Tres textos desconocidos de Horacio Quiroga
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El hallazgo de tres pequeños relatos, hasta ahora desconocidos en el Río de la Plata, constituye un nuevo aporte al estudio de la producción juvenil de Horacio Quiroga, su amistad con el malogrado poeta Federico Ferrando y los tiempos del Consistorio del Gay Saber. Los tres relatos, de los que ahora la Biblioteca Nacional de Uruguay conserva los manuscritos originarios, fueron publicados por única vez en La Gaceta de Cuba, periódico de la Unión de escritores y artistas de ese país caribeño. En efecto, en agosto de 1990, bajo el título “El peor cuento de Horacio Quiroga. La increíble muerte de Federico Ferrando. Historia de amor, de locura y sobre todo de muerte”, un joven Leonardo Padura revisaba los pormenores del fin trágico de la relación entre Quiroga y Ferrando y presentaba “Historia de un vintén”, “La farsa del payaso” y la transcripción de una dedicatoria que Quiroga le realizara a María Elena Ferrando, hermana de Federico. Sin los títulos que luego le serían atribuidos por la publicación cubana, los textos fueron escritos en una hoja suelta de ambos lados y en la página en blanco de un ejemplar de Historia del Cascanueces y el rey de los ratones, de Alejandro Dumas, regalo de Quiroga para María Elena, la niña a la que el escritor llamaba Arria Marcela. Estas breves narraciones, que el tiempo se encargó de ocultar tan sutilmente, son una demostración cabal del afecto profundo que unía a Quiroga con la familia Ferrando, también, como el autor, proveniente de la ciudad de Salto y ahora instalada en Montevideo, en la calle Maldonado. Quiroga era entonces un “elegante visitante de ojos transparentes que saludaba atenciosamente a doña Elena, la abuela, y gentilmente congraciaba a las niñas”, según el relato de Federico Ferrando Ferreira, sobrino de su homónimo. Dedicatoria Arria Marcela es pequeña, tan pequeña que no alcanza a llamarse Antonio (gato Antonio: la niña le llamó a Ud. así; no quite su nombre). Su mamá dice que su nombre es María Elena, pero solo las señoritas se llaman así y Arria Marcela cumplirá cuatro años en Navidad cuando los Reyes Magos compran juguetes en París porque los Reyes Magos saben que ahora los juguetes caminan solos. En verdad, no sé en qué día ni en (…)[1] Arria Marcela crece una pulgada; yo digo que es en Navidad, porque Arria Marcela hace cuentos de Navidad. Este libro es de Dumas, un señor que usaba (…) largo, cuando otro señor Víctor Hugo y otro señor (…) iban de noche a pasear a la luz de las estrellas. Marcela oirá leer este libro y después lo leerá ella misma; y entonces, en vez de llamar Antonio a los gatos, los llamará sencillamente gatos: con lo cual (…) los animalitos. Y después será señorita amable, como esas señoritas que sirven ellas mismas el té en lugar de hacerlo las sirvientas y tendrá muchos sombreros y un libro con tapa azul, un libro de versos que habla de amor; y yo seré casi viejo y cuando Ud. me vea pasar con el pelo y la barba tan largos, a esa edad ya no podré desafiar las miradas de las señoritas (…) me saludará graciosamente y yo preguntaré por su hermano (…) que luego me hablará de Ud. Escrito en la página en blanco de Cascanueces, el texto se adentra en un universo infantil donde los gatos se llaman Antonio y a partir de ahora habrá cuentos de Navidad y juguetes que “caminan solos”, esto último en clara alusión a Cascanueces y otros juguetes mecánicos a los que alude el cuento en la versión de Dumas. Tras mencionar al autor, a Víctor Hugo y posiblemente a otro escritor ilustre, la dedicatoria se proyecta hacia el futuro: un futuro inmediato, cuando la niña pueda leer el cuento por sí misma y los gatos adquieran su verdadera identidad; y un futuro lejano, donde habrá un libro con tapa azul y versos que hablen de amor, una muchacha seguramente enamorada y un Quiroga ya casi viejo. Esta apelación al porvenir es comprensible tratándose de una niña de tan corta edad, a la que el cuento en un primer momento le será leído por mayores, y de la que se anuncia una etapa adulta en la que la cercanía con el escritor ya no existirá. El paso del tiempo, sin embargo, será muy distinto al que imagina Quiroga y otorgará un gesto trágico, como casi todo en Quiroga, a la ternura que se desprende del texto: María Elena morirá tuberculosa, un lluvioso invierno montevideano, con apenas veinte años de edad. Entonces Quiroga vivirá en la selva misionera, en las cercanías de San Ignacio, y habrá acabado de publicar un clásico de la literatura rioplatense y universal: Cuentos de amor, de locura