Si desea apoyar la labor cultutal de Letras- Uruguay, puede hacerlo por PayPal, gracias!! |
A la búsqueda del rey Arturo |
|
La
carpa del circo era tan inmensa que siempre me preguntaba como habían
hecho para levantarla. Parecía cubrir el mundo y no alcanzaban los ojos
para abarcarla toda. Aquel mediodía observé los banderines encarnados que flameaban en lo alto, pasé junto a los elefantes del portal que aguardaban la función de la noche paseándose una pelota de trompa a trompa, y me dirigí hacia el rinconcito de Merlín. Le pregunté a boca de jarro qué tiempo haría y si vendría mucha gente. Tomó su largo catalejo verde y por un agujero de la lona apuntó hacia el horizonte. Lo |
amplió y ,lo disminuyó varias veces y el resultado de sus observaciones
lo fue registrado en una bandeja de plata donde habían noventa y cinco
bolitas de vidrio. Al fin movió dubitativamente la cabeza.
"Hoy
no es tiempo de circo", me dijo. "Hoy es Carnaval. Arturo podrá
comer carne y Ginebra encontrarse con Lanzarote." Cuando di vuelta en torno mío pensando en la profecía, los vi llegar. Venían danzando al compás de bombos y redoblantes, daban volteretas en el aire y lanzaban serpentinas luciendo anchos bombachos a colores y sombreros puntiagudos adornados de plumas. Las gradas se colmaron de público y el bullicio fue impresionante. Todo fue tan repentino que hubo que improvisar un repertorio. Pronto se armó un tablado y colocaron sobre él letreros gigantescos de café El Chaná, floreros con glicinas y cisnes que levantaban vuelto entre una explosión de estrellas zigzagueantes. La troupe de murguistas subió hasta allí y el couplé continuó ante el delirio de la multitud. No
sé cuanto tiempo transcurrió. Otro día apareció Merlín
y me anunció que había llegado el tiempo de Semana Santa porque
había visto a Sir Galahad marchar en procesión portando ramas de
palmas y olivos. A galope tendido llegó hasta nosotros un gaucho de
chambergo cruzado y tercerola a la espalda. Nos anunció que detrás venían
otros dos con una tropilla de cien potros indomables. Aparecieron
entonces voluntarios desde todos los rincones del país, prestos a
jinetearlos hora tras hora. Conocí a Martín Fierro, a Juan Moreira, a
Santos Leiva, a Martín Aquino y a Santos Vega. Desde el Far West llegó
un vaquero llamado Rit Randger que se decía sobrino nieto del
legendario Gene Austry. Montaba un garañón de pelo cobrizo y usaba pañuelo
al cuello y chaleco de cuero con botas y espuelas doradas. Tuvimos
oportunidad de intimar con él y por primera vez oímos hablar del Cañón
del Colorado, de las largas caravanas en viaje hacia el Oeste y de las
señales de humo llamando al gran Manitu. Hasta
que Merlín perdió su catalejo y esbozó con resignación que todo el
tiempo había pasado y que vagábamos en la nada. "¿Qué haremos
ahora?, le pregunté entonces. "Procúrate una pandilla de buenos
amigos y vete en busca de
Arturo", me contestó. "Pero ¿cómo puede un niño como yo
saber dónde se halla el rey Arturo?", interrogué desconcertado.
Me miró con sus ojos asombrados y se fue sin decir nada. Aunque corrí
tras él no pude alcanzarlo. Cuando llegué hasta su rincón de augur
supe que el catalejo y las noventa y cinco bolitas de vidrio habían
desaparecido la noche anterior. Llamé
por los altavoces a Rit Randger y juntos nos retiramos a comer carne de
búfalo a orillas del Missourí. Le pregunté como hallar al rey Arturo
y me dijo que no tenía ni la más pálida idea,. Le manifesté entonces
mis deseos de reorganizar el circo y echar a andar por los caminos del
mundo. Me contestó que era muy bueno ser el dueño del circo, aunque
creía que en estos tiempos era más seguro dedicarse a la televisión.
