Alonso y Trelles, José

 
Castropol es un pueblito asturiano que levanta sus casas rústicas y bajas entre las estribaciones que se desprenden de los macizos montañosos y el mar Cantábrico. La ría de Navia corre mansamente a los pies de este pueblo y lo desune de la provincia de Lugo, en cuyo extremo norte se levantan las casas de piedra sin enjalbegar de la aldea gallega de Rivadéo. Rivadéo está pues frente a Castropol.
Cuando celébranse las fiestas del Santo Patrono y las fiestas de Navidad, la brisa lleva de Castropol a Rivadéo los sones de la gaita y el tamboril de las romerías, las voces de las "alboradas" y los "fandangos", la letra de las danzas severas y el olor de la sidra fermentada. También a veces cruza el aire, como una flecha sobre la ría, desde Castropol a Rivadéo, el agudo cantar del mozo asturiano en la noche de San Juan.

Si me quieres, te quiero;
Si me amas, te amo;
Si me olvidas, te olvido.
A todo hago.


Rivadéo retribuye la música y las coplas de Castropol con el estrépito de los fuegos artificiales, con el mensaje ígneo de los globos y con el rumor de las preces que la multitud eleva al cielo en las festividades de San Andrés de Teixido.

José Alonso y Trelles, "El Viejo Pancho"

Hace ochenta y dos años, un maestro asturiano traspuso la ría, llegó trajeado de fiesta a la aldea gallega de Rivadéo, cruzó su vía principal y penetró con aire sobrio a la parroquia de Santa María del Campo. Iban con él padrinos y parientes, y también iban vaqueros que, según la costumbre asturiana, llevaban en la mano un trozo de pan del llanto. Ese trozo de pan era ofrendado a los hombres del camino; y esa ofrenda humilde del pedazo de pan contenía todo el fervoroso deseo del vaquero para que la bondad de Dios se derramase sobre el niño que iba a recibir el sacramento del bautismo.
Ese día, el cura párroco de Rivadéo, don Manuel Bermúdez Marede, le daba el ser de gracia y el carácter de cristiano a José Alonso y Trelles, hijo del maestro don Francisco Alonso y Trelles y de doña Vicenta Jaren.
La fe de bautismo extendida el 7 de mayo de 1857, acredita que el poeta fue bautizado en un pueblo gallego, pero no ilustra, como es natural, de que el padre del poeta debió de atravesar la ría porque ciertamente en su aldea asturiana de Castropol no había, a la sazón, ni iglesia parroquial ni quien, en consecuencia, se encargase de administrar los sacramentos y de curar el alma de la feligresía.

Era ya un mozo de diez y siete años, experto en el juego muy asturiano de los bolos, cuando José Alonso y Trelles dejó su pueblo, embarcó en puerto gallego, cruzó los mares y pisó tierra argentina.
-Vas a Chivilcoy a trabajar y a enriquecerte,- había afirmado el maestro de primeras letras al despedirse de su hijo.
Inmigrante cargado de nostalgias, traía en sus labios el querido acento español, y en sus venas sangre que fue de nuestros antepasados y que sigue siendo por ventura la nuestra.
En Chivilcoy vivía en aquella época -1874- un asturiano que giraba un fuerte capital. Y allí, a su lado, empezó a ganarse el sustento el futuro cantor gauchesco.
Las alas del poeta quisieron empezar a vibrar sobre las hojas de un cuaderno de Chivilcoy, que he tenido a la vista, en las cuales, frente a los signos aritméticos de problemas de cambio y liquidaciones de facturas, la pluma de Alonso y Trelles, obedeciendo al impulso interior, trazó estas inéditas y superfluas evocaciones:
Oculta entre los castaños 
y en blando lecho dormida 
se halla la aldea querida
donde mi padre nació.
Y ésta:
Corre, corre, presuroso 
mocozuelo río Navia
Corre pues ya que te empeñas 
en llevar al mar tus aguas.

Un año después, en 1875, José Alonso y Trelles abandonaba Chivilcoy y se embarcaba en Buenos Aires con destino a Montevideo. Bajó en mi ciudad, y fue a dar a ochenta kilómetros de distancia, tierra adentro, en el pueblo denominado del Tala. Allí vivió durante cuarenta y nueve años. Allí se apegó al terruño y constituyó la familia. Allí cantó, en auténtico lenguaje criollo, sus endechas de amor.

