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Soledad a la manera de Chéjov en los tiempos que corren |
a Yolanda, in memoriam |
Las visitas de Sergio a su madre eran para nosotros, los amigos, un momento muy especial. A su casamiento y posterior mudanza al interior del país, se le sumó el nacimiento de una nena y su casi perpetua desocupación. La
llamada de Yolanda invitándome a ir a saludarlos me sonó un poco rara,
no por la invitación en sí –en aquél tiempo la vieja me apreciaba
bastante porque me creía un tipo serio y no un falopero como esos otros–, sino por la voz,
que se le deformaba como a los borrachos. Me
entretuvo varios minutos contándome una y otra vez que había dejado de
fumar y lo difícil que se le hacía no volver al vicio. Después me dijo
que Sergio estaba de visita unos días y que me diera una vuelta por ahí.
Cuando cortó seguí pensando en su tono de voz. Sabía que le gustaba
tomarse unos whiskys cada tanto y se me ocurrió que habría cambiado el
cigarrillo por el alcohol. *
* * Sergio
era un tipo muy especial. De unos treinta y cinco años frente a los
veinte míos, nuestra amistad se había iniciado en un taller literario,
unidos por la maldita/bendita escritura. En ese tiempo yo apenas empezaba
a pulir mis primeras cosas y veía a mi amigo como a una especie de
maestro o gurú, un tipo con el que podía pasarme media hora discutiendo
sobre el uso propio o impropio de una metáfora, o una tarde entera
fumando marihuana en compañía de sus amigos, también mayores que yo.
Recuerdo con una sonrisa las primeras veces que me aparecí por su casa.
Era muy gracioso ver a un tipo como él, bajo, gordito, con bigote y
lentes, sentado con otros tipos y riéndose a más no poder mientras
jugaban a las cartas, chupaban cerveza y fumaban cigarrillos y marihuana.
Cuando Yolanda volvía de trabajar, se convertían rápidamente en gente
silenciosa y tranquila, o simplemente se iban. A
ellos, sus amigos, no los conocía demasiado, aunque desde el principio
noté algo raro respecto a la relación de estos personajes con la madre
de Sergio. Al margen de su innegable esfuerzo por comportarse como una
buena anfitriona, proveyéndolos de comida y hasta a veces algo de tomar,
los miraba siempre con una especie de resentimiento, algo que yo ignoraba
pero que seguramente debía venir de lejos, de la época del exilio en México
durante la dictadura. Por supuesto ellos la trataban con respeto, claro,
pero aún mientras sonreían inocentes como recién nacidos, también la
miraban con desconfianza. Con
el tiempo me enteré –alguna tarde en que habían fumado hasta el límite
de las confesiones–, que durante la adolescencia azteca se pasaban el día
entero borrachos y fumados, y más de una vez Yolanda los había corrido a
escobazos. “Una
vez, che ¿cómo te llamabas? Ah, sí, Alfonso... Una vez, Alfonso, nos
habíamos subido a la terraza y estábamos tranquilos, fumando un fasito,
disfrutando de la vista, cuando de repente siento unos pasos atrás mío.
Me doy vuelta con el petardo colgándome de los labios y una cara de ido,
te imaginarás... ¡Para qué! Para encontrarme ni más ni menos que con
Yolanda” ¿Y ella qué hizo?
pregunté. “¿Y qué iba a hacer? Nos echó a todos a la mierda”, dijo
mientras se atragantaba de una risotada. Así que ahí está el tema, pensé. La buena madre que empuña la escoba para proteger al nene de las malas compañías, que le hacían fumar porquerías que “le quitaban el hambre...”. Esto era bastante gracioso. Según contaban, ya en esa época se podía adivinar de lejos que Sergio no iba precisamente a convertirse en una gacela. Yolanda –que seguramente odiaba con toda el alma a esos adolescentes drogadictos–, tenía que recibirlos de nuevo en su casa, y ya no eran ningunos nenes que pudiera correr a escobazos, sino hombres hechos y derechos, la mayoría con trabajo, mujer e hijos, pero que todavía seguían escabulléndose al cuarto de Sergio a fumar. Generalmente ella no decía nada. Parecía ser su forma de agradecerles sin palabras la delicadeza de no mencionar el tema, por más que a veces el humo que salía de ese cuarto bastaba para drogar a las plantas. “En
México nos poníamos a fumar y después le agarrábamos el piano y estábamos
horas dándole palo” agregó un flaco de pelo chato y ojos saltones.
