Prólogo a la nueva edición de
Cartas de Lily desde la cárcel en tiempos de dictadura,
de Lily Vives. Montevideo: Arca, 2007. |
En febrero de 1976 Lily Vives fue liberada del penal de Punta de Rieles, cárcel de mujeres durante la dictadura cívico- militar. Las cartas intercambiadas desde su detención en 1974 hasta aquella fecha, con su esposo, el conocido maestro José María Firpo, y con su hija adolescente, le habían significado uno de los más fuertes alicientes para sobrevivir. La feliz convicción de que poseían un valor que iba más allá de lo íntimo, la decidió, entre 1986 y 1990, a seleccionarlas respetando un orden secuencial y publicarlas. No fue en vano. Aún hoy, treinta años después de realizadas, estas cartas, aunque acotadas a las férreas directivas de la cárcel, invitan a reflexionar sobre el valor de la palabra y de los sentimientos a la vez que a revivir los pormenores de una lucha serena y paciente, firme e indeclinable. La afirmación de los lazos familiares, el constante examen de su interioridad o, como afirma la autora, “la búsqueda constante de lo esencial como meta final de la introspección”, “el por qué y para qué se vive y el por qué y para qué se lucha”, así como el sondeo de los límites y las posibilidades de la comunicación escrita, la conciencia de estar ante un “eterno monólogo” que contra viento y marea hay que proseguir para continuar reconociéndonos, acercan y a la vez distinguen este intercambio epistolar de un vasto universo testimonial del que dan cuenta miles, tal vez centenares de miles de cartas, publicadas o no, porfiados registros de similares experiencias. Durante trece años, casi semana a semana, miles de presos políticos se abocaron a la tarea de escribir a sus familiares en el esfuerzo de complementar la reducida visita quincenal y en muchos casos, cuando aquella no era posible, como única forma de comunicación con sus seres queridos. Era pues, una de las tareas más cotidianas, pero también de las más difíciles y exigentes. Esta realidad se refleja con agudeza y nitidez en las palabras de Lily Vives: “El mensaje debe poseer una fuerza tal que perdure al cabo de una semana. ¿Quedarán satisfechos los interrogantes? ¿Cuánto se dice? ¿Cuánto se oculta? ¿Dónde está la verdad? Las rejas separan y limitan más de lo supuesto. Las palabras pierden significado y contenido. Se crea un lenguaje diferente que debe ser decodificado y no siempre se logra. A pesar de la reiteración del mensaje, se siente la distancia, la incomunicación. De todas maneras estas son las reglas del juego ” , afirma. La aceptación de estas condiciones exigía enfrentar, una y otra vez, todas las veces, el drama de la página en blanco al comienzo de una comunicación; el obligado respeto a una normativa asfixiante; la autocensura temática y expresiva; el riesgo de lo anodino y de lo repetitivo. Esa aquiescencia, sin embargo, nunca podía implicar resignación. Con igual tesón estaba presente la búsqueda de las palabras precisas, la comparación certera, el recuerdo oportuno, la sugerencia interlineal, cuanto hiciera posible la continuidad de la relación a pesar de los años de separación y de las distintas circunstancias de vida. Escribir representaba, en definitiva, un desesperado esfuerzo por cruzar mundos dolorosamente diferentes. Era la pasión por ubicarse en el mundo del destinatario, ese mundo tan añorado como prohibido para el preso. Era también transmitir prolijamente, con plena convicción, un mundo de esperanza y solidaridad, de silenciosa resistencia, día a día forjado: “... se cierra una puerta y se abre otra tal vez más amplia, más profunda, donde se descubre otra estética, otros sentimientos, otros valores que completan nuestra capacidad para vivir en plenitud.” Del otro lado estaba la expectativa, la ansiedad que llevaba a sentir cada vocablo o cada frase como un tesoro, el querido lector decidido a recorrer aquellos renglones un sinnúmero de veces. “En mi caso, la familia fue el madero al que pude asirme y la relación afectiva el emergente desancadenante de revisiones y puesta al día de lo que íbamos sintiendo”, explicó Lily Vives en el prólogo a la primera edición de este libro, hace dieciséis años. Fue como nacer de nuevo con “el núcleo familiar como útero materno”, dice en una de sus últimas cartas. Ese será el eje, la directriz que guiará todas sus palabras, desde el tímido e inicial listado de elementos imprescindibles -seguramente garabateados en un lóbrego calabozo de cuartel, recién acabados los interrogatorios- hasta los sentimientos encontrados del balance final, ya en la antesala de la libertad, y aún en las cartas posteriores que dan cuenta de la lenta reinserción al hogar y a la sociedad. La nueva convivencia entre padre e hija motivada por su forzada ausencia, la confianza de que su matrimonio pueda superar la dura prueba tras veinte años de unión, el seguimiento amoroso de la evolución emocional de su hija, son sus permanentes preocupaciones. “¿Qué son ustedes para mí?”, se pregunta. “...un grueso cordel que me sostiene, que me alienta y me quiere”, sintetiza. Insistente consigo misma, en un sentido ritual diario auscultará su interioridad, el entorno que la acompaña y su querida familia. Así la vida se le convierte en “un tejer y destejer”, “aceptar el retroceder para volver a avanzar”. Es la realidad que está compartiendo la que le facilita esa conclusión: elige como ocupación manual el tejido y se siente una nueva Penélope en una Ítaca enrejada, asediada por la represión asfixiante pero sin jamás claudicar en la espera del retorno a la vida en familia, ese Odiseo que sabe que inevitablemente ha de llegar. Ya instalada en su ámbito definitivo de prisión, la naturaleza brumosa de los alrededores de la cárcel de Punta de Rieles, comienza a crecer en sus palabras hasta brindar el que será su más persistente símbolo epistolar: un caballo blanco que pasta y retoza en el campo lejano. Desde siempre emblema de la libertad, el caballo blanco será también para Lily materia de su imaginación, hilo conductor de su monólogo y puente de comunicación con los suyos: “los caballos son los únicos que libremente cruzan el puentecito creado por nuestro pensamiento”. La libertad al fin llega pero las cartas de Lily continúan. Ahora la interlocutora es una amiga exiliada a la que confesará los detalles de su reinserción, esa post-cárcel tan anhelada y tan temida. Aún queda el reencuentro con la identidad perdida, la lucha que emerge “del pasaje de ser un número a ser PERSONA”, así, con mayúscula. El regreso al país de la amiga, anuncio de la inexorable caída de la dictadura, es el único final posible. Relato de un drama interior, las Cartas de Lily reproducen el avatar emocional de una presa política, de una luchadora convencida de un mañana distinto que, a pocos meses de cárcel, supo aferrarse a un solo axioma: “si vivir es un acto creativo debemos transformar el espacio y el tiempo”. Afirmación válida para sí y para todos. Deber que supo cumplir. |
Lic. Alfredo Alzugarat
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