y de muerte. El siguiente texto es un verdadero relato para niños: Había una vez un vintén grande que quería pasar por chico. Y los mercaderes se reían de aquella presunción vana. En todos los bolsillos donde entraba hacía riña con los otros vintenes. El pobre era tan grande que no podía cumplir su farsa. En el mes de adviento llegó a pasar por el pueblo un hombre que usaba una larga levita. Decían que era médico bacteriológico y tomando un microscopio miró el vintén grande y lo hallaba enorme. Después vino un astrónomo y observándolo con un telescopio, se rió de su pequeñez. El parecer del pueblo quedó dividido. De entonces a acá los hombres se sujetan al parecer de los sabios, y lo que parece grande para unos, es chico para otros. La narración no oculta alguna alusión de corte modernista (“el mes de adviento” en vez de la simple mención de diciembre; el hombre de “larga levita”), la oposición entre un médico bacteriológico (probablemente muy al gusto de la época) y un astrónomo, y entre los instrumentos que los representan: el microscopio y el telescopio; y un final moralista que habla de lo relativo de las cosas. Un relato típico de los tiempos del Consistorio del Gay Saber, contemporáneo a Los arrecifes de coral. Todavía faltaba mucho para el Quiroga de Cuentos de la selva, posible solo en otro contexto y con otra experiencia de vida. El confuso tercer texto no parece, sin embargo, el más adecuado para un niño: Había una vez un bufón con puntillas de Flandes, embutido de Valenciennes y alamares de Hungría. Parecía un noble madgiar que hubiera cohabitado largo tiempo con una criada. Gustavo Adolfo le llevó a su corte, pero lo echó porque todas las damas fueron preñadas. Nullstein le hizo combatir a su lado, y huyó apretándose el vientre como una mujer preñada. El bien pronto se cansó de esos modismos y se encerró en su castillo, regalo de la regia locura de Baviera. Y un día en que estaba borracho, oyó hablar a la naturaleza y se disfrazó de Wagner y del casamiento de Ottón y de Wagner nació ese bufón que estando borracho oía crecer los árboles y que tenía la expresión visible de haber cohabitado con una impúdica, y que en la corte de Adolfo Gustavo había preñado a nueve damas. Es este enunciado el más próximo al experimentalismo decadentista de ese laboratorio juvenil que fue el Consistorio del Gay Saber. El cosmopolitismo rubendariano se hace presente con las “puntillas de Flandes”, los “alamares de Hungría”, el noble madgiar o magiar y su castillo de Baviera, y el exotismo de apelativos como Nullstein, Ottón o Wagner. La historia, más allá de los detalles absurdos y truculentos, parece circular, como respondiendo al dicho popular “de tal palo, tal astilla”: el bufón que preñaba a todas las damas, un día, loco y borracho, se convirtió en padre de otro bufón de similares características. Así se pasa de la corte de Gustavo Adolfo a la de Adolfo Gustavo. Sin mayores reparos este trabajo podrá ser incluido junto a otros textos representativos del Consistorio como los agrupados bajo el título “Leyenda índica” y “Páginas arrancadas a un diccionario biográfico” (ambos atribuidos a Federico Ferrando) o al más conocido “Encuentro con el marinero”. De algún modo está aquí esbozada esa “exploración de la conducta anormal”, que Emir Rodríguez Monegal cree ver en el Quiroga narrador veinteañero en obritas como “El guardabosque comediante” o “Sin razón, pero cansado”.[2] Sus tópicos temáticos, además, se corresponden con los señalados recientemente por Carla Giaudrone: “el gusto por los escenarios morbosos, la presencia de personalidades “raras” y la manifestación de deseos no normativos”. La tragedia Conocido es el episodio de la muerte de Federico Ferrando. Tiempo de duelos por el honor. El 26 de febrero de 1902, cuando aún se conservaba fresco el recuerdo del enfrentamiento entre Armando Vasseur y Roberto de las Carreras (junio 1901), en La Tribuna Popular, Guzmán Papini y Zás inició una sección engañosamente llamada "Siluetas de literatos", verdadera serie de agresiones verbales, la primera de las cuales tuvo por blanco a Federico Ferrando. Papini, un poeta que había sido rechazado en los cenáculos modernistas y vinculado a círculos de poder político, respondía de este modo a una crítica negativa que aquél había realizado de su Canto a la batalla de Cagancha. Aprovechando un suceso que conmocionó a la sociedad montevideana de aquellos años, el robo por boqueteros de la joyería Carrara, Papini tituló a su artículo "El hombre del caño", centrando su ataque en la apariencia desprolija y el desaseo que supuestamente caracterizaban