Abarquemos ahora, si es posible, y sin pretensiones de erudición, el acervo poético de Alonso y Trelles, contenido en las escasas páginas de su libro titulado "Paja Brava". Evoquemos su pequeño mundo sin payadas, su romántica pasión amatoria, que arde entre las cenizas del desengaño; penetremos en los asilos de su ternura y agitemos la red en cuyo fondo se agolpan alucinados los recuerdos del gaucho herido en el corazón; afinemos el oído para recoger la musicalidad de sus cantos; fijemos la mirada en la riqueza plástica de sus expresiones líricas. Y digamos por qué se nos ocurre que la guitarra sin cuerdas del Viejo Pancho no fue besada nunca por china alguna, como lo fue, en cambio, la guitarra de Santos Vega cuando el gran payador de la pampa argentina recogió el desafío de Juan Sin Ropa.
Empecemos por la guitarra.
¿Por qué no fue la guitarra el instrumento que acompañó a la expresión verbal del poeta? ¿ Por qué nunca sus rasgueos quedaron suspendidos armoniosamente, junto con las trovas, de la comba del viejo ombú? ¿Por qué no se operó el milagro de la trasmutación?
Lo confiesa, me parece, en esta décima:
Yo, en la guitarra querida 
que muertas dichas recuerda, 
tengo no más que una cuerda 
ya gastada y añidida;
Bordona que al ser herida
Roba a mi mano el temblor,
Y va diciendo, pa pior,
A quien compriende de notas,
Que las otras cuerdas rotas
Las ha rompido el dolor. (1)
La guitarra del Viejo Pancho es un espectro, una imagen lívida que se incorpora entre los recuerdos del poeta para renovar el secreto amargo del corazón. Su caja tiene aparentemente la frialdad de una cosa desamparada, la opacidad y la mudez de una cosa muerta. Yace colgada, como un nido sin calor de plumas ni resonancias de píos, en la rama del ombú, o en el horcón de la cumbrera:
Que no sepa ese ombú donde ha colgado
su guitarra sin cuerdas, (2)
......................................................
......................................................
O bien:
¿Qué por qué no canto? ¿Qué por qué el silencio 
Vive en mi tapera, 
Y está mi guitarra colgáita de un clavo 
sin cintas ni cuerdas?

Pa cantar es juerza saber que hay un alma
De amores sedienta,
Que, aguaitando un trovo, buscó la guitarra
Y puso a escondidas un beso en sus cuerdas. (3)
O bien:
Ni me nuembre la guitarra que jué un tiempo mi alegría
Y hoy ni un poco de consuelo me le brinda al corazón; 
Déjela, no más, que duerma silenciosa, y triste, y fría, 
Como tumba en que encerrada tengo mi última ilusión.

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Dejelá, no más, colgada del horcón de la cumbrera,
A la que áhura con mis penas se complace en ser crüel,
A la prienda que jué un tiempo como el sol de mi tapera
Camoatí en que mis canciones iban a beber la miel. (4)
Guitarra del Viejo Pancho no es guitarra del trovero Santos Vega. No la llevaba consigo, o a la espalda, para cantar con ella las coplas temblorosas. Cedió la clavija, el pulso perdió el movimiento sensible del alma; o, mejor dicho, el pulso quedó como refrenado ante la añoranza de la quimera perdida:
Cuando yo a las cuerdas arrancaba estilos,
De esos en que tuitas las penas se enriedan,
Era porque véia bajo el arco hermoso
De unas cejas negras,
Briyar como brasas los ojos queridos
De la china aqueya...
Que de juro sabe por qué es que estoy mudo
Y está mi guitarra sin cintas ni cuerdas. (5)
Ni tampoco tuvo el poeta, para su guitarra enmudecida, el arranque de Martín Fierro cuando entró al desierto con su amigo Cruz:
En este punto, el cantor
Buscó un porrón pa consuelo,
Echó un trago como un cielo,
Dando fin a su argumento
Y de un golpe al instrumento
Lo hizo astillas contra el suelo.

Ruempo, dijo, la guitarra,
Pa no volverla a templar,
Ninguno la ha de tocar
Por siguro tenganló;
Pues naides ha de cantar
Cuando este gaucho cantó.
En realidad, como trataremos de ver más adelante, la sensibilidad del poeta se opone a las resoluciones irreparables. Sus manos se resisten a quebrar la vihuela, como también se resisten, en las crisis del amor, a quebrar la vida de la chiruza que burló su fe.
Altivo y tembloroso como el álamo (parafraseo un verso del poema del inmortal argentino José Hernández), José Alonso y Trelles es un cantor que, en vez de templar la guitarra sobre los raigones del ombú, aparta sin ella del fogón de los recuerdos, entre las cenizas de los contrastes, los rescoldos de una pasión lejana. En este ejercicio, o mejor, en este juego al cual dio en someterse por inclinación propia, se quemó la carne y se quemó también el espíritu. Más el espíritu que la carne, a buen seguro. Así, sus cuitas no contaron con la complicidad de la confidencia armoniosa y dulce de las cuerdas, sino que ardieron en su alma en un fuego recíproco, que activó la combustión.
Vaya no más usté; yo ya soy viejo
Y a gatitas me quedan
Las posturas... y el alma que no afloja. (6)

