De: Celebración (fragmento, novela)
Guillermo Álvarez Castro

Desde la elevación sobre la que acostumbraban sentarse a conversar, en el límite del bosque de abetos donde el viejo Ethan Lou había construido su cabaña, podían ver todo el valle conocido como Llano Estacado, las nacientes del río Pecos y, al fondo, las montañas de Sacramento, en el territorio de Nuevo Méjico.

En aquel lugar, hasta donde mi papá había arrastrado su tristeza y un desarraigo que no se resignaba a aceptar, un destino de apátrida que jamás pensó para sí mismo, conoció a la mujer que probablemente más amó después de mi madre.

Ella habría logrado que mi padre encontrara un nuevo lugar en el mundo, después de tanto tiempo de vagar, de no mediar los acontecimientos que se sucedieron. Pero al comienzo, cuando recién se conocieron y nada había pasado todavía, mi padre vivió los únicos momentos realmente felices que podía recordar en mucho tiempo.

Había dejado recientemente Nueva York, donde estuvo radicado un tiempo, y viajado hacia el sur, buscando un sitio más tranquilo y menos diferente del lugar donde había transcurrido su vida hasta que yo nací.

Conoció a Ethan Lou, que había vivido más de la mitad de su vida en Méjico, y aceptó trabajar para él. El valle donde el viejo se había instalado era uno de los pocos lugares por donde todavía deambulaban manadas de caballos salvajes y cuya captura estaba permitida. Enterado de que mi papá había trabajado con caballos desde niño, le hizo una buena oferta, que él aceptó.

Al atravesar el río Hudson y entrar a New Jersey, mi papá había dejado atrás, además, una conflictiva relación con una mujer llamada Miranda, a quien no volvería a ver hasta mucho tiempo después, pero de la que no tardaría en recibir noticias.

Emily Harte enseñaba español en un colegio secundario de Albuquerque y pasaba los fines de semana en una cabaña cercana al lugar adonde mi padre se había mudado. Así se conocieron. Mi papá fue a comprar provisiones a la tienda, en la camioneta del viejo Ethan y, cuando estaba cargando las bolsas en la caja, la vio llegar en bicicleta. Esperó a que saliera, con más paquetes que los que era aconsejable transportar en un vehículo de dos ruedas, y se ofreció a llevarla. Ella aceptó, encantada de poder practicar su castellano con alguien que lo tuviera como lengua materna y, antes de llegar a destino y sin que ninguno de los dos se lo hubiera propuesto, se habían enamorado.

Si mi padre no hubiese conocido a Emily Harte en aquel momento, en la misma época en que capturó al único caballo con el que quiso quedarse no bien lo vio suelto en la pradera, si esa coincidencia hija del azar no hubiera sucedido, las cosas seguramente no habrían sido como fueron.

En una de sus cartas, mi padre me había escrito lo siguiente: "Un hombre, socio, para sentir que realmente es un hombre, además de plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro, todas esas cosas chinas, necesita una mujer que lo quiera, un caballo, un perro y un revólver. En ese orden".

Yo creía que mi papá viajaba tanto solamente para encontrar un lugar donde pudiera juntar todas esas cosas y pensaba que, cuando hubiera reunido el resto de los trozos necesarios para volver a sentirse un hombre, me mandaría a buscar a mí para poder considerarse realmente completo.

En ese momento seguramente mi papá sentía que ya había avanzado bastante: tenía un hijo y había encontrado, al mismo tiempo, a una mujer que lo quería y a un caballo.

Todos los viernes después de clases, Emily Harte tomaba el autobús en Albuquerque y se bajaba frente a la tienda donde se habían visto por primera vez. Antes de conocer a mi papá, ella viajaba en bicicleta hasta la cabaña; después, él la esperaba parado con un ramo de flores silvestres frente a la camioneta y la acompañaba hasta la casa. Por la noche, luego de que mi papá terminaba de trabajar con los caballos, iban a tomarse un par de cervezas, ponían algunas monedas en el tocadiscos y bailaban, muy juntos y casi sin moverse, alguna canción de Patsy Cline, Crazy, casi siempre. Al volver a la casa de Emily, hacían el amor y eran felices.

