18. Boris |
Ni siquiera me mataré después que todo esto haya pasado. Tal vez por esta niña, pedazo de mí, a quien he tratado de no destruir, a veces no sé si inútilmente; o por esta mujer que ahora ya no tengo y que supe amar, en noches ya lejanas, para nacer más limpio de su abrazo; o por el viento que trae ráfagas de olor a lodo cuando sopla del lado del pantano, pero no logra acallar los ecos de los golpes con que Boris ha empezado a echar abajo la estación. Respiro con fruición de cómplice el aire limoso que me acerca la brisa de la tarde, como si quisiera hermanar con el bañado nuestro común destino de hacedores de barro, de causantes de soledad. Desde los cerros baja el ganado a la aguada mientras Boris demuele, golpe a golpe, sin apurarse siquiera, paredes y ventanas, campanas y relojes, asientos y cumbreras. Solamente dijo: - Voy a tirar abajo esta mierda de estación. Después ha empezado a golpear, con un ritmo monótono que no sabe de pausas ni de esperas y yo he ido perdiendo, poco a poco, la noción del tiempo. Ya no me acerco al pueblo. Allá han quedado oleadas de recuerdos enterrados en el abismo de mi actual vergüenza, en el mismo paquete donde envolví la nostalgia, tantas veces rediviva, por el mundo podrido de la infancia. He debido buscar la lejanía para poder pensar a solas, volver a recorrer los trillos ya borrosos para llegar al solar ataperado donde viví hace tanto tiempo ahora. Allí suelo sentarme a desilenciar mis pensamientos más profundos para que nadie, jamás, pueda encontrarlos. Y mientras tanto Boris ha suspendido sus costumbres más arraizadas, sus incursiones nocturnas por las calles desiertas del poblado en busca de mujeres solitarias, para volcar todo su esfuerzo, toda su sed nunca apagada, en reducir a escombros la estación. Así, primero ha ido derrumbando lo que quedaba de pie a golpes de marrón, con sólo su propia furia por sistema. De modo que golpea donde encuentra algo sólido y sigue golpeando hasta que siente el ruido del derrumbe. Después busca, al azar, otro lugar que permanezca intacto y ahí descarga el pesado mazo con toda su rabia acumulada. Y caen tramos de techo que quedan sin apoyo, las tejas se deslizan, se rompen en pedazos, se entreveran con trozos de ventanas, maderas agrietadas, baldosas, vidrios, ladrillos y argamasa. Hasta que sólo van quedando montones en desorden de cascotes sin forma y el oscuro esqueleto de hierros retorcidos y caños perforados que se recorta contra el fondo luminoso del bañado. Yo he visto a Boris arrastrar mujeres golpeadas a la pieza; lo he sentido emerger de las tinieblas más oscuras de la noche tironeando bultos sollozantes de carne resignada por el miedo; mujeres cuyos rostros me resultan lejanamente familiares y que han buscado mi mirada, cuando Boris les desgarra las entrañas y sus ojos se disuelven en agua dolorida, para intentar una última súplica, un apoyo inútil, del testigo paralizado que las mira como si estuviera ausente y que ni siquiera recuerda en qué consiste la piedad. Y he asistido sin atreverme a mover un solo músculo, a las desfloración violenta de muchachitas desconocidas y adolescentes de ojos asombrados. - Vos no podés entenderlo – me ha dicho el ciego una mañana – no es que me guste; lo que quiero saber es qué es lo que sienten en ese momento. Entonces yo he pensado en el recuerdo de Marta Vicario. - Sí, a ella le gustaba – contesta Boris; y cuenta: - Cuanto más se resistía, cuanto más luchaba por desprenderse de mí, más enardecida se iba poniendo, más me pedía sin decir palabra que no la hiciera esperar más. Entonces yo alargaba el momento, como si no supiera lo que estaba pasando y sólo le pegaba y le arrancaba la ropa a retacitos, porque sabía que se estaba consumiendo de ganas de dejarse. Pero ella seguía peleando, defendiéndose siempre, tratando de negarse lo que yo ya sabía. Hasta que una vez, después de luchar con ella por más de una hora, la solté y me senté en la cama a fumar un cigarro. Desde allí podía sentir su desconcierto. No podía verla pero sabía lo que estaba pasando. Se miraba la ropa destrozada, se tocaba los pechos golpeados, las piernas llenas de moretones y jadeaba; eso sí podía oírlo. Por un momento sintió el impulso de salir corriendo, pero todo lo que había pasado un momento antes se le vino a la cabeza de golpe, como una oleada incontenible y, arrastrándose hasta donde yo estaba, ahogándose de calentura, me gritó: - Cuándo carajo vas a acabar de cogerme, ciego hijo de siete mil putas. Entonces yo no pude aguantar la risa y salí de la pieza a fumarme en paz el cigarro. - Lo demás ya lo sabés – agregó – al otro día se volvió loca y se la llevaron; así que sigo probando. Después Boris ha cambiado el marrón por una maceta más liviana. Entonces arrastra su vieja silla y la coloca al lado de alguno de los montones de escombro y comienza a golpear nuevamente, eligiendo con tacto cuidadoso cada pedazo. Desde la ventana puedo verlo, día tras día, cascote tras cascote, lastimándose los dedos, puteando cada vez que la herramienta le hiere la mano, pero sin detenerse nunca. Este transcurrir de los días sin la presencia de Boris, a quien sólo parece interesarle reducir la estación a un recuerdo irrecuperable, me ha permitido moverme con una mayor ilusión de libertad. Camino hacia el viejo puente metálico por donde, alguna vez, pasó el ferrocarril, bajo al arroyo y hundo mis pies descalzos en la arena barrosa de la orilla. Voy hasta los cangrejales que marcan el comienzo del pantano y me siento en una roca desde donde solía mirar, cuando era niño, las tropillas que corrían libres por las tierras altas; las tropillas de orejanos moros, bayos, tordillos o gateados que me hubiera gustado tener para mí. Pero sólo se podía cruzar el arroyo por encima del puente ferroviario, saltando de durmiente en durmiente y la visión del agua, pasando arremolinada tantos metros abajo, me producía vértigo. Por eso nunca me atrevía a atravesarlo y me quedé con este viejo recuerdo de caballos distantes. Para mediados del otoño Boris dio por terminada su tarea. Donde treinta años antes los andenes se llenaban de la risa curiosa de la gente del pueblo, de los vecinos que venía a mirar con pudor mal disimulado a los turistas que viajaban a la playas del este, donde hubo canteros con flores, días de fiesta y el viejo sauce nos protegía del calor del verano, sólo quedaba ahora un desierto tapizado de escombros diminutos y cenizas de todo lo quemable que el ciego había quemado. Nada había ya de los viejos galpones sino un vago recuerdo de tiempos mejores para el pueblo. Solamente se veía en pie, junto a los terraplenes vacíos y cubiertos de yuyos, la miserable pieza donde ahora vivíamos. Entonces Boris me preguntó, como si despertara a la vida de siempre, qué cosa me había dicho el médico y antes de que yo pudiera pensar la respuesta levanté los ojos y entre los despojos que el ciego había dejado, donde alguna vez se levantó el escenario de mi infancia, mirando en derredor desconcertada, como si se asomara a un pozo profundo de agua podrida y maloliente, pude ver a Raquel que me llamaba. |
Guillermo Álvarez Castro
De "Canción de Severino" (1985)
Primer premio en el concurso de narrativa de la 26ª Feria Nacional de Libros y Grabados y Segundo Premio de Narrativa, Premios Anuales de Literatura del Ministerio de Educación Cultura
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