Su tema del amor fue bello, atormentado, quimérico y profundo como el mar, pero desolador y angustioso, como un mar sin costas.
Examinemos los sentimientos de ese amor.
En el pecho del poeta anidó el amor que no es correspondido; el amor romántico. Pero como sus versos gauchos no fueron compuestos en la edad juvenil, cantó a su chiruza con acentos que llevan el ritmo y la sustancia de la madurez espiritual. En consecuencia, se echan de ver retornos y nostalgias en la lira amorosa del Viejo Pancho. Y también se oyen quejas dolientes. Y a veces gritos de desesperación.
El amor recompensáo,
Dura.., lo que dura un lirio,
que amor que no da martirio
Es como mate laváo;
Pero el amor desgraciáo
Que nada pide ni espera,
Si amarga la vida entera
Tiene, en cambio, en su amargura,
El amargo, que es dulzura
De la yerba misionera. (7)
Sabe el poeta que el amor que alienta su alma por la china de boca roja como la flor' del ceibo, no logrará ejercer nunca poder de imantación. Lo confiesa:
La puerta del rancho
Tiembla porque el perro
Tirita contra eya
De frío y de miedo...
Tuito es hielo ajuera,
Tuito es frío adentro,
Y las horas pasan,
Y yo no me duermo;
Y, pa pior, en lo hondo
De mi pensamiento
Briyan encendidos
Dos ojos matreros
Que persigo al ñudo
Pa quemarme en ellos .......
Son los ojos brujos
Que olvidar no puedo,
Porque ya pa siempre
Robáronme el sueño... (8)
Y obsesionado por aquellas pupilas matreras, declara perdidamente:
Tamién aqueyas, al sesgo,
se clavaban como chuzas
En lo más hondo del alma
Pa no salir ya más nunca.

Dentro de la mía las yevo,
Y áun en mi noche me alumbran,
Y áun las pastorean mis ansias,
Y áun las yaman mis ternuras. (9)
Llamados que no tuvieron nunca eco simpático, porque:
En el cantero en que tengo 
Sembradas mis esperanzas, 
Paso los días carpiendo 
Un yuyo que me las mata. (10)
Las fuerzas ciegas del amor, o de la ilusión del amor, permanecen a veces intactas, creando el sentimiento del infinito. O fluctúan y languidecen en el fondo gris de la desesperanza. O irrumpen en arrebatos vengativos:
¡Ni que ver! Que le chanto las cacharpas
Al overo rabón y ayá enderiezo,
Y si anda macaquiando la chiniya,
Me la cazo del pelo,
A filo de facón corto la trenza
Y se la priendo al marlo de mi overo... (11)
La venganza se ha consumado:
Y sus labios, contraídos 
Por un gesto e despecho, 
Hablaban de una trenza 
Cortada rente al cuero. (12)
Pero, es en vano. La ternura ablanda el corazón del gaucho iracundo, porque no puede olvidar a su chiruza y, porque como lo dice en esta cuarteta:
Me engañastes y juré
Odiarte dende aquel día;
Pero el querer es mañero
Y yo te quiero entuavía. (13)
La misma ternura pone ahora acentos de pesar y remordimiento en el amante despechado y cruel:
..................................
..................................

He de maldecir el día
En que te inferí la ofensa
De robarte aqueya trenza
Que consoló el alma mía.

.....................................
.....................................
En eya, cuando me muera 
han de encontrar una flor, 
Que perdida la color
Y mustia, como mi suerte,
Dirá que sólo la muerte
Pudo acabar con mi amor. (14)