Mientras la vida con Emily transcurría y llenaba a mi padre de una placidez nueva, él ocupaba todos sus momentos libres en amansar a su caballo. Así pasó la primavera sin que tuvieran tiempo de darse cuenta, y llegó el verano. Las clases terminaron y Emily se mudó, por las vacaciones, a la cabaña y por primera vez tuvieron todo el tiempo del mundo para estar juntos.

Cabalgaban por el valle hasta la ribera del Río Pecos, Emily en su caballo y mi papá en el redomón en el que estaba trabajando. Cada día que pasaba, el animal, negro y brillante como el ala de un cuervo, aprendía algo nuevo y mi papá se dio cuenta de que no se había equivocado y que pronto tendría un caballo que podría vender en una pequeña fortuna, cosa que por supuesto no pensaba hacer.

Cuando llegaban al río, Emily extendía un mantel a cuadros sobre el pasto y comían mirándose a los ojos, mientras los animales pastaban cerca del agua, donde la vegetación era más tierna. La muchacha pasaba casi todo el tiempo con mi padre. Lo ayudaba con su trabajo -ella sabía bien lo que hacía: era de Texas y se había criado en un rancho cerca de San Antonio -, paseaban tomados de la mano como dos adolescentes o recorrían kilómetros y kilómetros en el auto de Emily, hasta encontrar un motel que los invitara a detenerse o hacían el amor en cualquier parte, como si el tiempo de una luna de miel les hubiera llegado.

Todo amor clandestino necesita de lugares ocultos. El que mi padre y Emily estaban viviendo no lo era, pero lo mantuvieron en secreto todo el tiempo que les fue posible.

En cierta zona rocosa, el río se encajonaba entre los acantilados de piedra y podían encontrarse cuevas que la corriente había excavado miles de años atrás. A la gruta que ellos habían descubierto, por pura obra del azar, se accedía a través de un pozo de casi dos metros de profundidad. Después era preciso arrastrarse a lo largo de una grieta de roca húmeda de unos cinco metros de longitud y cuya altura apenas permitía el paso de un cuerpo apoyado sobre su espalda. El trayecto era desagradable porque la oscuridad no permitía advertir la presencia de alimañas, pero el sacrificio valía la pena una vez que se desembocaba en una gruta amplia que se abría al río tumultuoso. Aquel lugar casi inaccesible pero luminoso y fresco, donde pasaban largas horas abrazados y en silencio, observando los movimientos del agua como si miraran el fuego, fue lo más parecido a un hogar en común que tuvieron.

El mismo día que mi padre descubrió, al ir a ensillarlo, un pequeño tumor sobre el ijar, por encima del vientre del mustango, Emily Harte cayó víctima de una extraña enfermedad.

Mi padre la encontró desmayada junto a la cama, al salir del baño. La cargó en brazos hasta el auto y partió, a toda velocidad, hacia el Memorial Hospital de Albuquerque, donde un desconcertado médico residente sólo atinó a ordenar su internación y una cantidad, casi absurda, de análisis y pruebas. Al anochecer todavía no había recobrado el conocimiento y los resultados de los exámenes verdaderamente importantes tardarían aún bastante, por lo que era aconsejable que mi papá se fuera a descansar a su casa, le dijeron. Por lo menos eso fue lo que él logró entender.

Esa noche durmió en un pequeño hotel, cerca del hospital y llamó por teléfono varias veces sólo para enterarse, cada vez, que la situación continuaba incambiada y que no valía la pena que siguiera llamando, que ya le avisarían. Cerca de medianoche, telefoneó por última vez, dejó otra vez su número a la enfermera de guardia y trató de dormir.

Despertó sobresaltado, a la mañana siguiente, empapado en transpiración.

Se duchó y volvió al sanatorio donde los únicos cambios habían sido para peor. Emily yacía inconsciente en la cama, en una habitación donde el sol entraba a raudales. La habían entubado y colocado una vía en su muñeca izquierda, por donde, gota a gota, le pasaban suero. Cuando la vio en ese estado, los ojos de mi padre se llenaron de lágrimas. Se acercó a la cama y le acarició la frente que estaba cubierta por una fina transpiración. Después se sentó a su lado, la tomó de la mano y le dijo, una y otra vez, cuánto la amaba y que, por favor, no lo abandonara.

