Capitulo II |
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El fuego Arde en mi corazón. No alza humo. Nadie lo sabe. Marichiko - Poema XVIII |
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Al final del primer día, cuando la puesta de sol tiñó violentamente el cielo, recortando nítidamente el perfil de los cerros lejanos, las dos muchachas buscaron un sitio donde pasar la noche. Habían avanzado poco esa jornada, dándose tiempo, sin que ninguna de las dos lo sospechara, para descubrirse una a la otra, a través de todas las cosas sin importancia que habrían ignorado o dejado de lado antes y que se habían vuelto misteriosamente trascendentes, por el solo hecho de asomarse juntas a ellas. Compartieron el pan, el queso y el vino de Leonor, al mediodía, en la ribera de un arroyo angosto que bajaba del cerro. Después, masticando con pereza sus manzanas, se fueron adormeciendo a la sombra de un árbol, acunadas por el calor y los ruidos de la siesta. Cuando Leonor despertó, húmeda de transpiración bajo la gruesa camisa, buscó a la señorita Julia a su costado y, al no encontrarla, se sintió invadida por una angustia extraña, que la turbó de inmediato y que reprimió, de golpe, avergonzada y confusa. Durante el interminable viaje en el barco que acababa de dejar, sólo una vez, en una larga y calurosa noche de insomnio, había estado con un hombre. El muchacho se le había acercado a medianoche, en un rincón de la cubierta solitaria, desde donde ella, sin sueño, miraba fascinada la estela fosforescente que dejaba el barco tras de sí. Le había acariciado el largo pelo castaño, si decir una palabra y Leonor sintió que, quizás, la rústica caricia inesperada o la larga soledad de la travesía, la fueron volviendo húmeda y blanda como el recuerdo de un amor perdido. Se dejó penetrar sin un reproche, ausente como en sueños, pero gozó de una manera extraña y nueva de aquel curioso acto de amor, en el que las palabras de amor hubieran resultado absurdas. (Todo esto y, tal vez, hasta los más escondidos secretos de su adolescencia o de su identidad perdida entre los pliegues de la ropa de hombre y el cabello corto, le habría contado a la señorita Julia si su ausencia, al despertar de aquel pesado sueño a mediodía, no la hubiera turbado de tal forma). Se incorporó sobresaltada y miró a su alrededor sin verla, hasta que los gritos despreocupados de la muchacha la orientaron. Logró, entonces, distinguirla cerca de allí, en el lugar donde el arroyo formaba un remanso entre las rocas. La señorita Julia se bañaba desnuda en el arroyo poco profundo y Leonor pudo ver, cuando sus ojos se acostumbraron a la claridad intensa, el radiante cuerpo de la muchacha, que el agua cubría apenas. Se volvió bruscamente para no verla y cerró los ojos con fuerza como si, de esa manera, hubiera podido evitar oír los gritos de la señorita Julia, que la invitaba a refrescarse con ella, o los latidos violentos de su propio corazón. Sólo abrió los ojos nuevamente cuando la adivinó, vestida, a su lado. —¿Dormías? —preguntó la muchacha, dulcemente. Leonor simuló despertar de un sueño profundo. —Sí —contestó —lo lamento. Me sentía muy cansado. —No importa —dijo la señorita Julia, mientras se alisaba el pelo mojado con los dedos. Volvieron a caminar, sin ninguna urgencia, hasta que el aire fresco del atardecer les trajo la cercanía de la noche. Encendieron una fogata, cenaron frugalmente y se quedaron junto al fuego hasta muy tarde. Hablaron de la infancia y Leonor aceptó con alivio la entrada al mundo de los recuerdos asexuados de la niñez, pero luego, acostadas ambas en la estrecha carpa, tardó en dormirse a causa del irracional temor que la asaltó, sin que ella pudiera explicarse el motivo, de que sus cuerpos pudieran rozarse casualmente mientras dormían. El olor a café recién hecho, la despertó al amanecer. Saludó a la señorita Julia y se sentó frente a ella, cerca del fuego. La muchacha estaba en cuclillas, junto al tronco de un árbol, con una chaqueta sobre los hombros y tomaba lentamente su café. El aire fresco y limpio de la mañana le había encendido las mejillas. —No trataste de besarme anoche —dijo a quemarropa, escondiendo adrede la cara risueña detrás del jarro de aluminio —. No lo puedo creer. Leonor enrojeció hasta las raíces. La señorita Julia la miró como si el gesto la hubiera descolocado. Le costó un gran esfuerzo lograr que su voz sonara clara otra vez. —Creo que me estoy enamorando de vos —dijo, gravemente. |
Guillermo Álvarez Castro
De "Este paquete contiene un gato muerto" (Arca 1991)
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