Ángeles apasionados, de Jaime Monestier. Cal y Canto. Montevideo, 1996. Distribuye Gussi. 332 páginas, por Alfredo Alzugarat |
Un personaje a la búsqueda de su identidad y la historia de una familia de inmigrantes españoles, son los dos caminos temáticos que se alternan en esta novela, donde el trasfondo moral y religioso permite arribar a irónicas conclusiones y trágicas consecuencias. Nadie recuerda que el bisabuelo murió fusilado por francmasón. Se ignora por qué el abuelo, cura en su juventud, se trajo consigo un confesionario conservándolo en su dormitorio. Más importantes resultan ser la ambivalencia y el desgarramiento espiritual de su padre, católico ultramontano y a la vez temible usurero, quien conoce a la que será su esposa en el entierro de Batlle, se casa en las vísperas del golpe de Terra, dilapida su fortuna para erigir un templo en Galicia y muere tal como se lo había anunciado una gitana. No menos dolorosa será la vida de la madre, que de joven fue cristiana y acabará leyendo El Capital. Todo es y deja de ser, lo que existe concluye por negarse y lo que se construye desaparece en una historia que tiene por explícita fuente de inspiración los inmortales versos de Manrique. La gesta familiar, que se deja leer plácidamente de la mano de un clásico y exquisito narrador omnisciente, presentará más de un punto de semejanza con otra novela de reciente aparición, Invención del pasado, de Miguel Ángel Campodónico. Se repite el paisaje de casa-quintas de Prado de comienzos de siglo, la astucia en los negocios a cargo de los recién llegados, el celo por las costumbres, la ambición desmedida. Sin embargo, el apogeo y la caída del clan será aquí la obra de un solo hombre, curiosamente llamado Juan Jacobo. De allí en más, andando el tiempo que todo lo transforma, a través de un torrente de coincidencias y de momentos climáticos, bordeando lo insólito, la historia desembocará en lo maravilloso y en lo inexplicable. La rotación de los protagonistas y la extraña permanencia de algún personaje secundario, permiten un diálogo entre distintas épocas, mentalidades, temperamentos, donde, como en el Aleph hebreo, “comienzo y fin se alejan y confluyen, y están por lo tanto íntimamente ligados”. El título, muy lógico aunque poco atractivo, alude a dos angelitos tallados en madera, dos “puttini” de origen barroco, que actuarán como una especie de Rosebud, dando cabida a un significado esencial y secreto que nunca llegará a develarse totalmente. Al igual que sucede con los sentimientos, del valor atesorado en los objetos restarán hilachas, fragmentos de difícil conciliación. La autodisolución de la historia parece contaminar los más distintos ámbitos y abarcar lo animado y lo inanimado, dejando en pie tan sólo la reflexión ética y la fina ironía con que se exploran las relaciones entre los hombres. Una prosa prolija, de rico vocabulario, que apela a amplios conocimientos de literatura y arte, caracteriza a esta primera novela de Jaime Monestier, nacido en 1925, quien fuera premiado en 1993 por el Ministerio de Educación y Cultura por su ensayo El combate laico. |
Lic.
Alfredo Alzugarat
El País Cultural, 10 de junio
1997
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