Las muertes de mi abuelo y de mi madre habían sido tan inesperadas que mi padre sintió como si un caballo lo hubiera pateado en la cabeza y en el pecho al mismo tiempo; una sacudida brutal como un rayo y, de inmediato, un dolor tan desgarrador que le hizo llorar durante horas como un niño perdido. Pero eso era todo lo que mi padre sabía acerca de la muerte. Nunca había debido enfrentarse a una enfermedad prolongada y, mucho menos aún, desconocida. Y eso lo llenaba de un terror casi sobrenatural. Pero no abandonó a Emily durante toda la mañana.

A mediodía, un enfermero mejicano le trajo café en un vaso. Mi padre le pidió que le averiguara algo, por favor, acerca del estado de la enferma, pero nadie tenía nada nuevo para aportar. Antonio, el enfermero, le dijo que, hasta donde él sabía, todo sería para largo y que lo mejor que podía hacer era volver al trabajo y mantenerse en contacto, que miss Emily quedaría en buenas manos, que eso era algo que él le podía garantizar.

A regañadientes, mi papá volvió al rancho de Ethan Lou y, en cuanto llegó, llamó a Antonio al sanatorio. Pero su turno ya había terminado. La telefonista le dio alguna información que no logró comprender totalmente pero, en síntesis, todo seguía igual.

Al otro día, a primera hora, antes de telefonear al hospital, revisó el tumor del mustango, que había empeorado a ojos vista, con una virulencia que ni mi papá ni Ethan Lou habían visto jamás: había crecido hasta alcanzar el tamaño de una hamburguesa corriente.

Dejó el caballo en el corral y entró a la casa a telefonear. Esta vez logró encontrar a Antonio, el enfermero mejicano y le preguntó por la condición de Emily. El hombre le contestó, poseído por una extraña excitación, que si lo hubiera llamado un cuarto de hora antes, le habría respondido que el estado de salud de la paciente continuaba estacionario, pero que acababa de verla y que se había recuperado de manera milagrosa.

-Es un milagro de la Virgen de Guadalupe, mi amigo, que la ha rescatado de las garras de la muerte a su señora –dijo, eufórico.

Mi papá agradeció, emocionado, colgó el teléfono y regresó junto al caballo.

Volvió a examinar al animal.

-En algunos lugares, en mi país –dijo –, para evitar una operación, dejan abicharse los tumores de este tipo: abren una pequeña herida donde las moscas puedan depositar sus huevos y dejan avanzar el proceso hasta que las larvas, los gusanos que se crían, devoran el tumor.

-Me parece un poco salvaje –replicó Ethan Lou.

Mi papa asintió. Pero hacía mucho rato que su mente estaba en otra cosa.

-Voy a volver, ahora mismo, a Albuquerque. Me acaban de avisar que Emily está mejor –dijo –. Haga lo que pueda durante mi ausencia y a mi regreso resolvemos qué hacer.

-Puedes dejar todo por mi cuenta –contestó el viejo –. Tú ocúpate de lo importante.

Se despidieron con un apretón de manos.

Al llegar al hospital, la recepcionista le entregó un papel donde constaba que Miranda Parsons le había telefoneado desde Nueva York y había dejado un número de teléfono para que él le devolviera la llamada. Mi padre miró el papel, intrigado, pero como todo lo que quería hacer en ese momento era ver a Emily, lo guardó en un bolsillo y olvidó enseguida el mensaje.

Antes de ingresar a la habitación, se arregló la ropa, respiró profundamente y entró sonriendo. Habían levantado la parte articulada de la cama, del lado de la cabecera, de modo que Emily estaba casi sentada sobre el colchón. Lucía pálida y ojerosa, pero le devolvió la sonrisa. Mi papá se dio cuenta de que estaba asustada, por lo que trató de animarla. Le acarició la cara, le dijo que la quería mucho y que pronto iban a volver juntos a la casa.

Emily volvió a sonreír, con una cierta tristeza y negó con la cabeza.

-Claro que sí –dijo mi padre, tratando de mostrarse entusiasta. Pero tenía tantas dudas como ella.

Después hablaron de muchas cosas y él evitó contarle acerca de la enfermedad de su caballo.

Antonio apareció por la habitación, poco antes de que su turno terminara. No sabía gran cosa, salvo lo que ya le había adelantado por teléfono. Creía, sinceramente, haber sido testigo de un milagro. Mi papá le pidió que le sirviera de intérprete, Antonio aceptó y fueron juntos en busca del médico tratante.