Dijo Martín Fierro:
El mal es árbol que crece
Y que cortado, retoña.
El amor cantado por el Viejo Pancho retoñó para su mal. El ramaje amarillento sintió de nuevo que la tierra le mandaba sus jugos ponzoñosos. Dio una flor lívida y temblorosa, la de la duda, y dio un fruto áspero y pintón, el de la muerte.
La perplejidad de la duda corre en alternativas lacerantes a través de la composición titulada "La güeya". Al abrir la portera de su predio, el trovero encuentra huellas en el pasto mojado por el rocío. Buen rastreador, discurre acerca de la trayectoria de aquellas pisadas. Van a morir a la puerta de su rancho. Y no son de perro, porque en su vivienda de quincha y terrón no hay perra alguna, según así lo piensa. Entra, y sorprende a su china despierta. No le dice palabra. Tampoco ningún gesto traduce su inquietud. Silenciosamente, se vuelve hacia la puerta y decide salir. Amanece. En la curva del horizonte empiezan a estirarse las primeras claridades del día, y en la comba del cielo las estrellas tienden a palidecer. El gaucho herido en su hombría de bien, siente ahora como un temblor. Y se lleva la mano al mango del cuchillo terciado a la altura de los riñones. Sin embargo, no podrá ejecutar sus designios, no podrá nunca matarla, porque en la lírica gauchesca del Viejo Pancho hay siempre una reserva de ternura para la mujer amada que quebró las reglas del honor.
No obstante, es necesario pelear, pelear con alguien, buscar querella, hundir la hoja, o recibir la cuchillada en el corazón agraviado por el ultraje y transido por el dolor. La pulpería cercana está abierta. Tal vez acierte a tropezar allí con el gaucho que dejó las huellas en el pasto mojado de su predio rústico.
De nuevo, en la tradición gauchesca, la pulpería se convertirá en escenario sangriento. De un faconazo, Martín Fierro dejó contra el mostrador, mostrando el cebo, al taita que, en un alarde de guapeza se fue con pingo y todo contra la enramada:
Era un terne de aquel pago 
Que naides lo reprendía, 
Que sus enriedos tenía 
Con el señor Comendante.
Moreira saldó también sus cuentas con Sardetti junto a la reja de madera. El héroe soñador y ofendido del Viejo Pancho:
Con la altanera mirada dura
Yevando el reto pronto en los labios
Y la e dos filos en la cintura. (15)
Entra y ordena:
Pulpero, eche caña, 
Caña de la güena, 
Yene hasta los topes ese vaso grande, 
No ande con miserias.

Tengo como un juego 
la boca de seca, 
Y en el tragadero tengo como un ñudo, 
Que me áhuga y me apreta. 
Déme esa guitarra... 
¡Quien sabe sus cuerdas 
no me dicen algo que me dé coraje 
Pa echar esto ajuera!...

Hoy de madrugada 
Yegué a mis taperas, 
Y oservé en el pasto mojáo po' el sereno 
Yo no sé qué güeyas...

Tal vez de algún perro... 
Pero ¡de ande yerba! 
Si al lao de mi rancho no tengo chiquero, 
Ni en mi casa hay perra...

Dentré, y a mi china
La encontré dispierta...
Pulpero, eche caña, que tengo la boca
Lo mesmo que yesca...

Yo tengo, pulpero,
Pa que usté lo sepa,
La moza más linda que han visto los ojos
En tuita la tierra.
Con eya mi rancho
Ni al cielo envidéa...
Pero eche otro vaso pa ver si me olvido
Que he visto una güeya... (16)
El consenso popular ha querido asignar a esta composición un tono bien lastimero. Creo que es un error. El gaucho ofendido entra a la pulpería, no con el propósito de referir o cantar sus cuitas, sino impelido por una fuerza incontenible de venganza. Se encara con el pulpero ásperamente y emplea tono mandón:
... eche caña
........................
........................
no ande con miserias. 
.......................... 
Déme esa guitarra...
Y tenemos forzosamente que volver al tema de la guitarra.

-Déme esa guitarra,- le ordena

Pero la guitarra queda tendida y muda sobre el mostrador, como antes quedara colgada de la rama del ombú, o del horcón del rancho.
Ha encontrado el gaucho un pulpero dócil. Pendencias, no es posible tener con él.
Pero, eche otro vaso pa ver si me olvido
Que he visto una güeya...
Y mientras bebe un vaso, y otro vaso, y el alcohol va agregando fuego al fuego que corre por sus venas, el tiempo pasa; los campos despiertan; las sendas se hacen visibles a la luz del sol, esas sendas por las cuales habrá de venir, hacia la pulpería, el taita a quien, escondida, lo "aguaita" la muerte.
Si no me equivoco, este es el sombrío estado de ánimo del héroe que anima la composición titulada "La güeya".
El designio no ha podido ejecutarse en la pulpería. No importa. Ya vendrá la ocasión en que pueda manifestarse la voluntad homicida, y también el valor. Gaucho sin valor, es gaucho sin historia.

