Amigos para siempre |
Todos
los veranos Carlos Javier iba con su familia a veranear. Su casa de playa
estaba cerca del mar. Una
mañana Andrés salió a caminar. La costa aún estaba solitaria. Era muy
temprano. Las gaviotas graznaban y picoteaban raicillas que las olas
dejaban en la arena. El niño se sentía feliz al disfrutar tanta paz.
Por
un momento soñó con ser dueño de aquellas inmensidades. De pronto le
entró recogimiento. -¡Estoy solo!-exclamó. Al instante una voz sutil le
contestó:
-Solo...
no.
Carlos
Javier, mirando la espuma de la última ola, preguntó:
-¿Quién
responde?
-Aquí
-dijo un caracol que ya se escondía en la arena.
-Eh,
amigo, no quieres dialogar conmigo? ¿No me contarás lo hermoso que debe
ser vivir adentro del agua?
-Sí,
claro que sí. Te contaré de mi viaje a Sudáfrica.
-¿A
Sudáfrica? Cuenta, cuenta, eso sí que debe ser divertido.
-Me encontraron unos hombres en la costa, junto con los cangrejos, las almejas, los berberechos. Nos llevaron para
un acuario, decían. Yo no entendía mucho lo que hablaban, pero esa
palabra no se me olvidó.
Ellos
tenían un barco. Nos pusieron adentro de un balde. Nos taparon con una
lona. Yo miraba por uno de los agujeros donde va sujeta el asa. Ellos comían
platos deliciosos y a nosotros nos tiraban migajas de pan y hojas de
vegetales.
Allí
en nuestros pequeño océano, no teníamos la libertad total, pero estábamos
en nuestro elemento por lo menos.
Yo
pensaba: ¿hasta cuándo durará esto?
Ya
en el barco vaciaron el balde donde estábamos nosotros. Era un recipiente
grande, cuadrado, en el que habían puesto piedritas, arena y agua en
abundancia. También un caño hacia el exterior para oxigenarla, decían.
En
realidad a esta altura, teníamos mucho miedo. ¿Qué harían, nos comerían?
-¿Y
qué pasó después?, cuenta, cuenta, estoy ansioso por saber.
-Todo
sucedió una noche, en que ellos corrían para todos lados. En esas idas y
venidas, ni cuenta se dieron cuando pecharon el caño del oxígeno y cayó
al piso. En ese momento vine a flote y salí por el orificio donde había
estado colocado el caño, y zas, yo también caí al piso.
Uno
de los hombrotes al pasar, me dio un puntapié sin querer y fui a parar a
la cubierta. Así supe que había una tremenda tempestad y el barco hacía
agua, además se les había roto la vela principal. La superficie estaba
convulsionada. Las olas eran muy altas. Una de ellas me barrió y caí en
el océano. ¡Ay chico, creí no ver más la luz! Pude, por fortuna, con
la ventosa de mi abdomen, prenderme al casco del barco. Así pasé días
sin saber qué sería de mí; pensaba en mis compañeros y sufrí mucho.
Una mañana reconocí la costa de mi playa, era un barco de carga y volvía
a puerto cada veintiocho días. Mis amigos de este lado se alegraron al
verme.
-¿Qué
te pareció mi aventura?
-¡Fascinante,
amigo, fas-ci-nan-te!
-¡Oh,
se ha hecho muy tarde!. Si me esperas en la costa mañana, continuaremos
el diálogo.
-Seré infaltable. |
Jovita
de Almeida
Cuentos con alas, colección Tente en el Aire, A.U.L.I. (2008)
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