La mejoría de Emily les resultaba, desde el punto de vista científico, tan inexplicable como la enfermedad misma. En síntesis, no sabían absolutamente nada. Los resultados que tenían no indicaban ninguna patología, por lo que resultaba indispensable contar con toda la información antes de emitir un diagnóstico. Y sólo reunirían los datos faltantes en el correr de la semana. Era todo lo que el médico podía decirle.

Al regresar a la habitación, Emily dormía. Su rostro estaba sereno pero, cada tanto, gemía débilmente y su boca se crispaba en una mueca de dolor. Mi papá intentó convencerse a sí mismo de que sólo se trataba de una pesadilla, pero no se atrevió a despertarla.

Permaneció a su lado hasta que oscureció. Vio alternarse los distintos turnos, su salida de la habitación fue solicitada varias veces, tres nurses diferentes entraron a la habitación, leyeron la ficha que estaba a los pies de la cama de Emily y efectuaron nuevas anotaciones, pero nadie le dijo nada. Una enfermera negra le palmeó la espalda al pasar, como dándole ánimo.

Emily se despertó dos o tres veces, le sonrió y en una de las ocasiones le susurró que lo amaba, antes de volver a dormirse.

Cerca de la medianoche, mi papá le dio un beso en la frente y regresó al hotel. Por el camino comió algo y se acordó del mensaje que guardaba en el bolsillo. Al llegar a su habitación pidió una llamada a Nueva York, pero se limitó a escuchar lo que Miranda Parsons tenía para decirle.

Poco después del amanecer estaba de regreso en el sanatorio y, esta vez, la mejoría de Emily resultaba evidente. Mi papá suspiró aliviado. Más tarde fue aumentando su entusiasmo cuando el médico permitió que la muchacha caminara por los corredores del hospital, apoyándose en el brazo de mi padre.

-Préndale una vela a la virgencita, amigo –le dijo Antonio cuando se cruzó con ellos –,anímese, ándele.

La mejoría de Emily parecía verdaderamente milagrosa. Hora a hora se iba recobrando y fortaleciendo, de manera tan evidente, que los médicos no se atrevían siquiera a emitir una opinión.

Al tercer día estaba totalmente recuperada. El médico tratante, sin embargo, le aconsejó esperar internada el resultado de los exámenes, que aún no habían sido informados, para tener un panorama completo y asegurar una mayor tranquilidad para todos.

Emily le pidió a mi papá que volviera al rancho y le prometió reunirse con él en cuanto recibiera el alta definitiva. Él hubiera preferido quedarse pero el pedido de la muchacha era tan razonable, y ella tenía un aspecto tan tranquilizador, que aceptó.

Telefoneó a su amigo antes de salir y, al llegar, poco antes de que oscureciera, el viejo Ethan Lou lo esperaba con la cena pronta. Hablaron de Emily y de su increíble recuperación y de la felicidad que sentía mi padre después de tanta angustia. Recién al finalizar de comer, se atrevió a preguntar por su caballo.

El viejo se rascó la cabeza y le dijo que lamentaba no poder darle buenas noticias al respecto, que el veterinario lo había revisado el día anterior, que el tumor había avanzado y que la única solución era operar, lo antes posible.

Mi papá frunció los labios y suspiró, resignado. Le dolía el sufrimiento del animal, al que quería sinceramente, pero su felicidad ante la mejoría de Emily era tal que se fue a dormir tranquilo. Sabía que había estado a punto de perderla y la sola perspectiva de tenerla de nuevo pronto entre sus brazos hacía que todo lo demás adquiriera una importancia relativa.

A la mañana siguiente se levantó temprano. Había logrado descansar como hacía una semana que no lo conseguía. Desayunaron sin apuro y luego caminaron hacia el corral.

-Me gustaría volver a examinar a ese caballo –le había comentado a Ethan Lou.

El mustango estaba inquieto y les costó acercarse. Finalmente resolvieron enlazarlo y lo ataron a la cerca para poder revisarlo minuciosamente. El tumor había desaparecido sin dejar rastro alguno. Mi papá pasó su mano, una y otra vez, por la zona que había estado gravemente afectada pero no pudo palpar, como no había logrado ver, el menor rastro de una lesión vieja o nueva.