a su personaje. Las alusiones personales eran evidentes y Ferrando respondió de inmediato con un artículo publicado en El Tiempo (27 de febrero), donde contaba, entre otras cosas, como había retado a un duelo de honor a Papini y éste lo había rehuido. Las siguientes estocadas se registraron el 1º y el 5 de marzo en La Tribuna, por parte de Papini, y por Ferrando el 4 del mismo mes en El Trabajo. En este último diario se aclaraba expresamente que solo por respeto al legítimo derecho de defensa, se autorizaba la nota. El 5 de marzo Guzmán Papini continuaba su serie de siluetas, esta vez titulándola "El de la triste figura" y dirigiéndola contra Eliseo Ricardo Gómez, un poeta menor que frecuentaba las tertulias modernistas y se proclamaba amigo de Ferrando. Fue entonces que los hechos se precipitaron. Ese día Federico Ferrando fue al puerto de Montevideo a recibir a su amigo Horacio Quiroga que volvía del Salto natal. Ambos pasaron revista a sus últimos trabajos literarios mientras almorzaban en el Hotel del Comercio y se dirigieron luego al hogar de los Ferrando, en Maldonado 354. Allí se les unió Héctor, hermano de Federico. Instalados en uno de los dormitorios de la casa, Federico le mostró a Quiroga el arma que, por encargo suyo, había comprado su hermano en previsión a un posible duelo con Guzmán Papini y Zás. Era una pistola de dos caños, sistema Lafouchex, 12 milímetros. Sentado en una cama, Federico observó cómo Quiroga inspeccionaba el arma. El resorte del seguro aparecía demasiado duro. Quiroga cerró los dos caños para probarlo. En ese momento se escapó un tiro y se oyó un grito de dolor. Cuando se disipó el humo se vio caer sobre las almohadas a Federico. Según alguna versión, Quiroga alcanzó a lanzarse sobre el cuerpo ensangrentado de su amigo pidiéndole perdón. Luego corrió a buscar a Alberto Brignole, el camarada del Consistorio del Gay Saber que era practicante de medicina. Todo fue inútil. El proyectil había penetrado por la boca para incrustarse fatalmente en el hueso occipital. Federico Ferrando falleció casi en el acto. Todas las biografías y relatos del hecho limitan el espacio y los personajes al dormitorio de los dos hermanos adultos, Héctor, cuyo testimonio fue fundamental para verificar que se trató de un accidente, y el infortunado Federico. La tradición familiar y el relato “Quiroga en casa”, escrito por Federico Ferrando Ferreira, introduce la presencia de un tercer hermano, muy menor. Cuenta Federico Ferrando Ferreira: “De memoria aprendí aquella escena en que mientras mi padre –con cuatro o cinco años- les alcanzaba el mate que venía humeante desde la cocina, Quiroga y Federico Ferrando, mi tío frustrado, dialogaban sentados al borde de la cama de éste hasta que sonó el disparo.” La historia debió ser contada una y mil veces en el seno de un hogar marcado para siempre por el luctuoso acontecimiento. Ese niño, cuyo nombre era Manuel Julio, y luego su hijo, serían los que conservarían, por más de cien años, estos textos que ahora se dan a conocer definitivamente. El fantasma de Quiroga A pesar de todo, Quiroga seguiría siendo evocado con cariño y admiración en la familia Ferrando, tal lo que se desprende del recuerdo de Federico Ferrando Ferreira. La imagen juvenil del escritor de Los arrecifes de coral reaparecía una y otra vez cuando la lectura familiar retomaba el libro de Dumas que él regalara a la niña María Elena. Otra hermana, Julia, quizá haya sido la primera en conservar celosamente aquel libro: “No conocí el timbre de su voz ni su modo de caminar, pero él siempre estuvo en casa. Cuando mi tía Julia (…) abría las páginas de Historia de un cascanueces que ya comenzaba a amarillear entonces, era como si él también se sentara a acompañarnos aunque no lo viera. Yo miraba fascinado los pequeños grabados que palpitaban en mi imaginación mientras la lectura paciente de mi tía iba tejiendo la historia repetida pero siempre requerida por la curiosidad nunca saciada de mis cortos años. No era, sin embargo, sólo la magia de aquellos juguetes que cobraban vida en el cuento en salones cargados de silencios nocturnos, los que nutrían la sensación fantástica que aún conservo confundiendo soldaditos de plomo y cascanueces de madera con niñas yacentes, gatos con nombre de hombre y un flaco personaje cuya luenga barba vivió enredada a mi vida desde entonces. Era más que el relato, creo, el clima de interrogantes que quedaba siempre como flotando en el aire, luego del capítulo que predecía a la lectura del propio cuento, lo que me hacía volar escudriñando sombras. Digo capítulo aún sin ser parte del propio