Alas de mariposa |
Los ventiladores, siempre batiendo el mismo aire, lo abrumaban dolorosamente. De nada le valía aflojar el nudo de la corbata. Podía quitarse el saco, pero ni soñar con arremangarse los puños de la camisa. El sol golpeaba inútilmente en los vidrios opacos de las ventanas y sus pies congestionados por el corsé de los zapatos indicaban ya cuatro horas y media de trabajo. Las hojas comenzaban a borronearse por efecto del calor y el humo de los cigarros, allá en lo alto, flotaba como una sola nube azul que los ventiladores no alcanzaban a disipar. Diez años en el Ministerio de Defensa y ni un solo sueño. Ni un desahogo mínimo, ni un faltazo a mitad de semana, ni una protesta balbuceante ante el sueldo cada vez más recortado por el presupuesto de guerra. Sola la espera. La fe reconcentrada en un milagro que surgiría sin demandarle ningún esfuerzo. Como sacar la lotería sin haber comprado un billete. Por efecto de la fe, nada más. Esperar, diligente, pacientemente. Con un solo truco, una sola licencia a su condición de oficinista. El último cajón que se abría silenciosa, disimuladamente, y un vistazo voraz, frenético, de duración instantánea, a aquellos redondos pechos que parecían saltar desde las fotografías a color, a las largas piernas que desembocaban en un pubis velludo donde de buena gana hundiría su boca hasta asfixiarse, a las firmes nalgas que hubiera querido estrujar entre sus dedos. Era como un vaso del oxígeno más puro. Pasar la página y cerrar el cajón. Dentro de treinta, cuarenta minutos, cuando el conserje salga afuera a recibir a algún jerarca y el jefe se levante para dirigirse al baño y nadie se acerque a su escritorio, entonces tal vez, otro vistazo. El único truco de un empleado ejemplar sin un solo sueño. Claro que también estaba la morocha de ojos leonados que hacía aterrizar sobre su escritorio cada mañana una carpeta nueva de partes de guerra. Cómo no decirle muchas gracias señorita, mirándola fijamente. Cómo no suplicarle, con labios implorantes, que aquella sonrisa doctoral al saludarlo se tornara de pronto más amplia y accesible. Cómo no mirar, entre suspiros ahogados, aquel trasero redondo que se alejaba paso a paso, cimbreando rítmicamente hasta desaparecer. Y luego hundir la cabeza entre papeles. Los partes de guerra y esa estúpida tarea de todos los días, maldecir la ignorancia de los generales y corregir entre bronca y tedio sus innumerables faltas ortográficas y la torpeza de sus redacciones. Menudo trabajo. Aprender mil veces que se podían cometer tres errores en una palabra de tres letras ("haci" en vez de "así") o que una proposición y un infinitivo podía dar lugar a otro infinitivo por un milagro de la fonética ("haber" en vez de "a ver") o que la u siempre acompaña a la g ("diriguir" en vez de "dirigir"), sin hablar del libre uso de la h, por presencia o por ausencia ("hojo", "ombre"). Comprendía perfectamente que sin la ignorancia de los generales él no estaría allí, ocupando un empleo, pero deploraba el triste anonimato de su tarea de escriba, de su oscuro esfuerzo por volver presentables aquellos partes de guerra que la historia recogería con la firma de un general como única autoría. (Ellos los ignorantes, pero él el ignorado). Insufrible, bochornosa tarea, colocar los tildes de tres mil acentos, mayúsculas en su lugar debido, puntos y comas que pausen el tortuoso transcurrir de un discurso imposible. Hasta que falten cinco minutos para el término de su labor, hasta que vuelva la morocha de ojos leonados y los partes de guerra despeguen de su escritorio y la sonrisa doctoral y el divino trasero cimbreante. Diez años y los partes de guerra, obligadamente leídos, repetían estúpidamente y hasta el cansancio, victorias arrolladoras con enemigos dispersos entre miles de bajas, con tropas que avanzaban y avanzaban sin que nada las pudiese detener. Sobre papeles olorosos a pólvora vibrantes salutaciones heroicas copiadas de partes anteriores, gritos de combate que anunciaban un cercano triunfo final mil veces inminente y mil veces postergado. Diez interminables años y los ventiladores ya no saben lo que hacen. El sol golpeando en los vidrios opacos y unas ganas cada vez más