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III – El salvaje
Jorge Alfonso

Al llegar al escritorio varias veces me había encontrado con un plato de carne picada junto a mi silla. La primera vez imaginé que era una especie de aliciente preparado por el ingeniero para levantar la moral del personal, o quizá para suprimir la hora de la comida en pro de la eficiencia. Me quedé mirando el plato y sus moscas hasta que el viejo apareció y dijo “qué macana, me olvidé, perdonemé”.

Así que la oficina tenía otra mascota además de Perla... Consulté con el encargado y me dijo que sí, que había un perro y que tenía que cuidarme de no dejar ningún documento importante a la vista, trabajo que hasta el momento él hacía por mí. Ahora que estaba enterado tendría que preocuparme yo mismo, bajo pena de perder documentación importante y recibir una sanción.

Pasaron dos días más y entonces conocí al Salvaje. Ese era el nombre que los mecánicos –gente hábil para los bautizos– le habían puesto a un viejo ovejero alemán propiedad del ingeniero, quien insistía en llamarlo Rey. El bicho no le hacía justicia a ninguno de sus nombres. Era un animal manso, mansísimo, que pasaba todo el día encerrado en el depósito de mercaderías del fondo. Por la noche su amo lo dejaba suelto con la esperanza de que protegiera a la empresa de los ladrones. Pero había días en los que el Salvaje lograba escapar y aparecía caminando por la oficina con una lentitud exasperante, mirándonos con esa pena animal y enorme en sus ojos negros. Parecía reunir en él todas las miserias que nos rodeaban. Perla y Fernando lo acariciaban un rato hasta que el encargado le informaba a su dueño que Rey había escapado del cautiverio. El viejo salía rugiendo de su despacho y tomaba al perro del collar para conducirlo nuevamente al depósito. Entonces yo anotaba en la libreta cosas como esta:

En la oficina hay un animal. O dos. O varios. Yo soy apenas un cachorro aspirante a perro. A veces no hay nada que hacer y me quedo quieto, mansito en mi cucha-escritorio. El viejo rey salvaje debería servirme de ejemplo, pero ya no ladra ni gruñe. Poco le queda de rey y de salvaje. Se deja llevar de la mano y se conforma con el exilio.

Porrovideo
Jorge Alfonso

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