El rancho hasta cuyas paredes de adobe llegaron aquellas huellas, resiste ahora sin techo, ni horcón, ni cumbrera, las furias desatadas del pampero. El gaucho herido en su estimación propia, también resiste las furias de la adversidad. Su alma está en escombros, como su tapera; pero no afloja.
Vaya nomás usté; yo ya soy viejo
Y a gatitas me quedan
Las posturas... y el alma que no afloja.
No afloja. Y allá, en el fondo borrascoso, se arremolinan los recuerdos. Veamos:
¿Ve aqueyas paredes
De adobe, sin techo,
Que al Láo de un ombú
Lucen ayá lejos?
¿Las vido? Pues sepa
Que aqueyo fué un tiempo
Nidito de amores
De este gáucho viejo.
Pasaron los años
Surcándome el cuero
Como a tierra e chacras
El aráo de acero.
Sobre mi cabeza
Más de tráinta inviernos
Dejaron en hebras
La escarcha e sus hielos
Y aqueyas paredes
Cuasi sin cimientos,
Ni horcón, ni cumbrera,
Ni marcos, ni techo,
Entuaviá empacadas
Se ráin del pampero...
Ansinita e firmes
Y como eyas negros,
Tamién del olvido
Se ráin mis recuerdos.
Prendida en la nuca
La mata e su pelo
Con un manojito
De flores de ceibo;
Cáido hasta las corvas
Y encrespáo el resto
Como crin de potro
Que alborota el viento;
Redamando gracia
Por todito el cuerpo,
Que tenía la blanda
Suavidá del tiento,
Cuando me miraron
Sus ojazos negros
-Por los que aun de luto
Se visten mis sueños -
Créi que por mi espalda
Subía un hormiguero,
Y que tuito el aire
Se me iba del pecho...
¡Por qué jué conmigo
Tan ingrato el cielo
Cuando con un rayo
Podía haberme muerto!
Horas que volaron,
Dichas que murieron,
Amor del que a gatas
Quedó otro recuerdo
Que el galope loco
De un cabayo overo
Y el grito e venganza
Que auyaban mis celos;
Aqueyas paredes
Tuito eso sintieron
Al caer de una tarde
Que olvidar no puedo.
Eyas y la virgen
Que está arriba el cerro
Vieron a mi china
Cuando iba juyendo
Enancada a un indio
De vincha y culero
Que de su cariño
De juro era el dueño.
Llegó la ocasión. He aquí la venganza y el valor sin restricciones.
Tamién yo la vide
Y, de rabia ciego,
Tantié la cintura,
Me ajusté el sombrero,
Corrí ande pastaba
Mi cabayo overo,
Lo enfrené volando,
Salté en él en pelos,
Le apreté los lomos
Con muslos de acero
Y salió aquel pingo
Bebiendo los vientos
Como si en sus carnes
Se hincasen mis celos...


Sintiéndome cerca,
Largó el indio al suelo
la prienda robada,
De juro creyendo
Que pa mi venganza
Me bastaba aqueyo,
Y que más liviano
Su flete azulejo
Sacaría ventajas
A mi pobre overo,
Que corriendo siempre,
Corriendo, corriendo
Como si en sus carnes
Mordiesen mis celos,
Diba ya tan cerca
Del indio matrero,
Que viendo era al ñudo
Regatíar el cuero,
Pronto pa peliarme
Se dió contra el suelo.
Y áhi, nomás, toparon
Mi fierro y su fierro,
Y áhi, nomás, el taita,
Más zonzo o más lerdo,
Se ligó un "barbijo"
Que andaba sin dueño,
Y aflojó los brazos,
Y se vino al suelo.
Yo, al mirarlo cáido
Y viéndolo muerto,
Pa que no se juese
Manié su azulejo,
Y po' el indio
Recé un padre-nuestro
A esa hora en que el mundo
Se queda en silencio...
.............................

-¿Y eya? - De rodiyas,
Pálida de miedo,
Juntas las manitos
Como en gesto e ruego,
Cuando cerca suyo
Sofrené mi overo
Y echando pie a tierra
La cacé dcl pelo,
Dió un grito tan hondo
que áun lo estoy oyendo...
.................................