En un primer momento, le invadió una alegría salvaje: de repente, todas las cosas volvían a estar en su lugar. Abrazó al animal, le palmeó la espalda al viejo Lou que también se mostraba encantado, cuando de pronto tuvo que apoyarse en la cerca para no caerse: un presentimiento, oscuro como un cuervo, cruzó por su cabeza y se posó en el corazón de mi padre.

En un solo movimiento, giró sobre sí mismo, corrió hacia el auto, lo encendió y partió, a toda velocidad, hacia el hospital de Albuquerque. Al llegar, Emily agonizaba.

Sin pensarlo dos veces, mi papá corrió hacia el teléfono.

-Hello – respondió la voz seca de Ethan Lou.

-Mate al caballo. Emily se me muere –ordenó y rogó, al mismo tiempo, mi padre.

-¿What?

-¡Que mate al caballo, viejo, just kill the horse, carajo! –,gritó, totalmente fuera de sí.

Y colgó el tubo.

Volvió a la habitación donde, acostada en posición fetal, su amada Emily respiraba con dificultad.

Mi papá escondió la cabeza entre las manos y un largo sollozo le brotó del pecho.

Durante toda la noche permaneció despierto junto a la cama, sin apartar la vista de la muchacha, que se iba consumiendo ante sus ojos. Nadie interrumpió su angustiada vigilia. Los médicos habían resuelto que ya nada se podía hacer.

La enferma se quejaba, muy suavemente, como si no quisiera molestar y mi padre renovó los votos, que nunca tuvo oportunidad de pronunciar, y volvió a enamorarse de ella, esa noche, una y otra vez.

El primer rayo de sol de la mañana entraba en la habitación en el momento en que Emily murió.

Mi papá cerró los ojos por primera vez, en toda la noche, y sintió como las lágrimas le empapaban el rostro. Se acercó a la muchacha, le apartó un mechón de pelo rubio de la frente y la besó en los labios fríos.

-Adiós, Emily Harte –murmuró –sweetheart, amor mío.

Después hizo sonar la alarma, se secó las lágrimas y salió de la habitación.

Pidió un teléfono y llamó al rancho. Más tarde estuvo tratando, infructuosamente, de ubicar a algún familiar de la muchacha. Sabía que tenía un hermano mayor en Seattle, pero no pudo encontrarlo.

Se ocupó del funeral al que asistieron sólo él y el viejo Ethan Lou. Debido a las vacaciones, ninguno de los colegas de Emily se encontraba en Albuquerque. Dejó el auto de la muchacha en el estacionamiento de la secundaria y le entregó las llaves a un comprensivo y anciano cuidador.

Volvieron al rancho en la camioneta del viejo. Casi no hablaron en todo el camino.

Al llegar, mi padre no se sorprendió al encontrar al mustango en el corral. Miró al viejo.

-Le dije que lo matara –le reprochó, sin mucha convicción.

-No hubiera servido de nada, muchacho. Eso no le hubiera devuelto la salud a miss Emily.

-Ahora nunca lo sabremos ¿verdad? –replicó con amargura.

A la mañana siguiente, mi padre estaba pronto para partir. El viejo no se sorprendió y caminaron juntos hasta el corral como tantas veces lo habían hecho antes.

Mi padre se acercó al caballo, que estaba tranquilo, le acarició la cabeza y le palmeó el pescuezo. Le colocó un bozal con una cuerda y le alcanzó el otro extremo al viejo.

-Quédese con él –dijo.

-Pero, no –protestó el viejo –este animal vale una fortuna. Es el mejor caballo que he tenido cerca.

-No va a servirme de nada adonde voy.

-Y ¿adónde vas ahora, hijo?

-Regreso a Nueva York –contestó.

Se dirigieron sin hablar hasta el límite del bosque de abetos. Desde allí se dominaba el valle y el río Pecos. Mi padre dejó que la mirada se le perdiera más allá de las montañas y así estuvo, un largo rato, tratando de grabar aquel paisaje en su cabeza, sólo para olvidarlo lo más pronto posible.

Se volvió y abrazó al viejo.

Guillermo Álvarez Castro

De "Celebración" (novela, Alfaguara, 2005)
Integró la terna en la Categoría Ficción para el Premio Bartolomé Hidalgo en 2006 y obtuvo el Primer Premio (compartido) en los Premios Anuales de Literatura del Ministerio de Educación y Cultura.

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