crecientes de tirar por el aire los partes de guerra, de verlos flotar como nubes de mariposas rebeldes y de proclamar a viva voz la paz de los escribientes, la paz de los insignificantes correctores, de los oscuros prisioneros-patriotas del Ministerio de Defensa. Saber que nunca se decidiría a eso. Esperar, sin embargo. Avanzó por entre un mar de rocas sin sentir la incomodidad de sus zapatos. El sol le daba de lleno en el rostro y la llanura parecía viborear entre nubes de vapor. Palpó los latidos de su corazón para estar seguro de que existía. Estaba convencido, sin embargo, de estar viviendo un sueño. A pesar de los tanques de guerras que ahora creía divisar en la lejanía, recordaba perfectamente el momento en que su mente se perdió por última vez en el intrincado laberinto de una frase sin sujeto ni predicado, pergeñada con palabras sueltas que hacían estallar en pedazos la más elemental regla de concordancia. Fue el momento en que los ventiladores dejaron de zumbar y la nube de humo de los cigarros rebotó contra el techo hasta desvanecerse. Un momento que quedó impregnado en los meandros de su cerebro como un vaho sinuoso o una gelatina espumosa que lo volvió ligero, ingrávido, etéreo. Tuvo que echarse al suelo para no quedar al descubierto ante los tanques de guerra. Arrastrase por las piedras como un novato en las trincheras. A medida que avanzaba su cuerpo parecía ir volviendo a su estado natural, solidificarse el espesor de sus músculos. Oscuramente comprendió que al intentar rehacer la sintaxis desbaratada había caído en el abismo de las palabras, que al pretender corregirlas se había metido dentro de ellas, había desbrozado las impudicias de su caparazón y había alcanzado la sustancia de sus significados, la realidad misma que las había creado. De explorar partes había llegado al todo de la guerra y ya podía contemplar en el horizonte el fogonazo de los cañones de retroceso, las bombas voladoras que reventaban entre nubes violetas y lluvias de rocas, y los hombres agazapados con sus máscaras anti-gases, listos para morir. No sabía hacia donde dirigirse pues por todas partes silbaban los obuses. Decidió que lo mejor era permanecer allí, inmóvil, pegado a la tierra. Miró el reloj y vio que eran las seis y media. Pensó que en media hora podría abandonar su trabajo y tal vez el sueño se diluyera. Confió en esa posibilidad. Se sentía ridículo echado allí, con el nudo de la corbata perfectamente ajustado, con los puños de la camisa sin arremangar. El estruendo de las explosiones le obligaba a hundir la cabeza entre sus brazos, a apretar el cuerpo y el rostro al filo de las rocas. Había recobrado toda su sensibilidad y aguardaba alerta, con una lucidez inusual. Asomó la cabeza un momento solo para constatar que el fragor de la metralla había aumentado y que los tanques se habían aproximado más aún. Hubiera deseado cavar un pozo entre las piedras y tapiar con algodón sus oídos. Las siete menos cinco. Como obedeciendo un instinto maquinal, amasado en diez años de rutina, elevó un tanto su cuerpo con la satisfacción de haber concluido su trabajo. Entonces no lo pudo creer. Entre los macizos de rocas, la morocha de los ojos leonados, totalmente desnuda, avanzaba hacia él. Toda la esplendidez de sus voluminosos pechos y la sinuosidad de sus caderas emergía por los senderos abiertos entre las peñas polvorientas. Cuando la tuvo frente a sí la miró detenidamente, como todos los días. La sonrisa minúscula de ella se fue ampliando lentamente. No espero más. Saltó de su escondrijo sin importarle el zumbido de los proyectiles a su derredor. Ella entonces corrió. Pudo ver por primera vez entonces, aquel trasero mil veces adivinado, aquellas nalgas firmes y elásticas que ahora lo encandilaban al ritmo de la carrera. La persiguió a grandes zancadas, saltando entre las rocas. Un reguero de pólvora y fuego se deslizó velozmente entre ambos, pero no cesó en su empeño. Entre el humo ardiente que le mordía los ojos alcanzó a verla, ágil como una gacela. No sintió miedo. Una sed quemante, que ascendía desde su vientre, le flagelaba los nervios. Atravesó indemne la línea de llamas y siguió corriendo. Ella dio vuelta la cabeza una sola vez, suficiente