“Una vez trancó la puerta para que no se lo desafináramos, pero se
olvidó que había otra puerta clausurada con un ropero vacío atrás, así
que bastaba con empujar un poco...”. Sergio se empezó a reír mientras
recordaba: “sí, nos poníamos a tocar horas y horas y nunca se daba
cuenta”. *
* * Esa
noche llegué temprano y me encontré con que además de Yolanda, habían
varias viejas más, entre ellas una tía de Sergio y su abuela de casi
noventa años. Charlaban a los gritos mientras iban haciendo desaparecer
botellas de gaseosa y galletitas con atún. Me besaron todas, una por una,
y me explicaron que Sergio estaba por llegar. Yo maldije mi puntualidad y
me camuflé como un caballerito inglés. Apenas unos minutos después
tocaron el timbre. –Seguro
que es Sergio –dijo Yolanda– ¿Por qué no vas a abrirle vos, que sos
el más joven? Y por lejos
pensé mientras saltaba los escalones de cuatro en cuatro. Pero no era el
“nene”, sino Raulito, otro de sus amigos. Lo saludé y enseguida le
advertí de la reunión de ancianas de arriba. Se limitó a sonreír y
poner cara de paciencia, hermano. Como
a mí, las viejas lo besaron por riguroso turno. Después los dos nos
ubicamos lo más lejos que pudimos hasta que por fin Sergio apareció. Se
había rapado pero estaba igual de gordito y con su eterna cara de
“yonofui”. Nos pusimos a charlar mientras llegaban otros amigos a
saludarlo, y al rato fuimos turnándonos para el primer porro de la noche.
La excusa era ir al baño, pero en realidad estábamos fumando en el
cuarto de Sergio. Unos minutos después reaparecíamos con los ojitos
brillando ante la mirada tímidamente acusadora de Yolanda y las caras
intrigadas del viejerío. *
* * A
eso de las diez la reunión languidecía. Yolanda sacó un billete de mil
pesos y se lo dio a Sergio para que fuera a comprar una botella de whisky.
Nos miramos unos a otros, y ante la perspectiva de quedarnos con las
viejas buscando temas de conversación, decidimos acompañarlo. En
el camino fumamos un poco más. Ahí me acordé que mis reservas de
marihuana estaban casi al límite. Como Sergio conocía a un tipo que vendía,
le pregunté si se podía comprar algo más esa noche. Él me aseguró que
sí, que no habría problema, que bastaba hacer una llamadita y listo. Se
me sumó otro amigo suyo que también quería un poco, así que decidimos
la cantidad total, terminamos el faso y volvimos. *
* * Yolanda
recibió la botella con los brazos abiertos y apenas la tuvo al alcance de
sus garras, sin ningún preámbulo empezó a servir y a tomar. Ahí volvió
a sonar el timbre. Era una mujer cincuentona y regordeta a la que la dueña
de casa presentó como “mi amiga policía”. Yo
estaba sentado chupando algo. A esas alturas el porro me tenía como loco,
haciéndome intervenir continuamente en la conversación de las viejas
para luego parar por miedo a que se dieran cuenta. Los amigos de Sergio
–mucho más experientes– seguían entrando al cuarto como vampiros y
salían convertidos en pajaritos. Yolanda bajaba la botella cada vez más
rápido. Todavía seguía repitiendo lo mucho que le estaba costando dejar
de fumar, ese vicio que arrastraba desde hacía más de cincuenta años.