Me presentó a Yassin, un muchacho
tan alto que parecía andar sobre zancos, un negrito que bailaba samba
llamado Pelé y un muchachuelo rubicundo, muy blanco de piel y que se
parecía mucho a mí. Se llamaba Alfredo y sabía leer. Juntos, todos ,
formamos la pandilla. Rit Randger era nuestro líder. Filmamos
ciento dos episodios de una serie televisiva donde Rit se convertía en
un justiciero sin parangón. Se enfrentaba a cualquier otro héroe del
Oeste y le demostraba su superioridad: desenmascaró al Llanero
Solitario, mató más búfalos que Búffalo Bill y le cortó una oreja a
John Wayne, la cual se encuentra todavía en exhibición en su rancho de
Keyton Creek. Era un vaquero muy singular: tenía mujer e hijos, era
amigo de los indios y amaestraba coyotes.
Un día se cansó del Oeste y se marchó en safari por la jungla
africana. Pensamos en atrapar animales para el circo pero él se rehusó.
Quería ser un gran cazador. El motivo dio para filmar veintisiete
episodios más pero al público, cada vez más numeroso y exigente, ya
no le satisfacían las estampidas de rinocerontes unicornios ni los
pantanos con cabezas de hipopótamos y cocodrilos de boca abierta. Llegó entonces el momento de la despedida. Muy emocionado, Rit Randger saludó a cada uno de nosotros: le dio un abrazo a Yassin, otro a Pelé, otro a Alfredo y cuando llegó hasta mí ya no pudo contenerse. Las lágrimas nos desbordaron a ambos. Me dijo que volvía a los valles de Nebraska, a la lejana tierra de cactus gigantes y apaches mezcaleros. Yo le respondí que no lo olvidaría y que estaba seguro de volver a hallarlo en cuanto escribiera mi primera novela. El
día que Rit se fue, bandadas de colibríes emigraron hacia el norte
lejano y a la noche la luna se enredó en un halo de nubes con relumbrón
de cobre viejo. Llovió luego, y siguió haciéndolo sin parar durante más
de una semana. Mi padre me mostraba fotografías de los diarios con
hombres atravesando calles inundadas con los pantalones arremangados
hasta las rodillas y llevando un niño en brazos, balsas de troncos
arrastradas por los torrentes donde convivían gallinas, cerdos y arañas
de largas patas, matas de camalotes penetrando por las ventanas de los
dormitorios y un señor de larga barba blanca inaugurando las
inundaciones del 59. Me acordé entonces de Merlín y supe que todo lo
que estaba sucediendo era porque nos habíamos olvidado de ir a la búsqueda
del Rey Arturo. Y me sentí triste, por Rit Randger que nos había
abandonado, por Merlín y por Arturo. Cuando
escampó me reencontré con Yassin, Pelé y Alfredo, el que sabía leer.
Decidimos quedarnos bajo la carpa del circo: era tan grande que ni
cuenta nos daríamos si la lluvia seguía o salía el sol. Conversamos
de proyectos futuros, de aventuras maravillosas y de bueyes perdidos.
Compartimos una pipa de la paz, obsequio de Rit Randger el cual a su vez
la había recibido de manos del gran jefe Toro Sentado. Después de
varios días de deliberaciones fundamos el Yapeyú Hoip-Hip-Ra Football
Club y vimos que era la tabla de salvación para nuestro circo.
Competimos en un campeonato con doscientos tres partidos a jugar. Ante
las tribunas repletas, atravesadas de lado a lado por gigantescas
banderas, recorrimos los cinco continentes ganando laureles y encumbrándonos
de gloria. Como éramos un circo, teníamos un golero que atajaba más
allá del travesaño (Yassin), un puntero brasileño a quien jamás
nadie pudo quitarle una pelota (Pelé) y el mejor mediocampista del
mundo (Alfredo). Transcurrieron
tres años. Nuestro éxito no tenía precedentes en parte alguna del
planeta. El sabor de la fama nos encegueció y el rey Arturo continuó
sin aparecer. Era evidente que todo aquello no podía durar mucho más.
