivera (Montevideo, 1943). Prisión: mayo-diciembre 1970; 19721984. Poeta, fundador del Grupo Vanguardia en la década de 1960. A su salida de la cárcel, en 1984, funda el CIC (Centro de Integración Cultural) y edita cinco volúmenes de textos de presos políticos.

 

[7] Xinhua es la agencia oficial informativa del gobierno de la República Popular China. Sus boletines eran difundidos en Uruguay por el grupo de orientación maoísta, MIR, luego autodenominado Partido Comunista Revolucionario (PCR).

 

[8] Varios autores, Actas tupamaras (Madrid: Revolución, 1982).

 

[9] Juan Baladán Gadea (Treinta y Tres, 1942). Prisión: 1971-1985. Músico, cantante y poeta exiliado en Brescia, Italia, desde 1985.

 

[10] En los mismos días, tras un traslado de presos a Punta de Rieles, apareció un cuaderno de poemas de Ibero Gutiérrez. Según Baladán “el hecho era muy importante por el reciente asesinato de Ibero. A fines de septiembre o inicios de octubre nos llegó la noticia de que habían habilitado el Penal de Libertad y se preveía que nosotros seríamos trasladados. Fue en ese momento que Hugo Barone me aconsejó ‘enterrar’ el cuaderno con las poesías de Ibero. Pasados algunos días le quitamos las tapas y las hojas no utilizadas, recortamos los espacios en blanco para disminuir el volumen, introdujimos el cuaderno en un tubo de plástico negro que cerramos herméticamente calentando los extremos, y lo emparedamos en un agujero detrás de la pileta de la celda 262, donde ahora hay un bar del Shopping Punta Carretas”.

 

[11] Nelson Santana (Bella Unión, 1941). Prisión: 1964; 1972-1979. Dirigente fundador de UTAA (Unión de Trabajadores del Azúcar de Artigas).

 

[12] Sergio Altesor (Montevideo, 1951). Prisión: 1971-1976. Poeta, narrador y artista plástico.

 

[13] Encargados de la actividad de mantenimiento (fajina) y por extensión de la atención de las necesidades de los presos de un sector de la cárcel. Funcionaban como un intermediario entre los presos y la guardia y por esa razón se procuraba que fuera designado por los propios presos tratándose, en ese caso, de alguien de confianza. En el Penal de Punta Carretas, en el último período fueron fajineros Ángel Yoldi y Juan Espinosa.

 

[14] Existió también la Cárcel de Mujeres de Paso de los Toros, en Tacuarembó.

 

[15] Lía Maciel (Montevideo, 1951). Prisión: 1971, 1972-1985. Psicóloga.

 

[16] Yanet Fúster y Cecilia Langelán. “La información y la lectura para presas políticas durante la dictadura militar en Uruguay”, en Revista Interamericana de Bibliotecología, vol. 33, núm. 1 Universidad de Antioquia (2010): 132.

 

[17] Ana Luisa Valdés (Montevideo, 1953). Prisión: 1972-1976. Narradora, poeta, periodista y traductora.

 

[18] Fúster-Langelán 134.

 

[19] Edda Fabbri (Montevideo, 1949). Prisión: 1971; 1972-1985. Narradora y correctora literaria.

 

[20] Se refiere a la Antología de la poesía uruguaya contemporánea (1966), de Domingo Luis Bordoli.

 

[21] Posiblemente se trate de Ps-P: psicopolítica: verdadera dimensión de la guerra subversiva, de Buenaventura Caviglia Cámpora (Montevideo: Ediciones Azules, 1974).

 

[22] El mismo procedimiento fue empleado en centros de formación docente como el Instituto de Profesores Artigas. “La revista El soldado y folletos como ‘La familia’, de Silva Ledesma, y ‘Las FF.AA. a la juventud uruguaya’, integraban la bibliografía obligatoria de la asignatura Ciencias Sociales de la Formación, que se impartió durante los años de la dictadura. Ejemplares de El soldado se colocaban en los anaqueles de la biblioteca del IPA para que los estudiantes se los llevaran libremente”. (Correo electrónico de la profesora María José Larre Borges, 1 de diciembre de 2015).

 

[23] Dirección Nacional de Relaciones Públicas, organismo creado por la dictadura uruguaya como servicio de propaganda.

 

[24] OLAS. Organización Latinoamericana de Solidaridad, creada en agosto de 1967 en La Habana con el objetivo de coordinar movimientos guerrilleros y antiimperialistas a nivel continental.

 

[25] Antonio Gramsci (1891-1937), escritor y político italiano antifascista. En tiempos de Mussolini pasó once años encerrado en reclusión solitaria hasta su muerte. Elaboró una enorme obra teórica, de ensayos eruditos sobre la historia cultural de Italia, contando apenas con los libros que le enviaba su familia o los que le proveía la biblioteca de la cárcel.

 

[26] La versión facsimilar del Catálogo de la Biblioteca Central del Penal de Libertad fue editada en 2013 por la Biblioteca Nacional del Uruguay bajo el título de El libro de los libros.

 

[27] “El conjunto de libros que en el Catálogo aparecen en el apartado 3.4.2, abarca prácticamente todos los aspectos de la medicina humana. Un estudiante de medicina tenía allí actualizado, todo lo necesario, e incluso más, para alcanzar el título profesional”. Díaz Berenguer 38.

 

[28] Un comunicado carcelario del 6 de mayo de 1982 establecía al “personal recluso que deberá hacer llegar a los Sargentos de Piso, los folletos compendiados de los Boletines Informativos que tengan en su poder y el libro Historia social de la ciencia, de Bernal. Phillipps-Treby-Tiscornia 101.

 

[29] Por unanimidad, los últimos presos políticos decidieron en 1985 donar la Biblioteca a la central de trabajadores de Uruguay (PIT-CNT) depositándosela en el sótano del sindicato de la bebida (FOEB). En 2009 fue trasladada al Museo de la Memoria, en Montevideo, donde permanece en la actualidad.

 

Ensayo de Alfredo Alzugarat

alfredo.alzugarat@gmail.com
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Publicado, originalmente, en: Revista de la Biblioteca Nacional. Polémicas. La Biblioteca. 11-12, 199-223, 2016. ISSN 0797-9061

La Revista de la Biblioteca Nacional es una publicación del Departamento de Investigaciones de la Biblioteca Nacional de Uruguay, de frecuencia anual e ilustrada

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