Sin decir palabra
Suspendí su cuerpo,
Le escupí la boca
-Nido en que sus besos
Habían puesto un "toldo"
Del amor matrero -
Y fijos mis ojos
En sus ojos negros
-Que nunca en la vida
Golvería ya a verlos -
Ahugáo con la baba
Dije: "Te los dejo,
Te los dejo, china,
Te los dejo abiertos,
Aunque más no sea
Pa que un poco e tiempo,
Si no sós muy yegua,
Lo yorés al muerto." (17)
La ternura de que hemos hablado anteriormente se torna ahora un poco áspera, pero gravita, a pesar de todo, en la composición transcripta. Esa ternura desarma el brazo en el instante en que va a descargar el golpe definitivo en el cuello desamparado de la mujer. Esa ternura se opone a que los ojazos negros de la china
Por los que aún de luto
Se visten mis sueños
dejen de brillar.
Te los dejo,
Te los dejo, china,
Te los dejo abiertos,
Aunque más no sea
Pa que un poco e tiempo
..........................
Lo yorés al muerto.
Me atrevo a decir que, en este instante, no dice verdad el poeta. Su verdad es otra. Su verdad la ve confusamente, como la claridad de un relámpago lejano, cuando, prendida la mano de los cabellos encrespados "como crin de potro" y suspendido el cuerpo que "tenía la blanda suavidad del tiento", la daga está por hundirse sin esfuerzo en la débil garganta morena.
Dió un grito tan hondo
Que áun lo estoy oyendo...
Su verdad está sedimentada en el fondo de su ternura. Su ternura impetra la gracia de la vida. Su ternura, además, arrastra consigo la carga leve de la esperanza:
Pa que un poco e tiempo
Lo yorés al muerto.
Un poco de tiempo. ¿Y después? Soñemos. ¿Y después? He aquí la esperanza. ¿Es acaso temerario conjeturar que la china que hizo temblar corazón tan grande, no tiemble, a su vez, en días no lejanos, por ese gran corazón? ¿No fue éste, acaso, el presentimiento que, desde adentro del alma, detuvo el mortífero ademán exterior? Soñemos. Y ya que hemos empleado la palabra "esperanza", volvamos a leer la cuarteta que dice:
En el cantero en que tengo
Sembradas mis esperanzas
Paso los días carpiendo
Un yuyo que me las mata.
A pesar de la obstinación romántica del poeta, ese yuyo sigue asolando el cantero. Asuela cada vez más sombríamente el alma del poeta. Y la esperanza languidece y se pierde para siempre entre las raíces tenaces, porque la carpida fue hecha por el instrumento de la quimera, de suyo endeble e inhábil frente a las realidades del amor.
Ahogadas así las llamitas de la esperanza, la desesperanza agolpó sus sombras sobre la lírica del Viejo Pancho.
Escuchemos:
¿Que quien jué el curioso
Que me dió este perro?
Naides; estos bichos, como el hombre zonzo,
Cuando los halagan se dan eyos mesmos.
Jué en un mes de agosto
De no sé qué invierno,
Muy pocos días antes de morir el flaco
Mi cabayo overo,
Que cayó a mi rancho,
Maltratáo y rengo,
Y clavó en las mías sus pupilas tristes,
Sus pupilas yenas de sombra y misterio.
¿Que de ande vendría?
¡Vaya uno a saberlo!
Puede que viniese, como yo, del pago
De los desengaños y de los recuerdos!

Le tiré una achura, 
Y, aunque estaba hambriento, 
Sin hacerle caso, me miró de un modo
Como si dijera: "No vengo por eso".

Aunque sea soncera 
Pensé yo por dentro:
¡Quien sabe estos bichos no sufren de amores 
Y, como el cristiano, los matan los celos!...

Y viendo en tropiya 
Venir mis recuerdos, 
Le hice unas caricias y, dende esa tarde, 
Pa los dos alcanza mi pan y mi techo. (18)

Hemos hablado de la pasión amorosa de que está impregnada la lírica del Viejo Pancho. Hemos hablado de los conflictos y los choques que en el corazón del gaucho produjo esa pasión.
Hablemos, ahora, de su pasión partidaria, según así fluye de algunas de sus canciones, contenidas en el pequeño tomo titulado "Paja Brava".
Sin querer atribuirles un gran valor autobiográfico, creo que esas canciones atestiguan las preferencias del poeta por uno de los bandos tradicionales en que está dividida la opinión de mi país.
El héroe de la composición "La Montonera", oculto en el monte, espera ansiosamente ver que la lanza guerrera ponga brillos metálicos sobre las cuchillas.
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Y ¡áhi no más relumbró! La tráiba un mozo
De melena y de vincha,
Que, apiándose del pingo que montaba,
Se acomodó en el gacho una divisa,
Y convidó a la indiada:
"Los que sean d' este pelo que me sigan"
Y del pelo era yo, y éramos todos,
Y sin saber ni preguntar qué había -
Porque p'al criollo altivo no hay siñuelo
Como el siñuelo de arriesgar la vida -
De debajo del poncho fue sacando
Cada gaucho una cinta,
Que besaba al ponerla en el sombrero
Como si juese el trapo una reliquia... (19)
Y esta otra frase que descubre el centro del pensamiento:
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Y, antes de darle al fierro,
Pedí al táita respeto pa mis creencias,
Respeto p'al color de mi divisa
Que es mi más grande amor sobre la tierra,
Porque habla al corazón de sacrificios,
Y con las glorias de la Patria sueña. (20)
La pasión partidaria del cantor tiene un gran sedimento de rebeldía, y lleva también consigo el impulso del desinterés.
No olvidemos que José Alonso y Trelles vino de Asturias. No olvidemos que Asturias tiene en su suelo la dureza brillante y noble del estaño, y en el espacio azul la altivez de sus picos montañosos. El alma del hombre tiende a consustanciarse con el alma del paisaje que colmó sus pupilas de niño. Alma del hombre y alma del paisaje que identifican, adquieren el mismo temple, igual envergadura. De esta suerte, los picos dislocados que se hunden en el azul del cielo español, propulsan el espíritu a las grandes cosas. Dan el sentido de la grandeza. Y la sensación del infinito. Y la evidencia del poder omnímodo de Dios.
En mi patria no hay montes elevados, las perspectivas de su paisaje no se recortan atrevidamente en las alturas. Su suelo no tiene énfasis. Propulsa, mejor dicho, suspende el espíritu en la contemplación. Entonces ¿por qué, pues ese arrojo de que hizo gala tantas veces el criollo de mi pueblo? ¿Por qué ese desprecio altivo por el tesoro de la vida? ¿Por qué ese romántico desinterés, que parece contradecir la influencia del suelo en el espíritu del hombre?
Es que España dejó la rica herencia de su sangre en estas latitudes; y desde la época de la colonia, la vamos trasvasando de una generación a la otra, en un designio secreto y fatal de perpetuación.
Rebeldía y altivez que hace exclamar al poeta:
Y bien echáo p' atrás; bien en la nuca,
Pa que tuitos me vean,
Pa que tuitos se enteren que no tengo
De qué tener vergüenza;
Dios me hizo ansina, viejo,
Y ansina he de seguir hasta que muera;
Beyaco p'al recáo, negáo al freno,
Arisco pa dentrar ande otros dentran. (21)
Rebeldía, altivez y, finalmente, el sentimiento genuinamente hispano de la piedad, que es complementario, y no contradictorio, de aquellas dos raras virtudes. Y que, además, siendo piedad, es también amor.
He aquí la voz piadosa del poeta:
Deshojalas no más po' ande tú quieras,
Que, en la Patria de Artigas,
Tanto son cementerios las quebradas
Como son camposantos las cuchillas.
Po' ande quiera que jueron
Luciendo en los sombreros las divisas,
Po' ande quiera que jueron nuestros gáuchos
Iba quedando roja la gramiya.

