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Hay que preparar el campo de batalla, hacer espacio para ellos, arrimar alguna silla. Todavía no aparecen. Aprovecho y me distraigo viendo televisión, leyendo o jugando con la computadora. Y es ahí, justo ahí, cuando estoy en lo mejor de la película, del libro o del juego, cuando siento una piedra reventarse contra la persiana. Sí, son ellos. Salgo corriendo antes que me tiren la puerta abajo, y ya están acá y entran a los gritos y se cagan de risa y me preguntan qué mierda estoy viendo en la tele, qué mierda estoy escuchando en la radio, y les explico y se cagan aún más de risa y toman los controles remotos de la tele y de la radio y cambian de canal y de emisora, y yo me refugio en la computadora mientras se distraen con las otras máquinas de la felicidad de mi idiotódromo, pero me ven y me preguntan qué mierda estoy haciendo y me piden que les muestre fotos de mujeres desnudas y yo acepto y abro mi colección de pornografía mientras uno de ellos me roba el asiento y empieza a pasar las fotos él mismo, y tengo que refugiarme en la cama y correr sus camperas y mochilas y ver la televisión que dejaron muda en cualquier canal, y se me ocurre poner algún tipo de música pero entonces el otro dice "vo, ¿sabés qué tengo ganas de escuchar?", y yo espero, deseo y ruego que de entre los doscientos siete discos no elija uno de esos cinco que ya me tienen harto de haberlos oído obsesivamente tantas veces, o apenas ayer u hoy mismo, pero entrego el control remoto y le digo que ponga lo que quiera y él elige –como siempre– dos que están en la categoría anterior, y yo no digo nada, me resigno a escuchar y a ver sus caras de felicidad cuando paladean algún acorde y un punteo de guitarra que ya me sé de memoria, mientras el que está en la computadora me llama: "vo, Alfonso, qué mierda es esto?", y veo que la pantalla se puebla de mensajes de error, porque el tipo se mandó alguna cagada, es evidente, y yo tengo que arreglársela cuanto antes para que pueda seguir viendo fotos eróticas, y lo tengo que hacer estirando un brazo y torciendo la espalda porque el tipo no se mueve del asiento, porque se imbecilizó con las fotos de mujeres desnudas y sólo espera que le resuelva el problema para seguir, así que hago equilibrio en esa posición incómoda, peleando con el sistema y con las perversas configuraciones de Windows hasta que logro arreglar todo y él vuelve a las fotos y yo quiero sentarme un rato pero no puedo porque mientras tanto otro de ellos, el que está cambiando la música en el equipo de audio, parece que encontrara el momento exacto en que yo quiero escuchar una canción específica que había empezando a sonar, y entonces, entonces el tipo dice "no, esta es una cagada, mejor ponemos aquella otra, esa que dice..." y ahí se pone a tararear, y yo tengo que hacer un esfuerzo mental para adivinar por sus muecas y ruidos y grotescos movimientos cuál es la canción que pide, hasta darme cuenta que es el tema más gastado de la banda o solista y el que menos me gusta, por supuesto, y por supuesto no me resisto, sólo cierro los ojos un segundo e indico "tema once", y el tipo corta por la mitad la música, y yo me resigno a su cara de satisfacción mientras observo cómo el otro, que ya se aburrió de ver fotos de mujeres desnudas –porque ya las vio todas, muchas de ellas varias veces, quizá para ver si les habían crecido las tetas desde la última revisión– y ahora, medianamente calmados sus deseos de consumir pornografía, logra poner un jueguito ruidoso y pelotudo que por algún motivo todavía no borré, y empieza a aporrear el teclado como si el destino de la humanidad dependiera de la fuerza con que le da a la barra espaciadora y lo rápido que mueve al guerrero mientras lucha contra los muertos vivientes que quieren lobotomizar un poco más Estados Unidos o comérselo, mientras el otro deja la música y se acerca para recomendar rutas y estrategias, y yo los observo a los dos y tomo un trago más de cerveza y trato de disfrutar de la música y hasta charlo con ellos cuando los aparatos lo permiten, y de repente siento un ruido y es que acaban de tirar un vaso, y uno de los dos se ríe y me dice "vo, me parece que te cagué el contestador", y yo voy y compruebo que efectivamente el contestador chorrea cerveza por todos lados y procedo a limpiarlo, pero sin muchas ganas, porque estoy bastante borracho y seguramente es inútil, ya está roto y tampoco puedo distraerme demasiado porque el que sigue martillando las teclas reclama mi atención, grita y grita que acaba de pasar al nivel dos del jueguito y se pone a cacarear sus habilidades y reflejos y aplasta con más fuerza el teclado para demostrarlo, pero de repente se detiene, pone el juego en pausa porque entra en escena una pizzeta y cada cual come y hay que apurarse porque pronto no va a quedar nada, y mejor no ver cómo los pedazos de muzzarella derretida van cayendo sobre el suelo y la alfombra, porque ya no importa, la pizzeta es recuerdo y ahora florecen los cigarrillos y vuelan las cenizas, caen y se dispersan y no importa, en realidad no importa, porque llega el momento de fumarnos un porrito y volvernos más locos y más locos, hasta que el teclado revienta de rabia de tanto golpe y el volumen del equipo de audio puesto a tocar la canción odiada va subiendo mucho más allá del límite tolerable, y yo tendría que ponerme a pensar en los comentarios de los vecinos: "deben ser los amigotes del pelotudo este, armando escándalo como siempre, no respetan nada, y yo tengo que trabajar mañana temprano y no hay derecho, se maman y no dejan dormir a nadie", pero no, no pienso en nada de esto porque la marihuana ya empezó a hacer efecto y es ahí, siempre ahí, cuando el equipo refriega en la cara del mundo nuestros gusto musicales, cuando todos nos unimos cantando y bailando y alguien toca la guitarra y seguimos cantando cada vez más alto, porque no nos importa nada, estamos maravillosamente verdes, delirando y saltando y gritando y pateando las sillas, borrachos de felicidad como golondrinas drogadas, es ahí, sí, justo ahí cuando uno de ellos dice "Che, gente, yo me voy yendo, porque mañana tengo que laburar y quiero dormir un poco". Entonces el otro mira la hora y responde, "sí, yo también; vamos". Enseguida se levantan y juntan las camperas y mochilas. Yo los acompaño hasta el portón. Me saludan, me regalan alguna grosería imprecisa y se van riendo. La luna brilla en las botellas de plástico vacías que se tiran uno al otro, que les rebotan en las cabezas y saltan, como ellos, por entre los charcos de las calles rotas del barrio. Es hora de volver al campo de batalla y contemplar las ruinas de guerra: ríos de alcohol en el piso, puchos, bolsitas de marihuana, restos de comida en el teclado, vasos caídos, cajas de discos tiradas, la guitarra aplastando un papel sucio de muzzarella, ropa mía que se cayó de la percha, botellas vacías rodando y goteando en la cama sobre un montón de revistas manchadas, papeles manchados, frazadas manchadas y manchas que eran antiguas y desaparecieron debajo de las recién nacidas. Lentamente empiezo a ordenar. Tiro la basura a la basura, guardo los cd’s en sus cajas y luego las cajas en la gran caja porta cd’s. Limpio y devuelvo la guitarra a su funda. Apago la computadora. Apago el videograbador. Apago el televisor. Apago el equipo de audio. Luego reúno los vasos tirados, guardo las botellas vacías y la ropa mientras junto cuidadosamente la marihuana que sobró para la próxima vez que vengan. Y ojalá que sea pronto, porque ya los estoy extrañando. |
Porrovideo
Jorge Alfonso
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