Por suerte el doctor le había recetado unas pastillitas (seis por día,
según dijo), que la ayudaban a ir llevando la abstinencia... En ese
momento, hasta yo que no soy ningún Sherlock Holmes empecé a sumar
evidencias: la llamada telefónica con la lengua dándole vueltas, la
combinación de las famosas pastillitas con el whisky... Yolanda se estaba
drogando sin darse cuenta, pero desgraciadamente yo mismo estaba muy
mareado como para llevármela aparte y exponerle mis conclusiones. Uno
minutos después ya me había olvidado de todo. La
madre de mi amigo, cada vez más excitada, monopolizaba despiadadamente la
conversación con la fuerza de una mujer varias décadas más joven.
Exageraba los gestos y se le coloreaba la cara y parte de la papada. Era
igual de bajita que el hijo y bastante pasada de peso. Pronto
su amiga policía se hartó de las historias de “cómo superé la adicción”,
se colocó frente al sofá donde estábamos Raulito y yo y se puso a fumar
un cigarrillo y a charlar. Entonces volví a mi personaje del caballero
inglés. Raulito, su tocayo Raúl, Lolo, Vladimir, Marcos y yo le seguimos
la conversación haciéndonos pasar por tipos buenos, jóvenes y sanos,
discutiendo las boberías necesarias. Ahí Sergio volvió del cuarto. Sin
darse cuenta de la presencia de la mujer policía, agarró el teléfono y
llamó a su proveedor. –¿Cómo
andás? Yo también –saludó mientras retorcía el cable del
auricular–. Che, precisamos algo –aquí hizo una larga pausa–. No,
un poco más –hubo otra pausa que me hizo pensar que estaban jugando a
las adivinanzas, pero Sergio se cansó enseguida–. Doscientos cincuenta
–dijo mientras volvía a retorcer el cable–. Sí, dos cincuenta. Y del
mejor que tengas. ¿No hay problema? Bueno, ok, te esperamos. La
charla, aunque fue bastante corta, se me hizo eterna. Estaba siendo oída
por todos los presentes, especialmente la mujer policía, que trataba de
hacerse la estúpida mirando el suelo pero que no perdía palabra,
sonriendo levemente sin que Sergio se diera cuenta y sin que pudiéramos
avisarle. Igual hubiera sido inútil. Sergio no oía muy bien. Quizá por
eso gritaba tanto por teléfono. Yo
me reía y me reía sin parar. Quizá inconscientemente buscaba quitarle
gravedad a la situación, o de repente me importaba un carajo. Y me había
reído mucho más cuando las viejas hicieron silencio para escuchar con
atención las mejores partes de la llamada. Raulito
me miraba tratando de aguantar su propia risa. Yo lo miraba y me reía.
Los dos mirábamos a la mujer policía, que se obligaba a fijar la atención
en los adornos de las paredes, y se nos escapaban las carcajadas. Cuando
Sergio colgó, lo primero que hizo fue girar su cabeza para hacernos la clásica
seña de “todo listo”, pero se encontró con la espalda de la mujer
policía, que casi le rozaba la nariz. Ella sonrió tímidamente. Él
eligió su mejor cara de póker y se fue a buscar su vaso. No dijo ni una
sola palabra para tratar de disimular. En vez de eso nos invitó a pasar
de nuevo por el cuarto, cosa que hicimos ya sin muchos pretextos. Mientras
nos enterábamos de los detalles de la compra y formábamos otra rueda de
fumadores nos llegaba la voz ronca de Yolanda cacareando sin parar con las
demás mujeres. Seguía explicando cuánto le había costado dejar de
fumar. Ahora lo repetía dos o tres veces cada media hora, enganchándolo
con broches y clavos a cualquier comentario. Mis
sospechas de que se estaba drogando sin darse cuenta se confirmaron. La
combinación del whisky con las pastillas la volvía alegre, charlatana,
la excitaba tanto como a nosotros la marihuana, pero en ella los efectos
se multiplicaban. A estas alturas ya todos lo sabíamos, a excepción del
viejerío, que seguramente pensaba que eran los nervios normales por haber
dejado el vicio. Los más jóvenes nos pusimos a fingir que todo estaba
bien, por respeto a Sergio o por simple pudor. Al