¡Quién sabe en qué picada
Cayó pa siempre el que te amó, mi china! 
¡Quién sabe cuál jué el molle cuyas hojas 
Oyeron lo que dijo en su agonía!

Ande cantaban antes las calandrias
Dicen áhura las brisas
Que se han quedáo sin besos muchas cunas
Y se han quedado sin luz muchas pupilas. (22)

Escuetamente nos hemos referido a su pasión amorosa y a su pasión partidaria, con sus tributos amargos la primera, y con sus jugos de rebeldía la segunda.
Hablemos ahora un poco de su pasión por la naturaleza. Puede decirse, sin temor a errar, que su pasión por la naturaleza quedó en sus versos circunscripta a las orillas del pequeño pueblo donde levantó su limpio hogar rústico, cuyas paredes blancas tienen el abrigo de las altas ramas de los pinos, cargados de camoatís, y de los viejos paraísos por cuyos troncos, en esta estación violenta de la primavera, suben hasta las grandes copas los rosales trepadores con sus fragantes flores amarillas.
A la entrada de la casa, un portón que no cierra luce en el marco de arriba un rótulo que es trabajoso leer, porque dos tuyas de cuarenta años y un ceibo de ásperos brazos retorcidos, borran intermitentemente, con el juego de sus ramas al soplo del viento, el nombre familiar. Del portón de entrada sale un zarzo que se prolonga hasta la casa; y bajo ese zarzo, el visitante avanza sobre el suelo tapizado, en ésta época del año, de pétalos de rosas blancas y de racimos de glicinas moradas. Entre esta opulencia sin orden aparente del verde, el amarillo, el blanco y el azul morado, una modesta laguna, muy cerca de la casa, recoge sobre sus aguas la sombra de algunos talas macilentos.
El poeta fijó su emoción del lugar en estas décimas:
Ranchito que entre el verdor
Parecés una gran cosa
Y no sós más que la choza
Donde escuendo mi dolor.
Rancho en que entuavía el amor
Que en rescoldos se consume
A ocasiones desentume
Las alas medio dispacio
Pa perderse en el espacio
Como si juese un perfume.
Tapera medio arrumbada
Que al costao de una laguna
En mis noches sin fortuna
Fuiste pa mi como un hada.
¡Quién dirá al verte rodeada
De paráisos y palmeras,
Que sos triste de adeveras
Porque, bajo tus totoras,
No hay en mis noches auroras
Ni en mi vejez primaveras!