En la mañana de un día feriado fue avistado un submarino y al día
siguiente nos invadieron los alemanes. Nos
enteramos por los altoparlantes del circo que desesperadamente
comunicaban la noticia a todo el territorio. Llevaban sváticas
atravesadas en el pecho, en la frente y en los brazos. Habían hecho una
brecha en las murallas del puerto y avanzaban por una extensa faja
costera incendiando y destruyendo cuanto hallanban a su paso. Se decía
que le cortaban el pelo a
los hombres y mujeres que capturaban y que se comían los niños crudos.
Finalmente, nuestros ejércitos lograron contenerlos en los alrededores
de la laguna del Parque Rodó. Las aguas se tiñeron de sangre. Hubo que
librar cinco días de feroz batallar para expulsarlos de la isla del
centro de la laguna. A partir de allí, ante la enconada resistencia,
sus fuerzas menguaron visiblemente. Sus batallones quedaron sin
comunicación y dos días después se los rechazaba hasta el mar por
donde huyeron en grandes barcazas, con un cuchillo apretado entre los
dientes y jurando venganza. La
victoria fue festejada en todo el país. Desfilamos marcando el paso por
decenas de avenidas, entre un tremolar de banderas y salvas de cañones.
Delante iba el tamborcillo sardo afincando el ritmo de la marcha, luego
el pequeño vigía lombardo y detrás cada uno de nosotros, muy
ufanos, llevando en alto las armas ganadas al enemigo. El público
vivaba incansablemente desde las veredas y desde los techos y balcones.
Hermosas muchachas arrojaban flores a nuestro paso. Cuando
terminó el desfile me acerqué a un general que estaba parado como un
poste, con el sable en alto, al frente de una columna de soldados.
Sigilosamente le pregunté si tenía noticias del rey Arturo pero me
contestó que no tenía información de ningún alemán con ese nombre.
Corrí entonces hasta un cuartel donde había un coronel de largos
mostachos y monóculo gris: por su enamorada, la farolera, me enteré
que se sabía fehacientemente que el rey Arturo había sido tomado como
rehén y llevado en las barcazas. Me sentí desfallecer mientras buscaba
con mis ojos el horizonte de azul bruñido donde solo planeaban unas
gaviotas. Fue
por esos días que surgieron otros circos. Llegó uno muy grande de Moscú
y nació el Club del Clan. El público disminuyó estrepitosamente y no
sabíamos que hacer frente a la competencia. No era Carnaval ni Semana
Santa, nuestras instalaciones cinematográficas habían sido destruidas
por una bomba de precisión arrojada
por los alemanes y el Yapeyú Hip-Hip Ra iba último en la tabla. A
nadie le interesaba nuestras pobres atracciones de payasos, malabaristas
y oso que bailaban haciendo
adiós. Nunca
olvidaré la trágica mañana del domingo en que un fortísimo huracán
se llevó la carpa por el aire como un inmenso globo surcado de
banderitas encarnadas. Entonces los elefantes huyeron y Yassin, Pelé y
Alfredo desaparecieron tras ellos. Avancé dos pasos y llamé con toda
la fuerza de mi voz al rey Arturo. Pero ya era tarde. Solo el eco me
respondió. Comprendí entonces que no había nada. Que todo el tiempo había pasado y que me encontraba en un vacío de silencios sin salida y de preguntas sin respuestas. Supe por primera vez que estaba solo y que seguiría así, solo como siempre lo había estado.
|
Alfredo
Alzugarat
alvemasu@adinet.com.uy
Ir a índice de narrativa |
Ir a índice de Alzugarat, Alfredo |
Ir a página inicio |
Ir a índice de autores |