rato golpearon a la puerta y era el pedido. Las idas y venidas al cuarto
aumentaron substancialmente. Separamos nuestras partes con la mayor justicia
posible, estrictamente de acuerdo con lo que cada cuál había puesto de
plata. Después conseguimos una bolsa y nos dedicamos a guardar lo que nos
correspondía. Los pedacitos que quedaron de la división fueron a parar a
un buen habano comunitario, con el que volvimos ya definitivamente hechos
pomada a la sala. Algunas
de las viejas se habían ido y otras se estaban despidiendo. Poco a poco
nos quedamos solos con Yolanda, que seguía tragando whisky a buen ritmo y
metiéndose en discusiones ajenas que no llegaba a entender del todo. Yo
cambiaba señas con Raulito y los demás, todos muy drogados, y la mirábamos
con cierta expresión de superioridad. Fue ahí cuando vi la cara de
Sergio. Estaba con el ceño fruncido, observando fijamente el fondo de su
vaso. No olía nada bueno en el aire. Varias veces me imaginé yéndome,
pero era como si una parte morbosa adentro mío me atara a la silla para
que no me perdiera en qué terminaba todo. Los
cigarrillos florecían en casi todas las manos, mientras la discusión
sobre algún tema relacionado con lo social (que ya ni me acuerdo) se iba
poniendo cada vez más violenta. Yolanda no lograba captar cierto punto, y
por más que por turnos íbamos tratando de explicarle, no había forma de
que entendiera. Llegó un momento en que la situación se volvió
insostenible. En voz baja, Sergio dijo “Escuchen...”. Nadie le dio
bola. “Escuchen...” repitió. De nuevo seguimos sin prestarle atención.
De repente dio un golpazo sobre la mesa y eso provocó el silencio
general. –¡Callensé,
carajo! ¡No puede ser, che! ¡Hace una hora que les estoy pidiendo que se
callen! Qué disparate, che... Tenía
la cara roja como un tomate. Nunca lo había visto así. Respiraba
agitadamente, apretando el vaso con furia. Enseguida se calmó un poco y
con mucha paciencia se puso a explicarle a su madre el asunto ese que ella
no entendía y no podría entender nunca porque no estaba como para pensar
demasiado. Yolanda se limitó a soportar algún que otro insulto
disimulado de Sergio con una sonrisa triste y comentando en voz baja que
su hijo ya era grande y la corregía. Él volvió a hundir los ojos en el
fondo de su vaso vacío. Parecía un adolescente avergonzado por la madre
frente a sus amigos. El silencio se había vuelto espeso como una nube
negra, cuando sorpresivamente Yolanda dijo: –¡Quiero
música! Vladimir
puso un disco de canciones árabes en el equipo de audio. Eso hizo que
Yolanda se levantara como atraída por un imán y empezara a bailar sola
en la mitad del comedor, rodeada por nuestras miradas de asombro y la cara
rabiosa de su hijo. Costó
un poco, pero entre todos pudimos convencerla de que se sentara. Todavía
le quedaba mucha energía y se largó a hablar con Vladimir. Supuse que él
era el que más odio le tenía, y lo confirmé cuando acercó su cara a la
de ella y con mucho cinismo le dijo: –Bueno,
Yolanda, me voy al cuarto a fumar marihuana y enseguida vengo. Ella
quedó tan descolocada que por unos segundos pareció haber vuelto a la
normalidad. Pero
fueron sólo unos segundos. –Yo
quiero probar –dijo. De
nuevo nos unimos en coro para explicarle que no era bueno en su situación,
que ella misma sabía que estaba mareada... Yo me arriesgué más de la
cuenta y traté de hacerle entender que ese mareo venía de la combinación
de las pastillas y el whisky, pero fue inútil. No me entendía o no lo
quería aceptar. Raulito
le habló lentamente para tratar de calmarla, pero entonces decidió ir más
lejos y le pidió “disculpas por lo de México...”. Los demás lo oían
con admiración. Probablemente era la primera vez que alguien mencionaba
el tema. Ella lo abrazó y le dijo que no tenía nada que perdonar. Eso
nos conmovió a todos. Cuando Vladimir volvió, Yolanda ya había