Al zarzo que da a tu alero
Un rosal de rosas blancas
Trepa yevándose en ancas
La copa de un jazminero.
Corre a su sombra un sendero
Que como baliza cierta
Va derechito a una puerta
Que bajo un toldo de flores,
P' adormecer mis dolores
He de hayarla siempre abierta. (23)
Vivió cuarenta y seis años en este rincón de mi patria que se llama pueblo del Tala, en cuya plaza, rodeada hasta hace poco de una verja de hierro por donde se trepaban gozosamente los niños, se incorporan palmeras y tipas, y en cuyos canteros abren su ojo amarillo las margaritas silvestres. Pueblo del Tala, que, a la inversa de la mayoría de los pueblos de tierra adentro de mi patria, ha tenido, desde su origen, la ufanía de mostrarse a la distancia, y para ello dio en levantar sus casas, no en la hondonada, sino arriba, sobre el filo de las verdes cuchillas. Pueblo cuya iglesia tiene un atrio amplio, por donde se paseaba, envuelto en el humo de su cigarro de hoja, después de yantar, el presbítero Anacleto Fuentes y Vera, que se durmió en el Señor el 29 de diciembre de 1921, a los 51 años de edad, como así lo atestigua la inscripción que cubre la chapa de mármol tras la cual reposan sus restos, a la entrada de la iglesia, sobre el muro lateral.
La pasión del poeta por la naturaleza puso sus más acendrados acentos en esta composición, que importa la declaración de su íntima voluntad espiritual:
Y con//Cuando me esté muriendo
Saquenmén campo ajuera,
Y al láo de una cañada
Ande corra un hilito de agua fresca,
Ande el trébol de olor y la gramiya
Se le brinden al cuerpo como jerga,
Y háiga una mata e pasto
Pa dejar cáer sobre eya la cabeza,
Dejenmén solo ayí... ¡solita mi alma!
Pa que náides se entere ni me sienta
Lo que esté po' empacárseme del todo
El corazón que a gatas si trotea.
¡Yo no quiero morir dentro e mi rancho
Como muere el peludo entre la cueva!
Quiero sentir bajo la luz del cielo
La caricia e la tierra
Que jué siempre pa mí como una madre
Y ha e recoger mis güesos lo que muera;
Quiero oír cantar, cuando el sudor me avise
Que me aguaita la austera,
Sobre el ombú e mi choza la calandria
Que tantas veces consoló mi pena;
Quiero ver retozar a los baguales
Que la yeguada encela
Pa recordar los que montaba en pelos
Al salir disparando e la manguera;
Quiero seguir el vuelo e las torcazas
Cuando a la tarde los cardales dejan,
Y van, buchonas, procurando el nido
Ande Amor, arruyando, las espera.
Quiero aspirar, cuando a morirme vaya,
Los perfumes que al viento dan las sierras,
Y enyenando los ojos de azul-cielo,
Al darle al sol mi adiós lo que se escuenda
Pedirle pa la zanja en que me entierren
Su primer rayo e luz cuando amanezca...
.............................................
¡No me dejen morir dentro e mi rancho
Como muere el peludo entre la cueva!
Dejenmé agonizar a campo abierto,
La cara al cielo güelta,
Pa verla bien, lo que la noche se haga,
A la adorada estreya,
Que les robé la luz a unas pupilas
Que envenenaron tuita mi existencia... (24)

¡Qué bien se han prestado todos los elementos para que pudiera cumplirse fielmente aquella disposición!
Son bajísimas las tapias del cementerio del Tala, extendido sobre una elevación natural del terreno. Desde la distancia, la mirada ve elevarse en el aire la aguja sombría de los pinos y la cruz latina sobre la cúpula blanca de la pequeña rotonda. Desde adentro, junto a las losas y los túmulos, por encima de las tapias, la mirada abarca, allá abajo, los labrantíos fecundos, el monte de membrillos que sigue el curso oculto del arroyo cercano, el horizonte cuya curva se une con la del cielo en la lejanía, y la silueta del labrador que lleva el arado sobre el haza y la mano firme en la corva esteva, en un afán silencioso y honrado de sembrar y recoger.
La piedra funeraria que abriga las cenizas del poeta, está agrietada. Por la grieta penetra el soplo del viento y la luz del sol. Por la grieta, más holgadamente, desde luego, saldrá y entrará el vapor sutilísimo, la esencia espiritual y eterna de José Alonso y Trelles.
Dios lo habrá querido así.

MIGUEL VICTOR MARTINEZ

Paja Brava. - Edición de la Impresora Uruguaya. Año 1930. - (1), pág. 23. -2), pág. 4. - (3), pág. 147. - (4), pág. 113. - (5), pág. 148. - (6), pág. 3. - (7), págs. 141 y 142. - (8), pág. 165. - (9), págs. 166 y 167. - (10), pág. 35. -(11), pág. 114. - (12), pág. 89. - (13), pág. 107. - (14), pags. 156 y 157. -(15), pág. 27. - (16), págs. 120 y 121. - (17), págs. 48, 49, 50 y 51. - (18), págs. 85 y 86. - (19), págs. 91 y 92. - (20), pág. 73. - (21), pág. 72. - (22), págs. 143 y 144. - (23), págs. 202 y 203. - (24), págs. 192, 193 y 194.

Este ensayo sirvió de base a la conferencia que dio el autor en el Club Oriental de Buenos Aires el 19 de octubre de 1939.

Miguel Víctor Martínez
Revista Nacional
Ministerio de Instrucción Pública
Nº 22 - octubre de 1939

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