como para captar las chispas de sus ojos leonados, y se lanzó rectamente hacia los tanques. No importaba. La alcanzaría. De cualquier manera, donde pudiera, la alcanzaría. Ya era casi suya. Entre las gigantescas orugas de los dos taques de guerra ella tropezó y, al caer, su cuerpo giró, hermoso, radiante, abriéndose al cuerpo de él. Alcanzó a llenarse las manos de aquellos pechos al tiempo que aquel pubis velludo, aquella honda y húmeda cavidad absorbía vorazmente la magnífica erección de su miembro. Pareció como si estallaran en pedazos mil fotografías a color. Una fuerza incandescente, larvada por diez años de deseo, lo sacudió en sublimes espasmos. Un aroma de néctar y sulfuro lo fue adormeciendo dulcemente, mientras a su alrededor volaban partes de guerra, ascendiendo y descendiendo al ritmo del viento, atravesando el humo, flotando como nubes de mariposas rebeldes. Cuando despertó, como deshilvanado en la reverberación y la bruma, alcanzó a distinguir seis cuerpos a su alrededor. Los miró uno a uno. Eran seis soldados enemigos, con sus uniformes de campaña, apuntándolo con sus fusiles. Uno de ellos le lanzó un grito amenazador al tiempo que inclinaba la boca del caño hacia su pecho. Comprendió que debía levantarse con las manos en la nuca. Lo llevaron a empujones. Dejaron atrás el pedregal y se internaron por una llanura arenosa, irritantemente fatigosa. Sentía los caños de sus fusiles presionándole las costillas. Media hora más tarde lo conducían entre líneas de postas y alambrados hasta desembocar en un galpón de grandes proporciones. Comprobó que se hallaba en un campo de prisioneros y que, en la lúdica fiebre que lo acometiera, había sido capaz de violentar las barreras del sueño. Había dio a parar al otro lado de la realidad. A la mañana siguiente lo despertaron. Le obligaron a lavarse la cara, acomodarse el nudo de la corbata y cepillarse el saco y los zapatos. A través de un patio donde descansaban montañas de chatarra, en su mayoría automóviles abandonados y tanques derruidos, lo llevaron hasta una oficina impecable, con el brillo del sol desvaneciéndose en los vidrios opacos de las ventanas y ventiladores que batían incansablemente un mismo aire sin salida. Cuando lo sentaron ante un escritorio maldijo su suerte. Sin embargo su mayor sorpresa fue el reconocer a la morocha de ojos leonados, avanzando hacia él con una gruesa carpeta entre sus brazos. No pudo más que mirarla fijamente. Ella esbozó una sonrisa doctoral, seca, distante, que parecía ignorar por completo lo sucedido la tarde anterior. El quedó extasiado, observando aquel trasero fascinante que se alejaba hasta desaparecer. Cuando abrió las carpetas halló los mismos partes de guerra, la misma sintaxis incorregible, de verbos monstruosamente conjugados, de faltas ortográficas mil veces repetidas. Lo dejaron allí, releyendo aquellos partes que eran un calco exacto de los otros, con gigantescas victorias sin bajas, con avances incontenibles de tropas que dejaban atrás cifras extraordinarias de blindados enemigos destruidos, piezas de artillería fuera de combate y miles de muertos y heridos. Estaba seguro que el último cajón del escritorio debía contener exuberantes desnudos a todo color. Pero no se atrevió a abrirlo. Pensó que si era capaz de concentrarse otra vez en el contenido de aquellas cláusulas, de desbrozar sus impudicias e internarse en el significado de las palabras, podría a través de otro sueño similar retornar a su país, es decir, a una oficina igual a esta, a un escritorio igual a éste, a continuar corrigiendo idénticos partes de guerra, con la misma dedicación y el mismo tedio, hasta que un día su atención lo traicionara y lo trajera nuevamente aquí, y así sucesivamente, una y otra vez, quedándole en la piel nada más que huellas de su cuerpo aplastado a las rocas y la sensación de espasmos compulsivos y eyaculaciones apresuradas entre orugas de carros de combate. Descubrió con horror que nunca podría escapar a ese círculo. Que había perdido hasta la libertad de los sueños. |
Alfredo
Alzugarat
Cuentos de War. La guerra es un juego.
Cal y Canto y Biblioteca de Marcha, Montevideo,
1996
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