recuperado su excitación y seguía cacareando sin parar. –Quiero
música. ¿Qué pasó con la música? –preguntó. Lo
que pasó con la música fue que habíamos apagado el equipo de audio
apenas ella se distrajo. El ambiente seguía muy cargado. Me acuerdo haber
terminado cinco cigarrillos en la última media hora, y aún así era el
que fumaba menos. La noche pintaba larga, muy larga. –¿Por
qué no nos tocás algo en el piano? –preguntó Vladimir. Ahí
me di cuenta que él no pararía de pincharla hasta que diera un espectáculo
tan patético que la hiciera sentir vergüenza cada vez que se acordara. –Dale,
Yolanda, tocá algo... –insistió. –No
seas malo... –dijo alguien. Ella
dudaba. Se levantó de nuevo pero logramos que se volviera a sentar diciéndole
que esperara hasta que se le pasara el mareo. Sergio probó explicarle
otra vez que ese mareo era por la combinación que había tomado. Ella lo
escuchaba pero los ojos se le iban de un lado a otro. –¡Quiero
hacer pis! –gritó de repente, justo cuando volvía el silencio. Hizo
un esfuerzo por pararse, pero las piernas no la obedecieron del todo. Su
hijo la agarró del brazo y la llevó casi cargándola hasta el baño. El
resto nos quedamos comentando por lo bajo. Me venía a la mente la palabra
grotesco. Quería irme cuanto
antes, pero no encontraba una forma elegante de huir. Seguramente a los
demás les pasaba lo mismo. De a rato se oían golpes en la puerta del baño.
Por fin pararon y Sergio volvió con nosotros. –Che,
vamos a calmarnos un poco –propuso con los ojos vidriosos y un trapo de
piso en la mano–. Miren que se cayó y se hizo en el suelo. No le dio
tiempo de llegar... Ya
nadie se animaba a decir nada. Yo fumaba el millonésimo cigarrillo y noté
que en mi otra mano tenía un vaso lleno desde hacía horas, así que me
levanté y lo dejé con cuidado en la pileta de la cocina. Yolanda
volvió, se sentó, se agarró la cabeza con las dos manos, y mientras
todos le sugeríamos que se acostara, se quedó mirando el vacío, perdida
en sus pensamientos. –Estoy
tan sola, Sergio –dijo entonces con una lentitud extrema, como si se le
fuera la vida en cada palabra. No
nos atrevíamos a mirarla a la cara. Hasta Vladimir parecía nervioso. –Estoy
tan sola –repitió Yolanda. Alguien
tenía que decir algo. Fue su hijo: –Mamá
–empezó lentamente, como si le hablara a un deficiente mental–, yo
entiendo que estás sola, pero hay momentos y personas para hablar ciertas
cosas... –la miró para ver si le prestaba atención, pero cuando se dio
cuenta que ella sólo esperaba que continuara y le ofreciera una idea para
combatir la soledad, su voz se endureció–. Lo que te quiero decir es
que no es el momento para esto... Grotesco. Grotesco. Yo sólo podía pensar en esa podrida palabra y mirar alternativamente a Sergio y a su madre. La pobre vieja, gordita, baja y con papada, el pelo cortado como un hombre y la voz ronca y temblorosa clamando valientemente por su dignidad, por algunas miguitas de compasión, bastó para eliminar de mi mente y de las demás los últimos efectos de la marihuana. El silencio volvía y Yolanda ya no prestaba atención a nada, ni siquiera a la música suave que su hijo había puesto a muy bajo volumen. Los ojos se le iban cerrando. Por tercera vez insistimos en que se acostara y ella por fin aceptó. Sergio la llevó a su cuarto y después nos acompañó hasta la puerta. Esperé el ómnibus repasando los peores momentos de la noche y pensando en lo fea que le había resultado a la madre de mi amigo su primera experiencia con las drogas. Sentí asco, asco, mucho asco, pero no de Yolanda. Asco de los demás y de mí mismo. Nosotros, los inteligentes, los liberados, tan estúpidamente arrogantes por el efecto de la marihuana, nos habíamos olvidado que teníamos enfrente a un ser humano que sufría. |
Porrovideo
Jorge Alfonso
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