libro sino una larga dedicatoria inserta en él, porque aquella página era indisoluble al conjunto que provocaba mis emociones de entonces y las evocaciones actuales. Aquella hoja inaugural cubierta con menuda letra y releída innumerables veces a mi pedido, terminaba con una firma de la que –deteriorada por el tiempo- hoy solo sobrevive la última letra: Horacio Quiroga.” Convertida en ritual familiar, la lectura resulta inolvidable no solo por su contenido sino también por la carga simbólica que la acompañaba y la aureola de misterio y de tristeza que creaba en su entorno. El libro circuló entre los hermanos, quizá de María Elena a Julia, quizá de Julia a Manuel Julio. Sería finalmente Julia la que se lo leyera a Federico, el hijo de Manuel Julio: “Me veo sentado, silencioso, en mi sillita de paja y mi tía Julia a mi lado leyendo y luego retratando en el relato a su hermanita, quien extrañamente llamaba a todos los gatos Antonio y había inspirado en Quiroga una cariñosa relación que él expresaba escribiéndole pequeños cuentos o brindándole obsequios, como ese mismo libro que se había conservado –y aún conservo- haciendo perdurar el recuerdo de un tiempo narrado que congelé en mi memoria. Tiempo que siempre me pareció de leyenda por la calidad de los personajes que lo poblaron, por las circunstancias en que estos se movieron y actuaron, por lo tan lejos y tan cerca que siempre estuvieron de mí. Infinidad de veces la lectura del cuento de Cascanueces no llegó a su final. Antes, mi preferencia por la historia real, a la que estaba unido, detenía el curso de la ficción infantil para estimular el regodeo en las anécdotas que habitaron la casa de mis abuelos en torno a la figura fabulosa de Horacio Quiroga.” Federico Ferrando II Este otro Federico Ferrando cuyo apellido materno fue Ferreira, que recordaba a sus cuatro o cinco años ver desde los hombros de su padre la llegada de las cenizas de Horacio Quiroga al Uruguay, de adulto se convertiría en actor, escultor, pintor muralista y editor. Cursó estudios teatrales en Montevideo, montando escenografías y diseñando vestuarios primero en Teatro Libre, y desde 1961 en el Teatro Universal, fundado por Federico Wolff. Se vinculó a la lucha revolucionaria en la década de los 60 y, según anota Virginia Martínez en su libro La vida es tempestad. Historia de la familia Barret, en su casa se refugió alguna vez Soledad, la nieta de Rafael Barret, el gran escritor catalán asilado en Paraguay. Preso político desde 1972, exiliado luego en Suecia, Ferrando dirigirá una de las más importantes publicaciones periódicas uruguayas en el exilio, La Revista del Sur, cuyo primer número salió en Malmö en agosto – octubre de 1983. Integraba el consejo editor de la revista Aníbal Sampayo y en ella participaron Fernando Butazzoni, Roberto Mascaró y Luciana Possamay, entre otros muchos escritores que en aquel momento se hallaban fuera del país. No resulta extraño, como hombre solidario y vocacional del arte, que Federico Ferrando Ferreira conservara durante la mayor parte de su vida el libro de Dumas con los escritos de Quiroga, a los que sumó, con el andar del tiempo, numerosos recortes periodísticos aparecidos en publicaciones uruguayas sobre su tío. Su amistad con el periodista cubano Norberto Codina, director de La Gaceta de Cuba, permitió que en agosto de 1990 se diera a conocer por primera vez, en ese periódico, los textos de que da cuenta este artículo. Al parecer, ningún eco llegó a Uruguay sobre esas publicaciones. Federico Ferrando Ferreira falleció en Suecia en junio de 2015. Bibliografía Brignole, A. J. y M. Delgado. Vida y obra de Horacio Quiroga. Montevideo, 1939. Ferrando, Federico. Textos desconocidos. Prólogo de Arturo Sergio Visca. Biblioteca Nacional, 1969. Giaudrone, Carla. “’La esbeltez de los barcos que están casi en el aire’. El cenáculo y el barco como heterotopías en el 900 », en Cuaderno Lirico, 2010 https://journals.openedition.org/lirico/411?lang=es (visto el 29 octubre 2019) Martínez, Virginia. La vida es tempestad. Historia de la familia Barret. Banda Oriental, 2017. Rocca, Pablo. Las polémicas del 900. Banda Oriental, 2000. Rodríguez Monegal, Emir. Las raíces de Horacio Quiroga. Alfa, 1961. Viñoles, Pepe. “Las muchas vidas de Federico Ferrando”, en Magazín Latino, junio 2015. http://www.magazinlatino.se/columnas/2015/pepe_vinoles-las-muchas-vidas (visto el 29 octubre 2019) |
Alfredo Alzugarat
alfredo.alzugarat@gmail.com
alvemasu@adinet.com.uy
Publicado, originalmente, en Brecha el 14 de febrero de 2020
Autorizado por el autor
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